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3

La última semana de vacaciones moriría luego de aquel último mensaje, así como moriría, también, el intercambio de palabras entre uno y otro muchacho. Caleb había decidido pasar esa última semana en casa de unos primos, fuera de la ciudad y Jeremy, por su parte, compartiría el mismo tiempo con Diana con tal de sacarse de la cabeza, sin miramientos, la imagen del pelinegro, cosa que fue un completo fracaso.

El sol de aquel recién nacido primer día de clases, de aquel tan atravesado miércoles, sacó de sus camas a cuanta joven alma quiso para dibujarles un sendero de ida y vuelta hacia los confines de aquella edificación que, con honor y renombre, contaba ya con más de cincuenta años de funcionamiento.

Para Caleb, volver a verse entre aquellas paredes significaba lapidarse entre dos nombres que mantendrían, de él, una distancia prudente, la misma que, en todo caso, sabía que ignoraría en más de una ocasión. Y Nathaniel también le vendría a la cabeza, suspiraría por ello y seguiría adelante, hacia la izquierda, por el corredor que transitan los de último año, hasta las escaleras, al final del pasillo.

Lento pero seguro, con uniforme nuevo y la misma miradita huidiza del primer día, el príncipe atravesaría la puerta principal, cruzaría el amplio lobby que comunica las dos alas del edificio con el patio principal, se toparía con más de una sonrisa, con más de una mirada, con más de una reverencia, y a respondería a todas ellas con el rostro enrojecido, con la sonrisa brillante y una leve inclinación de cabeza.

El príncipe, luciendo el beige de los mayores, pertenecía ahora a otra escala, más selecta, reforzando todavía más aquella popularidad ganada desde el día primero.

Y los rumores no tardarían en bailotear por los pasillos, muy a pesar de la temprana hora. La hazaña del vals entre los brazos de Caleb todavía era un asunto muy vigente, en realidad era el asunto en boga.

Y las chicas de años inferiores, inclusive, las recién llegadas del primer año, ya hablaban de él, del hermoso chico apodado príncipe –por razones y motivos tan evidentes como su presencia cuando la notas–, aquel que venció muy épicamente a Ender y sus siempre humillantes retos, previos siempre a la llegada de las clases.

'El Príncipe Norton', 'El dulce Jeremy' y pare de contar con las maneras de nombrarlo, de hacerlo brillar aún más de lo que ya brillaba mientras él, en su propio mundo, se hacía el ciego y el sordo ante toda aquella atención sin fin.

Caleb ya lo había recibido, desde antes de su llegada, en sus pensamientos. Ya lo había imaginado luciendo el nuevo color, aquel tono que, muy a diferencia del acostumbrado azul celeste, lo haría resaltar demasiado, más de lo que, naturalmente, él mismo resaltaba del resto.

Y sonreía al verlo pasar de largo, todo en su imaginación, hasta posarse, una vez más, en la ya acostumbrada banca, bajo el viejo y frondoso árbol, a la espera del trío de lunáticos.

Ahí se quedaría en silencio, con un libro entre las delicadas manos y la atención en absoluto aferrada a las palabras que, impresas sobre el papel, lo hacían sonreír de tanto en tanto, de página a página. Así lo imaginó por un rato hasta que, en efecto, la realidad superó toda ficción.

Ahí iba él, a solas, con el beige sobre la piel, con las mejillas coloradas, con el cabello deslumbrando aquel color que, todavía, no ha podido descubrir cuál es exactamente.

La figura del príncipe que va hacia el trono, el príncipe que va en busca de una corona, de un nuevo título, es la misma imagen del chico que lo deslumbra con su caminar pausado, con su sonrisa huidiza, con aquel gesto tembloroso en las manos cuando saluda: es el chico que le robó el corazón, ése y ningún otro. 

Ahí está, a su alcance, una vez más, y no encuentra la manera de ponerse de pie, de apartarse de esa banca y navegar hasta la otra, aferrarse a aquella otra orilla y buscar aquel amanecer que lleva título sin corona. En su ver y no ver de las cosas, el beso y el abismo eran lo mismo así que, con o sin remedio, ya no podía evitarse otra caída si él ya iba cuesta abajo, a toda velocidad.

–¿Por qué lo piensas tanto? –le pregunta Nathaniel sentándose a su lado; –Todavía está solo. Deberías ir, digo yo.

–¿Y crees que...? –dice Caleb sin culminar la pregunta, sin apartar, tampoco, los ojos del muchacho que le decora el horizonte.

–Algo pasó y no me has dicho qué –dijo Nathaniel con cierta seriedad; –como sigues enojado conmigo por todo, y te entiendo, la cagué, lo sé, soy un mal amigo. ¡PERO! –hizo una pausa para mostrarle el móvil; –Hay cosas que hasta un ciego puede ver con un solo ojo –agregó al sacar a relucir aquella foto donde Jeremy yace dormido entre sus brazos.

Lo odiaba. Cuando su mejor amigo tenía razón era cuando más lo odiaba, porque le era imposible llevarle la contraria cuando él mismo estaba en medio del asunto, no como intermediario, sino como control, botón y palanca, todo al mismo tiempo.

