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Cuento 8: Post Mortem

—Adrián Zambrano, 23 años de edad, muerte por traumatismo craneoencefálico.

El hombre observaba el cadáver sobre la camilla metálica, por su cabeza pasaban mil pensamientos, mil maneras de llegar a donde ese joven hombre estaba hoy pero esa había sido su suerte; una patética manera de morir. Siempre había considerado que para morir habría que hacerlo con honor, dejando una huella, un impacto y por sobre todas las cosas un legado. ¿A caso no dejaban los soldados que morían en batalla un legado? ¡Qué fortuna quien muriera como ellos! Si no hay mejor manera de morir que con honor.

Se lamió los labios secos antes de continuar con su tarea. Eran cerca de las cinco de la tarde y aunque afuera se vislumbraba una cálida tarde de verano dentro la putrefacción, el olor insoportable y las oscuridad intrigante de la morgue daban siempre mucho que desear. Colocándose un par de guantes blancos de látex acarició suavemente la fina tela blanquecina que aunque maloliente, permanecía inmaculada, lisa y blanda, como un lienzo en blanco que esperaba a ser pintado con meticulosa perfección por un cúmulo de sangre del hombre en la camilla de metal.

Deslizó la sábana hasta las caderas masculinas y sonrió al notar un soso tatuaje con forma de luna en la cara interna del antebrazo del caucásico varón. Había tenido en sus manos un gran número de fallecidos que pintarrajeaban su piel como banco público y siempre se sorprendía al reparar en los modelos tan espantosos que la gente era capaz de marcarse en la piel de por vida, inclusive después de ella, qué desagradable era abrir el cuerpo de una persona con el nombre de su amante tatuado en el pecho, no obstante era irónico y ciertamente divertido.

El cuerpo estaba en avanzado estado de putrefacción, era casi una insolencia que habiendo pasado tantos días luego de la defunción tuvieran el atrevimiento de solicitar un procedimiento de autopsia. Lo era, sí que lo era, pero no para él. Si bien los cuerpos más deteriorados requerían de un esfuerzo mayor, sumo cuidado y arduas horas de trabajo imparable no podía negarse a la sensación primorosa que le originaba. Era un trabajo deleitoso que hacía a sus manos temblar de agradecimiento o complacencia.

Recorrió con la punta de los dedos la tez bronceada y violácea en un roce superficial; el hombre no desprendía calor alguno. Su cráneo se distinguía como una obra abstracta representativa a la muerte o uno de esos viejos pósters de bandas locales contrariadas con la autoridad. La contusión era una abertura notable que atravesaba desde coronilla hasta la cerviz, fracturando la longitud del hueso parietal al hueso occipital, la hernia cerebral había aumentado demasiado la presión sobre tronco encefálico y causó la muerte. Una manera bastante absurda y común de morir, nada emocionante e inclusive vergonzosa tomando en cuenta la clase de situaciones de las que suele derivar.

Suspiró fuerte, pesado y ansioso antes de retirar el resto de la tela hasta los tobillos dejando expuesto el torso, los genitales y las piernas del hombre. Rió encontrando divertido un piercing incrustado en el abdomen, muy cerca de los oblicuos bajos. El procedimiento de autopsia le exigía en primera instancia un chequeo externo y análisis de las lesiones que causaron el fallecimiento y esa era la parte que menos le agradaba, era lo menos entretenido y placentero.

Por lo que, sin tomarle mucha importancia, clavo en la zona alta del pecho el bisturí delgado y filoso que llevaba en la mano. Lo deslizo suave y lentamente, como una cincelada o una caricia sutil. Dejo escapar un jadeo de complacencia y con meditada decisión afianzo los dedos en los bordes de la putrefacta y deforme piel que incluso con el tacto mínimo se desprendió con una facilidad inconcebible. El hediondo aroma se dispersó intensamente por la habitación completamente aprisionada por cuatro muros de cemento sólido que los resguardaban de los ojos ajenos. Aquel era su área, su espacio, la desconstrucción humana era algo que llevaba consigo en la sangre.

