5
Cuando las miradas se interrumpieron y Gabriel, de nuevo en su lugar, había quedado fuera de alcance, Jeremy sólo pudo sentir náuseas.
Un estrepitoso y deforme sentimiento le regurgitaba en las entrañas mientras, desde el fondo de la estancia, podía sentir aquella mirada, intensa, posada sobre sus hombros.
Se sintió como Frodo en el último tramo de su misión, cuando, con las esperanzas ya perdidas, al pie del Monte del Destino, se vio casi derrotado por el peso y la voluntad del anillo que le colgaba del cuello.
Pero en su caso, no eran ni el anillo ni el Monte del Destino lo que le torturaba las fuerzas y la mente: era la mirada cazadora de Gabriel la que le pesaba, la que le contraía las entrañas en un punzante dolor, en náuseas, la que le desequilibró los sentidos y, por un instante, casi le hace perder el conocimiento.
–¡Hey, Jimmy! ¿Qué tienes? –pregunta Samuel con preocupación al verlo en aquel estado; –¿No te sientes bien?
–N-no es nada –miente Jeremy sin siquiera poder ocultar su tan sombría expresión.
Entonces, como si la presión fuese demasiado para él, se arquea un poco y se lleva la mano a la boca para cubrirla, efecto reflejo de quien está a punto de vomitar.
Para Samuel la señal fue demasiado clara, demasiado evidente: el príncipe no estaba para nada bien.
Se pondría de pie, saltaría por encima del pupitre y se arrodillaría ante Jeremy buscando que éste lo mirara, pero permaneció con los ojos cerrados, la boca cubierta y un malestar que se mostraba únicamente en el tono de su delicada piel.
La profesora del momento, al verlo también descompuesto, le permitió a Samuel llevarlo afuera por un poco de aire.
–Estoy bien, Sam, no te preocupes –dijo Jeremy resistiéndose a levantarse. Pero Samuel no iba a quedarse ahí mirándolo y nada más.
–No estas nada bien –le dijo este, halándolo con la mayor delicadeza que le fue posible; –Deja de ser tan terco y ven conmigo.
No pudo resistirse más de lo que sus fuerzas podían contener, en su interior, aquel nauseabundo sentir, aquellas ganas de expulsarlo todo, de dejarlo correr fuera de sí y librarse del peso de aquel nombre, de aquella mirada, de aquella presencia salida de la mismísima sombra de Mordor.
Porque eso era, para él, Gabriel y sus intenciones: Mordor personificado, una extensión menos ficticia y menos fantástica del propio Sauron, pero hecho hombre, adolescente y, para colmo de males, obstinadamente enamorado, al punto de la obsesión.
Era demasiada información negativa la que, en su disco duro mental, permanecía todavía almacenada respecto a aquel muchacho de anteojos rectangulares y cobriza cabellera.
Una presencia enfermiza era, sin duda, y el nombre en sus labios era un clamor funesto.
Nunca lo habría de nombrar más de lo debido, más de dos veces, a lo sumo, antes de perder los estribos y zafarse de su dulzura superficial, rajar la máscara que lo cohíbe dentro de una faceta voluntaria, como suprimiéndola, controlándola, y así mostrarse tal cual prefiere no ser nunca.
Jeremy saldría herido de entre aquellas paredes, se tambalearía un poco mientras, torpemente, se alejaba del aula con Samuel haciéndole compañía.
Y las cosas podrían ponerse extrañas si algo o alguien surgiese en medio de aquel inusitado evento, pero apenas quedaban un leve soplido en el aire y el barullo de voces altivas que yacían encerradas tras las paredes en las aulas contiguas.
–Dime que ese Gabriel no es el mismo Gabriel –dijo Samuel aprovechando la ausencia de público. El descolorido rostro de Jeremy no apuntaba a una respuesta contraria.
–Quiero irme a casa –musitó Jeremy luego de un breve silencio mientras, recostado contra la pared, se dejaba caer al suelo, todavía descompuesto por la impresión; –Necesito irme lejos otra vez. Irme y que no me encuentre nadie, ni yo mismo.
