Capítulo veinticinco.
Isaac revisó la lista de pendientes y marcó el tercer punto: entregarle las fotografías de los compañeros de la clase graduada a Lucinda. Lo había hecho el día anterior en la tarde mientras Cassie la asistía en los últimos preparativos. Al parecer, habían tenido un desacuerdo con el dueño del local que habían alquilado para la reunión.
―El babuino se ofendió por cómo lo traté. ―Cassie se cruzó de brazos con una mueca de exasperación―. ¿Cómo iba a saber que era un barón? Los nobles deberían venir con un cartel en la frente.
―¿Y qué le dijiste para hacerlo enfadar? ―le preguntó Isaac.
Abrirle una brecha para vociferar improperios mejoró el ánimo de Cassie, algo de lo que Isaac se arrepintió al instante.
Lucinda aceptó la memoria USB donde había guardado las fotos y le concedió una mirada divertida a Isaac. Si logró liberarse de la retahíla de quejas de Cassie fue gracias a la lista de tareas que le entregó a su amiga.
Isaac analizó el resto de sus tareas. Había conseguido adelantar el trabajo pendiente. En la mañana, mientras guardaba los documentos en la caja, decidió volver a la oficina. Como ya era costumbre cada vez que se quedaba en su piso, se levantó temprano, recogió sus pertenencias y se marchó a la casa de su padre para preparar el desayuno. Ya no le quedaban pendientes, así que dejó a un lado la lista y decidió preparar algo de comer.
Echó un vistazo al plan alimenticio que le había diseñado el nutricionista de su padre. De solo recordar su expresión de enfado y desesperación ante la larga lista de alimentos que debía evitar, Isaac no pudo evitar echarse a reír, aunque de seguro hubiese reaccionado igual estando en su posición. Maurice podía llegar a ser bastante obstinado, en especial si limitaban sus alimentos favoritos. Supo al momento que, si quería que su padre siguiera al dedillo las indicaciones del nutricionista, Isaac en persona debía encargarse de la cocina.
Algunos días eran mejores que otros. El tener que ir a diario a Greenwich para preparar el desayuno, viajar después a Strand para trabajar en el club y volver a Greenwich en la tarde podía llegar a ser bastante agotador, en especial durante aquellos días en que se quedaba en su piso y debía levantarse temprano para ir a casa de su padre. A eso debía sumarle las desviaciones hacia el palacio para visitar a Olive, excepto por aquellos momentos en que los visitaba con la cena lista. Pero dadas sus responsabilidades, ella tampoco podía viajar a diario, aunque ya le había ofrecido la comida de las cocinas para aligerar su carga.
Encendió la tostadora y cortó el pan mientras esperaba a que calentara. Luego encendió la estufa y puso la sartén sobre la hornilla para freír el jamón de pavo bajo en sal. En poco tiempo, la cocina se llenó del olor del desayuno. Quizá al pobre hombre le habían restringido una cantidad abominable de alimentos, pero al menos comía rico. Bajo en sal y desnatado, pero rico.
La puerta de la entrada se abrió, pero Isaac no volteó a ver a su invitada hasta que escuchó el sonido de las llaves al caer sobre la mesa.
―He traído los tomates para el desayuno como prometí. ―Lydia, su vecina, colocó la bandeja sobre el gabinete junto al fregadero―. Los he comprado frescos en la madrugada y los preparé con queso desnatado. ¿Están aprobados por el chef?
Isaac olfateó los tomates a la distancia y sonrió mientras terminaba de preparar los emparedados.
―Confío en que nos quieras lo suficiente para no envenenarnos.
―¡Qué cosas dices! ―Lydia le dio un empujón juguetón. Destapó los tomates y los dejó en medio de la mesa―. No te envenenaría con la comida, sino con el té.
Isaac se obligó a contener la carcajada aparatosa por la interrupción de una llamada. Lydia abrió su bolso y sacó el teléfono.
―Es del trabajo y no lo puedo ignorar hasta mi hora de entrada. Cubre los tomates, por favor. ¿Hola?
Mientras tapaba los tomates, Isaac revisó que el desayuno estuviera completo. Solo faltaba el café. Sacó una taza ―Maurice era el único que lo bebía en las mañanas― y sirvió la cantidad estipulada por el nutricionista. Después de dejarlo en el lugar de su padre, Isaac recostó la espalda de la pared y observó la hora en el reloj a su izquierda. Tenía el tiempo justo para terminar el desayuno, vestirse ―ya se había duchado antes de cocinar― y llamar a Wren antes de irse al trabajo.
