Cuento 1: La estación de tren Melman.
Era de noche, tan noche que en las calles más transitadas había una o dos personas caminando con los hombros encogidos y pisadas apresuradas. Había un zumbido extraño revoloteando en mi oído desde hace varios minutos pero la ansiedad que sentía no me dejaba prestar atención a otra cosa que no fueran las noticias de la ciudad. Esa mañana había leído en el periódico que las personas estaban desapareciendo en la estación del tren a la que estaba por subirme, nadie sabía lo que estaba sucediendo, no había pista alguna. Nada me parecía correcto en ese momento, las pocas personas que veía me parecían sospechosas, como si en cualquier segundo una de ellas se abalanzara sobre mí e intentará asesinarme. Sonaba estúpido porque realmente ninguna tenía pinta de asesino, secuestrador o psicópata. Eran ideas de mi cabeza, mi cabeza a punto de explotar de tensión.
Traté, de cualquier forma, de concentrarme en otra cosa que no fuera eso pero nada ayudaba. Por mi mente pasaban vagos recuerdos de mi infancia, de mi madre tarareando cancioncitas y paseándose por nuestro hogar, con el ánimo de una persona que ha recibido la mejor noticia por haber. Yo nunca fui ese tipo de persona, era una como cualquier otra, con sentimientos tan manipulables que la tristeza y la felicidad eran dos sentimientos que conocía a la perfección. Pero más que nada conocía los errores, de aquellos que no se perdonan y bien merecen no ser mencionados porque es mejor no hacerlo. Mi madre aún no se atrevía a hablar conmigo y mi hija no deseaba ni mirarme a los ojos. Después de todo un adicto nunca deja serlo. Yo soy la viva imagen del descontrol, la prueba de ello es el polvo blanco en la bolsa plástica en mi bolso a mano.
En las puertas de la estación, con el corazón en la boca del estómago, acomode mi abrigo y me recordé por última vez que esta es la única forma de volver a casa, llegaría a casa sin duda. Es un viaje de dos estaciones de máximo una hora y quince minutos. Caminé pasando por las bancas de espera y las taquillas de boletos con el repiqueteo de mis zapatos sobre el cemento, la estación estaba en tan mal estado que las lámparas de luces blancas oscilaban a punto de apagarse por completo y la idea de la oscuridad pareció todavía más aterradora que la de un asesino serial. Salí al intemperie con el recibimiento de un aire gélido que se filtraba por cada espacio sin cubrir de mi cuerpo y estando frente a las vías que vibraban con demasiada fuerza. Del otro lado de las vías, las orillas de un pueblo se asomaban de apoco. Aquel era un pueblo fantasma, nadie venía de allí y nadie iba para allá.
Todo estaba vació, no había ni una sola persona en ningún lugar. Paranoicamente miré detrás de mí, como si una presencia que me fuera ajena estuviera asechándome. Mentalmente recordé una canción que escuché en la radio en una tienda de telas que acostumbraba visitar, la repetí una y otra vez en mi cabeza en un intento, que parecía inútil, de tranquilizarme. En un momento de más pánico que raciocinio creí haber visto el rastro de una sombra escabulléndose en las vías del tren, acompañado de un escalofrió que me hizo suspirar. Miré mis pies nerviosos que no dejaban de producir el único sonido proveniente de la estación, aparecían y desaparecían en la luz que iba y venía. Por un instante la idea de salir corriendo cruzó por mi cabeza pero el silbido del tren interrumpió todo pensamiento en mí.
Eché un último vistazo al pueblo lejano del cual se contaban todo tipo de historias, pero pocos sabíamos la verdad. Hace años, hubo un incendio descomunal que asesino a decenas de personas y aunque no era el primero de ese tipo sí fue el que más daños causó. La gente se asustó tanto que con el paso del tiempo el pueblo quedo vació, quienes no se fueron por miedo se fueron por la escasez de servicios y la falta de trabajo. Aunque personas en situación de calle y habitantes que no quisieron o no pudieron irse se quedaron ahí, posiblemente a morir de hambre.
En realidad no puedo ayudarme a mí misma siendo que sólo pienso en catástrofes.
