C A P Í T U L O 35. «LA MELODÍA DELLA BESTIA»
LA MELODÍA DELLA BESTIA
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La luz de la luna que se cuela a través de las cortinas me confirma que afuera sigue siendo de noche.
Mis parpados luchan por despegarse y mi vejiga por resistir la presión. Aun así, me tomo mi tiempo buscar entre las sábanas a la bestia culpable de que todo el maldito cuerpo me duela.
Me trago la punzada de decepción que me atraviesa el estómago al descubrir que me encuentro acompañada únicamente por el aroma a sudor y perfume que ha dejado impregnado por toda la habitación.
Igual que la noche anterior, y la anterior a esa. Y todas las jodidas noches de la última semana.
Apoyo los pies en el suelo, fijándome en la hora que marca el reloj de la mesita de noche: «03:04 AM».
Dejo escapar el aire, y me encamino al cuarto de baño cubierta únicamente por los chupetones que el muy maldito dejó regados por toda mi piel.
—Me estás marcando, maldita bestia —le reclamé en un jadeo mientras se hundía muy profundo en mi interior.
—Eso es precisamente lo que deseo hacer, angelito —me respondió él con una sonrisa tan divertida y sensual que a punto estuvo de desencadenarme otro orgasmo—. Quiero que cada vez te mires al espejo, recuerdes que de ahora en adelante me perteneces.
—Todas las marcas se borran con el tiempo, Angelo.
—Quizás, pero para cuando eso ocurra, yo ya estaré listo para marcarte de nuevo, maldita ragazza. Tu castigo será que nunca podrás librarte de mí.
Mi cuerpo se sacude ante ese recuerdo, y me jode que no sea por las razones moralmente correctas.
Después de vaciar mi vejiga en el inodoro me meto en la ducha, decidida a arrancarme su olor de la piel. De lo contrario creo que terminaré volviéndome loca.
No voy a mentirme a mí misma diciendo que me arrepiento de todas las malditas veces que hemos terminado follando entre besos apasionados e insultos mordaces, pero sí que me siento decepcionada por la poca fuerza de voluntad que he demostrado cada que ese imbécil se escabulle a media noche en mi habitación.
Lo peor es que en durante el día ni siquiera le veo la cara, y por la noche me deja tan exhausta que nunca consigo quedarme despierta el tiempo suficiente para echarle en cara lo bestia que es.
Desde que pisé esta casa supe que Angelo Lombardi no podría ser, ni por asomo, mi presa, pero nunca sopesé la idea de que yo terminaría convirtiéndome en la suya. Que con todo el desprecio que me tiene, querría que lo fuera.
Siendo sincera, todavía no puedo fiarme completamente de él. Así como estoy segura, él tampoco puede hacerlo de mí.
Cuando salgo de la ducha me coloco una bata limpia, el albornoz, y me calzo unas zapatillas antes de abrir la puerta con cuidado de no hacer ruido.
Me asomo en la habitación de Nick, pero como lo suponía, su cuna se encuentra vacía. Le doy un vistazo a la puerta de Angelo sintiéndome tentada a pegar la oreja en la madera para comprobar que se encuentre ahí, dormido, desnudo, y con una erección que gustosa metería de nuevo en mi boca hasta que desaparezca.
«Joder».
La rapidez con la que me muevo en dirección a las escaleras solo refleja el miedo que me da cometer una idiotez más grande de las que ya he cometido. De modo que intento convencer a mi cuerpo de que toda el hambre que acaba de despertarse en mi interior se debe a las calorías que he perdido con él en la cama con la bestia y no las ganas que tengo de volverlo a probar.
Mientras desciendo, caigo en cuenta que esta es la primera vez que salgo de la habitación rosa antes de que el sol aparezca por la ventana, pero el miedo que me produce la oscuridad es sustituido por la curiosidad que se despierta dentro de mí al escuchar a lo lejos el sutil susurro de una melodía.
Llego al pie de las escaleras y salgo a la estancia, pero en lugar de tomar el pasillo que conduce a la cocina, mis pies comienzan a llevarme hacia ese que atravesé esta mañana de camino a la enfermería, sintiendo que cada una de las notas musicales van tomando fuerza dentro de mi oído, tirando de mí como un hilo dorado e imaginario.
—Buenas noches, Angelina.
Una mano se me va a el corazón y la otra a los labios, ahogando un grito de puro terror.
«¿Pero qué mierda?».