Samuel, en medio de la consternación, quiso darle palabras de aliento a tan importante persona, pero no supo qué decir ni cómo apañarle, precisamente, esperanza alguna a su mensaje si, incluso él, no podía explicarse lo que acababa de ver, de oír, de sentir al momento de, finalmente, conocer el rostro que había detrás del fulano nombre.
–Puedo entenderlo, en verdad. Pero me temo que eso no podrá ser, o al menos así lo veo.
–No, es imposible –dijo Jeremy ocultando el rostro entre las rodillas.
La casualidad se cruzó, entonces, cuando, al fondo del pasillo, asomándose por las escaleras, la imagen de otro de sus problemas cambiaba de dirección llevando sus pasos hasta donde se encontraba.
Samuel, con cierto enojo, se interpuso entre los dos desde antes de su llegada. Caleb, no reaccionó a él, solo se concentró en el príncipe del destruido semblante.
Algo no estaba bien y pudo suponerlo, pero no pudo suponer, bajo ninguna circunstancia, el motivo de los daños ni la gravedad de los mismos.
Sin importar lo mucho que intentaba mostrarse preocupado, Samuel le cortaba las alas con la esperanza de sacarlo del camino y alejarlo de los asuntos del príncipe.
Jeremy, entre tanto, recuperaba un poco el color y la calma a manos de la presencia del pelinegro.
–Samus, disculpa si no te sigo el juego esta vez –dijo entonces Caleb haciéndolo a un lado con una serenidad, en él, extraña; –pero, en verdad, me preocupa que luzca como un zombi ¿Que no ves que está mal?
–¡No estoy ciego, Murphy! ¡Es obvio que lo veo! –replicó Samuel con recelo; –Pero estos son asuntos que no te incumben. Vuelve a tu charca ¡Anda, anda!
Caleb no se movió de ahí hasta llevarse a Jeremy consigo a la enfermería. Samuel, de muy mala gana, volvió a la clase con la intensión de tomar las pertenencias de Jeremy y llevárselas a la enfermería, tal como le habría dicho Caleb que hiciera, pero la profesora no le permitió salir de nuevo.
"Si ya consiguió ayuda, me alegro, pero no puedo dejarte salir y perder el resto de la clase" le había dicho antes de ordenarle que volviera a su lugar y, con la rabia ceñida entre sus manos, habitó su pupitre una vez más maldiciendo, entre dientes, a Caleb por su repentina intromisión.
Pero su tiempo a solas no sería algo más que una brevedad casi fugaz.
Jeremy, todavía con náuseas, empezaba a recuperar el tan característico tono de su piel mientras se daba un segundo aire lejos de aquel indeseable muchacho.
Caleb no diría mucho, y mucho era lo que quería preguntar, pero llevaba prisa. Entonces se perdió tras el umbral de la puerta dejándolo al cuidado de una enfermera carente de delicadeza alguna.
Ya en la hora del descanso Jeremy había vuelto, aunque no por completo, a la normalidad.
La enfermera había replicado algo sobre una supuesta virosis ambiental, cosa no tan disparatada, pero absolutamente falsa, respecto al repentino decaimiento de Jeremy aquella mañana.
Samuel no desperdició minuto alguno en buscarlo acompañado por los despistados de Louis y Ralphie quienes no había notado, en lo absoluto, la ausencia del príncipe en clase.
El incidente había pasado por ellos, así como podría pasar el fin del mundo y, jamás de los jamases, lo habrían notado.
Entonces estuvieron largo rato preguntando y preguntando algo que ya media escuela sabía.
La mecha de los rumores ardió a una velocidad sin precedentes al hacerse voz entre todos los rincones habitables del instituto que uno de los estudiantes nuevos del cuarto año se le había declarado al príncipe frente a toda la clase.
Nathaniel, desde el otro lado del patio, manoteaba a Caleb preguntándole detalles respecto al fulano rumor, al muchacho y la veracidad de lo que se dice a diestra y siniestra.
En él, mientras lo ignoraba, solo se veía una especie de enojo prismático y una preocupación superpuesta porque alguien se había atrevido a hacer algo semejante.
Una declaración de amor pública ante toda una clase: un suicidio social que, en mayor o menor medida, representa el fin de todo respeto, de toda dignidad, sobre todo si se trata de un muchacho enamorado de otro, cosa que le causó más enojo todavía.
