10 - Sabotaje
La alarma de mi teléfono se disparó, sacándome de golpe de la fase más profunda del sueño. Completamente desorientado, quise levantarme para apagarlo, pero al hacerlo me di un espectacular cabezazo contra la cara inferior de una mesa. Aullando de dolor me revolví en el saco de dormir. Otra vez había olvidado por completo donde estaba.
Después de mi teatral salida de la casa de mi padre (técnicamente, de mi madre) un par de noches antes, había quedado efectivamente imposibilitado de volver a mi hogar, especialmente después de haber declarado tan tajantemente que no necesitaba la ayuda de ninguno de ellos para sobrevivir.
Luego de haber vagado refunfuñando como un loco por cerca de media hora a lo largo de las oscuras callejuelas de mi población, cosa en absoluto recomendable a tan altas horas, había finalmente decidido que lo único que podía hacer era volver a la universidad y pasar esa noche (y las siguientes) allí, en una de las salitas que el centro de alumnos ponía a disposición de los estudiantes que necesitábamos un lugar de trabajo. No sería cómodo, pero alojar con mis amigos estaba descartado, merced de la puteada a la que los había sometido aquella mañana, y de ningún modo iba a gastar mi preciado y aún escaso dinero en pagar una habitación de motel.
Sabía que más temprano que tarde tendría que volver a casa, después de todo solo conservaba en mi locker una muda de ropa y el saco de dormir, preparativos esenciales para uno de esos trasnoches épicos de Taller, pero en modo alguno suficiente para aguantar varios días. De hecho, mi ropa ya empezaba a adquirir un aroma a humanidad algo penetrante.
Aún sobándome la frente, salí gateando con dificultad de debajo de la mesa y, tras apagar la alarma, me puse de pie para estirar mi adolorido cuerpo. Me sentía sucio y pegote por el sudor; mientras que mi incipiente barba me picaba sin cesar. Me vestí a oscuras y salí al exterior. El frío me caló hasta los huesos apenas puse un pie afuera. Solo el creciente rubor del cielo hacia el oriente y un incesante trinar de pájaros sugerían que ya comenzaba un nuevo día. Con un escalofrío me subí el cuello de la parka y me bajé el gorro hasta los ojos. Ya en el baño, el agua salió tan helada que mis dedos se crisparon de dolor, pero aún así me obligué a salpicarme la cara y otras zonas esenciales con ella. Estas duchas de lavamanos me estaban matando.
Ya con el cuerpo en marcha era hora de activar mi mente, así que fui por un café. Tras echar las monedas y seleccionar un Mochaccino, la máquina dio un respingo y escupió un vasito desde sus entrañas. Luego, tras una serie de sonidos de diversos tonos, comenzó a regurgitar el preciado líquido. Sin embargo, no bien hubo recibido el primer chorro, el vasito de mierda se deslizó desde su posición y cayó de lado sobre la rejilla, derramándolo todo. Completamente ajeno a lo que acababa de ocurrir, el estúpido aparato siguió vertiendo el café sobre el vaso volteado, salpicando para todos lados, incluido mi pantalón. Apoyé la frente en la máquina y suspiré frustrado. ¿A qué deidad había ofendido para que se ensañara conmigo de esta manera?
Repetí el proceso con las últimas monedas que quedaban en mi bolsillo y, ya armado de una humeante taza de café, me senté tranquilamente en un banco de piedra a contemplar el patio central del campus, completamente vacío a esas horas, salvo por una de las señoras del aseo. El silencio me hizo pensar en Sara. No había logrado hablar con ella desde el incidente de la cafetería. Durante el fin de semana no había aparecido en la universidad, como era de esperar, pero el viernes previo y el lunes posterior tampoco me la había encontrado en el patio durante mis tiempos libres y en la única clase que coincidimos, entró después de que estuvimos sentados y se fue antes de terminara, sin jamás levantar la mirada. Decidí que no podía permitir que ese día terminara sin haber resuelto el malentendido con ella, así tuviera que ir a buscarla a su propia casa, si me lograba conseguir la dirección.