Mis ojos se mueven hacia uno de los sofás, ocupado por una persona en la que ni siquiera había reparado, pero que alcanzo a reconocer gracias a la luz del jardín que se cuela por los ventanales de cristal, delineando la forma estilizada de su figura y su refinada forma de sentarse con una copa en las manos.
Como una verdadera dama.
—Dios, Beatrice, que susto me diste —le suelto cuando consigo calmarme, porque está claro que el único espectro que habita esta casa es el que se estuvo comiendo mi coño un par de horas atrás—. ¿Qué haces aquí a esta hora?
—Yo podría hacerte la misma pregunta, dolcezza.
—Yo... solo bajé por algo de agua.
—La cocina está hacia el otro lado. —Señala, y un escalofrío me sacude el cuerpo. No sé si se deba al hecho de sentirme pillada, o al frío que hace aquí abajo cuando la chimenea no está prendida. Beatrice sonríe bajo el borde de su copa ante mi silencio—. Comprendo. A mí también me gusta escucharlo tocar. Hacía mucho que no lo hacía así, ¿sabes?
Se pone de pie, y no puedo evitar admirar lo bien que se ve incluso con un pijama de pantalón y camisa de seda.
—¿Quién... quién está tocando? —Me tiembla la voz, y como esta vez temo que no se trata del frío, lo llamaré daño cerebral pos orgásmico.
La madre de la bestia me sonríe al pasar por mi lado y dirigirse al mini bar que está a mis espaldas.
—¿Te sirvo algo, Angelina? —pregunta como si yo no hubiera dicho nada—. ¿Coñac, Vermont, Martini, Vino?
Niego con la cabeza, aunque quizás un trago no me vendría mal para entrar en calor. Lo que es irónico tomando en cuenta que mientras estuve enterrada en su polla sentía que me estaban consumiendo las llamas del mismísimo infierno.
—Solo quiero agua. —Beatrice asiente antes de comenzar a revisar la pequeña nevera. Saca un botellín de su interior y luego lo desliza en mi dirección. Me acerco a la barra para mientras la veo llenar de nuevo su copa de vino—. Pensé que Nick estaba contigo —digo para llenar el silencio, desenroscando la tapa del agua.
—Se puso inquieto después de la cena y Fiorella decidió llevárselo con ella a su habitación. —Sorbe el primer trago de su copa—. A Nicholas le encanta dormir con la menor de sus tías.
—Lo sé. Como también sé que a Fior le gusta fingir que el bebé es un peluche que puede apapuchar durante toda la noche. —Le sonrío, sellando de nuevo botellín tras tomar un sorbo—. Si sigue así lo terminará mal acostumbrando.
—En este momento lo que Nicholas necesita es amor, Angelina —repone la mujer—. Ya llegará el momento de disciplinarlo, pero por ahora...
—Lo dejaremos convertirse en un bebé malcriado. Entiendo. —Ella me sonríe, medio divertida, medio triste.
—Le hiciste mucha falta durante el día. Creo que ya se está acostumbrando a ti.
Niego.
—Estaba acostumbrado a su madre, Beatrice. Y Nick todavía está demasiado pequeño para reconocer que yo no soy ella.
La mujer suspira.
—Al parecer Nicholas no es el único en esta casa al que le cuesta trabajo hacerlo —dice, abandonando el mini mar para regresar al sofá—. Ven, querida, siéntate conmigo.
Me acerco a ella sintiendo algo extraño en la boca del estómago.
—¿Qué haces despierta a esta hora? —le pregunto colocándome junto a ella en el sofá grande, ese que ofrece las mejores vistas del jardín y la piscina, cuyas aguas relucen de un azul muy brillante debido a las bombillas de fondo.
—No podía conciliar el sueño. —Le da otro sorbo a su vino mientras acaricia el pelaje de Pompón, la bola de pelos blancos que acaba de subirse a sus piernas—. Un par de copas siempre consiguen ayudarme con eso.
Las luces exteriores iluminándole la cara me dejan ver las pequeñas arrugas que tiene la comisura de los labios, unas que apenas se notan cuando no lleva maquillaje. Para ser una mujer de casi cincuenta años, se conserva bastante bien.
—¿Qué es lo que te tiene tan preocupada, Beatrice? —inquiero, acomodándome de medio lado y apoyando la cabeza contra el respaldo.
El cabello húmedo me cae a la espalda, y la melodía que se sigue escuchando de fondo consigue un efecto relajante en mi sistema.
