Capítulo 15
De alguna extraña razón, la ausencia de Andrés se notaba en el hogar de Zil. Ella no había podido dormir durante la noche. Daba vueltas una y otra vez meditando en la carta que él le había dejado.
«Eres una grandiosa mujer. Lo eres. No dejes que ningún hombre te haga sentir menos de lo que vales, porque vales mucho. Tu valor no se resume por tu condición, sino por tu corazón. Y tienes un gran corazón.»
Fuera de su familia, nadie más le había dicho ese tipo de palabras, lo que le removía todo tipo de sentimientos y despertaba en ella una curiosidad por conocer más a Andrés.
Lejos, de eso, la familia García yacían preocupados tanto por Zil como por los futuros acontecimientos. Sabían que debían armar un plan que les asegurara un futuro estable. Doña Lucía planeó en hacer coricos y empanadas para venderlos en las tienditas de los alrededores.
Tita aseguró que ella podría cuidar de Itzía mientras Lucía preparaba los postres y Zil trabajaba. Don Memo, por su parte, dijo que iría a la ciudad a buscar un nuevo préstamo o alguna ayuda social de la que pudiera echar mano para salir de la tan afamada "cuesta de enero". Fer prometió enviar dinero, aunque los patriarcas le decían que no era necesario. Suficiente hacía con lo que mandaba.
Toda la familia sabía que los cuidados que Itzía necesitaba eran indispensables. Mantener una casa de pie y una alacena llena eran solo unas de las pocas cosas que se les solicitaba para que la menor estuviera con ellos. Sabían que el nuevo ataque que Zil había recibido era el preludio de algo peor, ellos podían sentirlo, aunque no lo hablaran abiertamente con ella.
A pesar de sus vanos intentos por cuidar la salud emocional de Zil, ella se daba cuenta de lo que pasaba. Era imposible no escuchar sus murmullos o ver sus miradas de preocupación cuando ella se marchaba o llegaba. Pero esa noche, la noche en la que ella llegó y no encontró más que esa carta de despida, no había nada más en su mente que el hecho de que ya no le vería.
Había algo, un pequeño cosquilleo que invadía su alma. Algo que le decía que no soñara más despierta y viviera la vida como lo que era, una triste realidad. Y a pesar de eso, una voz en su mente le decía que había una probabilidad de que ella le gustase, si no como mujer, al menos como amiga.
Dejó que su mente divagara entre ilusiones y hermosos pensamientos hasta quedarse dormida. Soñando con ojos verdes y piel morena, le llegó el alba. La esperanza de un nuevo día y se preparó para ir a trabajar.
— ¿A dónde cree que va, señorita? —inquiere tita desde la hornilla que yace sobre el fogón.
— A trabajar Abuelita —responde Zil mientras se pone una bufanda—. Hoy hace un frío que te pelas.
—No creo que tengas que ir a ningún lado, y si, hace un frío como para congelarnos. De hecho, hoy nevará. Ya verás —pronostica la anciana mientras muele algunas especias en el metate.
—Quizás, eso significa que me debo llevar mis botas —Zil intenta dar media vuelta para regresar a su pequeño cuarto para ir por ellas cuando la abuela la detiene con un suspiro cansado—. Tita, no te preocupes, estaré bien.
Zil se regresa para abrazarla, pero Tita se detiene de moler los ingredientes para el café de olla que prepara y se limpia una lágrima del rostro.
—No Tita, no llore. —Por fin su nieta la abraza, pero esta se siente cansada de fingir fortaleza—. Hay que confiar en que nada malo pasará. Hay que tener fe en que Dios nos va a cuidar.
—No Zil —se separa de su amada nieta, poniéndole las manos en los hombros y mirándola fijamente—. Yo ya he vivido lo suficiente para saber y reconocer la maldad y bondad del mundo. Tuve que escapar de un padre abusador que me quería casar a la fuerza con un señor mayor, y aunque eso me condenó a vivir exiliada y perder el amor de mi madre y no volver a ver a mi familia, créeme que lo volvería a hacer porque ahora sé que los tengo a ustedes. Pero, tú no has vivido todo lo que yo viví, no has conocido el amor como yo lo conocí con tu abuelo «Que Dios tenga en su gloria». Tienes mucho que vivir y una hija que te necesita, no tienes por qué irte de mártir a trabajar ni a ponerte de frente al peligro. Por una bendita vez en tu vida demuestra que tu fortaleza no se demuestra, no es un salario, sino que radica en el bienestar de nuestra niña...