Pensar en la periodista y en lo que podría decirle inquietó su ritmo cardiaco. Las infinitas posibilidades llegaron a su cabeza como martillazos que no podía ignorar, aunque lo intentó al decidir servir dos vasos de jugo de naranja y añadir una bandeja de plástico pequeña con patatas para Lydia y para él. Había sido sencillo olvidar la gran pregunta que cargaba en los hombros al ocupar su tiempo entre el trabajo, cuidar a su padre y dedicarle algunas horas en la noche a la encuadernación. El hecho de que Wren se estuviera encargando de la investigación también redujo esa carga.
Una carga que podía aliviarse o aumentar, dependiendo de la llamada.
Lydia regresó al comedor poco después, algo que en silencio Isaac le agradeció, pero no le dijo nada. Seguía hablando por teléfono, aunque no en inglés. Decía frases breves en español, sonreía y luego completaba el mensaje con oraciones más largas. Las cejas de Isaac se levantaron. Aunque se conocían desde hacia varios años, no sabía que hablaba otro idioma.
Cuando terminó la llamada, Lydia guardó el teléfono en su bolso, lo apartó de la mesa y lo colgó del perchero junto a la puerta de entrada.
―Ya está, no nos molestarán el resto del desayuno.
―No sabía que hablabas español. ―Dio un sorbo al jugo de naranja. Era dulce, pero con ese toque amargo que tanto le gustaba―. ¿Alguna otra hazaña misteriosa que no hayas querido contarnos?
―Ninguna hazaña misteriosa, bobo. ―Volvió a destapar los tomates―. Ya te dije que viví un tiempo en España, allá aprendí el idioma. Además de ser trabajadora social, sirvo de intérprete en la agencia para quienes no comprenden el inglés.
―No recuerdo que me hayas dicho que venías de España.
―¿No? ―Puso las manos en jarra mientras lo meditaba―. Nací aquí, pero a los diecinueve me mudé a Madrid, luego a Salamanca, Zaragoza, luego de regreso a Salamanca... Allí conocí a mi expareja, que estoy segura que sí te hablé de él. Luego, los dos viajamos por algunas ciudades de España hasta que quedé embarazada y di a luz en un pueblito.
Su semblante, que acostumbraba a ser alegre, se ensombreció. Isaac recordaba el resto de la historia. Después del nacimiento de su hijo, Lydia huyó del maltrato de su pareja, pero al poco tiempo, él la encontró, se llevó al niño y nunca más supo de él. Tras pasar varios años buscándolo sin éxito, regresó derrotada a Londres y reinició su vida.
―Hace poco estuve en Salamanca, es un lugar precioso.
―¿Verdad? Tal vez algún día me anime a regresar. Por ahora, me sigue trayendo malos recuerdos. ―De pronto, como si hubiese recordado algo de sopetón, recorrió la cocina con la mirada―. ¿Maurice no se ha despertado?
―No. ―Sonrió de manera irónica―. Lo dejo dormir mientras cocino, sino se pone a ayudarme.
―Deberías asignarle pequeñas tareas que pueda realizar, aunque sea sentado. Maurice no está acostumbrado a quedarse quieto tanto tiempo.
―Lo sé, es que... ―Resopló y apoyó las manos en el espaldar de la silla―. No quiero que se canse ni que esfuerce demasiado su corazón. Lo prefiero aburrido y fastidiado.
―Me ofendes. ―Lydia se alejó del comedor en dirección a las escaleras―. Yo nunca dejo que se aburra.
―Ah, ¿sí? ―Estiró el cuello para seguir la trayectoria de su subida hasta la mitad del tramo―. ¿Desde cuándo subes a la habitación de mi padre con tanta confianza, vecina?
―¿De verdad quieres saber? ―La escuchó soltar una risita desde la segunda planta.
Minutos más tarde, los tres se devoraron el desayuno mientras disfrutaban de una charla amena. Lydia era una mujer maravillosa con un sentido del humor bastante pícaro. Como ya se conocía de memoria la cocina de tantas visitas a lo largo de los años, se movía en ella con la agilidad que parecía que fuese la suya. Isaac recogió los platos, Lydia los lavó y Maurice se tomó los medicamentos uno por uno ante la mirada atenta de ambos.
―Hoy regreso a la oficina ―le informó Isaac―. Volveré en la tarde. Si necesitas algo...