—Tu presencia —responde la mujer con la vista fija en el paisaje exterior, pero sin un atisbo de maldad en sus palabras, solo como una inequívoca realidad—. Y la forma en la que eso los ha estado afectando a todos en esta casa.
—Yo no pedí estar aquí —pronuncio a la defensiva, arrepintiéndome al instante—. Bueno, sí que lo pedí, pero no de esta manera. Odio sentirme como una prisionera, por muy grande y hermosa que sea la casa.
Sus ojos azules me detallan el rostro, bajando hasta mi cuello y deteniéndose ahí.
—A mí no me parece que la estés pasando tan mal, dolcezza. —Sonríe con una suspicacia que me recuerda todas las malditas marcas que su hijo me ha dejado.
Me las cubro todo lo rápido que puedo con el cabello, pero ya es demasiado tarde.
—No es lo que parece, Beatrice. —«No es que tu hizo me haya dado los mejores orgasmos de mi vida a lo bestia»—. Es que yo...
—No pasa nada —me corta con un tono maternal que me eriza la piel—. Se habían tardado demasiado ya, supongo.
—¿Perdón?
Su sonrisa se hace más grande, pero la esconde tras su copa de vino.
—Una madre conoce a sus hijos mejor que nadie, Angelina —responde—. La atracción era algo inevitable.
—Solo porque me parezco a Evelyn —pronuncio con una amargura que me invita a moverme al mini bar y servirme una copa del primer licor que consiga, pero me contengo.
—Puede que para alguno de ellos ese sea un factor, pero no para ambos.
—¿Para alguno de ellos? —Levanto las cejas.
Beatrice suspira.
—Necesito que me hagas un favor, Angelina —Estira su mano para tomar la mía—, no intentes utilizar a Matteo como un medio para salir de esta casa —me pide, y lo hace en un ruego que solo sería capaz de emitir una madre.
Lo sé porque así era como la mía les pedía a los oficiales que hicieran lo posible por encontrar a mi hermana, y el mero recuerdo me hace estremecer.
—Beatrice, yo no...
—Sé que Matt puede parecer un chico rudo —me interrumpe—. Pero yo conozco su corazón. Ya ha pasado por mucho. Y te lo aseguro..., no necesita más.
—¿Qué quieres decir con que ya ha pasado por mucho? —le devuelvo, evitando contestar algo referente a su petición.
Matt me agrada. Demasiado para tratarse de un criminal. Pero lo cierto es que si me he permitido acercarme a él solo ha sido solo por eso: para mantenerlo de mi lado. Que me parezca divertido y malditamente atractivo no es más que un punto a favor.
Con Angelo, en cambio...
—Amar sin ser amado es una tortura difícil de soportar, dolcezza —pronuncia ella, mirando al felino mientras le continúa acariciándole el pelaje—. Pero amar lo prohibido es el peor de los castigos... cuando lo prohibido también te ama a ti. —Sus ojos se posan en los míos con una tristeza que me comprime el corazón—. Consigue que te odie, Angelina, porque sé que tú no serás capaz de amarlo como él necesita que lo amen.
Sacudo la cabeza.
—No entiendo por qué me dices todo esto, Beatrice. —«Como si dieras por hecho que mi estadía aquí será perenne»—. No entiendo ni la mitad de tus palabras, en realidad.
—Un día te dije que hay cosas que no serías capaz de entender..., y lo mantengo —dice, vaciando su copa antes de pasar a Pompón de su regazo al mío e intentar ponerse de pie.
Pero...
—He visto la forma en la que Lia me mira cuando estoy con Matteo. Creo que está celosa de mí —le suelto para impedir que se vaya—. ¿Es a ella a quien te refieres cuando dices que Matt ya ha pasado por mucho?
Beatrice me mira. Una mirada que se me hace difícil descifrar.
—Voy a contarte una historia, dolcezza —dice a cambio, acomodándose de medio lado con la copa vacía entre las manos. Pompón comienza a ronronear entre las mías, causándome cosquillas—. Gabriele Lombardi fue un hombre bondadoso, amoroso y divertidísimo. Siempre era el alma de la fiesta. Alguien querido por su familia, pero odiado por toda la organización mafiosa de la ciudad. Los demás clanes se negaban a seguirlo porque era un hombre que definitiva no encajaba en lo absoluto con el cargo que por sangre le pertenecía. Él era el líder de la mafia, y también... el padre de Matteo.