El tren se detuvo frente a mí con un sonido tan fuerte que casi necesite cubrir mis oídos. Un último rechinido salió de su interior antes de detenerse por completo y dejar salir el humo que se cuela entre las llantas y las vías. Sobrepasé la línea amarilla de seguridad cuando las puertas se abrieron de par en par, donde se encontraban los vagones iluminados que parecían vacíos. Subí con un movimiento limitado y me acomodé en uno de los asientos cerca de una ventana cubierta por una cortina morada realmente pesada. Siendo que era tan tarde me pareció sorprendente encontrarme con una primera imagen de dos personas acomodadas más adelante de mí. Desde mi asiento, una mujer de la que apenas puede ver su cabello oscuro caer por su espalda, parecía inquieta, nerviosa, con el mismo sentimiento de intranquilidad que el mío, taconeaba con fuerza, cada vez más fuerza e inevitablemente al ritmo de mi corazón.
Cuando las puertas se cerraron y el tren continuó su camino esperé varios minutos antes de cerrar los ojos. Estaba desesperada, como enterrada en terror irracional. Cada sonido cercano se reflejaba en mí, escuchaba cada respirar, cada movimiento mínimo, las llantas moverse, el humo expulsarse, mi cabello revolverse, mi corazón acelerarse, mi respiración agitarse. Lo escuchaba todo, hasta mi sangre circular por mi cuerpo. Traté de relajarme, de dormir tal vez, pero el sonido desesperante de aquella mujer estaba sacándome de quicio. Estaba adormilada y eso no importaba porque la agitación de mi cuerpo no saciaba. Decidí que dormir no iba a ayudarme, así que saqué un cigarrillo de mi bolsa de cuero y el encendedor que era de mi padre. Se supone que está prohibido fumar pero eso nunca me ha detenido.
Tome tres caladas profundas y lentas antes de que el estrépito de un objeto cayendo al suelo me hiciera girar. Un hombre, la otra persona a bordo además de la mujer y yo, estaba inclinado en el suelo, mirando con fijeza algo que fui incapaz de notar. Su cabello blanco crespo interceptaba la imagen de su rostro aunque incluso sin mirarlo sabía que era como un fantasma. Él parecía más afligido y los sonidos roncos entre quejidos y delirios que salían de su boca, me volvían loca, así que seguí fumando hasta que el cigarro se apagó en mis dedos y tuve que votarlo por la ventana. El sonido volvió una vez más y el varón soltó un gruñido que más parecía gozo que susto. Entonces noté que no se trataba de un golpe, sino de un chillido, un rasguño por debajo de nosotros.
Debo escapar fue lo que pasó por mi mente cuando el tren se detuvo después de viajar a tanta velocidad y de manera tan espontánea que, nos llevó a todos haciéndonos caer. Resbalé con mi propio vestido y aterricé sobre mi brazo, golpeando mi cabeza y todo mi costado derecho. Mi reloj estaba roto, mi bolso desparramado y mi boina marrón a más de un metro de mí.
— ¡Carajo! —Solté, removiéndome furiosa dispuesta a reprochar. —¿Qué clase de maldito tren es este?
Me levanté sobre mi cuerpo y para mi mayor desdicha en mis brazos se escurrían y enterraban granos de arena que se deslizaban hasta golpear las paredes del vagón. Alguien gritaba, golpeaba y desgarraba su voz tanto como podía. Supe en ese momento que tal vez no volvería casa, tal vez no volvería a ver a mamá ni a mi hija. Pasaría de ser una soltera drogadicta y miserable a un cadáver frío y putrefacto en la nada. Mi instinto me pedía huir, alejarme, dejarlo todo, pero esa mujer gritaba con tal horror que sólo me levanté y la busque con la mirada. Moriría ayudando, supuse. Muchos de los asientos que estaban sobrepuestos y se habían derribado obstaculizaban el paso en el pasillo aunque eso no impidió que visualizara al hombre que caminaba, rigurosamente, hacía el mismo camino que yo. Ambos nos acercábamos a la mujer que se retorcía con bruteza sobre el suelo, temí acercarme sin embargo, supe que debía hacerlo.
El hombre se sacó el abrigo largo de cuadros verdes que vestía y cubrió a la mujer con él. Me acerque hasta posarme a su lado y fue cuando me di cuenta que se trataba de una mujer embarazada, por su vientre sumamente inflado.
