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Cuento 6: Oficina

Primero un fuerte zumbido en mi oído izquierdo, luego un pitido y de la nada, el sonido de la impresora. La tinta había manchado la hoja en blanco y maldiciendo tomo otra hoja y vuelvo a intentar el proceso por cuarta vez consecutiva. El sonido de tacones se hace presente en el pasillo frente a mí y una mueca de aversión se dibuja en mis labios, ahí está ella, la obesa y patética asistente del jefe que siempre parece tener una sonrisa en el rostro. Como si a todos nos gustase mirarla sonreír. Tropieza y sus rodillas —seguramente enrojecidas por la presión de semejante peso—se golpean contra las baldosas de mármol y el golpe es tan fuerte y tan estruendoso que no puedo fingir no haberlo notado para evitar acercarme a ella.

La impresora zumba y la nueva hoja es manchada de nuevo por la tinta. Jodidamente no puede ser cierto. Impresora de mierda. Tomo una profunda bocanada antes de caminar directo a la estúpida asistente que me regresa una mirada llena de vergüenza mientras la ayudó a levantarse del suelo y sólo Dios sabe lo mucho que me dolieron las manos cuando recargó su tremendo cuerpo sobre el mío. Ni siquiera me dirijo a ella cuando está de pie, la suelto de inmediato y debido al repentino movimiento tropieza y casi cae de nuevo.

Puedo jurar que está mirándome las espaldas conforme me marcho. Me giro para observarla, con el ceño fruncido y me da una sonrisita tonta acompañada de una risita nerviosa que sale de sus labios temblorosos.

Vaya mierda. La obesa de la oficina tiene alguna clase de enamoramiento infantil por mí. Mis deseos hechos realidad.

Pasan minutos y continuó aquí, parado a un lado de la impresora en constantes intentos por hacer funcionar la maldita maquina. Miro mi reloj con desespero y golpeteo la punta de mi zapato contra el suelo. Tengo trabajo por hacer y mi molestia con la situación empeora a cada segundo.

Puedo jurar que capto las miraditas coquetas de la asistente obesa y retengo las enormes ganas de levantar mi dedo medio hacia ella. No es hasta que murmura mi nombre desde el otro lado de la sala, sentada sobre una silla que con esfuerzo la soporta, con una computadora vieja delante de ella que volteo para recibir su entusiasta saludo acompañado de un agitado movimiento de manos y besos al aire. Mi piel se calienta ante las inminentes risitas y murmullos del resto de compañeros, los imbéciles que se creen superiores por trabajar en una empresa que poco le importa sus trabajadores pero se mean en los pantalones cuando ven al jefe acercarse.

Bufo con evidente fastidio pero giro mi rostro para que la tipeja no me mire. Bastante pena ya me da, la verdad es que es bastante lamentable y sólo por eso le permito mantener una ensoñación en su cabeza sobre mí.

Ella parece bastante satisfecha cuando levanto levemente mi mano tratando de regresar con indiferencia el patético saludo que me ha dado. No me pierdo como se encoge de hombros y mira directo al nuevo recluso de esta cárcel, un mocoso que tal vez esperaba sueños prometedores de un primer trabajo. A veces no me puedo creer el descaro con el que ella chequea a los hombres de este lugar, como si esperara algo de todos ellos aunque parece tener una especial obsesión conmigo.

Estoy seguro de que sí esa mujer no tuviera todos esos asquerosos kilos de grasa encima y lograra una imagen más decente y agradable, sería una puta. Siempre con ese coqueteo innecesario e incómodo a todo el mundo, inclusive a algunas chicas, nos mira como si fuésemos su presa. Casi puedo creer que le abriría las piernas a cualquiera si algún valiente o un desesperado se lo pidiera.

Un estremecimiento me recorre cuando la parejita besucona de mi otro lado se toquetea sin alguna clase de pudor. La rubia pomposa cuela la mano entre los pantalones ajustados de su acompañante abrazándolo desde la espalda apoyada en la silla. Él, como un atrevimiento que nada me sorprende, deja una mano sobre su pierna que luego asciende a su muslo y en algún punto se pierde entre sus piernas. Soy consciente de que todos en la oficina miramos en su dirección, de hecho más de uno sigue los movimientos de las escurridizas manos de los amantes calenturientos.