Mis ojos no son capaces de ocultar la sorpresa.
—Pero... siempre creí que su marido lo era —le digo, porque el hecho de Matteo fuera claramente mayor que Angelo no significaba expresamente que su padre también fuera mayor que el progenitor de la bestia.
Se supone que los cargos en la mafia italiana se definen por orden consanguíneo. El primogénito del líder siempre tomará la cabeza, luego le seguirá su hijo, y así sucesivamente.
—Lo era —me contesta Beatrice—. Giovanni se convirtió en líder una vez que Gabriele le cedió el poder por voluntad propia. Justo después de que la Bratva secuestrara, tortura y asesinara a su esposa como pago por una deuda de sangre que su hermana Lauren Rinaldi le debía a los Ivanov y a los Petrova.
—¿Qué? —suelto casi en un chillido, recordando ese último nombre de la conversación que tuvimos Angelo y yo antes de terminar... follando.
—Lauren, en un ataque psicótico de celos, había herido de gravedad a Alexandra Petrova, la hija menor del líder de la Bratva, y asesinado a Dimitri Ivanov, el único hijo varón de Sergei, quien era su mano derecha. —Y mientras Beatrice me relata la historia, yo intento unir con hilos imaginarios que conectan esta parte de la historia con el matadero que presencié hace un tiempo en aquella mansión en The Hampton, la primera vez que me encontré con Noah y el cuerpo decapitado de Alexander Petrova—. Como era de esperarse —continúa la mujer—, la mafia roja estaba dispuesta a vengarse, pero Lauren había sido internada en una clínica para la salud mental de la cual solo pocas personas conocían el paradero. Isabella era una de esas.
—Y por eso la secuestraron —asumo. Beatrice asiente.
—Se negó a decirles en donde se encontraba su hermanita a pesar de las terribles torturas que le infringieron —dice, recordándome por qué la mafia roja es llamada la más sanguinaria de todas—. Una parte de ella se seguía sintiendo demasiado culpable por haber dejado a Lauren en manos de los Demoni dall'inferno siendo tan pequeña, pensando que quizás su destino habría sido diferente si hubiese seguido cuidando de ella. —Suspira—. Pero la realidad era que Alfonso Rinaldi siempre las había marginado a ambas por no ser los varones que él tanto anhelaba tener. Isabella solo había contado con la suerte de ser la hija que le sirvió para fomentar los lazos con los Angeli della Notte.
—¡¿Vendió a su propia hija?! —exclamo bajito, sin llegar a creerme aun todas las cosas que terminan sucediendo en este mundo de lleno de sombras.
—Se puede decir que sí. Aunque nada en aquella relación fue forzado. Gabriele e Isabella se querían de verdad —asegura—. Sin embargo, durante todo ese tiempo, ella nunca pudo dejar de recriminarse el haber abandonado a Lauren. Y hasta en el último de los suspiros, Isabella protegió a su hermana menor de la Bratva.
—A pesar de que esta fuera una asesina desquiciada —suelto, sintiendo que ese fue un final demasiado injusto para la madre de Matt.
—No era su culpa —dice Beatrice—. Alfonso Rinaldi era un hombre déspota y soberbio. Solo quería herederos varones, y su mujer ya había pasado por tres pérdidas cuando finalmente llegó Lauren. Una niña. Y eso lo hizo perder la paciencia. Fue más duro con ella de lo que había sido con Isabella. Y mientras la chica vivía una infancia terrible, su mujer seguía teniendo abortos espontáneos que lo ponían aún más hostil. Hasta que, con uno de los embarazos más avanzados que llegó a tener, ella no logró sobrevivir a la pérdida. O al menos eso fue lo que le hicieron creer a todos.
—¡¿El hombre mató a su propia esposa?! —No sé ni para qué me sorprendo, si el muy maldito fue capaz de vender a una hija y tratar como mierda a la otra, qué se puede esperar.
—Eso era lo que muchos suponían, después de todo, no le servía para su propósito de gestar a un heredero, pero eso nunca fue confirmado. Solo se sabe que en un par de meses Alfonso ya estaba casado con una mujer mucho más joven que él. Al poco tiempo esta quedó embarazada de Santino, y posteriormente, de Valentino.
—Un momento —le pido, sintiendo que se me revuelve la bilis con ese último nombre—. Si la madre de Matteo era una Rinaldi, eso lo convertiría a él en uno también. Entonces, ¿emprendió una guerra contra su propia familia?
