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56 - Resolución

Sentado en la cama, sostuve mi teléfono móvil con el contacto de mi madre desplegado en la pantalla durante casi un minuto. Suspiré y, cerrando los ojos, presioné el ícono para llamar. No me quedaba alternativa, lo había perdido todo, la carrera era lo último que me quedaba y no había otra forma de conseguir el dinero a tiempo.

-¿Qué pasó? -contestó de golpe después de un par de tonos.

-Hola mamá, también me da gusto oírte. Yo bien ¿y tú?

-¡Como si te importara! Ya, ridículo, dime qué quieres. ¿Necesitas plata? -su pregunta me llegó como una bofetada. Tendría que tragarme mi orgullo.

-Un poco... solo por este mes. Es que tuve un imprevisto... ¡pero te la voy a pagar!

-¡Ja! ¿Viste? Para eso sí que me llamas, igual que tu padre. ¿Y qué pasó con eso de no necesitarnos? ¿Ya te vas dando cuenta de cómo funciona el mundo? -Cerré los ojos intentando contener la rabia-. Vale, dime cuánto es. Te transfiero. ¿Supongo que ya te hiciste una cuenta bancaria propia, como te vengo diciendo hace años?

-No... -No había querido tener nada que ver con el sistema bancario, tildándolos de ladrones. Ironías de la vida.

-¿No? ¡No aprendes, tú! Si lo hubieras hecho antes, tu padre no hubiese tenido acceso a tu fondo universitario ¿te das cuenta?

-Sí, me doy cuenta... -Apreté tanto el teléfono que llegó a crujir.

-Tarde te das cuenta, eso pasa porque tu escuchas, pero no oyes.

Ahora lo que crujía eran mis dientes. Esta mujer clavaba puñaladas con la velocidad de una máquina de coser.

-¿Y entonces? ¿Cómo lo hacemos? -continuó-. No esperará que vaya yo a dejarte la plata en la mano, el perla. ¡No estoy para andar haciéndoles mandados a un par de vagos!

El elástico de mi paciencia reventó.

-¿Sabes qué? -espeté- ¡Olvídalo! ¡Si es tanto sacrificio para ti, no importa! ¡No sé por qué mierda pierdo el tiempo contigo!

Corté la llamada antes de que pudiera protestar y, en un arranque de furia, lancé el teléfono contra la pared. Al escuchar el crujido del golpe me arrepentí de inmediato. Corrí a recogerlo. Encontré la pantalla trizada y bajo ella, mi foto en el restorán junto a Sara, fragmentada en mil pedazos.

Sara.

Su modo de mirarme a los ojos.

El calor de sus abrazos.

Su amor incondicional.

Su maletita con ruedas doblando la esquina.

Lo nuestro no había sido perfecto, pero al menos me había querido de verdad, con una pasión que yo nunca había sido capaz de corresponder. Y sus celos... ¿podía culparla? Ella había tenido razón en todo: en dudar de mi compromiso, en sospechar de Adela, en que para ella yo era solo una distracción. ¿Qué hubiese ocurrido de haberme entregado de verdad? ¿de haberla amado como ella a mí?

Pasé el dedo por la imagen. Millones de microscópicas astillas se enterraron en mi piel. Apoyé mi espalda contra la pared y me deslicé hasta el suelo. Me sentía como el rey Midas al revés. Lo que tocaba se convertía en mierda. El rey Mierdas.

-¿Qué fue eso? ¿Estás bien? -papá se asomó por la puerta, preocupado. Supuestamente había cerrado con llave, pero en mi casa las chapas funcionaban de manera aleatoria según los designios del clima: si las puertas estaban hinchadas por la humedad, se atascaban; si por el contrario, el calor las secaba y comprimía, no lograban hacer contacto con la cerradura.

-No, no estoy bien -respondí con voz ronca.

Mi padre se arrodilló ante mí, examinando mi rostro en busca de una herida.

-¿Te caiste o...?

Sacudí la cabeza.

-Me robaron, papá. Me robaron todo lo que ahorré haciendo clases. Ya perdí a Sara, a Adela y ahora voy a perder la beca y la carrera.

Preocupado, puso sus manos en mis hombros y me pidió que le contara qué había pasado. Le narré todo: el robo, las humillaciones, la traición de Adela. Mi viejo escuchaba con sus ojos muy abiertos, al borde de las lágrimas. Él no era capaz de mucho, pero quererme y empatizar conmigo era algo que nunca le había costado. En ese sentido era el opuesto de mamá.

Poco a poco su expresión fue cambiando y una convicción que no le había visto jamás apareció en su rostro. Me dio un fuerte abrazo, se puso de pie y en silencio se dirigió a la puerta. Cuando ya casi salía de la habitación se detuvo y, sin mirarme, me dirigió las siguientes palabras:

-Perdóname hijo, sé que esto es mi culpa.

-No papá...

-Te he fallado toda mi vida. A ti y a tu mamá. He sido demasiado cobarde para hacer lo que sé que tengo que hacer. Pero te prometí arreglar esto y lo haré.

Se volvió a mí visiblemente emocionado.

-Siempre has sido lo más importante para mí y siempre lo serás. Te amo, hijo. Por favor recuerda eso siempre.

Dicho esto salió de la habitación.

Jamás imaginé que esa sería la última vez que escucharía su voz.

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Próxima actualización: martes 7 de enero.

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