—Disculpe, ¿se encuentra bien? La veo adolorida. —Comenté, arrodillándome cerca de ella y posando una mano sobre su brazo. -Puedo ayudarla.
La mujer se removió en su lugar y en un intento por hacerla sentir más cómoda aparte su cabello de la cara y lo que vi me hizo retroceder. ¿Qué estaba viendo? ¿Era eso real? Miré al hombre y la sorpresa fue aún más grande. Sus caras, sus manos, sus cuerpos, eran costales; como carne molida y podrida mezclada con tela sucia. Los agujeros en sus rostros simulaban ojos y bocas torcidas, empapadas en lo que parecía sangre y sudor. Pero sus cabelleras eran totalmente humanas y estaban cosidas de alguna parte de sus cráneos de tela. La vestimenta no podía ser más anticuada, incluso se veía que la costura era hecha a mano, confeccionada al tamaño justo, con medidas perfectas y colores opacos. Ambos se veían como dos muñecos, reliquias, cadáveres embalsamados de una morgue o un cementerio. No podía creerlo, era como una ilusión, como si ya hubiese inhalado la cocaína en mi bolso. Me levanté de un salto e intente retroceder de nuevo, alejarme, correr, y cuando tuve la oportunidad de hacerlo una mano atrapó mi pierna, aferrándola con tal fuerza que estaba empezando a dejarme marcas sobre la piel. Sacudí la pierna repetidas veces pero la mujer no dejaba de apretarme mientras con la otra mano se tomaba el vientre y algo dentro de ella, dentro del tejido y los granos de arena que se desparramaban por su cuerpo, se movía como queriendo escapar.
El varón se acercó y me tomó de los brazos obligándome a inclinarme nuevamente junto a la embarazada que no paraba de gritar y quejarse como si estuviese a punto de entrar en labor de parto. Me quedé ahí, paralizada mirando lo imposible. Por un momento creí que se trataba de un sueño, tal vez de verdad estaba drogada y no lo había notado porque ni siquiera lo recordaba. Quise creerlo, quise temerle sólo a eso, aunque mi verdad fue mucho más aterradora que los cuentos en mi cabeza. Miré el techo del tren en marcha, esperando que algún otro acto inusual, esta vez que salvase mi vida, fuese a suceder. Pero nada de eso pasó, era una joven mujer mirando sus únicas esperanzas marcharse, porque en esos momentos mi única salvación serían mis sueños y no tenía la capacidad de soñar con tanta fuerza.
Ante mis ojos la fémina sola desgarró sus prendas, dejando a la vista lo que ya sabía, un cuerpo por entero de tela. Entre todo, estaba llena de manchas de barro y agujeros minúsculos. Fui testigo de las costuras de su cuerpo abrirse por sí mismas, de expulsar de alguna forma, un ser que pude reconocer enseguida. No, no quería creer que era verdad. Era un niño, un nene recién nacido como cualquier persona, con dos brazos, dos manos y un cuerpo totalmente humano; de carne y hueso. Y fue imposible para mí sostenerme en mi cordura, cuando todo lo que creía verdadero se me iba de las manos como agua entre los dedos. Inevitablemente solté un gimoteo de impresión y el ambiente alrededor se altero con mi movimiento, rompí la tranquilidad y creé un caos detrás de mí.
—No...No puede ser...
Cuando el niño sollozó con tanta fuerza que mis oídos se sentían sensibles, supe que debía hacer algo. Había fluidos en el suelo y la mujer deliraba de dolor, no podía describir las expresiones en su rostro porque simplemente no tenía uno. El hombre se acercó a ella y se deshizo de una de las agujas atoradas en las costuras de su pierna, donde el espacio dejó caer un par de granos de arena, entonces de inmediato unió el estómago abierto de la madre que se retorció de tal manera que me hacía creer que era humana, o siquiera un ser común y corriente con vida y consciencia propia. El crió yacía sobre el suelo del tren, cubierto de líquidos vaginales que provocaron un total asco en mí, uno que no fui capaz de controlar antes de vomitar donde pudiera. Sentía que estaba dejando mi alma porque nada era correcto, ni sensato, ni lo que debía. Mi garganta ardía pero no podía dejar de vomitar, llorando rogué porque se tratará de un sueño o un delirio aunque no tan al fondo sabía que era tan real como se sentía. Mi abrigo y camisa estaban llenos de desperdicios y lágrimas. Tan sucios como me sentía, porque el placer era más que la repulsión.