Zil se quedó procesando cada palabra de su tita, la llamó mártir.
—Tita, no soy una mártir por tener que trabajar —refiere ella un poco molesta por el uso de esa palabra.
—Sí que lo eres, estuviste a punto de ser secuestrada, violada y asesinada y actúas como si no te afectara, como si fueses de hierro y como si la vida siguiera. Detente un minuto y contempla la vida, disfruta a tu hija que te necesita —amonesta Tita—. Nadie te está pidiendo que vayas a trabajar, nadie te está pidiendo que te autocompadezcas. Es más, tienes nuestro permiso «si es así que lo quieres ver» para reposar, para descansar y para sanarte del alma. No tienes que ser fuerte todo el tiempo, hija. Si no, esa poca alegría que te queda se irá por completo y será sustituida por dureza, amargura y rencor. Sana primero.
Tita podía ser un poco dura cuando era necesario, hace tiempo que no lo era con su querida y única nieta. Ella era la que más le compadecía, pero no le gustaba en la mujer dura en la que se estaba convirtiendo. Ella era responsable de no dejar que eso le pasara a ella. Tita sabía de primera mano lo que era vivir así, ya que lo pasó cuando murió su marido, dejándola sola con su hijo Memo, quien era apenas un niño de ocho años.
—Está bien Tita... pero déjame ayudarte, al menos con la molida ¿Sí? —pide sin más remedio que obedecer. Debía meditar en lo dicho por su abuela, aunque esas palabras le dolieran.
No en vano su abuela era una mujer sabia, había pasado por muchas cosas siendo muy joven.
—Está bien, tu padre y Fer ya alimentaron a los animales y se fueron a los locales, volverán a media mañana. —Tita le entrega el metlapil a Zil para que siga machando contra el metate los ingredientes.
La mañana transcurre entre alimentos, charlas y tareas del hogar. Una a una se turnaban para cuidar a Itzía y motivarla con algunos juguetes que le entretuvieran.
Pasaban las diez cuando la vieja camioneta de Don Memo se acercaba por el camino de frente. Venían cansados, pero también muy contentos de haber vendido todo su producto. Aunque no era mucho, pudieron venderlo todo.
—Por un momento pensamos que no íbamos a vender nada —anuncia Fer bajando de la camioneta.
—Pero gracias a Dios y a que ningún otro proveedor vino, pudimos acomodar todo en las tienditas de abajo —añadió Don Memo, refiriéndose a los comercios del pueblo que yace bajando la colina.
—¡Qué bueno, hijo! —dijo Tita, poniendo sus manos en el rostro de su vástago y dándole un beso en la frente, como cuando niño.
—Sí, mamá —afirma Memo, quien le regresa a su viejita el beso en la frente—. Tuvimos que comprar con lo ganado un saco más de frijol. Al parecer habrá nevada y quedamos en volver a la tarde.
Lucia, que escuchó la llegada de su esposo e hijo, sale del cuarto y les recibe muy animosa cuando escucha la noticia.
—¡Qué bueno, viejo! —le besa en la boca y luego a su hijo en la mejilla—. Ven, Dios nos recompensó por haber ayudado a ese muchacho. Vamos a poner la hornilla a todo el fogón para que este rápido ese frijol.
Toda la familia se puso en marcha cuál escuadrón de hormigas. Hasta Zil, sacó a su niña para que le diese un poco de sol y le acomodo con su mesa y juguetes debajo del techito entre los cuartos para que estuviera entre ellos. Itzía quien acostumbrada a la cercanía de su familia, no se incomodó por nada y los veía atenta trabajar y después solo seguía jugando. A las dos de la tarde Don Memo y Fer regresaron al camino para repartir de nuevo sus productos. Sabían que eso les aseguraba una cena para año nuevo, una reinversión para surtir más y un ingreso para al menos tres días más.
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