3
Se le haría demasiado complicado el deslindarse de la cama la mañana siguiente. En su piel, en sus labios, todas las sensaciones dejadas por el muchacho de la cabellera nocturna seguían tan latentes, tan vivos que, creía, estar todavía entre sus brazos.
Había pasado gran parte de sus horas de sueño luchando a contracorriente de un río de lágrimas que llevaban 'contradicción' por nombre.
Lloraba porque desconocía todavía la fuerza de su propio impulso, ese que, muy a pesar de sus palabras, de sus intenciones de dar por muerto el asunto, no logró reprimir al momento de aferrarse a la figura de Caleb antes de su partida.
Estaba arrepentido de todo y de nada a la vez. Estaba, también, conflictuado respecto a lo que, de verdad, le decía su corazón, porque no lo entendía en lo absoluto, no se entendía para nada.
¿Indecisión? No.
¿Entonces qué era?
¿De qué se trata semejante quebranto de la cordura, su cordura, si también empezaba a perder los estribos ante sus propias decisiones?
¿Sería, acaso, un asunto de miradas, de palabras a medio decir, a medio callar? ¿Acaso sería, simplemente, una insoportable verdad reprimida que intenta dejar atrás las cadenas que le atan?
Lo habría pensado durante el tedio del mal dormir. Lo pensaría, también, de camino al instituto y se le volcaría la vida entera, junto con sus nervios, luego de toparse con Caleb, frente a frente, a mitad del pasillo. Contuvo las palabras como no pudo contener sus miradas, porque lo buscaron.
Ahí estaban esos ojos azules, profundos, mirándolo como el día anterior, recorriendo las veredas de la memoria y recobrando, fragmento a fragmento, lo sucedido, pero manteniendo las voces en secreto, como debería ser.
Minuto de silencio.
Minuto eterno de miradas que discuten, que luchan, que se agreden como buscando enmarcar un terreno invisible en el nombre de un alguien o un algo imposible.
Entonces Caleb sigue de largo, no sin antes dejarle un mensaje claro, uno fácilmente deducible, descifrable, al deslizar, muy tiernamente, la yema del dedo índice de su mano derecha por el costado derecho de su rostro, hasta la barbilla.
Los nervios de Jeremy se harían pedazos todavía más.
Un pesado suspiro se escapa de entre sus labios mientras ignora, debido a la presión, las miradas de los pocos que le rodean, de los pocos que han presenciado el inusual saludo, la inusual respuesta.
Samuel, desde la escalera al fondo, había quedado sorprendido, no por el saludo de Caleb, sino por la respuesta generada, tan solo en gestos, por Jeremy.
¿En verdad algo había entre ellos y él no se había dado cuenta? ¿En verdad un secreto tan grande permaneció a la vista de todos y es, apenas, ahora que se dan cuenta?
"Estamos ciegos, jodidamente ciegos" había pensado al momento de tomar a Jeremy del brazo y llevarlo, casi a rastras, hasta el piso superior. De él no quedaba más que un remedo de autómata, una pieza que se movía mecánicamente por inercia pura y nada más.
Su mente yacía demasiado dispersa y sus nervios, hechos polvo, lo hacían lucir como todo un lunático cuando intentaba decir algo. Samuel no sabía qué hacer o qué otra cosa decirle para intentar hacerlo recobrar la compostura.
Y luego llegó que el que faltaba.
–Me perdí de algo, otra vez, supongo –dice con cierto disgusto cruzándose de brazos recostándose contra la pared de enfrente. Samuel lo miró con desgano.
–Es muy mal momento, Gabriel –dijo entonces con tono apisonador; –Así que, por favor, no molestes.
–¿Cómo puede ser mi preocupación una molestia? –preguntó Gabriel intentando aproximarse.
–Preocúpate a la distancia, vaquero –dijo Samuel poniéndole la mano sobre el pecho para que no se acercase más de lo debido; –Que este rodeo lo dirijo yo y, como dije, no te quiero cerca. Vete o ya verás
–¿Y tú peleas? –preguntó Gabriel con tono de mofa; –¿El protector del príncipe sabe usar los puños? Creí que eras solo...
–¿Solo qué, Gabriel? –saltó Samuel en pos de la agresión; –Yo que tú cuidaría lo que fuese a decir a continuación. Es un consejo.
Y Jeremy le dirigió la mirada, una mirada que Gabriel conocía bien y que nadie, pero nadie, en aquel lugar conocía todavía.
Tragó en seco y retrocedió con cierta vacilación disimulada, musitando una palabra que Samuel no alcanzó a escuchar. Se enfrentó, de nuevo, a la mirada combativa de Samuel y, con una sonrisa detestable, dio media vuelta y se perdió escaleras abajo para no mostrar su rostro hasta luego del sonar de la campana.
Jeremy, todavía con las palabras atravesadas en su garganta, empezaba a reaccionar. Paseó sus dedos, una y otra vez, por el mismo sendero dibujado por el dedo de Caleb, mientras movía la cabeza en señal de negación. Samuel comprendía nada de nada y no quiso, siquiera, preguntar.
La primera clase pasaría por Jeremy, así como pasan los sueños cuando yaces dormido: no se acordaba de nada.
En el descanso, luego de culminar la clase, Gabriel borraría su imagen del patio central. Samuel lo había notado: no había mostrado su rostro más de lo prudente en clase y, ahora, no estaba en ninguna parte.
Caleb, por otro lado, desfilaba de un lado a otro del patio, rodeado de chicas que no sabían si mostrar más interés por él o por su asunto con el príncipe.
