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Capítulo 3

La inocente miraba a través del cuenco  de la Diosa  Oscura, curiosa y ansiosa. Jamás se le había permitido hacerlo, y lo prohibido la hacía sentirse en estado de éxtasis. Sabía que Hécate aún no regresaría, que deambularía por entre los humanos, entre las sombras de la noche, hasta haber terminado su siniestra tarea. Pero esta vez la Diosa se vio diferente antes de marcharse, por lo que la inocente estaba llena de incertidumbre, y era esta incertidumbre lo que le causaba tanta curiosidad. 

Hacía varios años que le hacía compañía. Sabía que la Señora de las Tinieblas tenía cierta debilidad  por las niñas que no habían logrado dar su paso a la adultez, y que por eso siempre adoptaba a una de ellas, y que así había sido desde que se le había dado su puesto en el Inframundo. A pesar de ser oscura, necesitaba a alguien que le recordara la calidez de la luz del día; lo encontraba reconfortante.

La inocente ya ni recordaba el nombre que una vez había llevado. Ya no recordaba su vida pasada; solo recordaba haber despertado en un pozo oscuro, y haber sido levantada por una mano amiga: la mano de Hécate, quien la ayudó a adaptarse a su nueva situación.

Mirando por el caldero halló que la Diosa y su nueva seguidora parecían cortadas por la misma tijera: ambas tenían el cabello rizado y de color negro azabache, la piel pálida como la nieve, y ojos más oscuros que el fondo del mar. La Diosa era más alta, y denotaba un par de años más que la joven, además de que su estatus no diosa le daba una mayor presencia; pero cualquiera hubiera pensado que estaban relacionadas.

«Deja de pensar tonterías», se dijo, y dejó el cuenco de lado. No quería que su curiosidad le causara problemas. «Si hay algo fuera de lo normal, seguro pronto lo sabré».

***

Hécate ya se había esfumado, y Dayanara no necesitaba mirar al reloj para saber que tenía poco tiempo para actuar. La tormenta había cesado por unos momentos en el páramo donde se había encontrado, pero había continuado en todos los demás sitios, por lo que eso no habría sido de ayuda para las brujas secuestradas.

No tenía tiempo para conducir hasta su casa, por lo que decidió crear una puerta en la cual usar la llave que la Diosa le había otorgado. Sabía que podía hacerlo.  Aún sin entrenamiento, fluían palabras secretas y oscuras por su mente. La magia que llevaba en sus venas era tan potente que se manifestaba prácticamente por sí sola. No se había imaginado nunca que ser bruja le saldría tan fácil. Se podría decir que había nacido para ello.

Extendió su mano hacia un árbol de pequeña estatura que se hallaba al costado del camino, y a este en voz alta le habló:

—De madera eres y de madera seguirás siendo. Sin haber sido cortado, en un portal serás transformado. —Sintió la magia emanar por sus manos, directo al árbol, que en pocos instantes se transformó en una pesada puerta de madera, fija e inmóvil al costado del camino.

Dayanara sonrió satisfecha y caminó hacia su puerta. Se quitó su abrigo para la lluvia, sin importarle que se mojaría aún más; el agua ya no le molestaba en lo absoluto.

Introdujo la llave mágica en la cerradura, y visualizó a Linda y Ángela, pidiendo ser transportada donde ellas se encontraban. Abrió la puerta, preparada para atacar a los cazadores. Sabía bien cómo debía actuar.

***

Ángela yacía en el suelo, apenas consciente. Sus captores las habían arrojado en la parte trasera de un camión, junto a las demás brujas del aquelarre. Todas se hallaban indefensas debido a la tormenta y, aunque esta ahora cesase, estaban perdidas porque a todas les habían inyectado un suero compuesto de extractos de minerales que neutralizaban su magia: mayormente de hierro y otros ingredientes secretos. Los cazadores pensaban quemarlas vivas al amanecer, o al menos eso había escuchado. Iban a asegurarse de que ninguna estaba en condiciones de escapar, las dejarían encerradas en la casa donde estaban, para luego incendiarla con ellas adentro. No había bruja, blanca o negra, que pudiese sobrevivir a las llamas.

«Si tan solo hubiese sido más cuidadosa», pensó, sintiéndose culpable por el destino que se cernía sobre ella, su madre, y el resto del aquelarre. Si no se hubiera empecinado en tontear con Axel, quien resultó ser un cazador, nada de eso hubiera ocurrido. Él le gustaba demasiado, pero el sentimiento no era correspondido; por eso ella un día armó una bolsita para enamorarlo, y la introdujo en su mochila.

En un principio parecía que había funcionado. Axel la había invitado a salir, lo cual hicieron un par de veces; y la última noche que estuvieron juntos la habían pasado en la casa de él. Tomaron cerveza, miraron unas películas, y terminaron en la cama, haciendo lo que ella no había hecho nunca antes con ninguno de los chicos que había conquistado. Pensó que era amor verdadero, pero él había jugado con ella. Él no estaba enamorado, y ella pronto lo descubriría, porque a la siguiente cita la dejó plantada, cortó con ella por Whatsapp, y no hubo hechizo que le regresara su amor.

Ahora ella sabía que Axel se había percatado de que ella era una bruja en el momento en que vio la bolsa en su mochila, cosa que hubiera pasado desapercibida para cualquier humano común. Pero no conforme con haber descubierto a una bruja, quiso aniquilar su aquelarre completo, y aprovechó la noche que durmieron juntos para revisar los contactos en su celular, y cualquier información que podría dirigirlo a las demás. Tiempo después, había investigado lo suficiente como para llamar a los cazadores de todos los pueblos vecinos, quienes se prepararon para atacar en el momento preciso: el momento en el que estarían más débiles.