Quiero reírme o soltar algún comentario irónico pero admito que estoy disfrutando de todo el espectáculo.

Maldigo cuando la impresora hace un sonidito tan estridente que llama la atención del resto, incluyendo al dúo a mi lado, lo que de inmediato detiene el vaivén de la rubia dentro de la ropa interior de su novio. Maldigo de nuevo cuando tengo que aplacarme contra el mueble para ocultar el evidente bulto en mi entrepierna. Y por poco vomito al enfocar con desagrado que la estúpida mujer, envuelta en un vestido que deja a la vista sus gordas piernas, tiene la mano derecha oculta bajo sus bragas. Mira de ellos a mí simultáneamente y con su mano izquierda sostienen un panecillo de fresa.

El tipo de contaduría deja escapar una risa que se cuela en mis oídos hasta dispersarse en mi cabeza. Cierro los ojos con fuerza e ira acumulada mientras el flash de alguna cámara ilumina los cuerpos de los amantes sin pudor. Aprieto los dedos en la madera y retiro la hoja que se ha manchado de nuevo y arrastrado otra consigo. Dejo salir un bufido de frustración y desespero. Jodida impresora de mierda, tengo que entregar el maldito trabajo en menos de veinte minutos. Vuelvo a mandar la orden de impresión y espero.

Recargando el rostro contra la cima de la maquina observo de costado a la parejita, ahora la rubia se mueve frenética sobre la pierna de su novio. Sonrío, admito que quisiera estar en el lugar de ese jodido afortunado. Aunque ella sin duda es una zorra, al parecer, es una zorra exclusiva porque no se enrolla con nadie que no pueda cumplir sus caprichos. Sabrá Dios si su novio es consciente de lo ofrecidita que su mujer es pero no me quejó, alguna vez tuve la oportunidad con ella y lo pagué caro, realmente caro, ese bolso de mierda era más costoso que mi armario entero.

Aprieto una de las palmas de mis manos contra mi entrepierna discretamente justo en el momento en el que las bragas de ella se deslizan por su largas y kilométricas piernas. Gimo por lo bajo porque la escena es de lo más ardiente. Entonces escucho la puerta principal ser abierta y de inmediato la oficina se pone en movimiento. El jefecillo, un hombre bajo de costoso traje y rolex en la muñeca derecha, camina por el pasillo con altivez y una sonrisa socarrona.

Carajo, la mierda misma se aproxima y como si de su sombra se tratase su asistente, la gorda de vestido demasiado corto para no considerarse pecado por la vista tan repulsiva que nos está dando, llega a su lado y con una sonrisa cortés pero coqueta empieza a narrarle los asuntos pendientes de hoy. Miro con gracia como el hombre la detallada y su mirada cae en su muy notable escote que es lo único agradable que puede encontrase en esa mujer, lástima que esté manchado de grasa de comida.

El jefe asiente distraído a lo que ella dice, aún con la mirada sin disimulo en su escote. Seguramente él es el único hombre en el mundo que es capaz de tener polvos con ese espécimen tan desagradable de mujer. Y es que no es secreto para nadie que de hecho así es, ellos se enrollan constantemente inclusive los hemos escuchado gimiendo y jadeando desde la oficina privada de tan despreciable tipejo. ¿Es qué a caso está loco? ¿A caso ella es estúpida? Ella es una gorda asquerosa y él un pervertido que a toda mujer que exista manosea.

Chasqueo la lengua y la impresora vuelve a sonar. Está vez ni siquiera me molesto en mirar a quienes una vez más alzan la vista para prestar atención al origen de tan irritante pitido. Casi quiero gritar de felicidad cuando noto que la hoja está impecable y que cada letra está donde debe estar, sin rastro alguno de manchas. Tomo el documento, acomodo cautelosamente la erección en mis pantalones y por fin, luego de lo que se sintió una eternidad, vuelvo a mi sitio cruzándome con el jefe quien me da un asentimiento y enarca sus cejas en dirección a la pareja que ahora finge extraordinariamente revisar unos documentos. ¿Qué podrían estar revisando juntos si él es del área de ayuda al cliente y ella de diseño?