Beatrice niega con la cabeza.
—Isabella no era una Rinaldi de apellido —contesta—. Era una bastarda que Alfonso había concebido fuera de su primer matrimonio y de la que no dudó en deshacerse cuando notó el interés de mi cuñado había puesto sobre ella. Para Matteo, los Rinaldi nunca fueron su familia. Mucho menos después de haber visto lo indolente que se mostró Alfonso ante la muerte de su propia hija. Casi como si hubiera sentido alivio de que la mafia roja tomara a Isabella para cobrar su venganza en lugar de a uno de sus hijos varones.
Sacudo con la cabeza, horrorizada.
—Pero se trataba de La Dama de la Mafia, ¿cómo es que eso no desató una guerra?
—La organización despreciaba a Gabriele por su debilidad, Angelina, aunque lo hubiese intentado, no habría recibido el apoyo porque la única guerra que estaba a punto de librarse era esa que varios clanes estaban organizando para quitarle el poder. Sin embargo, sí que hizo algo, algo que rompe por completo con todas las reglas del submundo.
—¿Qué hizo?
—Filtró, de forma anónima, información confidencial sobre las actividades de la Bratva en el departamento de la DEA y el FBI.
—Por Dios, eso fue una jugada muy arriesgada. —Soy consciente de lo que la mafia hace con los soplones.
—Lo fue —acepta Beatrice con un suspiro—. Y aunque con eso no consiguió desmantelar a los clanes de la mafia roja que le habían arrebatado a Isabella, al menos los obligó a agachar la cabeza y buscar alianzas que les permitieran evadir a las autoridades. El sistema siempre ha estado corrupto, y de eso se valió Massimo Montiglio para ayudarlos. Después del nuestro, su clan era el más poderoso.
—El padre de Alexei —se me escapa junto al recuerdo de las cosas que Angelo me contó sobre él y sus planes. Beatrice me mira con las cejas alzadas—. Lo conocí la noche que tu hijo me llevó a Euforia con él.
«Mantén a tus amigos cerca, y a tus enemigos, aún más, cuñada.»
Ella asiente.
—La Bratva nunca ha dejado de ser un enemigo potencial para la mafia italiana, pero al menos desde que se subyugaron a nuestros acuerdos de paz, hemos podido mantenerlos controlados —añade—. Gabriele no podía soportar el hecho de que no pagarían por lo que le habían hecho a su mujer, pero Giovanni sabía que aquello era lo más inteligente. Una guerra entre los rusos y los italianos podría extenderse durante años que no darían cabida a más que sangre y destrucción. Una guerra donde solo uno sobreviviría. Y no valía la pena acarrear con todas esas muertes por la de Isabella. —Separo los labios, pero ella se me adelanta—. Ya sé lo que vas a decir, dolcezza. Y aunque suene ruin, así son las cosas en este mundo. La sangre se paga con sangre. Y Lauren Rinaldi, loca o no, había derramado la de los hijos de dos figuras importantes de la mafia roja sin una razón de peso. Ellos solo vinieron a cobrársela, y por mala suerte fue Isabella quien la pagó.
—Que injusto. —Beatrice me sonríe de una forma que me reafirma que palabra «injusticia» no tiene cabida en un lugar como este.
Un lugar que se maneja en base a un juego de poder donde la sangre y el dinero son los que mandan.
—La decisión más inteligente que tomó Gabriele fue cederle el liderazgo a Giovanni de forma oficial, ya que de los dos, era él quien tenía la sangre más fría.
—¿Y qué pasó con los Rinaldi?
—Nada —responde—. Siguieron siendo nuestros aliados.
—Pero...
—No fueron ellos quienes mataron a Isabella —me corta—. Fueron los rusos. Y por mucho desprecio que sintiéramos hacia Alfonso, Giovanni sabía que a los Demoni dall'inferno era mejor tenerlos de amigos que de enemigos. Y eso se comprobó en la guerra que se desató con la llegada de Evelyn. Quizás Giovanni le haya permitido a Angelo auspiciar una guerra en nombre de ella, pero en el fondo, sé que esa fue su forma de hacer pagar a los Rinaldi por el desenlace que había tenido la historia entre su hermano y su cuñada.
—Gabriele e Isabella... —murmuro, sintiendo pesar por el final que tuvo esa historia de amor nacida y asesina en la mafia.
—Ellos fueron felices mientras duró, dolcezza, y... me dejaron un regalo que atesoré como si fuese mío.