―Estoy bien, no olvides que el padre aquí soy yo ―murmuró Maurice, malhumorado. Levantó las cejas y acto seguido puso los ojos en blanco―. ¿Cuándo piensas ocuparte más de tu vida que de la mía?
―Me ocupo de mí, pero también de ti. ―Le revolvió el cabello, lo que provocó que Maurice le lanzara un manotazo que falló por muy poco―. Te dejaría en las manos de la buena vecina, pero...
―Entro a mediodía. ―Arrancó una hoja de papel toalla, se secó las manos y la echó en el bote de basura―. Si le preparo algo rico para almorzar, creo que estará en su mejor disposición de soportarme.
Isaac hizo un ruido sugerente que provocó una carcajada en Lydia.
―Eres un impertinente ―lo reprendió ella justo antes de golpearlo en el brazo―. Ve a ocupar tu cabeza con los números.
―Podría decir otra impertinencia, pero me la reservaré. De todos modos, debo atender una llamada antes de irme, así que los dejaré...a solas.
Maurice volteó la cabeza hacia él.
―¿Por qué lo dices de esa forma?
―Por nada. ―Subió los escalones de dos en dos.
Al llegar a su habitación y cerrar la fuerte, el ánimo cayó a sus pies. Probablemente lo pisó mientras se arrastraba hacia el borde de la cama. Se desplomó sobre el colchón al tiempo que dejaba salir el aire contenido de un tirón. El móvil sobre la mesa de noche indicaba que ya casi eran las nueve de la mañana, su hora de entrada al trabajo. Seguramente a Julian no le importaría que llegara un poco tarde, aunque le molestaba aprovecharse de su amistad. Lo cierto era que en la última semana le costaba cumplir con sus tiempos. Sus responsabilidades se le estaban yendo de las manos y de alguna manera se sentía culpable al recibir la comprensión de sus amigos. Si no podía con sus ocupaciones actuales, ¿cómo iba a ser capaz de establecer su propio negocio?
Se recordó que no lo estaba haciendo tan mal, aunque de vez en cuando sus horarios se modificaban solos. Se las había ingeniado para cuidar de su padre, preparar los desayunos y las cenas todos los días, ir a trabajar a las nueve, salir a las cinco, a veces regresar a las diez al club para atender los deberes que solo podía llevar a cabo mientras estuviera abierto, volver a casa de su padre ―o a su piso si estaba tan cansado para conducir veinte minutos más―, agendar uno que otro día para verse con Olive y, a la mañana siguiente, repetir el ciclo. En momentos así, admiraba la tenacidad con la que sus amigos se enfrentaban a sus deberes reales.
Suspiró y se dio una palmada en el hombro mental. Tampoco lo hacía tan mal para tratarse de un hombre común sin títulos y responsabilidades reales. La vida ya era difícil de sobrellevar por sí sola.
El móvil vibró sobre la mesa de noche, lo que enloqueció el corazón de Isaac. Decidido a no darle largas al asunto, y no permitir que su ansiedad nublara su raciocinio, se estiró y lo agarró al momento. Incluso Wren, al otro lado de la pantalla, se mostró sorprendida por la rapidez con la que había respondido.
―Buenos días ―dijo ella con tiento. Llevaba el cabello rubio amarrado en un apretado moño bastante desaliñado, por lo que algunos mechones rizados caían sobre sus ojos―. ¿Tienes prisa?
―No ―respondió y se remojó los labios. La boca se le secó de repente―. Perdona, es que...
―No te preocupes, lo entiendo perfectamente. ―Por la manera en que había suavizado sus gestos y la voz, Isaac comprendió que así era. Recordó lo que la misma Wren le había dicho a Olive: que Isaac y ella compartían un destino similar―. Creo que a esta hora entras al trabajo, así que iré directo al punto. Lord Iverson tenía razón: Mauricio Cervantes Roldívar adquirió el hospital para cubrir los malos manejos del esposo de su prima, con quien tenía, y asumo que aún tiene, negocios de dudosa reputación. Logré concertar con él y logré obtener una confirmación. Por desgracia, no tengo evidencias físicas, solo suposiciones. Estoy segura de que, si puedo obtenerlas, lograremos presionarlo para que colabore. Estamos a un nombre de encontrar a tu familia.
―¿Cómo es eso posible? ―El teléfono se sacudió. Isaac se percató de que estaba temblando.