Con una agilidad impensable cortó la piel en una diagonal perfecta que permitió la apertura del cuerpo. Ante sus ojos se encontraba una vista lúgubre y sobrecogedora, los restos eran como la viva imagen de un horripilante filme de terror. Ayudándose con pinzas largas metálicas cortó la carne como un filete, con pulso mórbido y calmoso hasta exteriorizar los órganos internos que se revelaron en su máximo esplendor: los pulmones, el corazón, la tráquea, el esófago y el resto de los miembros que conforman el mediastino. Chorros de sangre se deslizaron por el cuello del sujeto, manchando finalmente la piel impoluta y dejando salpicaduras minúsculas en su ropa turquesa de trabajo. Retiró el tapabocas que lo cubría de los olores pútridos y con una inmoralidad que no le afligía deslizo la nariz superficialmente por los bordes de carne purulenta en un fisgoneo fugaz, machando la punta de su nariz y mentón.

Trago la bilis y se llevo los dedos ensangrentados cubiertos por látex a los labios, era un sabor metálico, extraño pero piadoso en el paladar. Toqueteó la base del corazón con los nudillos y alejó la mano sacudiéndola, aspirando y exhalando en un vano intento de apaciguar su goce.

Siempre lo habían considerado un hombre extravagante, raro por no decir un maldito fenómeno. Desde que laboraba en la morgue había solicitado el trabajo en solitario, por más que la tarea requiriera más de un par de manos su destreza para degollar la carne humana se consideraba sobrenatural. En la soledad, dentro de los cuatro muros y acompañado por occisos fallecidos se sentía cálido, abrazado por el óbito como un presagio de ultratumba. Habría sí, muchas figuras quienes lo consideraban un loco en una morgue, pero él no era el único, los locos atiborraban las calles frecuentemente, él solo era uno más oculto en un depósito de restos descompuestos.

Tomó en sus manos el marchito corazón, lo examinó aproximando el rostro peligrosamente a los pliegues del órgano palpitante que había apagado su tic toc. El corazón se encontraba intacto, perfecto en una majestuosidad intimidante. Continúo su observación, diseccionando partes de tejidos internos que le ayudarían a averiguar la verdadera causa de muerte del imbécil a su costado. A decir verdad la necropsia no era un procedimiento requerido para este torpe hombre, más que claro era el hecho de que había muerto de la forma más idiota; una caída de un tercer piso.

Presurosamente hizo una inserción en el cuero cabelludo de un extremo a otro hasta la punta de las orejas. El acto le parecía un trazo artístico en una hoja en blanco, la sangre había alcanzado los bordes de la tela en los tobillos y se preguntó qué pensaría el varón ante tal situación, siendo mancillado por un bisturí en manos de un loco que se sentía afortunado. Levantó el cuero cabelludo hasta la parte frontal de la cabeza y los mechones castaños se deslizaron por la orejas del difunto hasta pegarse al cráneo como pegatinas. El cráneo crujió bajo los dientes de la sierra y se fracturó en un abrir y cerrar de ojos como un cofre que se abre en un chasquido.

Y ahí estaba, el cerebro de colores rosáceos con magulladuras oscuras. Masajeó las vísceras imaginando cómo sería si muriera en los próximos días. ¿Algún tipejo le apreciaría cómo él lo hacía con cada cuerpo? ¿Idolatraría su corazón, su cerebro y su cuerpo? Qué pregunta tan estúpida ¡claro que no lo haría! Solo él tenía tal pasión, tal entrega y dedicación. Movilizó las comisuras de los labios de una sonrisa a una expresión impávida y se sintió satisfecho. La sangre le había manchado la tela azul y se arremango las mangas hasta los codos dejando caer los antebrazos en el torso del fallecido; era una sensación indescriptible.

