Primer indicio
Estar bien despierta mientras salgo de la casa es aterrador. No tengo idea de qué nuevas rarezas voy a encontrar ahí afuera. Hacer esto me asusta más que pelear contra un Dákama. No tengo recuerdos del momento en el que me llevaron al hospital, pues iba prácticamente muerta. Tampoco me di cuenta de cuándo me trajeron acá. Estaba tan débil que apenas podía mantener los ojos abiertos. Solo he visto fragmentos del exterior a través de las ventanas.
Pese a que todavía sigo sin recuperar las fuerzas del todo, al menos hoy mi cerebro está más lúcido que nunca antes. Tras un par de semanas de estar en la casa de la señora, funciono mucho mejor. Ya no me quedo dormida cada dos horas. Aunque avanzo a paso lento y un poco tambaleante, puedo caminar sola. Moverme sin la ayuda de la anfitriona me llena de orgullo. Odio ser una carga.
Cuando por fin cruzo el umbral de la puerta, se me corta el aliento. Mi boca y mis ojos se abren por completo en perfecta sincronía. «Esto tiene que ser un sueño», susurro, mientras me palpo el pecho con la mano derecha. Mi corazón late a toda velocidad. Incluso percibo palpitaciones en mis sienes debido al pulso acelerado. Respiro profundo para calmarme. No quiero desmayarme por la impresión.
No hay ningún rincón en Mánesvart que se parezca a este sitio. He viajado por mis tierras de cabo a rabo y jamás vi nada semejante a lo que hay aquí. Estoy de pie frente a decenas de árboles con hojas amarillas, naranjas y rojas. Sus coloridas ramas cubren las faldas de unas montañas rocosas enormes. En lo alto de los picos distingo nieve. Sabía que estaba en una zona boscosa, pero nunca imaginé esta maravilla. Desearía llevarme un pedacito de este sitio al desierto en donde nací.
—Es un lugar precioso, ¿verdad? No hay nada como vivir en el campo —dice la señora dedicándome un guiño simpático.
—Me encanta —respondo, sonriente.
Desde que aprendiste a hablar, me decías que amabas la naturaleza. Por eso le tengo tanto cariño a este pueblo. Vivir aquí siempre te ha hecho feliz.
Aprieto los labios para contener las palabras que casi se me escapan. «Eso nunca pasó, no nos conocemos», pienso, convencida. Pero mi propia mente me traiciona mostrándome imágenes de nosotras dos juntas. La veo sostenerme con cariño entre sus brazos. Yo aún era lo suficientemente pequeña para que ella pudiera cargarme. Le sonrío de oreja a oreja y luego le beso una mejilla. Ella me acaricia los cabellos mientras susurra palabras bonitas en mi oído, lo cual me hace reír.
Sin que pueda evitarlo, se me hace un nudo en la garganta al evocar esa escena en particular. Percibo un cosquilleo en varias partes de mi cuerpo, como si reviviera el tacto del abrazo y de las caricias del pasado. ¿Por qué esos recuerdos se sienten tan reales, tan míos y, a la vez, me resultan tan ajenos? Sé muy bien cómo es mi madre y esta señora no se le parece en nada. Pese a ello, inmensa ternura me estruja el corazón al mirarla. No comprendo por qué. No hay razón para querer a una desconocida. Esta sensación parece provenir de otra persona. Es como si estuviera adueñándome de la consciencia de alguien más. ¡Qué horror!
Restriego mis párpados con los puños y me doy palmadas en las mejillas. Inflo el pecho, suelto el aire despacio mientras observo las montañas. Trato de enfocarme en el paisaje para no pensar en mis problemas. No puedo ir así de dispersa a la cita con la psicóloga. Aunque todavía no entiendo bien de qué se trata eso de la psicología, intento convencerme de que será algo bueno para mí. La señora cada vez me agrada más y quiero creerle cuando dice que voy a mejorar.