Gruño en mi asiento cuando me fijo en el jefe posando sus manos descaradamente sobre el culo de mi exprometida quien se deja tocar y se inclina para profundizar el tacto. Tengo asco, un asco enorme. Esta gente me da asco, yo mismo me doy asco. Me da asco la gorda de mierda que ahora está atragantándose con una bolsa extra grande de palomitas de mantequilla, siento odio por el bastardo del jefe que manosea a la secretaria y novia de su hermano, un niño mimado de pene pequeño que decidió que era buena idea metérsela a mi prometida, siento dolor y resentimiento por ella porque dejó todo lo que habíamos construido por dinero y un puesto donde su cuñado puede meterle las manos bajo la falda y siento una extraña excitación pero a la vez aversión por los amantes que follan contra los asientos de la oficina públicamente.

Me paso las manos por el rostro una y otra vez. A mi mente vienen recuerdos de mamá golpeándome con un cable eléctrico cuando desobedecía, del viejo asqueroso que se hacía llamar padre enseñándome a matar a mi perro para que no fuera un maricón. Recuerdo a la rubia bajo mi cuerpo gimiendo el nombre de su noviecito, recuerdo a mi exprometida insinuándome que deberíamos casarnos y recuerdo a la gorda secretaria inclinándose hacia mí en gran cantidad de veces para mostrarme sus pechos. Y me recuerdo mirándola, me recuerdo proponiendo matrimonio, follando con una mujer que sabía estaba emparejada, matando al perro que había criado desde cachorro y regresándole una bofetada en la mejilla a mi madre cuando me golpeaba.

Me recuerdo siendo parte de toda la mierda y eso... eso no me hace sentir mal. Me complace y me contradigo porque a la vez me hace miserable.

Frustrado jaloneo mi cabello y hago esa manía tan extraña mía de jalonear mis párpados. Miles de recuerdos vienen a mi mente, de momentos donde la vida no fue más que porquería y son demasiados, joder, son demasiados. Sin embargo, dentro de los recuerdos tortuosos en mi memoria recuerdo algo muchos más importante; el rifle de mi padre. Un rifle que aún conservo en alguna parte de la vieja casa de mi madre quien, por cierto, escondía un arma debajo del colchón de su cama. Un arma que el viejo le había conseguido ilegalmente y que ella llevaba consigo a todas partes.

¿Y por qué no? ¿Por qué no hacerlo cuándo todo parece tan perdido y sin sentido? Lo reflexionó segundos, minutos hasta que una mano se deja caer en el escritorio frente a mí. Alzo la vista para mirar al hombre de anteojos enromes y ojeras todavía más grandes, gruñe exigiéndome el documento en mis manos y se retira dejando a su paso una extravagante fragancia a marihuana. Para nadie es un secreto que el gerente financiero fuma porros a todo momento del día y él hombre parece un adicto realmente problemático. Él es mi jefe directo y una basura como los demás.

El pensamiento sobre ese hombre me pone todavía más ansioso. ¿Debería...? ¿Por qué seguir esperando? ¿Por qué esperar más de quiénes claramente no darán nada? ¿Qué me hace pensar que todo cambiará y será diferente? La única solución, la única verdadera solución es el desastre, el caos y el nuevo inicio. Y una vez más la imagen del rifle viene a mi cabeza.

Noa fue el nombre de mi primera mascota, era un perrita golden retriever de pelaje caramelo y dulces ojos grises. Noa desarrolló un tumor dañino en la zona cercana a su feminidad, el viejo no quiso pagar nada por ella y un día simplemente le pegó un tiro en el estómago que ni siquiera la mató al instante. Sufrió durante muchos minutos antes de que mi padre me dijera que, si quería que dejará de sufrir, la matará yo mismo y terminará con mi estúpido berrinche.