—A Matteo —asumo, sintiendo que el nombre forma parte de la melodía que se sigue escuchando de fondo.
—Matt fue como otro hijo para mí —dice—. Solo tenía ocho años cuando mataron a su madre. Y después de eso, su padre se convirtió en un ermitaño. Se la pasaba día y noche encerrado en el desván, perfeccionando fórmulas para la creación de nuevas drogas, ingeniando armas, y creando estrategias de expansión para el negocio. Cualquier cosa que le mantuviese la mente ocupada para no pensar en su esposa descuartizada mientras ayudaba a su hermano a mantenerse en el poder. Pero, Matt, mientras tanto... no tenía a nadie que se ocupara de él.
—Te tenía a ti. —Coloco mi mano sobre la suya al notar que no para de darle vueltas alrededor de su copa vacía—. Tú te ocupaste de él, Beatrice.
—Giovanni también lo hizo. Aunque admito que no de una forma tan amorosa. Él crio a un soldado. Al más leal de todos. A su mano derecha. Y mientras Matteo entrenaba día y noche, Angelo se escapada para salir de fiesta con sus amigos. —Sonríe—. Ese chico siempre supo cómo darle dolores de cabeza a mi marido con sus caprichos y resacas.
Enarco las cejas.
—¿Estás segura que estamos hablando de la misma persona? —inquiero—. Porque no me imagino a la bes... a tu hijo siendo un chico caprichoso y fiestero.
—Hay dos formas de cambiar en la vida, Angelina. Cuando lo haces por voluntad y cuando las situaciones que vives te obligan a hacerlo —dice con un pesar que me resulta palpable—. Pero no es de la bestia de mi hijo de quien estamos hablando ahora, ¿verdad? —Beatrice me sonríe, aumentando mi vergüenza.
—No. —Me aclaro la garganta—. Me estabas contando sobre el padre de Matt.
—Bien. Pasaron los años y Gabriele se convirtió en una sombra dentro de la casa que compartíamos en Gramercy —continúa—. Prácticamente las únicas personas que tenía acceso al él eran Giovanni, Matteo, y Sonia, la domestica encargada de llevarle la comida tres veces al día y cubrir cualquiera de sus necesidades..., hasta las más íntimas.
Doy un respingón que pone a Pompón en alerta, esponjándole los pelos de la misma forma en la que a mí se me erizan los vellos de la piel.
—¿La madre Lia?
Es Beatrice quien ahora levante las cejas.
—Ya veo que estás bien informada. —Separo los labios, pero me hace una seña para que me calle—. Tranquila. Comprendo que el encierro solo deja espacio para los cotilleos como medio de entretenimiento, y también sé que Fiorella es una experta en esa materia.
—Lo siento. —Me muerdo el labio inferior. La mujer sacude la cabeza al tiempo que se pone de pie. En este punto ya me es imposible frenar la curiosidad. Dejo al gato sobre el sofá y me voy tras ella hacia el mini bar—. Entonces..., ¿eso significa que Lia y Matteo son...?
—Hermanos, sí —completa, sirviéndose una nueva copa de vino y dándole el primer trago como si de ello dependiera su vida.
Yo estoy a punto de pedirle que sirva otra para mí, a ver si el alcohol me ayuda a procesar mejor toda esta información.
—¿Entonces es por eso que su amor está prohibido? —Beatrice me mira, pero no me responde—. ¿Se quieren, pero no pueden estar juntos porque son hermanos?
—Sabes, Matteo tenía diez años cuando Lia nació —me dice a cambio, llevándose de nuevo la copa a los labios—. Ella era una bebé preciosa.
Me decepciona un poco que a Beatrice no le apetezca hablarme sobre la situación amorosa de su sobrino, sobre todo cuando el odio de Lia hacia mí podría traerme problemas a futuro, pero intento disimularlo.
—Habría jurado que la chica era mucho más joven.
Ella niega con media sonrisa en los labios.
—Lia tiene veintidós años. Pero no es de extrañarse que aparente menos. Está en su genética. Sonia también era una chica menuda. Y tan hermosa como una muñeca de porcelana. —Sonríe como si el recuerdo le agradara—. Quizás por eso Gabriele se fijó en ella, aunque solo fuera para saciarse. Todos sabíamos que su corazón nunca dejaría de pertenecerle a de Isabella. Los hombres de esta familia solo entregan el suyo una vez.
Algo en mi interior se remueve en respuesta.
