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SUFRIR LO INSUFRIBLE

Domingo Arturo Canales Villarroel
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Nadie, nadie está libre de sufrir lo insufrible. ¿Cuántas veces has visto un vagabundo recorriendo alguna calle sin rumbo conocido? ¿Cuántas veces te has encontrado con alguna persona en situación de calle, sobreviviendo en miserables condiciones? ¿Cuántas? ¡Muchas! Y, ¿cuántas veces te has preguntado quién es esa persona y por qué está en esa situación? ¿Cómo era años antes? Pues, esta historia les llevará a reflexionar al respecto, y repito: Nadie está libre de sufrir lo insufrible. Dicho esto, vayamos a los hechos:

La gente lo miraba al pasar; algunos con lástima, otros con indiferencia y, unos pocos, hasta con asco. El hombre vestido muy pobremente; sucio, con el cabello muy largo y desgreñado, luciendo una frondosa barba completamente descuidada, caminaba cojeando junto a un perro negro, de raza indefinida, por una de las tantas calles de la gran capital, Santiago de Chile. La verdad es que no era un vagabundo, pero vagaba. No era, por su apariencia, un ermitaño; pues no tenía una ermita que cuidar. Era simplemente... un "URBITAÑO"; extraña mezcla de las dos anteriores, desplazándose en una urbe con millones de personas preocupadas de sus propios asuntos. Y, sin lugar a dudas, urbitaños como él había muchos. Su nombre, José Ignacio San Martín. Si alguna vez lo tuvo todo; en cosa de meses quedó, literalmente, en la calle. Pero a él ya nada le importaba. Vivía entre espacios vacíos, formados por muros colindante; en lugares deshabitados; subterráneos o estacionamientos en desuso; bajo los puentes y en donde pudiese pasar la noche o refugiarse del frío. No pedía dinero; no era un limosnero. Era un hombre de la calle, mas no un callejero. Era..., un URBITAÑO.

Era extraño, muy extraño, y, al parecer, un hombre con una increíble formación académica, muy educado. Hablaba con su perro negro, al que llamaba "Compañerito". Le hablaba de la vida y de la muerte; le hablaba de la sociedad contingente y le hablaba de la indiferencia de los seres humanos con sus semejantes, cuando éstos ya no les eran útiles o estaban caídos. Una indiferencia dolorosa que ya poco le importaba; no obstante, sentía la necesidad de hablar con alguien. Su perro, su perro lo escuchaba atentamente, muy atentamente, mirándolo a los ojos, como si comprendiera cada palabra del hombre.

Seguían pasando los días, las semanas y los meses. Ahora sus errantes pasos estaban sobre la comuna de Providencia, recorriendo cada lugar y cada rincón que le sirviera de refugio de paso. Por las noches se acercaba a los receptáculos que sacaban desde los locales de comida antes que fuesen vaciados a los camiones recolectores de basura. Siempre había algo dentro de ellos que, tanto el hombre, como su perro, sacaban con mucho cuidado; nunca algo en mal estado, nunca algún alimento en descomposición. Todo era del mismo día, pero... siempre había que esperar la noche. El tiempo pasaba.

Nuevas calles, nuevas veredas, nuevos locales de comida, nuevos receptáculos de basura, nuevas comidas y nuevos refugios de paso. Y, aunque la buena salud le favorecía a José Ignacio, se veía cada vez más deteriorado y envejecido (tenía unos 55 años, o menos, pero representaba unos 70). Su ropa muy raída y sucia. Compañerito, su perro, seguía igual, aunque con una oreja dañada producto de una violenta pelea entre varios perros, cerca de uno de los receptáculos con desechos de comida. Basura, le llaman los que no han vivido tal experiencia. José Ignacio, recordaba una frase leída hace mucho tiempo atrás, quizá en qué libro, y que decía: "lo que para los ricos es basura, para los pobres es un preciado tesoro". Y era cierto; muy cierto, más aún tratándose de comida.

El clima comenzó ha cambiar, abril llegaba con vientos y bajas temperaturas por las noches y las madrugadas. Unas monjas que se encontraron con él, le pidieron que caminara con ellas un par de cuadras. Así lo hizo. Ellas entraron a una casona; él esperó afuera. Luego salieron con un chaquetón color café oscuro, tipo parka. Se lo entregaron amablemente y, él, colocándoselo y notando que le quedaba muy bien, les agradeció con una amplia sonrisa que no era posible ver a través de tal maraña de pelos que le cubría la cara. De puro contento batió palmas e intentó un paso de baile. Se fue feliz, a su manera, pero feliz. Hacía mucho tiempo que no experimentaba esa sensación; ya casi la había olvidado. ¿Acaso un vagabundo no tiene derecho a un minuto de felicidad? ¡Claro que sí; eso y mucho más!

Siguió pasando el tiempo; más semanas, más meses; años... ¡Años!