No paré de vomitar hasta que creí que era prudente, tenía todo el sabor del asco en mi boca. El sujeto seguía cosiendo el vientre de su compañera y no le prestaban la más mínima atención a la criatura a sus pies. No lo pensé mucho cuando tomé al niño en mis brazos y corrí, corrí tanto como mis pies me lo permitieron. Si aquellas cosas estaban siguiéndome no lo sabía porque no había tenido el valor para mirar detrás de mí mientras huía. En lo único que podía pensar era en el armario de mi habitación en casa de mi madre, el que me quedaba mirando durante horas porque hacía un rechinido extraño que no me dejaba tranquila. Así me sentía, como una niña asustada que le teme a lo que sea que haya del otro lado de las puertas, lo desconocido, lo imposible. Todo mi cuerpo temblaba, tal vez en cualquier momento fuese a caer inconsciente pero mi voluntad no dejó que nada de eso me impidiera seguir, aunque mi corazón se estuviera retorciendo en mi pecho. El niño en mis brazos no lloraba, sólo estaba ahí, mirándome como quien mira lo inexistente.
En el momento que decidí detenerme habíamos pasado ya por cinco vagones distintos, todos ellos vacíos. Fue entonces que miré por dónde habíamos venido y fue más, el repentino llanto del pequeño lo que me alertó, que mis propios ojos mirando lo que no quería ver ni aceptar.
La mano desgarrada de la madre me toco el hombro antes de desarmarse sobre mí, dejando un rastro de arena que llegó hasta el niño de enormes llantos en mis brazos. Estaba tan atemorizada pero a la vez tan molesta que cualquier sentimiento que tuviera ya no podía considerarlo verdad. No me fiaba de mi misma, de mis decisiones, pero sí de mi realidad y mi raciocinio. Tenía el no lo creo en la punta de la lengua y el desenfreno por entero en mi cuerpo. Era sabedora de la gravedad del asunto y que, si dejaba a ese inocente ser en manos de lo desconocido, sería excitante y abriría mi hambre por explorar lo impensable y además, sería la perdición de ese hijo que sufriría por mi crueldad. Pensé en mi propia hija, en su insolencia para llamarme por mi nombre de pila en lugar de darme el respeto que merecía como su madre y ese fugaz recuerdo me insto a la estupidez humana que crecía asquerosamente en mí cada segundo que pasaba.
A pesar de todo, al estirarse para tomar a la criatura entre sus brazos, me aparte lo más que pude. Mi nerviosismo y mi torpeza era tal, que terminé chocando con uno de los asientos y cayendo sobre mi retaguardia, el recién nacido se retorció y chilló y aquello sólo empeoro mi situación sentimental. Respiré hondo, como si repentinamente el mundo se detuviera para satisfacer mi necesidad de sosiego. Pensé un segundo en lo que estaba sucediendo y en lo que estaba haciendo y me odie por ser tan vulnerable y estúpida. Pude haber caminado, pude haber tomado otro camino, pude no tomar al niño y lo hice, lo hice aunque mi mente me gritara que estaba tirándome por el borde de un precipicio. Tal vez no lamentaba tanto esas decisiones, tal vez lo que sí lamentaba era el sentimiento de excitación y adrenalina que llenaba cada poro de mi cuerpo. Era como estar sucia, como estar manchada por el pecado. Mi sucio y asqueroso secreto.
Lo cierto es que la droga no era mi mayor adicción, yo era una adicta a la porquería, a todo aquello que incluía el peligro, el desenfreno, el terror, el asco, el sufrimiento, lo amaba tanto que me volvía loca por él, al punto de perder la situación de las manos. Yo no era una santa, dejé de serlo hace mucho. Mi primer rocé con el mundo ajeno fue mi auténtica perdición. Siempre fui una niña de casa, como cualquier otra mujer de la familia. El pueblo en el que vivíamos era pequeño pero las oportunidades no eran pocas. A pesar de todo, mi madre aborrecía por completo la idea de que yo fuese una colegiala, odiaba la idea de una mujer estudiando y teniendo conocimientos más allá de los labores de casa. Yo debía prepararme para ser una buena esposa, cuidarme para poder tener hijos sanos y satisfacer a mi familia como una ama de casa ejemplar. Nadie mejor que yo sabía que eso es lo que debía hacer, pero repudie la idea mucho más de lo que ya lo hacía cuando me vi obligada a ver a las otras chicas del pueblo regresar de la escuela y no ser una de ellas.
