10
El encuentro con Diana fue, por lo bajo, inesperado. Caleb ya veía venir un asunto parecido, pero no esperaba que ocurriese, precisamente, de tal modo.
Ella, todavía luciendo, al igual que ellos, el uniforme escolar, los esperaba de brazos cruzados, de pie ante la puerta de la casa de Jeremy, en pleno sol, con un gesto en el rostro como sacado de las pesadillas.
Samuel haló a Nathaniel para que no hiciera otra de sus payasadas acostumbradas a la vez que Lucien, un tanto agitado, le golpeaba el hombro derecho para que le hiciera caso.
–Ahora si valió todo –dijo Nathaniel al percatarse de que, al otro lado de la calle, frente a su casa, sosteniendo un ramo de girasoles, yacía Gabriel con la mirada perdida en dirección a la casa de Jeremy.
–¿Recuerdas que te dije que...? –musitó Caleb volviendo la mirada hacia Samuel y el resto.
–Pensé que exagerabas –dijo éste intentando sujetar a Nathaniel; –Debo admitir que ahora sí estoy asustado.
Jeremy no se atrevió a esperar demasiado. Avanzó a solas directo hacia la boca del dragón, a riesgo de salir quemado en medio de la incursión.
No le importaba el resultado de aquello, fuese bueno, fuese malo, fuese gratificante o desconcertante, solo sentía la urgencia de verse frente a frente con aquella malhumorada chica, de entregarse de lleno a su culpa y optar por pedir mil perdones, aunque no los mereciera en lo absoluto.
Pensaba, muy suicidamente, en aclararlo todo, en hablarlo todo, explicarlo todo, incluso lo que no se podía explicar, con tal de evitar malos entendidos entre Diana y él. Si iba a dejarlo, que lo hiciera sin llevarse mentira alguna de por medio.
Aquel ideario sería, para Caleb, una total perdición, un acabose para sus intenciones porque sería, entonces, un origen demasiado pesaroso el que le habría dado vida a la relación que tanto espera establecer con el príncipe.
Sería una carga emocional demasiado tensa para ese muchacho que tanto desea tener a su lado.
–¿Podemos hablar? –preguntaría Jeremy al estar, de Diana, lo suficientemente cerca.
–Primero dime ¿por qué te acompaña ese idiota?
–Vinimos todos revueltos –responde el príncipe con soltura mirándola fijamente a los ojos; –Es inevitable si se conocen entre ellos.
–¿Y qué hacemos con aquel? –pregunta Diana señalando a Gabriel quien, ahora, lo espera, con la mirada gacha, al borde de la acera frente a su casa.
–Rogar que no llame al emperador, supongo.
En el aire, denso e incómodo, se sentía un odio indescriptible. La mirada de Diana se bambolea entre Caleb y Gabriel, Gabriel y Caleb, fulminándolos solo con la expresión reacia de su rostro.
Pero ninguno le presta verdadera atención: la mirada de ambos yace perdida por un embeleso que, a Diana, al reconocerlo, solo le enciende más su frustración, su rabia y su enojo.
Jeremy, en medio de aquel juego de miradas, solo intenta mantenerse sereno. No puede ser demasiado él con Gabriel, así como no puede ser demasiado el príncipe con Caleb ni pretender, tampoco, ser el girasol de Diana cuando las cosas están a una temperatura que, sabrá el diablo, si un termómetro puede o no calcular.
Samuel y el resto de la corte se escabullen hasta la habitación de Jeremy arrastrando a Nathaniel con ellos para evitar que haga algo estúpido. Quedarían entonces, a merced de la existencia, Diana, Gabriel, Jeremy y Caleb, para resolver un asunto que, desde la perspectiva animada de Nathaniel "no es peor que una bomba nuclear".
Las miradas, todavía bajo el sol, permanecían a cierta distancia entre ellas.
Un concilio, sin duda alguna, pero el tema a debatir no era solo uno, así como las libertades que se pondrían en juego no serían, tampoco, las de solo uno.
Gabriel insistía en no decir nada, en no hablar con nadie que no fuese Jeremy. Diana, por su parte, pretendía dirigir, cual inquisidor, la conversación y ser la única con el poder de dar respuestas a las preguntas y soluciones definitivas a todos los pormenores, fuese o no del agrado del resto, incluyendo a Jeremy.