La señora me dijo que esa persona va a ayudarme mediante varias sesiones de conversación. Hizo énfasis en que debo esforzarme por contarle todo lo que pueda por cualquier medio, ya sea hablando, escribiendo o dibujando. Ser sincera con ella es la única manera en que podrá hacer bien su trabajo. Aunque no creo poder contarle lo que me ocurre a alguien en quien no confío, me tranquiliza que sea una mujer quien me atenderá. Probablemente logre entenderme mucho mejor.
—El camino hasta el consultorio no es muy largo, pero no debes esforzarte de más si no hay necesidad. Iremos en auto, ¿de acuerdo?
La voz amable de mi cuidadora me saca de mis cavilaciones. Al oír su pregunta, arrugo la frente. Muevo los labios preguntándome en silencio qué es un auto. Antes de que ella pueda notar la confusión en mis gestos, la veo caminar hacia una especie de cubículo metálico con ventanas transparentes. Debajo de este, hay cuatro ruedas metálicas cubiertas por una extraña capa negra. A juzgar por lo que la señora acaba de mencionar, concluyo que es un medio de transporte. ¡Vaya locura! En Mánesvart no necesitamos máquinas para movilizarnos. Los Órnest descienden de entre las nubes para ayudarnos cuando no podemos caminar.
—De acuerdo —digo, tensa.
Mi voz apenas se escucha cuando respondo. Cambio mi peso de un pie al otro varias veces antes de decidirme a avanzar. Desvío la vista hacia el suelo y musito una breve súplica para Gildestrale. Le pido que no me deje sola en esta difícil misión. Cada cosa que descubro me escupe en la cara que no pertenezco a este lugar. Me siento vulnerable y necesito fuerzas para no rendirme. Sin importar cuán terrible sea lo que venga, debo seguir adelante. Volver a mi tierra y encontrar a mi familia es el principal objetivo que tengo. No hay espacio para dudar.
En cuanto llego al auto, la mujer abre una puerta del mismo y me invita a pasar. Con cierta dificultad, levanto una pierna para darme impulso y subo. El asiento en el interior es firme pero confortable. Una vez que estoy acomodada, mi acompañante cierra la puerta desde afuera. Acto seguido, se desplaza hacia el lado opuesto y entra por la puerta de allí. Se coloca junto a mí y sonríe.
Justo en frente a su asiento, hay una pieza en forma de aro que no existe frente al mío. Por enésima vez, quiero preguntar para qué sirve eso, pero me contengo. Supongo que estoy a punto de descubrirlo. No obstante, la mujer no lo toca, sino que toma una banda de tela y la estira sobre sí. Esta va desde su hombro derecho hacia su costado opuesto en diagonal.
—Por favor, ponte el cinturón de seguridad, Oli. Sabes muy bien que los accidentes ocurren en cualquier momento. Hasta diez metros alcanzan para una tragedia, así que nada de excusas. No arrancaremos hasta que te lo hayas puesto.
Muerdo mi labio inferior y miro hacia mi derecha. Allí encuentro una pieza metálica igual a la que ella tomó hace un momento para tirar de la banda. Empiezo a halarla despacio y, para mi mala suerte, la tela se atasca. Luego de un par de intentos infructuosos, se me escapa un suspiro de derrota.
—Ay, cariño, ¡cuánto lo siento! No pensé en tus manos, ¡perdón! —exclama la señora con angustia.
En segundos, se inclina hacia mí, extiende un brazo y se encarga de la tarea. Al tirar de la banda, esta se estira sin ningún problema, tras lo cual ella encaja la parte metálica en otra pieza que la sostiene en su lugar. Tras comprender cuál fue el error que cometí, me siento inútil. La clave estaba en la velocidad y la fuerza al deslizar la tela. ¡Qué tonta fui! Para la próxima vez no me pasará lo mismo.
De forma inesperada, me dan ganas de llorar. Mi deseo es tan fuerte que no logro controlarlo. ¿Por qué quiero llorar? No hay motivo alguno para hacerlo. Trago saliva y desvío la vista hacia la ventana para ocultar mis ojos llorosos. Pese a mi rapidez de movimientos, a mi acompañante no le pasa desapercibido ese detalle. Con delicadeza, pone una mano sobre mi hombro, así que giro la cabeza en su dirección. Nuestras miradas se encuentran.
