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Capítulo 11

La señora García, madre de Zil y esposa de Don Memo, estaba en desacuerdo con que Andrés se quedara en su casa. Solo contaban con dos cuartos y él estaba en el cuarto principal. Además, no podían permitirse mantenerlo. La venta de su producto casero estaba casi en la ruina. Productos de la ciudad habían llegado hasta donde ellos y vendían a precios de mayoreo lo que provocaba que cada vez más los negocios locales dejaban de comprar sus productos, a pesar de que eran más frescos y de mejor calidad.

El pago del hospital y la cirugía ambulatoria, habían sido pagados por ellos. Don Memo y Doña Tita se habían opuesto rotundamente a tomar el dinero de la cartera del joven. El dinero con el que pagaron era el que habían ahorrado todo el año para comprar un pequeño becerro y así comenzar a meter productos de res a las ventas. La familia García pensaba que tal vez así, quizá todo mejoraría.

Pero una vez más la honradez y los buenos valores no eran recompensados por la vida. Se quedaron sin capital, sin la tan anhelada cena para año nuevo y los pocos productos que les quedaban de la venta se los estaban terminando en el consumo personal.

Zil, trabaja en una pequeña granja de camarón cerca de la ciudad de lunes a viernes. Sale a las cuatro de la mañana de su casa y regresa a las siete de la tarde para atender a su pequeña hija de cinco años y ayudarle a su abuela a hacer el chorizo, terminando sus labores cada día a las once de la noche, ya muy cansada. Aun así, los fines de semana va a ayudarle a una señora a limpiar su casa, ese dinero que obtiene le ayuda para a completar los medicamentos de su hija.

Por su parte Fer al ver la crisis económica de su familia, decidió irse a la capital a trabajar en lo que se pudiera. Encontrando un puesto en una bodega de muebles comenzó a mandar un poco de dinero, no mucho pues la paga apenas era la suficiente para pagar su estadía en la ciudad. Pero, aun así, con aquella esperanza enviaba lo más que podía a su padre para algunos gastos a la semana, lo cual servía para ahorrar o bien para los gastos diarios.

Nadie mejor que la familia García sabía lo que era trabajar y salir adelante de todas las adversidades. Zil tan solo a sus dieciocho años había sido abusada sexualmente por unos soldados del cuartel cercano. Nueve meses después se convirtió en madre de la pequeña Itzía. Desde entonces la familia se volvió más unida y cuidadosa con las miembros femeninas. Se dieron cuenta que ante el gobierno corrupto un pobre solo es una mierda en su zapato y contra todo pronóstico negativo, depresivo y social han salido adelante como lo que son, una hermosa familia.

Pero para Lucía García, Andrés representaba una parte de todo aquello malo que una vez les sucedió. Y a pesar de su predisposición a desconfiar de la alta clase social, confiaba en su esposo y si este decía que no había nada que temer, ella le creería. Al menos un setenta por ciento. El otro treinta por ciento desconfiaba, por si las dudas.

Andrés había quedado profundamente dormido. Ya pasaba media noche cuando uno de sus ya conocidos terrores nocturnos lo despertó. Tenía mucho que no pasaba por ninguno de esos episodios, pero desde que despertó del accidente ya era la tercera vez que le pasaba. Se encontró mirando el techo de aquella vieja habitación, iluminada una vez más por una decena de velas. Se percata de que en la vieja mecedora hay un chal ya viejo y descolorido, y que por un lado de el en una pequeña mesa, se encuentran las medicinas que unas horas antes Tita le había dejado, además de un plato de comida. Ya frío.

—Lo que faltaba, comida fría —menciona en voz alta.

—Si quieres la caliento —responde una voz que sale detrás de una cortina en la esquina de la pequeña habitación.

No había caído en cuenta de ella. «Quizás es un pequeño armario o baño» piensa.

—Era broma. Pensé que estaba solo —admite con vergüenza al hallarse descubierto por Zil.

—Pues, aunque fuera broma sería imposible —señala con ambas manos a su alrededor—. Como ya te disté cuenta, no tenemos luz eléctrica, al menos en este cuarto. Y salir al patio a encender la hornilla, equivale a enfermar del frío que hace a estas horas de la madrugada. Así que no, es imposible que comas tu comida caliente —informa la joven a la defensiva.

—Está bien, no es para que te enojes. ¿Sabes, puedes dejar de ser tan presuntuosa? No estoy de humor —la vuelve a retar.

Nadie le había dicho alguna vez presuntuosa a Zil, eso la hizo pensar por un momento si su actitud era la correcta, aunque en el fondo de su ser sabía que no lo era.