Y su enojo era, ciertamente, porque las palabras iban dirigidas, precisamente, al mismo muchacho que le había robado el corazón. Un valiente acto de amor propio por parte del, todavía, anónimo sujeto al lanzarse de cabeza hacia lo incierto y esperar salir ileso de la caída.
De pronto estalló, repentina, una refriega más allá del patio principal: cerca de las canchas de básquet, un grupo de estudiantes rodeaba a dos que, al parecer, estaban a punto de irse a los puños.
Caleb y Nathaniel corrieron a ver el espectáculo mientras las voces recorrían el patio, a casi la misma velocidad que los rumores, anunciando a los enfrentados.
–¡El de cuarto año, Gabriel, el nuevo, va a pelear con Enzo Lasta, de quinto!
Jeremy se cubrió los oídos al escuchar el nombre. No quería saber de él. No podía tampoco darse el lujo de desearle mala suerte en la pelea, al contrario, esperaba que Enzo, que lo conocía apenas de saludo, no sufriese daño alguno por parte de aquel indeseable individuo.
Entonces la cosa se le complicó demasiado en verdad y decidió alejarse del patio a toda prisa.
El nombre, solo el nombre, retumbaba de boca en boca, grito a grito, y él no lo soportaba en lo absoluto. Mientras se alejaba, el barullo a sus espaldas acrecentaba.
Caleb y Nathaniel, pronto, se encontraron en primera fila y lo verían todo, si es que pasaba en verdad, de principio a fin, el cómo Enzo molía a golpes al chico nuevo.
–¿Insistes en querer pelear conmigo, cretino mal hablado? –dijo el muchacho del cabello cobrizo cruzándose de brazos mientras lo miraba con desgano.
–¡Quiero ver cómo dices lo mismo cuando te desfigure la cara, maricón! –respondió Enzo al abalanzarse sobre él sin siquiera vacilar.
Los ojos de Caleb se abrieron como dos bocas invadidos por una incredulidad sin igual.
Enzo 'Monzón de Hierro' Lasta, era conocido por ser, no solo enorme y cabezota, sino también por saber sembrar bonitos puñetazos en la cara sin fallar. Y esta vez, a la vista de todos, tus manos golpeaban nada más que aire y viento, nada y polvo.
Gabriel, el cuatro ojos recién llegado, parecía bailar cuando lo esquivaba con un simple movimiento de pies y veloces reflejos felinos.
Entonces, tras un descuido de Enzo, con el puño cerrado, le empalmó el flanco derecho haciéndole retroceder luego de hacerle fallar tres golpes consecutivos. Los presentes hicieron silencio.
–Las cosas que tengo que hacer porque cretinos como tú no saben cerrar el hocico –dijo entonces reacomodándose los anteojos.
Enzo se había quedado sin aire y no dijo nada, solo lo miró con una rabia casi animal.
Caleb y Nathaniel, todavía sin creerse lo que acababan de ver, permanecieron inmóviles, expectantes, a la espera de una conclusión, fuese trágica, diplomática o con promesas al aire sobre alguna revancha o algo por el estilo. Pero lo que escucharon fue muy distinto.
–Me considero victorioso en esta pelea –dijo con una tranquilidad espantosa; –Se la dedico al que conocen como príncipe, Jeremy Norton, mi niño de los girasoles.
Y sonrió.
Sacó del bolsillo de su camisa una flor, un diminuto girasol, muy hermoso, de pétalos abrillantados y, alzándolo ligeramente, volvió su mirada hacia el edificio, al segundo piso, exactamente al lugar desde donde Jeremy y su corte admiraban lo que sucedía.
Un escalofrío recorrió la espalda de Jeremy en ese instante y se dejó caer al suelo para ocultarse de aquella mirada insana.
"El chico nuevo también es un guerrero, así como el príncipe" dijeron algunos, recordando el estrépito protagonizado por Jeremy en su primer día.
El enemigo, entonces, había sido puesto a su mismo nivel, en su misma jerarquía, y repetía, una vez más, aquel acto suicida de decir, a todo pulmón, que el amor de su vida tiene nombre, apellido y título de realeza.
Caleb comprendió entonces que las cosas del corazón estaban a punto de ir de mal en peor.
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