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2

Un reencuentro solitario, una luz menguante, un frío soplido del viento y sus labios, tan próximos, tan provocadoramente cercanos a los suyos, lo mantienen a la expectativa de un algo que desea revivir, de algo que necesita reconsiderar, entonces se resiste.

Con la mirada fija en aquel azul profundo, con la cintura invadida por aquel par de manos aventureras y el pulso llevado a sus extremos, las palabras empiezan a perder significado, no solo en su mente, sino también en su boca.

Ninguno dice nada todavía. Ninguno pretende, al parecer, decir nada en lo absoluto: son solo las miradas las que gritan, las que reverberan mensajes indescifrables en códigos cósmicamente misteriosos.

Entonces el silencio se apaga y la luz del príncipe se enciende como un faro en la, todavía, tenue oscuridad.

–¿Has considerado lo que dije? –le pregunta Caleb inclinando la cabeza hacia él. La diferencia de altura le fascina.

–Eso trato, pero... –musita Jeremy haciendo un intento por zafarse de aquellas manos. No lo consigue.

–¿Diana? Ya lo noté.

–Lo siento –dice Jeremy alzando la mirada, enfrentándose a esos ojos azules una vez más sintiendo un ligero temblor recorriéndole el cuerpo entero.

Caleb lo nota, lo siente, lo comparte.

El nerviosismo, la vergüenza, la indecisa idea de estarse y no hacerlo, de continuar con el momento y extenderlo lo más posible a la vez de querer cortar de una con todo y hacer como si nada hubiese ocurrido nunca.

Pero sus miradas se buscan. Sus ojos azules buscan aquel par de brillantes estrellas, ocultas tras los párpados de tan indescriptible personaje.

Y Jeremy se rehúsa, en su interior, a caer de nuevo en el truco previo al beso, aunque desea, con locura, una repetición, una prolongación indefinida del beso primero, una extensión eterna de lo sentido llevada a extremos incalculables y sobrehumanos.

Lo quiere ahí. Lo quiere a él. Y se rehúsa a quererlo enserio. Se rehúsa a sentirlo enserio: pero lo inevitable tiene cara, nombre y apellido. Lo inevitable lo mira con ojos azules.

–Creí haberte dicho que ya había sido suficiente –dijo Jeremy apartando la mirada; –Que ya, que se acabó. ¿Acaso no entendiste?

–No, no entendí un carajo esa vez y ahora tampoco –responde Caleb con impaciencia; –¿Qué quieres que entienda? Me dices que me olvide de esto y tú muy tranquilo entre mis brazos ¿Cómo esperas que entienda nada si ni tú te entiendes?

–¡Ya, cállate!

–¡No!

Y se miran de nuevo, con una rabia falsa en las miradas, con los cuerpos más próximos que antes, con los labios demasiado cerca, demasiado.

Ha perdido el control de sí mismo, así como Jeremy ha perdido la compostura: ni el uno ni el otro desea romper con aquella pose, con aquel abrazo.

Las figuras, por un lado, se debaten entre separarse o estarse ahí, entre besarse o no hacerlo mientras, entre manos, un impulso hace de las suyas y, con cierta agonía, Caleb lo toma entre brazos y lo lleva consigo hasta el sofá a cuadros.

El temor y la vergüenza le tiñen el rostro de colores a Jeremy quien, sorprendido por tal acometida en su contra, no logra contrarrestar movimiento alguno. La figura de Caleb yace, ahora, sobre la suya, arrinconándolo, cuadro sobre cuadro.

–¡N-ni se te ocurra! –le reprocha Jeremy, con voz nerviosa, mientras el azul de aquella mirada parece no pestañear siquiera.

–No se me ha ocurrido nada, todavía –dice Caleb con un nerviosismo pésimamente disfrazado mientras se inclina un poco más hacia él; –Solo es una idea repetida, un gesto que ya conocemos.

–N-no, Caleb... así no.

–Lo siento...

Lo consigue. Lo consiguen.

¿Considera entonces, Jeremy, esta actuación como una derrota sin remedio?

¿Una derrota de cuántas a futuro? Porque si falló a la primera y se entregó a la segunda, ¿qué le queda entonces, a la tercera o cuarta acometida, más allá que otra derrota?

¿Qué tienen los Murphy que le roban los 'noes' de la boca y lo tornan, en su cuerpo, en un '' irreprochable?

El furor de aquellos labios los siente, sobre los suyos, sobre la lengua. Sobre su cintura, dominada por aquellas manos traviesas, no siente otra cosa más que una libertad bochornosa, una sensación de apremio.

Y un estallido atómico, contenido en el pecho, le roba el poco aire que le llena los pulmones. Es más de lo que conoce, mucho más de lo que controla. Es demasiado para un solo día, pero no lo deja ir.