Así que lo hice, tome el arma que algunas cuantas veces me habían obligado a usar e intente un tiro en el centro de su cabeza pero fallé, no tan escandalosamente pues, la bala atravesó su ojos y llegó a su cerebro matándola. Lloré durante días, lloré porque había matado a quien tanto amor le ofrecí, la mate por el sufrimiento que mi padre le causó pero a costa de evitarle uno todavía más tormentoso. Fue la primera vez que mi conciencia se balanceó. ¿Estaba bien o estaba mal?

Noa se había ido dejando una camada de cuatro cachorros los cuales tres regalamos y el sobrante, el que nadie quiso por su deformidad en una pata, lo sacrificamos en la perrería en la que papá trabajaba. No hubo llanto por Tobby, disfrute mi momento a su lado aún sabiendo lo que claramente serpia su final. No quería... ¡Carajo! De verdad no quería y él... ese maldito bastardo hijo de puta me obligo. No tuvo compasión. Gritó en mi oído, golpeó sus piernas contra las mías y me llamó maricón una y otra vez, y cuando menos lo note estaba hecho. La cabeza de Tobby se desprendió de su cuerpo tras el filo del hacha, con un corte fino, giro sobre la camilla de metal y cayó el suelo manchando el azulejo.

No lloré por Tobby aunque lo críe poco más de un año. Tenía que morir, es lo que tenía que hacer.

Y ellos tienen que hacerlo, todos tenemos que hacerlo. No lo pienso más, abandono el asiento y camino apresurado hacia la puerta principal, la que me separa de las oficinas y el tránsito de gente. Un hombre se interpone en mi camino y lo observo. Es el hermano menor del jefe y la actual pareja de mi exprometida.

— El horario laboral no ha terminado. ¿Puedo saber adónde se dirige usted con tanta urgencia? —Interroga pero no presto atención a sus palabras, en cambio apreció la marca violácea en la piel expuesta de su cuello. — ¿Se trata a caso de una emergencia? Porque primero debes ir a recursos humanos y... —Lo corto. Empujo su cuerpo contra la puerta de cristal y creo escuchar que se quiebra pero no me detengo.

Aprieto el paso hacia el estacionamiento y busco mi auto. Un guardia en cuanto me mira grita mi nombre y corre para alcanzarme. Localizo mi auto y subo apresurándome a arrancar el motor dejando al hombre tras de mí. Clavo las uñas en el volante mientras manejo y el silencio a comparación al bullicio de la oficina es abismal. El sentimiento que crece en mi pecho es ese mismo que se aferro a mí primero con la muerte de Noa y luego con la de Tobby, uno vagamente direccionado a la tristeza aunque mucho más enfocado en la satisfacción. Amé a Noa y odié perderla pero adoré evitarle mayor agonía y amé a Tobby pero me dije que era mejor su muerte que su vida en mi hogar y no sólo era mejor; era placentero.

Y esa emoción que crecía conmigo a lo largo de los años se intensificó con cada nueva circunstancia que reafirmaba mis sospechas acerca de lo poco valiosas que son algunas vidas humanas, quizá la mayoría. Estacionó frente a la casa de mi difunta madre y rompo una de las ventanas frontales porque nunca tuve interés en volver a esta casa, mucho menos cuando el banco está a punto de embarcarla. Cruzo la ventana hacia la sala y no pierdo tiempo yendo a la antigua habitación de mi madre, una con cabezas de animales cazados que a mi padre le gustaba cazar.

Evito mirar la cabeza de Tobby a un lado de la repisa y recojo el arma bajo el colchón. Una pistola de bolsillo con calibre de 4.25 mm. Luego me encamino al garaje y retiro de la enorme caja de armas un rifle deportivo calibre .22 que cargo en el asiento del copiloto y posteriormente vuelvo a la oficina. No me lo pienso cuando bajó frente al edificio atravesando el estacionamiento y de inmediato disparando con el arma de bolsillo al guardia que se acerca a mí.