Jeremy reía cada tanto mirando a la masa de chicas que sonreían en compañía del muchacho de azules miradas y sintió un leve atisbo de envidia, un leve pinchazo de celos, al querer ser él quien compartiese ese tiempo, esas charlas, esas sonrisas con él. Samuel se le quedó mirando por un rato y sonrió.
–¿No te parece curioso el caso? –preguntó al aire. La corte entera lo miró con intriga.
–¿Curioso? ¿Qué cosa, Sam? –preguntó Hera, casi enseguida, sin apartar los ojos de él.
–Que al príncipe le gusten dos personas a la vez.
Jeremy se hizo el tonto y no quiso dirigirle la mirada. Hera y Tamara intercambiaron miradas y sonrieron como con extrañeza para, luego, volver la mirada hacia el príncipe que seguía ignorando la conversación.
Lucien, que siempre había permanecido en silencio, soltó una risita impulsiva y casi se ahogó intentando encubrirla.
–¿Qué opinas de eso, Lucien? –le pregunta Samuel con falsa ingenuidad. Lucien, todavía ahogándose recobra la compostura antes de responder.
–No lo culpo –dijo entonces con una sonrisa pícara dibujada en el rostro.
–No, claro que no –dijeron todos en una sola voz para luego partirse de la risa por ello, incluyendo al príncipe.
Jeremy supo entonces que había sido muy descuidado. Supo también que Samuel le había perdonado el secreto y que, en cierto modo, acababa de regañarlo por no haberle dicho nada, por no ponerlo al tanto del desastre que, él creía, eran solo locuras de la escuela, cosas traídas para darle personalidad al nuevo año escolar.
Se equivocó tremendamente.
Louis y Ralphie, amos y señores de los distraídos, no terminaban de darse por enterados de que el tema era, en realidad, bastante serio.
Ni Samuel se molestó en explicarles nada porque, como lo habría dicho en muchas ocasiones: "a esos dos, para que entiendan algo, hay que reiniciar el mundo entero primero".
En aquel instante, cuando empezaba a recobrar la normalidad, Gabriel reaparece solo para agriarle un poco el panorama.
Su presencia, a la distancia, puede soportarla lo suficiente como para darse licencia, hacerse la vista gorda y entornar la mirada, una vez más, en aquel suplicio de apellido Murphy.
Entonces lo ve reaparecer en el encuadre, lo ve dirigir sus pasos, muy peligrosamente, hacia Caleb y romper con los límites, joder las fronteras.
Caleb se pone de pie y lo señala con aires de combatiente, con gesto de fastidio. Nathaniel, a su lado, le palmea el hombro y le señala la banca, como pidiéndole que se siente, que lo deje tranquilo, que no le preste atención.
Las chicas a su alrededor espabilan y huyen de la escena donde, Gabriel, con sus aires de pretencioso, incitan más y más a Caleb. Al parecer el asunto es serio.
–¿Tú crees que él...? –pregunta Samuel sin aclarar nada.
–Sí, él es así de estúpido –responde Jeremy al ponerse de pie, dejar de lado su mochila y correr hacia la multitud que empieza a engrosarse alrededor de los duelistas.
Le costó demasiado abrirse paso entre la manada de estudiantes que, con vítores, animaban la recién iniciada pelea. Ya escuchaba los puñetazos y las respiraciones exaltadas, pero no lograba ver todavía nada.
Samuel le siguió el paso intentando evitar, de su parte, una actuación también estúpida. Pero Jeremy era demasiado escurridizo para poder ser retenido por nadie, así fue como se perdió en medio del barullo, del griterío y la muchedumbre.
Cuando volvió a ver luz, yacía justo ante la imagen de sus lunáticos pretendientes dándose golpes sin descanso.
Una vez más los profesores tardarían demasiado en intervenir en una pelea y, sabiendo las consecuencias de un evento de tal magnitud, decidió plantarse ante ellos como roca y suscitar, así, un alto al combate.
Pero la realidad no fue tan así.
La cara de todos fue la misma: un gris cadavérico les tintó la piel y les apagó las voces ni bien vieron que la delicada figura del príncipe recibía, de manos de Gabriel, un puñetazo en la cara.
Jeremy caería sentado, con la cabeza gacha y la mirada hacia el suelo. El rostro de Gabriel se vistió de mil miedos cuando había caído en cuenta de que el golpe no lo había plantado en el rostro correcto, sino en uno que, temprano esa misma mañana, le había dirigido un mensaje con aquella mirada.
Y fue justo esa misma mirada la que le dirigió el príncipe cuando se puso de pie, sin ayuda de nadie, con las facciones del rostro transfiguradas y los puños armados. Gabriel retrocedió dos pasos, luego un tercero, buscando las palabras para disculparse, para pedir que le perdonase su tan insana idiotez. Lo que dijo fue otra cosa.
–¡Emperador! –expresó con un temor inusitado, como si acabase de ver caminar a un muerto o algo parecido.
Nadie parecía reconocer al príncipe.
Nadie quiso creer, al momento, que aquel que se había abalanzado sobre Gabriel, aquel que le clavaba, uno tras otro, puñetazos certeros en la cara, era el príncipe. Y Gabriel le llamaba Emperador mientras le rogaba que se detuviera.
Entonces Caleb reaccionó y tiró de él, apartándolo del atemorizado y ensangrentado Gabriel que, sin apartar la mirada de Jeremy, repetía, una y otra vez, entre jadeos, aquella palabra: Emperador.
A Caleb le costaba creer la fuerza que tenía aquel diminuto cuerpo, sobre todo porque no podía contenerlo a solas. Samuel y Nathaniel, zafándose de la muchedumbre, le ayudaron a contenerlo hasta que se tranquilizara: tampoco lo reconocieron.
Una visita infernal había aparecido solo pararefrescar el día, y eso que el día apenas acababa de empezar.
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