Bebí un sorbo de café y me rasqué la barba.
Mis pensamientos sobre Sara fluyeron naturalmente hacia la otra compañera con quien tuve un conflicto aquel día, Adela de La Fuente. Con ella no tenía ninguna intención de resolver nada. La había evitado todo lo posible durante esos días, cosa que, irónicamente, estaba resultando extraordinariamente difícil. Hasta antes de nuestro encontrón hubiese jurado que no la veía más de una vez al mes, pero desde que estaba pendiente de su presencia me salía hasta en la sopa. Nos sentábamos accidentalmente demasiado cerca en las clases y luego uno de los dos debía cambiar de puesto para aumentar la distancia; nos encontrábamos entrando y saliendo de la universidad o los baños y cada cual hacía de cuenta que el otro no existía; nos topábamos en la biblioteca o en la fila de la cafetería e inmediatamente uno de nosotros "recordaba" algo importante y daba media vuelta para alejarse de allí. Incluso durante el fin de semana se había cruzado por mi camino, como un gato negro.
Me puse de pie para espantar ese recuerdo y miré el reloj. Aún faltaba más de una hora para mi clase de Taller con Araneda, pero decidí que no teniendo nada mejor que hacer, más valía colgar mis croquis inmediatamente. Así podría desayunar con calma.
Una vez pegada en el largo muro de la sala de Taller, contemplé mi obra con franca desilusión. Aunque me costara admitirlo, el consejo de Adela había servido y mis árboles lucían mucho más vivos y dinámicos que antes, pero estos poco hacían por corregir los problemas de composición de mis dibujos. Croquear espacios, había descubierto, era mucho más difícil que ilustrar edificios, por su cualidad etérea y sus múltiples puntos de fuga. En muy pocos de mis intentos había logrado traspasar la riqueza espacial de esos lugares al papel.
—Bueno —me dije en voz alta—. A lo hecho, pecho. —Este no era un curso de dibujo, sino de Taller. Lo que contaba era lo observado, no lo dibujado. O al menos eso esperaba.
Me dirigí a la puerta, dispuesto a revisar si la cafetería ya había abierto, cuando me encontré de frente con Adela de La Fuente, quien hacía ingreso en ese preciso momento. Su frustración de encontrarme allí a esas horas fue evidente; al parecer había madrugado con el expreso deseo de evitar encontrarse conmigo. Nos dimos una mirada tan helada que la temperatura de la habitación descendió varios grados. Acto seguido, cada uno continuó su camino sin cruzar palabra. Afuera, su novio intentaba prender un cigarrillo.
—¿Tienes fuego, perrito? —me dijo al notar mi presencia, agitando su encendedor—. Olvidé cargar el Zippo.
—No fumo —le dije secamente y seguí de largo.
Debí esperar unos quince minutos hasta que la cafetería abrió sus puertas, luego de lo cual procedí a pedir un sándwich de jamón queso caliente en pan de miga y un té con leche, para matar el hambre. Una vez instalado en mi mesa, extraje mi teléfono y me puse a revisar redes sociales y las noticias del día, sorbiendo mi té sin apuro. Casualmente encontré una breve mención a la estafa en que había caído mi viejo: la policía había incautado computadores y arrestado a algunos de los empleados de menor rango de la empresa de inversiones, que alegaban inocencia; pero del dueño y gran estafador, Guido Aguilera, nada se sabía y se temía que hubiese huído a otro país por un paso no habilitado.
De pronto, el repentino cese de un murmullo constante que venía escuchando detrás mío hacía rato llamó mi atención. Miré hacia atrás y me encontré con Adela y el resto de las princesas mirándome de reojo desde su mesa. Apenas se vieron descubiertas, me dieron la espalda inmediatamente y se largaron a reír, reanudando su cuchicheo en voz baja y lanzando nuevas miradas furtivas de vez en cuando. No sabía qué cosa en mí les causaba tanta gracia, pero decidí dar por terminado mi desayuno antes que la leche se cortara en mi estómago.