¿Y cómo podría decirle que no si su punto débil era, en demasía, aquella misma fotografía, aquella imagen, aquel recuerdo?

Le costaría, sobre todo, explicarle, contarle lo que ha hecho a sus espaldas, lo que ha dicho, lo que ha pensado, los labios que ha tocado previo al inicio de clases, los mismos que, en ese momento, yacían al otro lado de la vereda, al otro lado de su breve horizonte, resguardando la banca del viejo árbol. Entonces optó por remover un poco las cosas y acercarse desde la distancia previo al acercamiento verdadero.

Con su móvil entre manos, le dirigiría una breve oración, un fugaz mensaje, al muchacho que todavía ignoraba su presencia. Le disgustaba la idea de interrumpir al niño que lee, al apasionado lunático de las letras, pero quiere ir, quiere escuchar su voz una vez más y poco le importa si se trata de un rechazo total o de un posible saludo cordial, quiere estar ahí un instante breve, pero eterno.

Entonces teclea y envía, alza la mirada y se le queda viendo a la espera de una reacción por parte del llamado príncipe. Y ocurre. Pausa su lectura, marca la página, saca su móvil del bolsillo y revisa, con plena curiosidad, pues le es extraño un mensaje a esas horas.

–En definitiva, el beige es tu color –alcanza a leer tras la pantalla del pequeño aparato a pesar de resistirse, en principio, a abrir esa pestaña en específico.

Alza la mirada y lo nota como no lo había notado antes. Está ahí, acompañado, como siempre, por el despampanante bufón al que llama mejor amigo. Está ahí, precisamente, donde debería estar, con la mirada a tientas sobre él y una muy bien disimulada aura de tranquilidad arropándole la existencia.

El pelinegro, el ladrón de besos dormidos, el muchacho del diminuto girasol lo está mirando como aquella vez, como aquel instante. A pesar de la distancia, la siente como la sintió en el momento, es la misma, no ha cambiado, no vacila.

Y él solo puede negar con la cabeza gacha, con las mejillas ardiéndole y una vergonzosa e inusitada verdad picándole en los labios. Caleb sonríe ante su reacción.

–¡Recuerda lo que te dije! –responde Jeremy a través de la pantalla. Caleb vuelve a sonreír.

Nathaniel, atento a las miradas, a los gestos, puede leer un mensaje un tanto evidente, un mensaje que, con cierto secretismo y recelo, busca zafarse de parte y parte sin hacer demasiado ruido.

En su imaginación, aquel algo debe tratarse de algo importante, de algo certero y lo bastante serio para encender alarmas en ambas partes del territorio. Entonces Caleb hace una señal que no logra ver con claridad y que, con disimulo, busca a Jeremy con la mirada para ver si capta o no alguna otra señal medianamente descifrable.

Es cuando Jeremy, con el rostro cada vez más enrojecido, se lleva las manos a la boca y, rozando sus labios con la punta de los dedos, aparta la mirada antes de negar, nuevamente, con la cabeza. Nathaniel no puede evitar quedarse con la boca abierta.

–¡¿Cuándo ocurrió?! –le pregunta entonces con cierto alarmismo; –¡¿Por qué no me dijiste nada?! ¡Tengo que saberlo todo, Caleb!

–No sé de qué estás hablando –responde Caleb mirándolo fijamente a los ojos con la más profusa de todas las serenidades.

Nathaniel, todavía varado en el asombro, lo nota de golpe, sin más: el fugaz intercambio de miradas, de sonrisas, y la repetida acción del príncipe en negar con la cabeza cada vez que vuelve la mirada hacia Caleb con las mejillas enrojecidas, mordiéndose los labios.

¿Y nadie más veía aquello? ¿Nadie más estaba lo suficientemente despierto, atento a las señales tan evidentes entre este par de...? No. Nadie.

 El romance bailoteaba como bailoteaban los rumores, todavía, de ciertos mitos y leyendas que, insistentemente, mitificaban las figuras de Jeremy, de Caleb, de Nathaniel, de Samuel y otros varios.

Y los que se fueron dejaron, tras de sí, preguntas sin responder y rumores a la deriva del misterio porque, cuando se trata de los populares, sean ellos o ellas, nada es del todo cierto, con algunas excepciones. Caleb y Jeremy eran, precisamente, una de esas excepciones, solo una, porque ambos jugaban ahora al gato y al ratón.

La sorpresa del primer día suele ser imprescindible si esperas que sea un día por encima de lo normal, por encima de lo habitual, buen augurio para el resto del año, o al menos esa era una cuestión tomada muy enserio por muchos de los que, ahora, volvían a pasearse por aquellos pasillos.

Caleb era uno. Nathaniel era otro. Y ya ambos habían recibido la sorpresa del primer día, sorpresa que les duraría todo el año y que, en cuestión de horas, vendría a abofetearles las caras para darle un vuelco a sus respectivas suertes, darle pausa a todo presagio, a todo buen augurio,  y abrirle las puertas a más y más problemas, a más y más confrontaciones.

El amanecer de un nuevo día no es más que el preludio a un nuevo teatro, una nueva saga.

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