El reloj marcaba las diez de la noche y un aporreo fastidioso se escuchó desde el otro lado de la puerta. Ricardo Salazar estaba del otro lado, era el guardia nocturno que recorría los pasillos de la morgue y el hospital hasta al amanecer. Sabía que había llegado la hora de marcharse a casa pero no le apetecía llegar a esa pocilga sucia que no le daba tranquilidad alguna.

—Señor... es hora de irse, por favor le pido que se retiré para cerrar la morgue.

Gruñó llevándose las manos a la cara dejando hilos de sangre en la palidez de su rostro.

—Ya salgo.

En un suspiro cansino cubrió el cadáver bajo una nueva tela blanca delgada y fina y lo ocultó en una cavidad metálica que lo resguardaría hasta el nuevo día.

Como un secreto que era solo suyo, resguardándose en lo recóndito de su memoria, enlató como trofeo un ínfimo pedazo de tejido craneal. Era suyo, se volvería un grato regalo en su extensa colección en el viejo estante en casa de su anciana madre. Salió de la morgue encapuchándose en ropa oscura, caminando por las orillas de la carretera aislada que lo llevaría a la casucha maloliente que compartía con la vieja arrogante de cabellos blancos.

Se sintió melancólico, repentinamente golpeado por una tristeza irreparable. Sentía que dejaba una parte de sí mismo tras esas puertas, como abandonar todo lo que él era en las camillas metálicas junto a los muertos. Palmo su pierna que a momentos con el peso extra de su cuerpo se sentía pesada y rígida, como una vara de metal. El silencio le bailoteaba en los oídos y la tranquilidad no acostumbrada le ponía los nervios de punta. Llevaba consigo un tesoro, un tesoro irremplazable que debía proteger.

Pero lo escuchaba, el crujido de las hojas, el movimiento de las ramas, el canto de las aves y el deslizamiento de una figura que no identificaba aunque la escuchase, estaba seguro de que ahí estaba. Pasos sobre barro, débiles, calmos e intimidantes. Apretó las manos en puños, clavándose las uñas en las palmas de las manos. No había limpiado la sangre en sus codos y antebrazos, ahí estaba, junto a las marcas en el rostro como señales de guerra.

Sus propios pasos se volvieron lentos, su corazón latió en su garganta y la lata que llevaba en las manos, aquella que resguardaba un precioso regalo, cayó de sus manos rodando en el asfalto hasta chocar y detenerse a los pies de un moribundo que caminaba desnudo sobre la acera. Elevo la vista temeroso, rogando que sus ojos no se encontrasen con un malnacido o vestigio del mal. Y con ese último pensamiento sus pupilas se dilataron al contacto visual, un par de ojos enrojecidos le regresaron la mirada y la sonrisa del varón se le antojó cínica.

El miedo lo había paralizado y la única sensación presente era la de la humedad de su lágrimas deslizándose por sus mejillas, hasta su cuello perdiéndose en lo alto de su camiseta. El olor pútrido regresaba a sus fosas nasales y en su cabeza rondaba la duda de si se traba de sí mismo, que poco le había importado tomar una ducha, o la escena que se acontecía frente a su entumecido cuerpo.

Y es que la sorpresa le empañaba la vista. El hombre desprendía tórridos chorros de líquido escarlata, los bordes de su piel se vislumbraban amarillentos y desde la distancia los murmullos que escapaban de sus labios se sentían como caricias en los oídos. Aproximándose le poso los flácidos brazos sobre los hombros, apretujando débilmente los costados de su cabeza. El fétido aroma le escocía la nariz y la mirada de quietud que el cadáver le otorgaba se sentía una advertencia.

Había sido una absurda forma de morir, falta de honra y casta de emoción porque todas sus emociones se habían atorado en su garganta al momento de fenecer.

—Gabriel Jarreta, 40 años de edad, muerte por asfixia.  

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