—Lo siento mucho —le susurró a su madre, quien yacía a unos metros de ella. Jamás la había visto tan pequeña, tan débil. Siempre había confiado en ella, porque ella siempre tenía respuestas para todo. Ahora Linda se había quedado sin respuestas, y ella tenía la culpa de aquello.

—N… No te preocupes —le dijo—. No te culpo. —Hasta en sus últimos momentos, Linda ponía a los demás por encima de ella. Ángela sabía que jamás podría ser así y que, si hubiese sido un poco más como su madre, no estarían metidas en semejante lío.

En esos momentos una puerta se abrió. Lo que ocurrió a continuación fue muy rápido como para poder relatarlo con todos los detalles necesarios para darle justicia.

Ángela vio la silueta de una mujer, a la que luego reconocería como Dayanara, su hermanastra. «¿Cómo llegó aquí?», llegó a preguntarse. Y estaba a punto de pedirle que se marchase para evitar que su vida corriese peligro, cuando vio a uno de los cazadores aparecer por la otra puerta, mostrándose sorprendido ante tal intromisión.

Ángela tampoco llegó a gritar, porque en ese momento vio cómo su antes inofensiva hermana levantaba su mano y, con un ademán, hacía que el cazador se elevase en el aire.

—¡Axel! ¡Spike! ¡Vengan todos! —gritó este, pero los demás no llegarían a tiempo para salvarlo ya que, con su otra mano, y con un ademán violento, ella lo lanzó contra la dura pared de piedra. Ángela no necesitaba tener sus poderes de bruja para darse cuenta que su cabeza se había partido como una sandía. Los demás llegaron en pocos segundos, pero corrieron la misma suerte que el primero, y ninguno lograría atrapar a Dayanara.

Linda había visto solo parte de aquella exhibición de tremendo poder porque, a los pocos segundos, había perdido el conocimiento, pero Ángela lo había visto todo. Estaba asombrada, y a la vez tenía miedo de su propia hermana. Si bien agradecía que las hubiera salvado, estaba segura de que su actuar le acarrearía graves consecuencias, comenzando con el exilio. Ángela estaba triste: no solo perdería una hermana, también perdería una amiga y confidente.

Cuando hubo acabado con todos los cazadores, Dayanara se dedicó a liberar a las brujas, quienes estaban restringidas por cadenas de hierro, las cuales las debilitaban aún más. Sin aquellas cadenas, pronto el suero que les habían inyectado dejaría de tener poder sobre ellas, y recuperarían sus fuerzas con relativa rapidez.

—Confío en que podrán volver a casa por su cuenta —les dijo la nueva bruja negra—. Salgan ya, que he de llevar a cabo el mismo plan macabro de estos cazadores, pero con ellos dentro… No sea que alguno siga con vida.

Las brujas no se opusieron, ni preguntaron cómo había hecho ella para saber cuál había sido el plan de los cazadores. Sabían que eventualmente deberían lidiar con Dayanara; pero aquel no era el momento apropiado. Dos de las que habían recuperado fuerzas con mayor rapidez levantaron a Linda y la llevaron afuera; las demás las siguieron. Solo Ángela se quedó para enfrentarse a su hermana.

—¿Qué hiciste Day? —le reprochó. Un par de lágrimas caían por sus mejillas, por más de que estaba esforzándose en aparentar fortaleza.

—No podía dejarlas morir… —respondió esta. Ángela la miró a los ojos y le costaba creer que ahora su hermana era una bruja oscura, un ser que no repararía en dañar a otros con tal de obtener sus propósitos. Para una bruja negra, no existía nadie más que ella misma, y ella solo trabajaría en pos de satisfacer sus propios deseos. Jamás había conocido bruja tal que actuase de manera distinta.

—¿Y las consecuencias? Ya no podrás entrar en nuestra casa, Day… Ya no podremos vernos. Y lo más importante: ¿sabes las consecuencias que esto tendrá para ti?

—No me importa, Angie. Solo me importa que ahora están bien. Vete a casa con tu madre y olvídate de mí. Serás feliz, yo seguiré mi propio camino: un camino entre las tinieblas. —Ángela sacudió la cabeza, pero sabía que no lograría hacerla entrar en razón, por lo cual se marchó y la dejó sola dentro de esa casa llena de muerte.

Las demás brujas estarían en contra de la matanza llevada a cabo. Ellas hubieran recurrido a otros métodos para llevar a cabo el rescate, sin recurrir a la violencia extrema. «No hay vuelta atrás para una bruja que mata», decía siempre Isidora, la líder del aquelarre. «Incluso, si una bruja blanca mata, de inmediato muta y se transforma en una bruja negra. Jamás han de matar». Ángela no estaba del todo de acuerdo con esto, ya que consideraba que la violencia era necesaria en algunos casos y, quizás, ella también hubiera matado para salvar a su madre y a su hermana, si no le hubiese quedado alternativa.

«Tal vez no soy lo suficientemente buena como para ser una bruja blanca», pensó, mientras salía al exterior y observaba cómo las demás mujeres se ayudaban las unas a las otras, subiéndose al mismo camión que las había traído a ese sitio; la diferencia era que ahora volvían en libertad. La tormenta había cesado, y el sol estaba a punto de salir. Faltaban muy pocos minutos para el alba.

—Me quedaré aquí —les dijo a sus compañeras.

—¿Estás segura? —le preguntó Isidora—. Es muy arriesgado quedarte con ella. Es muy impredecible. Ya no es tu hermana… Harías bien en olvidarte de ella.

—No importa, quiero quedarme —respondió la bella rubia y, aunque ella no lo sabía, aquella sería la decisión que le cambiaría la vida.

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