Prologo: Hilo
El atardecer caía tranquilo, como un viejo fuego mortecino que se va apagando. El viento soplaba ligero, poco más que una brisa, acariciando las briznas de hierba para mecerlas, pasando por entre los aceros clavados en la tierra, en los maderos y en los cuerpos fétidos de los caídos. Los campos de batalla eran así, muerte hasta donde alcanzaba la vista, pero incluso allí se podía encontrar la belleza, la alegría o lo que cualquiera necesitara para seguir adelante.
Caminando por entre las moscas y los trozos de armadura, manchándose con los charcos de negra sangre y las tripas desparramadas de los que habían muerto allí por los ideales en los que creían o por los juramentos que habían hecho, unos pequeños pies avanzaban despacio, guiados por unos ojos medio cerrados y cubiertos por las sombras del que ha visto lo que nadie desearía ver. Esos ojos iban observando los cadáveres, encontrándose a si mismos en las hojas de metal para ver cuales de ellas habían servido peor a sus amos, manteniéndose limpias y enteras. El niño se paró en seco, haciendo sonar las espadas de su pequeña espalda cargaba con bastante esfuerzo, para observar un amuleto colgante de uno de los cadáveres. Era un pequeño saquito de tela, basto y casi descosido, hecho a mano por alguien que puso su cuidado en cada puntado, esperando que la suerte lo hallara lo bastante confortable como para proteger a su portador. El rostro del infante no cambió su nula expresión, a pesar de que los recuerdos se agolpaban en su mente. Recuerdos de una casa, tranquila y cálida entre los árboles. De un hombre de risa sonora y divertida cortando leña mientras hablaba. De una mujer con sonrisa cálida que acariciaba sus mejillas mientras colocaba sobre su cuello un saquito parecido. Todos esos recuerdos fueron cambiados por la visión de una casa derruida y medio carbonizada. De un hombre acostado contra un tocón, hacha en mano, atravesado por espadas y flechas. De una mujer tendida en el suelo, con una fuente roja cayendo de su garganta y las ropas rasgadas.
El niño giró la mirada al frente y prosiguió su camino, sin que nadie percibiera la pequeña lágrima que caía por su estoico rostro. Sus ojos volvieron a escrutar los cadáveres en busca de espadas, mientras sus pies volvían a caminar sobre la tierra ensangrentada y llena de hojas otoñales. El niño detuvo su mirada sobre una espada, casi limpia, aún parcialmente aferrada por el soldado de roja armadura que fuera su dueño. Se arrodilló para recogerla y sus pequeñas manos se aferraron a la empuñadura. El acero estaba limpio, sin mellas ni golpes, una espada buena.
De repente, sintió el ligero mordisco del acero en su cara, de la mandíbula a la sien. Una espada le pasó lentamente por el rostro, como si le acariciara, dejando unos pequeños ríos carmesí correr sobre su piel.
- ¿Qué pasa, perrillo?¿No te queda nada?- Preguntó una voz grave y profunda.
La espada se colocó bajo su barbilla, obligándole a alzar el rostro. Su visión se llenó con la figura de un enorme hombre, de largos cabellos grises y una tupida barba, al cual las arrugas de la edad se le asomaban muy tímidamente en la faz. Iba cubierto por unos atuendos grises y tiras de tela en los brazos, bajo las cuales se ocultaban los brazaletes que servían de protección. Pero lo más llamativo de aquel particular hombre era la larga capa de plumas de búho que recubría sus hombros y pecho.
El niño observó la espada que ante él se presentaba, sin decir una palabra. En aquel mar de oscuridad, hasta un pequeño hilo de luz, por raquítico y frágil que parezca, siempre parece una salvación divina si es la única salida. Y si llevas demasiado tiempo en ese mar, no dudarás en aferrarte a él, como aquel niño se aferró a la brillante espada que se presentaba ante él.
- ¿Pero que tenemos aquí?- Preguntó el hombre confundido.- Fascinante ¿Vienes conmigo, lobo hambriento?-
El niño no dijo una palabra ni mostró la más mínima expresión, pero el enorme búho supo que lo acompañaría.
Fue un golpe de suerte. Las personas pueden transformarse en lo que se quiera de ellas, y las más peligrosas son aquellas que no tienen nada que perder. El niño fue entrenado, moldeado en el arte de matar, del sigilo y de la disciplina, aunque esta última no siempre la mostró. Pronto comprendió la situación en la que estaba, un perro callejero, cuyo hilo de esperanza se había transformado en una apretada correa que le aferraba el cuello.
Los años pasaron lentos y grises, iguales al anterior, siendo el último aliento de un amo la leve brisa que los llevaba al siguiente. Los ojos del cachorro se afilaron. Sus pequeños pies y brazos se hicieron fuertes y rápidos, y su mente solo albergó un deseo, alimentado por las pequeñas ascuas que su interior empezaba a albergar, las cuales se alimentaron con la sangre de todos los enemigos que cayeron bajo el filo de su espada.
Hasta que llegó aquel día.
- Escucha, Lobo. Nunca debes olvidar el código shinobi.- Habló el Búho, colocando una mano sobre el hombro del Lobo arrodillado.- Como padre, mi palabra lo es todo. La voluntad de tu amo va justo después.
El enorme hombre se alejó en dirección a la puerta frente a ellos. La luz entró como una espada clavándose en el rostro del hombre, quien tardó un poco en acostumbrarse.
- A partir de hoy, él es tu amo. Defiéndelo con tu vida. Si se lo llevan, recupéralo cueste lo que cueste. Lo entiendes ¿No, Lobo?-
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Este es el primer capítulo del fanfic de Sekiro. Os aviso de que este fanfic puede tener spoilers pero que también cambiará algunos de los eventos de la historia del juego. Espero que os guste.
PD: Voy a poner un pequeño juego ¿Cuál de los 4 finales del juego creéis que va a tener este fanfic?
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