Me encaminé a la sala de Taller. Aún faltaban algunos minutos para la llegada de Araneda y quería mirar bien los dibujos del resto para saber a qué atenerme.
A pocos pasos de la sala vi a Danilo Peñaloza saliendo de la misma. Levantó la vista en mi dirección, pero se desvió hacia otro rumbo sin dar señas de haberme visto.
Una vez en a la sala vacía, supe inmediatamente que estaba en problemas. Los croquis que habían aparecido en los muros de ambos lados del alargado salón eran varias veces superiores a los míos, que había colgado estratégicamente al fondo del salón para reducir mi humillación. Algunos habían sido dibujados con plumilla y tinta china, un arte que estaba lejos de siquiera soñar con dominar; mientras que otros habían sido incluso acuarelados. Me paseé recorriendo con la vista uno a uno los trabajos, a la vez maravillado y descorazonado. Me pregunté, no por primera vez, si no había cometido un grave error aceptando concursar en la Bienal. Al menos los croquis de Danilo estaban más o menos a la par con los míos. Mal de muchos, consuelo de tontos, dicen. Pues llámenme tonto.
El grácil follaje apenas insinuado de unos árboles llamaron mi atención. Reconocía esa mano. Una breve mirada a la esquina del papel confirmó mis sospechas. Adela de La Fuente. Sus dibujos eran muy buenos sin duda, pero no los mejores del taller, comprobé con envidiosa satisfacción.
Había llegado al final del primer muro, al fondo de la sala. Volteé para evaluar, a la luz del trabajo del resto, mis propios dibujos... y mi corazón dio un vuelco.
Con la boca y los ojos muy abiertos, me acerqué a las láminas que había dejado colgadas allí hacía apenas una hora. Una serie de rayas incoherentes, hechas en grueso plumón rojo, habían aparecido encima de mis dibujos, con el claro ánimo de destruirlos. Un falo rojo coronaba el último dibujo, como broche de oro. Sentí el frío del pánico y el calor de la ira simultáneamente. ¡Tres días de trabajo! ¡Tres días completos, destruidos! ¡Y justo antes del Taller! ¿Ahora qué iba a hacer? ¿Quién pudo...?
Mi mente volvió instantáneamente al grupo de las princesas riendo a mis espaldas y sentí mi sangre hervir. ¡ESA PERRA! Sabía que era una arpía sin ética, pero jamás la creí capaz de algo así. Di dos zancadas hasta sus láminas y llegué a levantar mis manos para rasgarlas ahí mismo, pero me detuve al considerar las consecuencias. La destrucción de mis dibujos no había sido responsabilidad mía y nadie podría culparme por ello, pero si destruía las láminas de Adela, ahí sí que podía meterme en problemas. Este era un caso donde convenía más ser la víctima que el victimario. Además el resto de los alumnos ya entraba a la sala, seguidos de cerca por el ayudante y, un poco más atrás, Araneda. Mi oportunidad ya había pasado.
Justo cuando el ayudante se disponía a cerrar la puerta, Adela se deslizó hacia el interior, pidiendo disculpas. Aparentemente había esperado al último momento para entrar, para no tener que enfrentar mi ira sin presencia de testigos. Estratégicamente evitó mirar en mi dirección y fingió concentrarse en los trabajos del resto, con una mueca de satisfacción en sus labios. Apreté los puños.
Araneda comenzó a avanzar lentamente desde la puerta con los ojos pegados en la pared, evaluando uno a uno los croquis de mis compañeros con mirada pétrea y las manos en la espalda. El resto de los alumnos hacía lo mismo en silencio, siguiendo sus pasos, atentos a cada gesto. Ocasionalmente se detenía y estudiaba un croquis por más tiempo del normal, llevando un par de dedos a sus labios, haciendo que el autor del mismo contuviera el aliento. Luego continuaba el recorrido sin emitir palabra. Yo esperaba al fondo, en la escena del crimen.