—Está bien, disculpa mi actitud. Pero es cierto que no puedo calentarla. Al menos hasta que amanezca. —Mira el reloj de pulso que trae en su muñeca y se da cuenta que tan solo quedan unos treinta minutos para que se aliste para ir a trabajar—. Lo que para eso falta como dos horas más o menos.

—No te preocupes. Yo entiendo. Disculpa tú también mi actitud defensiva —comenta él en un intento fallido de disculparse, pues no está en su ser una persona que lo haga tan a menudo—. Aún me pregunto sobre todo esto que ha pasado —dice mientras se acomoda en la cama.

—Comprendo. Me imagino que es difícil para alguien «como tú» estar en lugar como este —menciona Zil con algo de pena al reconocer que la ayuda que le dan y el lugar en donde se encuentran no es suficiente.

—Créeme que eso es lo de menos. Me preocupan otras cosas —responde pensando en el contrato grande que perdió por accidentarse, así como sus vacaciones en Europa.

—Comprendo —contesta Zil de una forma vaga, sin entender realmente las preocupaciones de Andrés.

—No creo que comprendas, ¿cómo podrías? —dice de forma sarcástica refiriéndose a la condición social de Zil—. ¿De qué debes preocuparte tú, una simple chica? ¿de morir congelada por calentar una simple comida?

Andrés se da cuenta que ha sido grosero. Mucho muy grosero, pero se justifica así mismo por la apariencia de Zil. No sabe nada de ella y aun así se atreve a decir que no tiene nada de qué preocuparse. No se ha dado cuenta de que sus palabras la han lastimado y por supuesto está el hecho de que ha pasado por alto los golpes en el rostro de Zil. Quien cuidadosamente intenta ocultarlos de su mirada, dejándose el cabello suelto y todo para que no la juzgue, y eso terminó haciendo.

—¿A caso crees que lo peor que me puede pasar para preocuparme es morir congelada? Que equivocado estas Andrés De Rosa. Muy equivocado —La voz de Zil se quiebra al recordar aquella noche en la que por ir a buscar leña unos soldados aprovechándose de que estaba sola abusaron de ella.

—Ok, ok. Tienes razón. Tal vez estoy equivocado. Pero no digas que me comprendes cuando no conoces nada de mi vida —dice Andrés elevando un poco la voz.

—Cierto. No te conozco y, aun así, yo y mi familia hemos estado cuidando de ti. Pagando todo para que te recuperes, donando nuestra sangre por ti, un completo desconocido. No digas que no tengo nada de qué preocuparme, cuando tengo a mi anciana abuela durmiendo en un viejo catre en el otro cuarto que tenemos a un lado de mi hija. —Zil sabe que se está alterando y siente las emociones a flor de piel, intenta contenerse, pero ya ha estallado y deja salir a borbotones toda esa sensación de sentirse menospreciada. Tal como se ha sentido toda la vida.

» No digas que no tengo de que preocuparme cuando hemos gastado hasta el último peso que teníamos por ti. Por trasladar el cacharro de carro que tienes. Por buscar a tu familia. Y, por último, no digas que no tengo nada de qué preocuparme cuando he estado aquí haciendo vela desde el día del accidente, cuidando de un desconocido. No digas que no tengo de que preocuparme. Cuando no conoces mi vida Andrés de Rosa. No sabes nada. —Ella termina de decir aquello con lágrimas en los ojos y sale de aquel lugar con el corazón hecho pedazos.

Y aunque sabe que no es correcto echarle en cara o referirle toda la ayuda que le han brindado, lo ha hecho con un solo propósito, que Andrés abra los ojos ante la realidad.

Cada palabra que salía de la boca de Zil iba rebosante de dolor. Cierto era, que la actitud pedante de él se parece mucho a la de los montones de políticos a los que acudieron en búsqueda de justicia. Este apuesto joven, le había juzgado por su condición, por su apariencia y por ser mujer. Como si el salir a calentar comida fuera el peor de sus males y no es así.

Andrés se queda mirando el lugar vacío en el que Zil había estado parada segundos antes. No tuvo tiempo si quiera para formular una respuesta rápida. Pero tenía razón. Él no la conocía tal como ella a él. Había sido hipócrita de su parte reclamarle algo que el mismo vivía.

Se levanta como puede. Esta vez estando más consciente de su pie fracturado. Se apoya en la pequeña mesa y se va agarrando de las cosas firmes que encuentra hasta que llega a la ventana junto a la vieja cama. Levanta la pequeña cobija que sirve como cortina y alcanza a divisar a Zil que recorre un pequeño camino por detrás de la casa.