—Vale. Eso quiere decir entonces que Lia también es una Lombardi, ¿cierto? —La mujer niega con la cabeza.
—Puede que lo sea de sangre —dice—, pero no lleva el apellido.
—¿Gabriele se lo negó? —inquiero con más indignación de la necesaria, tomando en cuenta que la chica de la que estamos hablando me odia.
—De haber podido, se lo habría dado, estoy segura. Pero para cuando Lia nació, él acababa de sufrir un accidente cerebrovascular a causa de la sobrecarga de trabajo que se autoimpuso.
—Pero ustedes sabían que ella era su hija. —Beatrice desvía la mirada, dejando escapar un suspiro.
—Giovanni no poseía el corazón de su hermano, dolcezza. Para él la chica no era más que una bastarda, así que se negó a darle el apellido en nombre de Gabriele.
—Que maldi... —Aprieto los labios, atajando el insulto que estaba a punto de salir por mi boca—. Lo siento, Beatrice, no quise decir...
—Sí que quisiste —me corta ella con una sonrisa triste—. Pero no pasa nada. Estamos acostumbrados a ver el mundo en blanco y negro. Los buenos de un lado y los malos del otro. Pero la realidad es que la mayoría de nosotros somos grises. Ni del todo buenos ni del todo malos. Mi marido era un mafioso, un asesino, un torturador, un maldito, pero era mi marido, y me amaba tanto como amaba a sus hijos, a su sobrino y a su hermano. Y yo lo amaba a él, a pesar de todo lo malo que era. Porque en cada uno de nosotros hay oscuridad, pero también hay luz, Angelina White. La pregunta es, ¿a quién eres capaz de iluminar con la tuya?
Trago saliva.
—Yo... yo no...
—Tranquila, dolcezza. —Hace un movimiento con la mano para restarse importancia—. No era más que una pregunta retórica. Ya conozco ya la respuesta. —Señala con su copa el pasillo por donde no han parado de viajar las notas musicales—. Creo que no lo escuchaba tocar así desde antes que... mataran a su padre.
—Entonces, ¿Angelo no tocaba el piano desde hace siete años? —inquiero, y me molesta darme cuenta que incluso me está gustando la forma tan sutil que tiene de hacerlo.
Es una malita bestia, no se supone que deba ser capaz de reproducir algo tan armónicamente precioso. Y tan... profundo.
—No, lo que quiero decir es que no lo había tocado de una forma tan prolongada y apasionada desde entonces —me corrige Beatrice, rodeando el mini bar y colocándose frente a mí—. Ahora mismo tienes el poder de darle a un hombre lo que necesita y a otro lo que nunca ha tenido. Pero solo tú puedes darte a ti misma lo que realmente deseas, Angelina. Así que, por favor, no causes daños innecesarios. —Acaricia mi mejilla de una forma tan maternal que tengo que contener el nudo que se produce en mi garganta por la falta que me hace mi propia madre—. Buenas noches, dolcezza. Y trata de descansar, que por la mañana saldremos de compras. —Ni siquiera tengo tiempo de despedirme.
Ella se da vuelva y comienza a alejarse de mí. Me quedo viendo como su figura se pierde en el arco que conduce a las escaleras, dejándome aquí, en medio de la estancia, únicamente acompañada por el «Claro de luna» que se cuela a través de mis oídos.
Sé que lo más sensato es que la siga y suba de nuevo a la habitación rosa. Después de todo, ya ha sido demasiado por una sola noche, en todos los sentidos.
Pero hay algo en cada una de las notas que resuenan a lo lejos... algo que se me mete bajo la piel y me obliga a moverme en su dirección con una necesidad que ni siquiera sabía que tenía.
Entonces, cuando consigo llegar al lugar entre la penumbra y el frío, deteniéndome frente a las puertas dobles con la copa, las alas, y la noche estrellada talladas en ellas, el sonido se transforma en uno más audible y profundo, un sonido en el que los latidos de mi corazón comienzan a formar parte, uniéndose a la melodía.
Respiro profundo y abro con cuidado una de las puertas, esa que de antemano sé, no emitirá ningún sonido mientras me brinda paso a un salón iluminado únicamente por la luz de la luna, y por la que irradia de él.
Del ángel oscuro y perverso que está tocando el piano.
Del ángel más hermoso de la noche.
De un ser que lleva las marcas de una bestia talladas en la piel, aunque cubiertas por una capa de tinta que intenta ocultar todas las heridas que guarda su alma.
