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59 - En pedazos

Llegué a casa al anochecer, tras una lenta y penosa caminata desde el paradero. El dolor en mi tobillo iba en aumento y el sangrado no se detenía. Si la cosa seguía empeorando tendría que ir a una posta a revisar la herida. 

Abrí la puerta y encontré la casa en silencio. Divisé un vaso junto al sillón de papá, pero él no estaba allí, por lo que supuse que se había ido a tirar a la cama. Cojeé a la cocina y vacié una cubetera completa de hielos en una bolsa plástica, para luego dirigirme al comedor, donde me senté a aplicar frío a la herida. Suspiré aliviado.

Vaya día. Vaya semana. 

Extraje los teléfonos del bolsillo. Uno era el que Sara me había regalado y el otro el suyo propio, que me había llevado sin darme cuenta. Me sentí mal por el robo involuntario, pero por otro lado, sabiendo las cosas de las que era capaz esa mujer, tal vez había sido lo mejor: quién sabe qué complot hubiese organizado si se lo hubiese dejado. Rebusqué en mi mochila y extraje el teléfono que me dio Adela, que tanta culpa había sentido por usar. Sin dudarlo extraje el chip del otro aparato con un clip y se lo puse.

Al fin. Capítulo cerrado.

Me recliné en el asiento y di un largo suspiro. Solo entonces la breve pila de papeles sobre la mesa llamó mi atención. La hoja de más encima estaba escrita a mano en papel de cuaderno, mientras que las de abajo parecían formar parte de algún tipo de documento legal. Tomé la hoja manuscrita con curiosidad y la leí.

"Gabriel:

Lo dejé a tu nombre. Es suficiente para resolver todos tus problemas. Cóbralo lo antes posible y asegúrate de destruir este papel.

Perdón por todo.

Te amo.

Papá"

Sentí un vacío formarse en mi estómago y tomé el documento de abajo con un terrible presentimiento.

Era un seguro de vida. Me levanté de un salto.

—¡¿PAPÁ?!

Nadie respondió. Agucé el oído y a la distancia me pareció escuchar agua corriendo en el baño. Cojeé hacia allá, apoyándome en las paredes e intenté abrir la puerta, pero estaba trabada. Le di un empujón con el hombro y la sentí ceder. Otro empujón y se abrió. Miré hacia adentro, esperando lo peor. Estaba vacío, el sonido provenía del otro lado del delgado muro que nos dividía de la casa de al lado. 

Me volví y recorrí la casa frenéticamente. No había señales de él por ninguna parte. En el living volví a fijarme en su vaso vacío: dos hielos aún relucían casi enteros dentro de él. No podían haber pasado más de unos minutos desde que se había ido... ¿Pero hacia dónde? ¿A lanzarse de un puente? ¿A tirarse a las líneas del metro? No, no podía ser, mi papá no era muy brillante, pero incluso él debía saber que ningún seguro de vida cubre suicidios. La única forma en que podría cobrarlo sería que...

La comprensión me golpeó como una bola de demolición.

Salí a la calle y corrí en la dirección opuesta a la que había llegado, mi tobillo palpitando y protestando como si estuviera en llamas. Doblé la primera esquina, consciente de que el tramo era demasiado corto, que él ya tenía que estar allí.

—¡PAPÁ! —grité a todo pulmón, con la esperanza de detenerlo—. ¡¡PAPÁÁÁÁ!!

Al doblar la segunda esquina, el inconfundible sonido de un disparo resonó a la distancia. Dos tiros más le siguieron poco después. Aceleré el paso con dientes apretados, las lágrimas corriendo libremente por mis mejillas.

Cuando alcancé el pasaje, iluminado por un único farol funcional, el Zancudo y su grupo escapaban por el otro extremo.

Desde allí, todos mis recuerdos son difusos, inconexos. 

Recuerdo la sensación de irrealidad, la convicción de que nada de eso estaba realmente pasando. 

Recuerdo la mancha oscura creciendo en el pavimento, casi negra bajo la luz amarillenta del farol. 

Recuerdo el peso de su cabeza destrozada en mi mano, la humedad entre mis dedos. 

Recuerdo su expresión ausente, confusa; sus preguntas incoherentes: si Gabriel estaba en la cuna, que por favor prendiera la luz. 

No recuerdo haber gritado por ayuda o haber intentado frenar la sangre con mis manos, pero los vecinos dicen que lo hice, que grité con todo lo que daban mis pulmones. Que los paramédicos, cuando finalmente llegaron, tuvieron que despegarme a la fuerza de él.

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