Hay muchos pinos a su alrededor. El cielo aún es oscuro y las estrellas en él brillan con tremendo resplandor, tanto que iluminan el camino por el cual ella anda. Andrés se pregunta hacia dónde va cuando la pierde de vista entre las sombras. En la ausencia de su figura aprovecha para observar con más detenimiento el derredor.

Alcanza a ver una especie de corral, en ella unos tres puercos aun pequeños y dos perros. Estos tenían una pequeña techumbre algo caída y una cerca vieja. Estaba yace sostenida apenas con unos palos secos y alambres.

Junto a esta puede ver la hornilla hecha de adobe y junto a ella un pequeño horno rustico. Nunca en su vida pensó que vería uno de esos. Para él esas cosas ya no existían y eran parte del tercer mundo.

Se le hace un nudo en la garganta al darse cuenta de que ahora él estaba en ese submundo y no sabe hasta cuándo. Se detiene un momento de seguir observando y cierra los ojos pensando en cómo salir de ahí lo más rápido posible. Si bien le dijeron, ya era veintinueve de diciembre; el día treinta tiene el vuelo a Italia a las doce del día. Si sale en el trascurso del día de hoy, llegará con tiempo suficiente para abordar aquel avión.

Sus pertenencias eran lo de menos. Podría comprarse otras. Tendría que mandar a alguien a ver lo que quedó del coche y enviar un cheque a esta familia por sus servicios.

Sus servicios... esa palabra estaba resonando en su mente. De pronto vio a Zil que venía de vuelta por aquel camino, cargando con dificultad en su lomo un palo atravesado y en cada orilla unas cubetas.

¿Cubetas? Se pregunta Andrés.

Zil afuera a esas horas de la madrugada siente que los pulmones se le queman por el frío y la nariz la siente congelada al igual que sus manos. La nieve trasmina por sus viejos zapatos y se le mojan los pies. Pero Andrés no sabe eso. Él al verla a la distancia piensa en la fuerza de aquella pequeña mujer al cargar esas cubetas. El ignora que cada paso que ella da le cuesta mucho, primero por los golpes aun recientes en su piel y segundo porque tantas emociones están siendo reprimidas dentro de su ser, que ahoga el llanto mientras camina.

Ella llega hasta donde están los cerdos y vierte la mitad de una cubeta de agua al bebedero de sus animales. El resto lo pone junto a la hornilla donde su Tita lo va a necesitar para cocinar en la mañana. Toma junto a esta un pequeño morral que su madre le había tejido años antes y saca sus guantes ya viejos y gastados por tanto uso y se los pone. Camina detrás del cuarto de sus padres perdiéndose de la vista de Andrés. Ya ahí comienza a acomodar unos troncos que se usarán para el fuego del día.

No deja de pensar —mientras hace todo lo de costumbre—, en todo lo que le dijo al joven. Sabe que cometió un error y que se dejó guiar por sus emociones, que no fue su mejor momento racional ni se siente orgullosa de ello. Aun así, sabe que no fue la mejor manera de hacerle saber todo lo ocurrido.

Andrés se pregunta que tanto hacia Zil y por qué tan temprano. Entonces la ve caminando de nuevo hacia donde él esta, a ese cuarto viejo. Con el temor de verse descubierto al espiarla, se apura en regresar a su sitio llevándose un golpe en el dedo chiquito. Lo que provoca que este cayera sin reparos en la cama. Un dolor agudo le atraviesa el pecho y grita de dolor. Aún no sabe qué diablos le ha pasado y por qué le duele mucho incluso respirar.

—Andrés, ¿qué paso? ¿cómo te sientes? —inquiere Zil que al oír el grito sale corriendo al cuarto.

—Nada, nada. No ha pasado nada —responde entre quejidos de dolor.

—Si nada es caer de boca sobre la cama y lastimarte la herida de las costillas. Creo que nada ahora tiene un nuevo significado —contesta ella mientras lo ayuda a acomodarse.

Andrés aún con el dolor punzante en el pie y el pecho, se deja ayudar. No tiene remedio. Se siente impotente no poder hacerlo por él mismo. Estar confinado a aquella cama y sentir todo ese dolor e incertidumbre sobre todo lo que pasa, lo hacen sentir frustrado y molesto.

—Tranquilo Andrés, todo se va solucionar. Fer fue a la ciudad ayer a buscar algún dato tuyo. Fue antes de que despertaras. Seguro contacta a alguien, sé que ese Facebook ayuda a encontrar personas —dice la joven de piel morena y ojos azules tratando de darle ánimos a un angustiado hombre.