Respiro hondo; la bala ha impactado su pecho. Sonrió y continúo.

La situación es tan emocionante y excitante que la erección que había bajado regresa mí cuerpo con fuerza. Pienso en la rubia exótica y eso aumenta m deseo. La espero a ella, espero acariciar sus senos con la boquilla del rifle antes de disparar.

Frente a la puerta principal está el hermano del jefe, parado a un lado del cristal quebrado con una mirada molesta. Tiro la pistola en alguna parte del concreto y ubicó el rifle frente a mí, apunto y disparó. Mi cuerpo se sacuda por la fuerza del movimiento pero el resultado no ha sido del todo satisfactorio. Me acercó notando que la bala ha hecho un agujero en su estómago. Sus ojos me observan mientras cae al suelo retorciéndose, entonces, a lo lejos, una alarma se hace sonar. No tengo mucho tiempo.

Las trabajadores dentro se dispersan en el lugar, algunos se esconden bajo los escritorios y otros corretean intentando escapar por alguna otra puerta. Estoy disfrutando el momento, disfruto cuando disparo al tipo de contaduría más fanfarrón y cuando una chica del departamento de recursos humanos ruega por su vida, no tengo piedad de ella. Y van cuatro y faltan muchos más. Rio al mis ojos dar con una víctima que me interesa demasiado, una rubia sensual que se dirige a los baños de damas.

Tarareo una canción con diversión. Sé que seguramente muchos se han ocultado en los baños y el asunto me complace. Golpeo la puerta del baño dispuesto a empezar una masacre y... alguien se me ha adelantado.

Un espectáculo frente a mí me hace retroceder y balbucear. El cadáver de mi exprometida está en suelo. Su piel se encuentra expuesta y la mitad de su cuerpo, de la cadera a los pies, no está. No parece una gran masacre, no hay una cantidad exorbitante de sangre aunque una gran mancha adorna el mármol y sin duda no es un escenario de cuerpos sin vida llegando a lo patético. No, arrodillada y encima del cuerpo de la fémina está la gorda secretaria de pechos voluptuosos, sosteniendo en sus manos el brazo de mi antigua mujer. Y creo que eso es lo que más me sorprende.

Ella está desnuda por igual, sus piernas, abdomen y rostro empapados en apenas lunares de sangre. Lo impactante, lo que me quita el aliento, es que en su boca hay evidencia de carne humana. Mastica en sus dientes lo que reconozco como un pezón. Jadeo, la adrenalina, la emoción y el placer se han esfumado de la nada. Mis ojos desesperados y en lágrimas recorren todo espacio a mí alrededor y un verdadero escalofrió me retuerce cuando, detrás de mí, miro al jefe, sin ropa, acostado plácidamente aplastando el cuerpo de la rubia que patalea y se retuerce sobre la otra mitad de los restos mancillados.

Retrocedo del impacto. Sé que llevo un arma en las manos pero eso no importa, eso no ayuda a mi impresión.

Insinuante, la gorda desnuda camina sentándose en mi regazo y alejando el rifle deslizándolo por el pasillo detrás de mí. No replico, no puedo ni moverme. Tiemblo, verdaderamente tiemblo por el peso de su cuerpo y el material en su boca que traga antes de acercar sus labios peligrosamente a mi cuello y empezar a besar, lamer y succionar. Su mano se cuela en mis pantalones y tienta a ciegas mi entrepierna. Gimo pero no de placer sino de dolor al sus manos apretujar tan fuerte que lastima mi miembro.

El hombre a nuestro lado ríe y sus rodillas se dejan caer sobre los muslos de la chica que, boca abajo, solloza contra el suelo y se sacude de terror. La mujer encima de mis piernas se presiona contra mí y se remueve. Su boca deja un mordisco nada suave sobre la piel de mi hombro y su lengua recorre mi clavícula antes de llevar sus dientes al lóbulo de mi oreja y tirar y morder tan fuerte que gotas de sangre se deslizan entre nuestros cuerpos. Ríe con su cabeza escondida en mi cuello antes de hablar.

—Tengo hambre.

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