Cuando estuvieron suficientemente cerca, Adela levantó la vista hacia mi muro y pasó su mirada de un salto de los dibujos a mi rostro, fingiendo sorpresa. ¿Creía que podía engañarme? Luego volvió a mirar las láminas, específicamente el falo colorín y su boca se torció en una sonrisa triunfal, que ocultó muy mal girando la cara hacia otro lado. Sentí mis uñas clavarse en las palmas de mis manos. Otros estudiantes también miraban con curiosidad el espectáculo a mis espaldas, algunos consternados y otros divertidos.
Araneda, que acababa de terminar de examinar los dibujos de mi némesis, se giró hacia mi muro y se detuvo en seco, dando un paso atrás, visiblemente sorprendido. Me interrogó con la mirada.
—Sabotaje —expliqué simplemente, fingiendo indiferencia. No quería darle a Adela el placer de verme acongojado. La miré acusadoramente, procurando que Araneda lo notara.
—¿Qué? —dijo, al percatarse que mi mirada no se despegaba de ella.
—¿Vas a hacerte la tonta? —respondí, señalando mi trabajo mutilado con la cabeza. Sus ojos y boca se abrieron al unísono.
—¡¿Piensas que yo hice eso?!
—¿Y quién más? ¿El duendecillo del plumón?
—¿Y yo qué voy a saber? ¡Parece que no te cuesta hacer enemigos! ¿o no?
—Enemigas, querrás decir.
—¡Te digo que yo no fui! ¡Yo jamás haría algo así! —dijo fingiendo muy bien su molestia.
—¡No, claro, tus altos estándares morales te lo impiden! ¡Jamás deshonrarías a esta institución con un acto deshonesto! ¿cierto?
Adela entornó los ojos.
—Si no me quieres creer, allá tú, pero no sé de qué te quejas. Diría que tus dibujos mejoraron bastante con el rayado.
Golpe bajo. Escuché varias risas ahogadas. Miré a Araneda en busca de apoyo y Adela hizo lo mismo. Él nos observaba alternadamente con sus penetrantes ojos verde agua y semblante severo.
—Salgan de la sala —dijo finalmente. Adela y yo nos miramos sorprendidos. Ambos abrimos la boca para protestar, pero Araneda dio media vuelta y siguió con la evaluación de los trabajos del resto.
El ayudante puso una mano en los hombros de cada uno y nos dirigió a la puerta.
—Hagan caso. Salgan. Después hablamos.
Una vez se hubo cerrado la puerta detrás de nosotros, Adela me dio un empujón en el pecho que casi me tira al piso.
—¿¡Qué te pasa, imbécil!?
—¿¡Qué me pasa a mí!? ¡Esto es culpa tuya! ¡Mira la pendejada que hiciste!
—¡Que no fui yo! ¡¿En qué idioma tengo que decírtelo, enfermo mental?!
Estaba roja de rabia y sus ojos se estaban llenando de lágrimas. Por un momento sentí mi convicción flaquear. ¿Podía estar equivocado? ¿Pudo ser otra persona? Pero si no había sido ella, ¿quién más? Mi mente recorrió rápidamente cientos de posibles escenarios, pero todos dirigían directamente a ella: me odiaba, estuvo largo rato a solas con mis dibujos, sabía cuánto me habían costado esos croquis, la había visto reírse de mí en la cafetería con...
Repentinamente entendí todo. En efecto, Adela no había hecho nada... directamente. No lo necesitaba. Ella solo había contado lo sucedido a su grupo de arpías, sabiendo que ellas tomarían cartas en el asunto, mientras que ella podría reclamar completa inocencia. La coartada perfecta. Así eran estos grupitos de amigas, como una colmena de abejas: si les amenazabas a la reina, salían todas a picarte. ¿La hacía eso menos culpable? No me parecía. Al revés, instigar el ataque sin realizarlo ella misma era aún más cobarde.
