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14 - Zancudo


Giré la llave tan silenciosamente como pude y entré a casa a hurtadillas. Tras una rápida inspección del recinto me di cuenta que mis precauciones habían sido innecesarias: papá había salido. Me dirigí a mi habitación y metí en mi bolso a la rápida toda la ropa que pude. Acto seguido pasé a la cocina a robar algo de comida, eché mis mudas de ropa sucia a la lavadora y, volviendo a cerrar con llave, partí rumbo a un kiosco y luego a la plaza donde había dejado a Adela. Me había escapado de nuestro trabajo juntos con la excusa de buscar un baño que pedir prestado y comprar algo de comer, dejándola a cargo de hacer croquis competentes de la plaza que habíamos ido a investigar.

La Plaza 19 de Octubre, erigida en honor a una fecha cuya significación histórica era totalmente desconocida para mí, era el resultado de una de esas fatales mezclas de planes grandilocuentes y recursos limitados. Algún bien intencionado gobierno anterior había decidido crear una gran área pública en un sector marginal, despejando para ello cuatro manzanas completas con el objetivo de crear alguna especie de anfiteatro central hundido, rodeado de parques, paseos y estructuras monumentales; pero a medio camino habían abandonado la construcción, dejando solo el hoyo con las gradas y algunas estructuras incoherentes dispersas por el terreno. Con los años sucesivas alcaldías habían intentado dar nuevo uso al espacio con más entusiasmo que presupuesto o buen gusto, incorporando skateparks, juegos infantiles, containers con servicios municipales, jardineras hechas de neumáticos reciclados, y otro sinnúmero de elementos inconexos que daban al lugar un carácter ecléctico y caótico. El único factor común a todos los objetos y estructuras del lugar, eran los rayados de los múltiples vándalos y pandillas que habitaban en la zona.

Adela seguía sentada en una grada, con su croquera sobre las rodillas, aunque ya no estaba dibujando. Miraba nerviosa a un grupo de skaters hacer sus piruetas sobre bancas y escalinatas cercanas, ignorando por completo las rampas que se habían dispuesto especialmente para ellos.

—Quedaba lejos el baño ¿o no?—dijo sarcásticamente apenas me vio llegar —No me gusta estar sola aquí.

—Qué puedo decir, me costó encontrar uno. La gente no confía mucho en los desconocidos por aquí. ¿Papas fritas?

Miró la bolsa que le extendía con notorio desgano.

—¿No había nada más sano?

—Sorry, por más que miré en el kiosko, no vi bolsas de ensaladita de rúcula. Además, si te preocupa tu salud podrías partir por dejar el cigarrillo.

Adela ignoró el comentario y sacó una solitaria papa, que comió a mini mordiscos por largo rato, como una ardilla.

—¡Qué desastre! ¡Demasiado desordenado! —dijo mientras mordisqueaba, mirando alrededor con franca desazón— ¿Cómo descubriste esta pocilga?

—Hay gente que vive en esta pocilga. Y no es que tengan mucha opción.

Me dio una mirada rápida y desvió la vista, avergonzada. Por alguna razón, en su caso lejos de darme vergüenza, sentía hasta cierto orgullo de mostrarle que no todos vivíamos en inmaculados barrios rodeados de verdes jardines y cámaras de seguridad. Era divertido reventar su burbuja.

—¿Y le ves algo de rescatable a este adefesio? —pregunté, para romper el hielo y rescatarla de su autoinfligida incomodad.

—Bueno... el trabajo de suelos y desniveles es interesante. Se podría potenciar... ¿O no?

—Pensaba lo mismo. Aumentar la pendiente de ese lado y mantener las escalinatas de acá. Aunque faltaría definir un programa interesante que incorporar.

—Podría ser una galería de arte subterránea.

—Como que por estos lados la gente tiene preocupaciones más urgentes que ir a las galerías de arte, Adela. Yo pensaba más bien una feria libre, una guardería o alguna otra cosa más útil.

—Ah... claro. Tienes razón.

Nos quedamos mirando el lugar en silencio y luego, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, nos lanzamos a bosquejar ideas en nuestras respectivas croqueras. Trabajamos en ello por un buen rato, hasta que un agudo y prolongado silbido nos sacó de la concentración.

—¿Y tú, princesa? ¿Te caíste de tu castillo? —una mano tatuada acarició el pelo de Adela. Ambos volteamos de golpe hacia la fuente de la voz.

Un tipo delgadísimo, tatuado de pies a cabeza, con pecho descubierto, parka y pantalón que parecían elegidos completamente al azar nos miraba con ojos desencajados y una sonrisa psicótica. No podía imaginar a alguien peor para encontrarnos en ese momento: le llamaban el Zancudo y era miembro de una de las múltiples pandillas del lugar. La suya se dedicaba a robos de poca monta y microtráfico, aunque consumían más de lo que vendían. Su fama en el barrio, por lo tanto, no provenía de sus proezas criminales, sino de su costumbre por acosar mujeres y la violencia que dispensaba casi completamente al azar. Había caído preso innumerables veces, pero a las pocas semanas o meses estaba de vuelta en la calle, haciendo exactamente lo mismo. Sentí a Adela pegarse a mi brazo y ocultarse parcialmente detrás de mí. Mucho me temía que como escudo no sería demasiado eficiente.

—No te escondas, rucia, si no te voy a hacer nada que no te guste —dijo, agarrándose el paquete con una risa forzada. Un bulto al costado de su pantalón revelaba que portaba un arma.

Yo ya estaba de pie y Adela, levantándose también, seguía a mis espaldas. Miré rápidamente alrededor para evaluar mis opciones. Ningún policía o guardia a la vista, como era de esperar, pero tampoco otros miembros de su pandilla. Aparentemente andaba solo.

—Para con la broma, por favor. Ella no la va a entender. La estás asustando. —dije en un tono afable, para darle una salida digna en caso que quisiera dejarlo hasta ahí.

—¿Y quién te preguntó a ti conchetumadre? Sale de acá antes que te reviente el hocico —dijo llevando inmediatamente la mano al pomo de su pistola. Levanté las manos para apaciguarlo. Necesitaba pensar algo rápido.

—¡Tranquilo compadre, no te vayas a meter en problemas!

—¿Problemas contigo, pendejo? ¿Qué me vas a hacer tú, maricón? —Su mano ya extraía el arma.

—No, no conmigo. Con su papá. Es general de policía.

El Zancudo se congeló a medio camino de sacar la pistola. Le dio una mirada indecisa a Adela, que sostuvo su mirada con rostro impenetrable, y luego revisó los alrededores con sus ojos desorbitados, pasándose la lengua por los dientes y labios. Los skaters se habían alejado, pero miraban con atención lo que sucedía y algunas personas hacían lo mismo desde los alrededores.

—No te creo na', pendejo —dijo finalmente, pero su mano devolvió la pistola al pantalón— Ya, pásame tu teléfono. Y el de ella.

Ambos entregamos nuestros aparatos sin discusión.

—Y sálete de mi territorio, sapo culiao.

Tomé del brazo a Adela y la alejé del lugar, en la dirección opuesta a su auto, para no incentivar otro robo. Ella se dejó llevar en silencio, sin mostrar emoción alguna, pero apenas nos hubimos alejado lo suficiente, se puso a temblar sin control, rompiendo en llanto. La abracé para tranquilizarla, notando que yo también temblaba tanto o más que ella.

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