Con sumo cuidado lo cobija y le pasa la almohada debajo de la cabeza. Al acercarse Andrés puede oler a Zil. Tiene un olor distinto. Huele a bosque, flor silvestre y madera. Pero no de la manera masculina que se podría pensar, si no una más sutil, más femenina. Y entonces la mira, mira las heridas en su mejilla y en labio, por un momento duda si en preguntarle o no sobre ello, pero decide no hacerlo, ya la ha incomodado lo suficiente como para volver a hacerlo.

—¿Puedo revisar tu herida? Quiero comprobar que no se haya abierto —pide permiso Zil mientras se sienta en la orilla de la cama. Siente la mirada anexionadora de él, pero también decide disimular que ella no tiene nada.

—Está bien. Me duele mucho, así que ten cuidado —pide él y añade—, por favor.

—Lo tendré.

Le descubre apenas lo suficiente las cobijas y le desabotona la camisa. Andrés observa la delicadeza y parsimonia de Zil en cada movimiento. Desde que la vio sintió una cierta atracción hacia la peculiaridad de esta mujer. La forma sin filtros de decir las cosas, el color canela de su piel adornada de sutiles pecas por su rostro. Y sus ojos, ojos color cielo. Color amanecer de primavera. Y esos moretes... moretones que no recuerda haber visto antes entre sueños, antes de despertar completamente.

Zil estaba un poco temblorosa pues Andrés era el primer hombre que realmente la descolocaba, no solo por su belleza sino también por su intelecto. Era un hombre que su sola presencia imponía. Pero igual tenía temor y cierto grado de desconfianza. Eso no cambiaría con nada.

—La herida está bien. Está cerrada. Las suturas siguen en su sitio —informa haciéndole conocer su estado mientras saca el pequeño botiquín que compraron para hacerle la limpieza a Andrés— Te colocaré gasas y vendas limpias. Pero tendrá que ser rápido, ya casi me voy.

Termina diciendo esto mientras mira el reloj, ya faltan quince minutos para que el bus del trabajo pase por el camino principal y todavía llegar a él hace otros diez. Quizá tenga que pedir un raite o ir corriendo ya que su bicicleta quedó hecha un asco.

Andrés extrañado, asiente.

—Bueno, necesito que me ayudes a sentarte. ¿Está bien? Recarga tu peso en mí —sugiere ella con nerviosismo.

—Está bien —dice él en un hilo de voz, también se siente nervioso estar cerca de ella.

Zil se acerca Andrés y pasa su brazo derecho por debajo de sus hombros. Andrés toma el brazo izquierdo de Zil y apoya la fuerza en él. Cierto que sin las vendas el dolor es más punzante. Sin contratiempos se sienta y Zil se mueve para comenzar a vendarlo de nuevo.

—Eres fuerte —suelta de sopetón Andrés.

—Hum, gracias —responde una confusa Zil.

—Perdón, es que te he visto hace un momento cargando aquellas cubetas llenas de agua —confiesa Andrés con pena.

—Lo sé, el reflejo por la luz de las pocas velas aún se ve desde afuera. Mas con la cobija abierta —dice Zil refiriéndose a la cortina.

—Cierto, no lo pensé —se ríe por ser tan obvio. Pero un dolor le vuelve a atravesar la herida y hace gesto de dolor.

—Cuidado —por instinto Zil coloca la mano en la mejilla de Andrés y sus miradas conectan.

Andrés siente un revolotear en su estómago y en su corazón. Zil siente algo que nunca había sentido y tiene temor por ello. Por un breve segundo se pierden en sus miradas, color océano y color miel y eso los eleva a una nueva situación en la que ninguno de los dos pensó que estaría.

Tomando conciencia de la situación, ella retira la mano y termina el vendaje lo más rápido que puede. Al finalizar lo ayuda a recostarse de nuevo. Andrés se da cuenta que ella tiene algo de prisa. Quizá la asustó. Dijo que tenía una hija, quizá es casada y el marido la golpeó. Tiene entendido que en los pueblos las mujeres se casan jóvenes.

Zil sale del cuarto sin despedirse. Algo ha cambiado, se siente alterada, y con un nuevo palpitar en su corazón se dirige hacia la carretera a su trabajo. Ella ha estado cuidando de él durante todos estos días. Lo ha visto y observado. Le ha curado sin que se dé cuenta, sabía reconocer un hombre guapo cuando lo veía, pero Andrés sobrepasaba a cualquier otro que hubiera conocido antes.

Su sola presencia le afectaba y ahora que podía interactuar con él, un pequeño destello de esperanza e ilusión se abrigó en su interior. Quizás, se podrían enamorar, pero solo era eso, un quizás que tal vez nunca tuviera ni principio ni final.


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