—Bueno, tú o tus amigas. El resultado es el mismo. Esto es tu culpa.
—¡Eres imposible!
Adela dio un gritito exasperado y, secándose discretamente las lágrimas, se dirigió a los baños, luchando por manejar la pantalla de su teléfono con los guantes puestos, intentando llamar a alguien. La vi alejarse en silencio y me senté en el suelo frente a la puerta del Taller, decidido a esperar el término de la clase para intentar razonar con Araneda y lograr que se apiadara de mí. Unos diez minutos después Adela reapareció, aparentemente con la misma intención que yo, pero se mantuvo de pie a considerable distancia, fumando.
Pasó cerca de una hora y media hasta que la puerta volvió a abrirse, tiempo durante el cual mi única entretención fue masticar bilis y rascarme la barba. El ayudante se asomó y nos hizo entrar.
Ya en el interior miré alrededor. Los croquis estaban llenos de anotaciones y, para mi sorpresa, todos llevaban la R de "reprobado", los nuestros incluidos. Los rostros de los presentes estaban desencajados y algunos contenían a duras penas las lágrimas. «Bienvenidos a Taller Araneda, señoras y señores», pensé, saboreando la ironía de que, después de todo, el sabotaje no había hecho ninguna diferencia.
Araneda, viendo que ya nos habíamos incorporado a la clase, informó a los presentes que durante el resto del Taller trabajaríamos en grupos de a dos. Las miradas se cruzaron rápidamente, formándose alianzas instantáneas. Los dos chicos de la generación superior se miraron y asintieron en silencio. Adela y la alumna mayor hicieron lo mismo. Yo miré a Danilo y este, tras un leve titubeo, asintió sin mucho entusiasmo. Los grupos estaban conformados.
Araneda procedió a explicar el encargo, que consistía primeramente en escoger uno de los espacios públicos precarios que habíamos ido a dibujar y luego estudiarlo a fondo, evaluando sus debilidades y potencialidades. Esta era la etapa del Taller en que yo solía brillar, las observaciones se me daban mucho mejor que el dibujo. Mirando los garabatos que el profe escribía en la pizarra, sentí la tensión de mi musculatura relajarse.
—...Y ustedes dos van a trabajar juntos —dijo repentinamente.
Saqué la vista de la pizarra para mirar el rostro de Araneda y averiguar a quién se dirigía. Sus ojos estaban clavados directamente en los míos. Un escalofrío corrió por mi espalda. Comencé a recorrer los rostros del resto, esperando encontrar a mi pareja forzada y, como temía, mi mirada topó en Adela de La Fuente, que me observaba con el rostro desencajado, completamente pálida. Volví la vista a Araneda como un látigo, esperando que se echara a reír y admitiera que todo era una broma, pero su expresión era tan seria como siempre.
—¡Pero profesor!... —dijimos al unísono.
—¿Ustedes creen que siempre les va a tocar trabajar con gente que les agrada? —interrumpió exigiendo silencio con la mano—. En su carrera profesional tendrán que entenderse con constructores civiles estresados, jefes de obra apáticos, ingenieros arrogantes, artesanos testarudos y clientes mañosos, y si no se sienten capaces de comportarse profesionalmente delante de ellos o delante de su propio profesor, entonces pueden salir por esa puerta ahora mismo y no regresar más.
Adela ahogó un gemido de frustración y bajó la cabeza. Yo me quedé de piedra, contemplando cómo sería un semestre completo trabajando con la persona más insoportable del campus.
Araneda, dando por concluida la clase sin decir una palabra más, salió de la sala seguido por el ayudante y el resto de los alumnos, hasta que solo quedamos dentro Adela y yo.
Nos miramos en silencio durante largos segundos, como cowboys a punto de batirse a duelo en la plaza del pueblo. Finalmente Adela despegó los labios:
—Te odio demasiado.
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