No podía entenderlo, en mi cabeza no cabía cómo podíamos permitirnos ser tan mediocres. Mamá decía que eso es para lo que una viene al mundo, aunque las mujeres tuviésemos derecho a estudiar desde hace casi un siglo. ¿Por qué tenía yo que reducirme a algo tan vano? ¿Por qué no podía seguir mis sueños como muchos otros? ¿Por qué tenía que ser esclava de lo que mi familia creía correcto? Tendría que tener una perspectiva muy distorsionada de lo correcto porque aquello no me lo parecía. Entonces decidí no aceptarlo, no sería la esposa de nadie y si tenía que casarme pues sería la persona más inapropiada que mis decisiones pudieran crear. Sabía que estaba mal y sin embargo, gran parte de mí amaba lo que hacía.
Me topé de frente con la gente más avariciosa, lujuriosa, adicta y peligrosa del pueblo, estuve con la basura más maloliente del basurero. Ofrecí mi cuerpo en cantidades obscenas por cualquier cosa, droga, cigarrillos, alcohol, vestimenta, dinero, joyería, lo que fuera. Follé tanto como pude y vi a gente hacerlo tanto como quise. Me metí con muchas personas al mismo tiempo que más parecían orgías que encuentros casuales. Y disfrute todas y cada una de esas experiencias, una de las cuales nació mi hija. Y pensar que antes de ellos ni siquiera sabía que eso se hacía. Aposte en peleas de perros y personas sólo para ver como se molían a golpes, por el puro y morboso hecho de ver como se destrozaban. También disfrutaba de golpear los cadáveres o la gente moribunda que quedaba después del enfrentamiento. Robábamos de todo, desde dinero hasta mascotas y animales de granja. Incluso secuestramos a un par de niños para venderlos a algún interesado. Pero todo eso se queda atrás en comparación con la gran catástrofe que provocamos, mi mayor desgracia y mi satisfacción más querida, mi límite, mi fondo.
Éramos un grupo de personas de todas las edades, aunque principalmente jóvenes. Yo tenía poco más de dos semanas viviendo con una de las chicas del grupo, pues mi madre se avergonzaba tanto de mí y de lo que decían que había hecho (y que en su mayoría sí que era cierto) que no dudo cuando me corrió de casa. Al principio me creí perdida pero el apoyo no tardó en llegar en las personas que creía mi familia. Yo ya no era digna de ser esposa, ni madre, ni hija, después de todo eso es lo que buscaba y no podía evitar sentirme dichosa por eso. Desde hace meses los chicos y yo provocábamos incendios pequeños en una pueblo más pobre y más lejano que el nuestro. Era perfecto y excitante. Los gritos de auxilio, el llanto de los niños, el olor de la madera consumiéndose y la desesperación eran para nosotros, lo único que necesitábamos para ser felices. Una noche decidimos extender las cosas, hacer un incendio un poco más grande y nada salió como esperábamos. Habíamos acabado con un pueblo entero, con familias completas. Ese día no sentí satisfacción, sentí asco de mí misma. Pasé el resto de mi vida tratando de ser una mejor persona y a pesar de haber logrado avances significativos, sabía que siempre sería esa persona.
Me alejé de todo aquello que provocó malicia en mi persona, regresé embarazada a casa con mi madre y aunque ella no sabía todo lo que había hecho, sabía lo suficiente para rechazarme como su hija pero no podía dejar de lado a la persona que crecía dentro de mí y sin ninguna culpa de quien era su madre. Fuimos yo y mamá de nuevo, más tarde, mamá, mi hija y yo. Finalmente tuve que trabajar como criada en casa de una familia muy rica y mudarme a unas calles de mi madre en un pequeño cuarto rentado de la zona. A pesar de visitarla muy seguido jamás he llevado a mi hija conmigo, mamá cree que haría de ella un verdadero desastre, y no la contradigo porque sé que es verdad. Aún así, sigo cayendo en los mismos errores, caigo en mis adicciones, en el afán de burlarme de lo bueno y alabar lo malvado, en necesitar lo indebido y repudiar lo correcto. Y en ese momento, con el bebé recién nacido quien me miraba con enormes ojos llorones, ni siquiera noté cuando comencé a llorar. Después de todo la porquería no me había salvado y no iba a hacerlo esta vez.