Los inviernos, si bien es cierto que fueron muy helados; no fueron tan lluviosos. Más bien secos. José Ignacio se las arregló bien. Solo dos veces aceptó ser llevado a unos albergues para protegerse de las bajas temperaturas causadas por "frentes polares", como decían los meteorólogos.

Y llegó el dos mil nueve (2009); ahora, José Ignacio mostraba claros signos de agotamiento, envejecimiento prematuro y..., sin más amigos que su noble Compañerito, ese perro con quien hablaba de filosofía y sociología. Su rutina seguía siendo la misma; las calles, veredas y refugios de paso seguían cambiando con su permanente caminar. En nos receptáculos de la basura había encontrado, más de una vez, zapatos casi nuevos que le calzaban a la perfección. Desde la comuna de Providencia llegó a la comuna de Santiago Centro. Allí se encontró con otros vagabundos y, a petición de uno de ellos, compartió comida y refugio bajo un puente del río Mapocho. Aquello duró poco. José Ignacio quería seguir caminando. Una vez le dijo a su perro que él "caminaría hasta caerse muerto". De esa manera se sentiría exculpado del gran error que, accidentalmente, terminó con la vida de su esposa y de sus dos hijas adolescentes. Aquello fue terrible, y él nunca más volvió a ser el hombre que fue.

Y siguió caminando con su perro al lado, hasta llegar a otra comuna del Gran Santiago. La gran capital era ((y es) una gran conurbanización  con más de cincuenta comunas. Aún tenía mucho que recorrer, hasta que sus piernas ya no fuesen capaz de transportar su deteriorada humanidad.

Un año más estaba a punto de terminar; a él no le importaba. Y la Navidad, menos. Veía pasar el gentío como quien escucha llover. Un nuevo año comenzaba: Dos mil diez (2010). Enero se fue "volando". Rápidamente llegó febrero y..., también parecía volar. Un extraño presentimiento lo tenía inquieto, mas no sabía con exactitud qué era. Incluso su perro, Compañerito, mostraba cierta inquietud.

En la basura nocturna de un restaurant peruano encontraron tantas delicias que decidió pernoctar algunos días más cerca de ahí; le consultó a su perro y, el hombre pareció entender una respuesta afirmativa en la inteligente mirada del noble can. Durante el día buscaron algún lugar mejor donde quedarse, un refugio más oculto. Al fin lo encontraron, en un edificio cercano. Era una cavidad que parecía ser la entrada inconclusa al estacionamiento subterráneo del mismo. El espacio era ancho, pero muy bajo, de no más de un metro de altura, suficiente para estar acostado o sentado en el suelo. Hacia adentro era de unos dos metros y medio. Al parecer lo habían rellenado con tierra; pero a ellos les servía, era un buen refugio. Solamente faltaba ponerle unos cuantos cartones en el suelo. Y, además, no muy lejos de ahí había llaves con agua, usadas en el regadío de unos prados y plantas ornamentales.

El veinticinco de febrero no pudo dormir.

La noche del veintiséis, tampoco. No sabía cual era la causa de su intranquilidad ni la de su perro. Simplemente no lograba conciliar el sueño. Y la razón surgió brutalmente.

A las dos de la mañana (ya del día 27), muy agotado , finalmente cayó en un profundo sueño. Nada ni nadie lo despertaría. Roncaba ruidosamente, boca arriba. A cada rato, Compañerito, movía las orejas y se ponía alerta. En un momento el perro se levantó bruscamente e intentó salir. Miró al hombre y volvió a echarse. Estaba inquieto, muy inquieto. El hombre seguía roncando.

Cuando el reloj del campanario de una iglesia lejana, marcaba las 03:34 de la madrugada, la tierra comenzó a ondularse violentamente y un ruido espantoso puso en vuelo a todas las palomas del sector, a todas las palomas de la gran capital, a todas las palomas de casi medio Chile. Saltaron las alarmas de muchos vehículos; y José Ignacio no despertada. Tal era la profundidad de su sueño que ni los fuertes sacudones ni su desconcertado perro lograron despertarlo. El fiel animal quiso salir arrancando; tiritaba con la cola entre las piernas; estaba muy asustado. La intensidad del movimiento sísmico era terrorífico y muy largo. La polvareda lo cubrió todo. Se escuchaban gritos y ruido de desplome por todas partes. Y, el hombre no despertaba. Su perro, Compañerito, quiso protegerlo; se le puso encima, apegando su negra cabeza al pecho del hombre.... Fue el final. Cuando fueron encontrados por los rescatistas y supieron quien era ese hombre, enmudecieron de impresión.

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FIN
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Este relato fue extraído de mi historia corta EL URBITAÑO DE SANTIAGO, capítulo ocho, El último sueño.
La historia completa la puedes leer en:   www.wattpad.com/story/126008886
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Nota: El 27 de febrero del 2010, un terremoto grado 8.5, Richter, afectó gran parte de Chile.
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Siguiente cuento para esta selección, VATICINIOS DE UNA CLARIVIDENTE.
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Gracias por leerme
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