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4

Diana era historia.

Caleb sintió un ligero alivio al constatar que, efectivamente, Diana había optado por dejar las cosas como estaban todo gracias a un único mensaje que ella le había dejado por WhatsApp.

Jeremy confirmaría sus sospechas tras notar que Diana había desaparecido de todas las redes que tenían en común, o, en otros términos, lo había bloqueado en cuanta página existiese.

Jeremy insistía en saber qué le había dicho, pero él simplemente le negó aquel conocimiento.

–¿Por qué no puedo saberlo? –preguntó Jeremy un tanto inconforme.

–Porque insistes en decirme que no –respondió Caleb sin siquiera mirarlo; –Y solo te lo puedo decir si cambias de opinión.

–¿Intentas manipularme o qué diablos? –preguntó con enojo dándole un fuerte codazo en el costado izquierdo haciéndolo perder ligeramente el equilibrio al caminar.

–¡No, no! ¡Calma, calma! –reaccionó Caleb entre risas admirando su rostro de chico serio.

Los ojos de Jeremy, su expresión, comenzaban a ser las del otro, las del emperador.

Caleb, embriagado por una valentía aventurera, le acarició el rostro estando ambos, todavía, en plena calle, ante los ojos del mundo que se mueve a sus espaldas.

La mirada y el semblante del príncipe volverían a ser de una dulzura inconmensurable tras apartar la cara y continuar dibujando sus pasos de vuelta a casa.

Caleb ya había perdido la capacidad de temerse a sí mismo y, con ello, demostrarle a Jeremy que sus intenciones eran, en verdad, algo más que simples palabras. Parecía ser un juego de niños. Pero no para Jeremy.

Él padecía, todavía, de una indecisión temerosa, de un temor indeciso, de una sensación bipartidista donde su corazón y su lógica se debatían respecto a cuál de las puertas debía abrir, cuál debía cerrar y cuál debía dejar entreabierta de ser necesario.

Las palabras de Nathaniel fueron, en principio, certeras: no se rendirá nunca. Ahora eran, más que nada, pesadas, tediosas e indescriptiblemente insistentes.

Porque ahí lo llevaba, casi de la mano, deambulando por el camino más largo de vuelta a casa, porque fue su idea y él se dejó llevar. No supo cómo decir que no de la misma manera en que lo venía haciendo desde hace rato.

Ésta vez su negativa se negó a sí misma provocando, al final, un resultado afirmativo. La idea había sido la culpable, en un principio, por dejarse llevar al momento previo de su partida, por dejarse embrujar por el sonido de su voz, por el profundo azul de su mirar, por la extraña y poderosa brillantez que le hacía compañía aquel día.

Quería saber de qué se trataba todo aquello. Debía saberlo. Tenía que saberlo.

–¿En verdad no me lo vas a decir? –preguntó Jeremy luego de un prolongado e incómodo silencio.

–Con una condición –respondió Caleb volviendo el azul profundo de sus ojos hacia él. Jeremy tragó en seco.

–Aquí no –respondió completamente nervioso al verlo acercársele más de lo debido.

–Entonces no sabrás... –dijo Caleb a la vez que irrumpía en el espacio personal del príncipe y le arrebataba un beso lento de los labios; –...lo que dice.

El rostro de Jeremy se encendió entre tantos tonos que Caleb solo pudo sonreír ante una expresión, en absurdo, tierna. Luego sentiría cómo, en su bolsillo, resbalaba un objeto de poco peso.

Caleb continuó caminando mientras él, con su curiosidad igualmente encendida, tomó el objeto, resultando ser éste el móvil de Caleb.

Tras la pantalla, como esperando, yace abierta una ventana de chat sin nombre donde solo un se podía leer un único mensaje: "Te lo pido como nunca te pediría nada, Caleb: por favor, cuídalo. ¡Cuídalo!"

Sentiría entonces pena, alivio, dolor y culpa, todo al mismo tiempo, todo a causa de aquellas palabras sin nombre que, sin duda, provenían de ella, de Diana, su Diana.

No, ya no era suya y él tampoco era suyo.

Eran, ahora, dos almas libres que deambulaban por senderos distintos, en busca de una eternidad distinta.