Seguí llorando cuando me levanté en mis piernas temblorosas, cuando miré directamente a la cara a los monstruos que esperaban que me sometiera ante ellos y sinceramente no pude saber quién era más horrible, si ellos o yo, no pude saber quién era el verdadero monstruo. Caminé hacia ellos y ante mi vista ya no eran sólo el hombre viejo y la mujer que estaba embarazada, ahora eran mucho más, vendedores, doctores, empresarios, enfermeros, artistas, esposas y esposos, madres e hijas. Debajo de mis pies la arena se acumulaba de tal forma, que ya no alcanzaba a ver el suelo del tren. Tuve miedo, el corazón me latía en la garganta con fuerza y el niño lloraba igual o más fuerte que yo. Las personas de piel de costal me rodearon, no hicieron nada, se limitaron a mirarme. Sentí los segundos una eternidad y no tuve que hacer nada para empezar a desmoronarme. La criatura en mis brazos se deformó en arena, su cara y sus brazos chonchos se deslizaron por mi cuerpo hasta terminar en el suelo y lloré, lloré porque era injusto, porque merecía vivir y todavía no tan en el fondo, sentí esa satisfacción que me hizo ser asquerosa, comprendí que yo no era para este mundo.
Unas manos me apretaron los hombros y la arena se deslizo por mi escote hasta perderse en mi ropa, no me inmute. Dejé de llorar para levantar la mirada hacia quienes me observaban con curiosidad y molestia. Vi en ellos mi satisfacción más querida, mi límite, mi fondo. Recordé la noche del incendio, la desesperación, el humo y las cenizas. Cerré los ojos cuando sentí el calor alcanzar las plantas de mis pies. No hice nada para evitarlo, en el momento sólo éramos el fuego y yo, no estaban mis sombras, ni mi pasado, ni el horror, ni la dicha, sólo éramos el fuego y yo. Lloré sangre por mi propia perdición y la de otros, la que se me escapo de los labios como agua. En nada ya no era yo misma, era desesperación, humo y cenizas. Mi piel olía a basura quemada, ni siquiera parecía piel verdadera. Suspiré cuando empecé a deshacerme, mis ojos ya no eran ojos y mi rostro ya no era un rostro. Sentí el pasado desvanecerse y el futuro irse. Era una nueva persona, un nuevo ser.
Casi grité cuando el silbido del tren se hizo presente y el temblor de las vías sacudió todo a mí alrededor. Ya era de día y los temores y los monstruos se esconden cuando el sol está en el cielo. Las personas a mis lados se pegaban a las paredes de los túneles de tal manera que ni la mejor de las vistas sería capaz de notarles. El tren se aproximaba a una velocidad agonizante, yacía yo en la mitad del camino, con el cuerpo que nadie sería capaz de llamarle cuerpo, hecho un costal. Ni siquiera quise tocarme el rostro por el temor de no encontrarme, aunque era sabedora de no estar ahí. Por mis pensamientos rondaban susurros, susurros que a ratos parecía gritos y en otros, súplicas. No tardé en darme cuenta de que, quienes me rodeaban eran víctimas. Víctimas de lo que yo era y lo que mi alma sucia exigía a gritos. Las personas que murieron gracias al incendio estaban conmigo, acompañándome en la búsqueda de la próxima persona que nada le hacía bien al mundo. Cuando el tren pasó a mi lado, tuve la vista más propia de las personas que miraban a las ventanas, quienes se dormían sobre el hombro de un amigo, quienes fumaban vagamente un cigarrillo y quienes pecaban, los que pecaban hacían sentir que ardía. El tren parecía perderse en el tiempo porque pasaba tan lentamente que no podía dejar de mirarle.