Heridas que parecen desaparecen mientras sus ojos se encuentran cerrados, sus pies descalzos marcando el ritmo sobre el pedal, y sus dedos recorriendo las teclas del piano con una precisión tan perfecta como la luna que se refleja a través de los diáfanos cristales, iluminando los cuadros de los ángeles, los demonios, y ese que está dibujando él con su mera presencia.
«¿Cómo es que algo tan perverso puede ser tan hermoso?»
No tengo idea, solo sé que cuando la música se detiene, también lo hacen los latidos de mi corazón. Y cuando él me mira, se reanudan con un ritmo bestial.
—¿No te han dicho que entrar a una habitación sin permiso es de mala educación, angelito? —inquiere con una sonrisa ladina que manda una corriente a mi vientre, consiguiendo que mi odio por él crezca en la misma medida que mis ganas.
—Lo siento —pronuncio, despegando la espalda de la madera y dando un paso en su dirección—. Solo me ha dado curiosidad conocer el lado humano de la bestia.
Angelo se pone de pie, comenzando a acortar la distancia que nos separa.
—Pensé que mi lado humano había quedado representado en cada una de las embestidas que recibió tu coño hace un rato, ragazza.
«No fue solo en mi coño, bestia»
El recuerdo produce un tirón placentero en la boca de mi estómago, pero me ahorro las perversas aclaraciones.
—¿Y cómo? Si es que hasta en la cama eres un animal —replico, apretando las piernas—. Además, ¿quién te ha dado permiso de meterte todas las noches en mi habitación?
—No necesito permiso de nadie para hacer lo que quiero.
—Pues yo no lo quiero —le digo—. Esto tiene que parar.
—¿Sabes qué creo, Angelina? —Se acerca a mí con una sonrisa que solo consigue despertar todas mis terminaciones nerviosas.
Un paso suyo se convierte en dos de los míos, hasta que ya no hay ningún espacio que nos separe.
—¿Qué? —Lo miro a los ojos, sintiendo como los picos de mis senos se me endurecen bajo el albornoz.
Su mano se aferra a mi cintura haciéndome girar hasta que la mitad de nuestros cuerpos queda bañada por la luz de la luna mientras la otra se sume en la oscuridad de las sombras.
No somos ni claros ni oscuros. Estamos justo a la mitad.
—Que esa solo es una excusa para no admitir por qué estás aquí en realidad.
«Porque la música que tus manos produce tiene un efecto hipnótico y magnético..., igual que tu polla, maldita bestia»
—No sé de qué estás hablando.
Él me pega lo suficiente a su cuerpo para sentir la dureza que se esconde bajo su vaquero, la única prenda de ropa que el muy maldito trae puesta a pesar de todo ese frío que poco a poco se va convirtiendo en calor entre los dos.
—Estoy hablando de que ahora esta bestia... —dice con la voz ronca y cargada de intenciones— se ha convertido en todo lo que tú eres capaz desear, maldita ragazza.
«Solo tú puedes darte a ti misma lo que realmente deseas, Angelina»
Las palabras de Beatrice retumban en mi cabeza, haciendo que me cuestione a mí misma si esto es lo que realmente deseo.
Estar así, entre los brazos de la bestia que me ha privado de mi libertad, pero que al mismo tiempo me ha protegido de un peligro que estoy segura, no es tan excitante como el que él representa para mi sistema.
Si deseo al hombre que he despreciado por años. Al que abusaba de mi hermana. Al que me ha humillado, encerrado y follado como nadie lo ha hecho jamás.
Sin embargo, son mis labios los que me dan la respuesta, inclinándose sobre los suyos para intentar acallar todos los susurros que me advierten lo mal que está esto.
Lo mal que estoy yo por desear que de nuevo me haga suya.
Pero entonces, cuando finalmente lo hace, con mi espalda sobre el parqué, su cuerpo entre mis piernas, y la luna como testigo, reflejándose en las oscuras aguas del río a la lejanía, lo único que se termina escuchando en mi cabeza es el eco de unas notas musicales que ya no está resonando en la habitación, pero que se quedarán grabadas para siempre en mi cabeza como «La melodía della bestia».
Una que se reproduce al mismo ritmo que marcan las embestidas con las que alcanza lo más profundo de mi ser.
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Hola, pecadoras.
Estamos a un capítulo del final.
¿Y adivinen? Los tendrán todos hoy en un maratón + el epílogo.
Besitos ♥
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