Su corazón, al pensarla, no le correspondía como debía o como había pensado que tenía que ocurrir. Pero era muy distinto ni bien se topaba con el azul profundo de aquella mirada que lo espera a pocos pasos de distancia.

También era un Murphy, uno igual de complicado que el anterior, pero más complicado se había vuelto él mismo al negarse una decisión definitiva.

Ya en casa, para evitarse cualquier posible o caótico resultado, decidió permanecer en compañía de Caleb solo y únicamente en el recibidor.

Mantendría, también, cierta distancia sentándose, siempre, a uno o dos espacios más lejos de él. Pero Caleb insistía en romper esa regla y aproximarse, fuese lentamente, fuese de golpe, fuese con engaños.

Porque con engaños se había dejado besar ya en dos ocasiones y, era obvio, se avecinaba una tercera.

–Seamos honestos, Jeremy –dijo entonces Caleb mirándolo fijamente a los ojos; –¿Para qué dar más vueltas? Quiero estar contigo, no miento.

–¡Ya lo sé, ya lo sé! –respondió Jeremy apartando la mirada; –Es que yo... yo no...

–¿'No' qué, Jeremy? –preguntó Caleb intentando no enojarse. Jeremy no respondió.

Caleb solo se hizo a un lado y, nuevamente, le brindó espacio. Espacio y silencio, dos cosas que parecían sobrar entre ellos cuando él esperaba otro resultado.

Se reconoció a sí mismo en aquella postura indecisa, en aquel desaforado intento por explicarse algo que, por muy obvio que fuese, no alcanzaba a aceptar. Y era eso, solo eso, lo que le motivaba a ser paciente.

Pero Caleb no podía ser tan paciente si podía besarlo a placer cuando no había nadie, si podía tenerlo entre brazos y no soltarlo si le daba la gana, sobre todo si podía morderle el cuello solo para deleitarse con una vocecita que, insiste, nadie en su puta vida va a disfrutar más que él.

No podía darse licencia demasiado tiempo: él lo quería a su lado cuanto antes.

–Lo siento –musitó entonces Jeremy con la mirada baja.

–¿Y qué hago, entonces con estas sensaciones, Jeremy? –preguntó al ponerse de pie; –Me las llevo a casa ¿y luego qué?

Jeremy intentó no mirarlo, pero él lo buscó y le plantó cara. Enfrentaría aquella miradita triste con el profundo azul de sus ojos solo para conseguir una respuesta que no fuese otro prolongado y tedioso silencio.

El príncipe no sabía qué hacer, qué no hacer, qué decir o qué callar. Lo besarían una vez más y se supuso, entonces, contra la pared, traicionado a muerte por su propio y silencioso deseo, ese que insiste en permanecer sobre sus labios con tal de saborear los de Caleb.

Se vería, como la vez del sofá a cuadros, atrayéndolo con las manos, como rogando por su estadía. Y Caleb escuchaba las peticiones de esas siempre suaves manos que insistían e insistían, beso tras beso, en mantenerlo a su lado. La puerta se abrió entonces.

La figura de Marlon pasaría de largo. Podría decirse que no se percató de aquello, así como podría decirse, también, que simplemente se desentendió de ello.

Jeremy y Caleb no sintieron nada nuevo, solo un abrazo súbito de vergüenza y un nerviosismo fuera de control.

Caleb, impulsado por su valentía, lo tomaría de la mano y lo llevaría escaleras arriba, a su propia habitación para, entonces, arrepentirse de ello de golpe. Jeremy, tras la puerta, quedaría también inmovilizado.

Los nervios y la vergüenza eran, ahora, peores y pudieron notarse, entre ellos, en igualdad de condiciones. Una réplica intranquila y un recuerdo todavía vivo prevalecía, poderosamente, revoloteando tras aquellas paredes.

El viernes, aquel otro viernes, no se había borrado en lo absoluto de la memoria de ninguno de los dos. Entonces se dejarían caeral suelo, contra la puerta, uno junto al otro, con la mirada fija sobre lacama, con las manos tomadas y el corazón que, casi, se les salía por la boca.

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