Alguien peinó mi cabello cocido, en una trenza y la mujer que cepillaba mi melena irradiaba más vida que nadie, aún sin tener rostro alguno. En los brazos traía un abrigo café, el que llevaba puesto la noche anterior, lo colocó en mis hombros con una delicadeza descomunal y solté el aire que retenía cuando me rodeo para dirigirme a alguna parte. De todos lados salieron personas con el cuerpo cubierto de tela y carne desecha, los que reconocí como más víctimas del incendio. Caminamos sin ser percibidos hasta llegar a las orillas de un pueblo abandonado y destrozado por el egoísmo y la miseria. Nos escondimos en las cenizas de la madera y prevalecimos hasta que el sol empezó a ocultarse, entonces fuimos descubiertos nuevamente. Salimos de nuestro escondite y nunca estuve más segura de lo que estábamos por hacer. Mis manos hechas tela se sentían extrañas pero firmes y la arena que mi cuerpo desprendía era como un constante recordatorio del tiempo que me quedaba para arrepentirme de mis actos egoístas y estuve por carcajearme al verme envuelta en líos una vez más.
Es curioso cómo funciona la mente humana o simplemente, como funciona una mente ambiciosa. Nunca me consideré con el valor suficiente para cuestionar las razones que las personas tienen para hacer algo o la manera tan estúpida de pensar que tienen otros tantos. Sin embargo, al ser parte del juego descarado e hipócrita del que nadie puede verse exiliado me creo digna de reírme en voz alta. Estas almas vagantes exigían a gritos una venganza a su muerte dolorosa e injusta y la encontraron de la misma manera como la obtuvieron, en medio de desesperación, humo y cenizas. Combatieron fuego contra fuego y aunque desearon apagarlo sólo lo alimentaron. Reí más fuerte, aún cuando escuchaba las risas de los niños a los lejos, el cotilleo de las personas y los pasos de la gente del pueblo. ¿Qué puede esperarle a una raza que busca la creación con la destrucción? ¿Qué es de la vida cuando exige la muerte? ¿Qué es de lo correcto cuando arrastra consigo el dichoso deseo de lo incorrecto? La catástrofe claro, es lo mínimo que le esperaba al pequeño pueblo al que nos dirigíamos, donde en las noches, escondidos en las vías del tren y la penumbra, cobrábamos una vida por otras tantas.
Y no me sentí arrepentida, ni dañada, ni miserable y mucho menos incorrecta. Finalmente era en verdad parte de la porquería, de todo aquello que incluye el peligro, el desenfreno, el terror, el asco, el sufrimiento y no tenía porque sentirme mal por eso, después de todo, aquí todo el mundo busca la misma mierda.
Viernes, 19 de octubre de 1990
LAS MISTERIOSAS MUERTES EN EL TREN. ¿UN ASESINO SERIAL? ¿QUÉ LE PASA A LA GENTE DEL PUEBLO?
El pasado viernes 19 de octubre del presente año una mujer de entre los 25 y los 30 años desapareció en la estación del tren Melman. Su madre, La señora Jefferson, declaró que su hija es trabajadora domestica en la casa de Andrew Dickson, un empresario de gran prestigio. Se cree que recorrió a solas las calles laterales a la estación o que tuvo algún impedimento para llegar a salvo a Melman. Aunque las investigaciones han sido arduas aún no se puede asegurar si la señorita Jefferson desapareció dentro o rumbo al tren.
Por otro lado, con esta ya se cuentan 7 desapariciones en la estación Melman. Los desaparecidos no parecen tener relación alguna entre ellos, varían en sexo, edad, ocupación o patrones de personalidad, por lo que las autoridades declararan que, o bien se trata de un asesino serial con un patrón todavía indescifrable o un misterio que somos incapaces de controlar. Por el momento, sólo sabemos que las desapariciones ocurren cerca de la medianoche y es imposible saber quién será la próxima víctima.
Aún son muchas las personas que día a día recorren la estación del tren Melman y aunque a primera vista la tranquilidad es claramente palpable, la tensión y desesperación de las familias es innegable. Los detectives siguen en busca de una posible pista y hasta que ese momento llegué, se pide discreción y cuidado.
En cambio, una mujer que asegura ser vidente ha dicho que nuestro pueblo, en el que nuestros niños juegan y nuestras familias viven, está en el comienzo de la perdición. Parece ser que las desapariciones del tren son parte de hechos inusuales que la mente humana no puede explicar. ¿En quién debemos creer? ¿Se trata de un asesino cruel o todo aquello en lo que no queremos creer? Nadie puede saberlo.
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