Son sus manos las que lo toman a él, las que le acarician el rostro mientras lo besa, las que se aferran a sus hombros con fuerza como suplicándole que no se detenga.

"Esto no se acaba hasta que comience" pensó Caleb al momento. Y su idea parecía cobrar más y más poder, así como, con fuerza, sentía la presión de aquel par de manos sobre sus hombros.

"Es fuerte, tiernamente fuerte" pensó al hundirse a un costado de Jeremy, besando y mordiendo la piel de su delicado cuello, provocando la fuga de ciertos quejidos que Jeremy buscaba aplacar contra su cuerpo.

La respiración descontrolada de Jeremy lo descontrolaba más todavía a él. Y lo besaba con mayor efusividad, lo mordía con mayor malicia solo para escuchar esa vocecita una vez más, cada vez más.

–N-no... de-detente... y-ya, para ya –reclamaba Jeremy sin soltarlo, sin apartarlo, un mensaje contrapuesto para un individuo, igualmente, contrapuesto.

Y no se detuvo.

Bajo la luz que escaseaba cada vez más, la figura de los muchachos se volvía una sombra vívida bajo el árbol, una sombra que se estremecía cada tanto sobre el sofá, como intranquila, como indecisa.

Luego de la tercera súplica, se detuvo sin detenerse. Dejó en paz aquel cuello, ahora lleno de marcas y besos, y volvió al inicio, a las faldas de aquel par de delicados labios que tanto le robaban el sueño.

Y los besó como Diana nunca lo haría, porque eso era justo lo que quería recalcar, lo que buscaba hacerle entender, de buenas a primeras. Espera que lo comprenda, que lo memorice y no lo olvide nunca mientras, con su valentía de por medio, insiste en querer ocupar el puesto de su prima.

Jeremy, perdido entre una cosa y otra, apenas y puede dirigirle palabra alguna para respirar, para darse espacio, aunque sus manos lo traigan de vuelta.

Cuando la oscuridad era demasiada, todas las luces se encendieron. Entonces recordaron a Marlon y volvieron, de golpe, la mirada hacia la puerta: no había nadie.

Suspiraron.

Suspiraron una segunda vez y sus miradas se reencontraron, ahora, teñidas por la claridad de las luces artificiales. Y lo notó como no lo había notado entre las sombras: Jeremy se veía demasiado hermoso justo donde lo tenía, justo como estaba, justo como lo miraba.

Y éste no había apartado de él sus manos en ningún momento. Con esa miradita abrillantada, con esas manitos suaves, Jeremy permanecía en total quietud mientras acariciaba, con la punta de sus dedos, los labios del muchacho de cabellos nocturnos.

–Quiero que te vayas... –dijo entonces Jeremy con la mirada perdida en el azul de sus ojos.

–¿Ya fue suficiente? –pregunta Caleb inexpresivo, intentando comprender el súbito castigo; –¿Ya tuviste lo que querías?

–Sí, ya fue suficiente. Se acabó –recalca Jeremy, todavía embelesado con aquella piel entre sus manos; –No quiero que vuelvas, no quiero.

–¿Y no podemos hab...?

–No quiero, Caleb.

Y las vio florecer de entre sus ojos, un par de lágrimas que esperaban no surgir hasta hallarse a solas.

Lo que decía iba enserio.

Iba tan enserio como las caricias que le daba sin pausa dándole a entender que su mensaje era tan confuso como lo era su actitud.

Y cuando intentó alejarse de él sintió, de nuevo, la contradicción ardiéndole entre los dedos, porque lucharon en su contra para que no se apartara, para que no se fuera, para que permaneciera ahí con él hasta que fuera, de verdad, suficiente.

"No quiero, Caleb. No quiero" repetía Jeremy cada tanto mientras floraban más y más lágrimas de sus ojos.

Entonces lo besó por última vez contagiado por aquellas lágrimas y se escurrió entre la noche, más allá de la cerca, calle abajo, preguntándose si estuvo bien eso haber hecho caso a sus palabras y no a sus acciones.

Marlon llevaría de vuelta al príncipe a su habitación, consternado por lo que no comprendía del suceso.

Caleb recobraría la compostura, a un par de calles, antes de darse vuelta y terminar recluido, como era costumbre, en casa de Nathaniel.

Éste no preguntó nada, al principio, solo para darle aire y espacio al desaforado Caleb que parecía haber llorado por largo rato. Cuando supo lo que quería saber, el diablo pareció rendirse con el traje rojo y vistió alas blancas mientras reanimaba el espíritu de su mejor amigo.

–Bueno, amigo mío –dice Nathaniel palmeándole la espalda; –el amor es lo que es: un accidente para nada accidental.

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