Caleb, haciéndose escuchar, le dejaría en claro que ni después de muerto le permitiría tal cosa.
–No dejaré que sigas manejando las cosas a tu puto antojo ¿entendiste? –aclaró en tono amenazante; –¿O es que no te cansas de manipularlo? Eso no es amor, tú no sientes nada por nadie.
–¡Cállate, maldito zángano despreciable! –explotó Diana intentando golpearlo. Jeremy, ayudado por Gabriel, intervino.
–¡Ya basta ustedes dos! –exclamó entonces con voz de mando; –¿Yo que soy? ¿Un maldito objeto en una subasta o qué mierda?
–Oye, oye, cálmate Jeremy, por favor –dijo Gabriel tomándolo del brazo.
–¡Y tú no me toques! –repicó Jeremy sin previo aviso dándole un manotón; –¡Tu ni siquiera deberías estar aquí! No te bastó con la primera golpiza hace un año, tampoco con la de hace una semana. ¿Acaso quieres volver a perder la consciencia por un mes? ¡Nada me cuesta hacerlo otra vez, Gabriel! ¡Nada!
Entonces, tras aquella explosión, Diana intentó atraer su atención, intentó aferrarse a él como lo había hecho en otras incontables ocasiones para relajar el tono de su voz y, de a poco, dormir al latente emperador que brillaba tras su mirada: no lo consiguió.
Gabriel tampoco ponía de su parte al insistir en dirigirle la palabra, en repetirle, una y otra vez, que se calmara.
La corte no había cumplido parte de su palabra. Yacían junto a la puerta atentos a cualquier inconveniente y fue cuando, precisamente, consideraron que debían hacer algo.
Lucien, el más callado, fue el primero en hacer algo. Samuel intentó detenerlo, pero no logró alcanzarlo. Solo vio su figura alejarse de la puerta y avanzar con pasos rápidos hasta Gabriel, tomarlo de la muñeca y arrastrarlo calle arriba como si se tratase de un niñito malcriado.
Caleb aprovechó, entonces, la ausencia del tercer nombre para plantarse un cara a cara contra el emperador. Diana le había dicho que estaba loco, que solo lo alteraría más de lo que ya estaba, que lo mejor era llevarlo a su habitación y dejarlo a solas un rato.
"Si Marlon se entera..." había dicho ella cuando Caleb, mandando al diablo sus advertencias, lo tenía ya entre sus manos.
El azul profundo de su mirada iba acortando distancia entre su rostro y el del príncipe mientras este, sin remedio, se desvanecía de a poco entre los tonos rojos que le decoraban el rostro a la vez que, con sus manos, sin fuerza alguna, buscaba deshacerse del invasor.
–No, Caleb –musitó entonces Jeremy con total nerviosismo; –Ellos nos miran, Caleb, no lo hagas.
Su mirada volvió a ser la del príncipe escurridizo, la del mismo chico fácilmente avergonzable, la imagen que Diana reconocía desde siempre como la de su niño girasol. Y ella solo pudo echarse a llorar ante el resultado.
El resto de la Corte y Nathaniel habrían visto el resultado de lo que, para ellos, significó el fin de una relación y el nacimiento de otra. Pero no fue ni lo uno ni lo otro.
Y todo lo que quedó impreso en el mirar de Diana no fue otra cosa más que un odio a la décima potencia y otros asuntos, todavía, sin nombre, porque no se atrevía a culpar de nada a su Jeremy.
Entonces se aproximó a él, hizo a un lado a Caleb con desprecio, y le dejó sembrado un beso sobre los labios antes de despedirse. No habría dicho otra cosa más que 'adiós' cuando Jeremy cayó en cuenta de que ella estaba llorando, aunque no sabía el por qué.
Caleb lo tomó de la mano para evitar que la siguiera y eso, de cierto modo, funcionó. Aunque su cuerpo se detuvo en seco, su mirada la seguía buscando mientras la figura de la chica se le perdía de vista al cruzar, calle arriba, en la siguiente cuadra.
–¿Se acabó? –preguntó Jeremy con la voz entrecortada; –¿En verdad se acabó?
–Eso creo –respondió Caleb bajando la mirada.
–¿Y ahora qué voy a...?
–Mirarme –respondió Caleb como previendo la pregunta mientras volvía a posarse ante los ojos del príncipe. Éste lloraba; –Solo haz eso: mírame ¿Acaso pido demasiado?
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