—Jamás te sientas mal por no poder hacer ciertas cosas todavía, ni tampoco por pedir ayuda. Todos la hemos necesitado y la seguiremos necesitando muchas veces. Además, nadie se recupera de la noche a la mañana después de pasar por algo tan difícil como lo que tú pasaste, mi amor. Nunca tengas vergüenza de pedirme que te ayude, ¿está bien?
Asiento mientras parpadeo rápido varias veces. Tengo la garganta cerrada por un desborde de ansiedad. Ni siquiera entiendo por qué algo tan trivial me afecta así. ¿Son estas emociones de verdad mías? Nunca he sido una persona que lloriquea sin razón. No me altero fácilmente. ¿Por qué, entonces, reacciono de esta manera? Intento calmarme respirando profundo, pero la opresión en mi pecho no se va. Mi boca se curva hacia abajo y cierro los ojos. Lágrimas brotan sin permiso.
Al presenciar mi sufrimiento, la señora deja de tocar mi hombro. Toma mi mano izquierda entre la suya y la aprieta con ternura. Justo en ese momento, una fuerte onda de calor me recorre. Percibo electricidad moviéndose a través de mí, pero no me hace daño, sino todo lo contrario. Es como si hubiera recibido una descarga de energía que me revitaliza. La angustia desaparece por completo. Por desgracia, la sensación de bienestar se desvanece enseguida.
—¡Ah!
La mujer libera un chillido agudo. Aparta su mano de la mía como si el contacto conmigo la quemara. Pone los ojos en blanco, se estremece y luego se queda inmóvil. Mis gritos de pánico se quedan atorados en mi cuello. ¿¡Qué pasó, qué hice!? Levanto mi palma para mirarla y descubro que la cicatriz roja en esta emite luz. Niego con la cabeza y me cubro la marca con mi otra mano. ¡No sé qué hacer!
—Gildestrale, por favor, guíame —susurro con los ojos cerrados.
Tras un instante en silencio, separo mis palmas y abro los ojos despacio. Mi corazón se acelera cuando veo que resplandor se ha ido. Sin más tiempo que perder, acerco mis dedos al cuello de la señora. Necesito comprobar si sigue con vida. Es lo primero que hacía en el campo de batalla cuando auxiliaba compañeros caídos. En cuanto mis dedos presionan la arteria carótida, el movimiento rítmico de los latidos de ella me quita un peso de encima. Si aún tiene pulso, hay esperanza.
—Oli, ¿qué sucede?
La voz débil y algo enlentecida de la mujer me toma por sorpresa. Disimulo mi pequeño salto involuntario con algo de tos falsa. Eso me da tiempo de pensar un poco. Luego de carraspear, me esfuerzo por relajar los músculos de mi cara. No quiero lucir nerviosa al hablar.
—Tomaste una siesta —afirmo mientras sonrío con timidez.
—¿Una siesta? —pregunta ella, arrugando la frente.
—Te quedaste dormida de pronto.
—¿Qué? ¡Ay, no! ¿En serio?
—Sí.
—Me urge un café, entonces.
Acto seguido, la señora se quita el cinturón. Se da media vuelta y se estira para alcanzar un cilindro metálico que está en los asientos de atrás. Al abrirlo, mi nariz reconoce el agradable olor del líquido en su interior. Probar el café por primera vez hace un par de días fue una experiencia increíble. Ojalá existiera algo con un sabor y un aroma tan deliciosos como los de esta bebida en Mánesvart.
Mientras ella bebe, me quedo en silencio. Me siento mal por no poder contarle lo que en realidad ocurrió, pero lo que le dije no es del todo una mentira. Perder la consciencia es similar a quedarse dormido. El problema es que, aun si se lo describiera todo con lujo de detalles, no sabría explicarle por qué pasó. No fue algo que yo quería que pasara. La única certeza que tengo ahora es que debo cubrir las marcas en mis palmas. Cosas inesperadas suceden cuando me toman las manos. Hasta que no conozca toda la verdad acerca de mí misma, haré lo posible por no exponer a otros al peligro. Hacerles daño a los demás es lo último que desearía.
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