―Aquí. ―Le mostró las anotaciones que había hecho en el cuaderno. Como era de esperarse, Isaac no entendió una sola palabra, así que dejó que explicara―. Hablé con las personas que doña Clara les dio. Mauricio les pagó por mantener silencio, pero he logrado hacer que una de ellas se doblegue. Me contó que justo el día de tu nacimiento, hubo un incidente con una pareja. Un hombre llegó al centro médico e intentó llevarse a su pareja, que había dado a luz el día anterior. Su comportamiento agresivo provocó que llamaran a seguridad y fue entonces cuando su pareja declaró que él la había golpeado, lo que causó que se le adelantara el parto, que estaba pautado en algún momento de las dos semanas siguientes. La policía lo arrestó, le tomaron declaración a la parturienta en el hospital, porque aún no estaban dados de alta ni ella ni el bebé, y poco después, tanto la chica como el niño, se fueron sin dejar rastro.
―Entonces... ―Isaac se pasó la lengua por los labios―. ¿Encontraste a la enfermera que hizo el cambio?
Wren asintió con lentitud.
―La enfermera se puso tan nerviosa por el incidente que agarró al bebé equivocado, le puso mal la pulsera, que, en ese entonces, no eran electrónicas, sino escritas a mano, y le entregó al niño. La mujer se marchó y la enfermera no supo del intercambio de los bebés hasta que Camilla comenzó a investigar. Mauricio les pagó a los empleados para que mantuvieran silencio. Imagino que sabía que si lo del intercambio llegaba a oídos de la policía, tarde o temprano iban a descubrir lo de las ventas de equipo médico defectuoso.
―¿Crees que esa mujer podría...? ―la pregunta se quedó a medias por el iracundo palpitar de su corazón en la garganta.
―Solo hubo dos nacimientos en el mes de octubre: el del 21 y el del día anterior. ―Como si no creyera que Isaac fuera capaz de comprender lo obvio, Wren le explicó con un tono de voz bajo y suave―: Lo siento, pero... Creo que incluso tu fecha de nacimiento no te corresponde. Naciste el 20 de octubre, y el hijo de Camilla el 21.
Ese detalle, ese insignificante detalle, cayó sobre Isaac como una bola de cañón. Incluso su fecha de cumpleaños le pertenecía a otra persona. Bajó el brazo, miró el techo crema de su habitación y suspiró.
―¿La enfermera no sabe quién es la mujer?
―No. ―Miró el rostro de Wren en la pantalla con el rabillo del ojo―. No lo recuerda. Lo que sí recuerda es que el hombre era español y que tenía un olor desagradable encima, como a pintura quemada. ―La vio entornar los ojos―. Y también dijo que la mujer, aunque hablaba perfectamente el español, seguía teniendo un marcado acento inglés.
El teléfono cayó de la mano de Isaac. Dos voces femeninas se mezclaron en su mente.
Lydia misma se lo había dicho: «El nacimiento de mi bebé se adelantó por la golpiza que me dio el día que le pedí que nos casáramos» y luego la voz de Wren se entretejió: «Su pareja declaró que él la había golpeado, lo que causó que se le adelantara el parto».
Lydia otra vez: «Me alejé de su lado tanto como pude» y luego Wren, que remató como si fuera un duelo de palabras: «Poco después, tanto la chica como el niño, se fueron sin dejar rastro».
El batazo de palabras agujereó la mente de Isaac, que ya estaba maltrecha y dolorida por la conversación. Quería convencerse de que estaba ante meras casualidades. Que Lydia fuera inglesa, que haya vivido en España, donde dio a luz en un pueblito, y que haya huido con su recién nacido por el miedo que le provocaba su expareja, quien le provocó que se le adelantara el parto por la golpiza al igual que su supuesta madre biológica, debía ser solo eso: un río caudaloso de curiosidades. Pero ¿cómo iba a ignorar el ruido si en lugar de llevar piedras, arrastraba peñones? Cada uno apachurró el corazón de Isaac con una fuerza implacable.
―¿Isaac? ―la lejana voz de Wren lo turbó aún más. Con lo pesada que sentía la lengua, le resultó imposible responder―. Oye, ¿estás bien? No me asustes así. Estoy desde España y no puedo hacer nada. ¡Isaac!
―Te llamo... ―Se levantó de la cama con dificultad. Al parecer, no solo la lengua le pesaba, sino el cuerpo entero―. Después... Te llamo....
Pasó de largo el teléfono, abrió la puerta con mayor dificultad de la que suponía y salió de la habitación. Descendió por las escaleras como si estuviera cargando el peso de la casa sobre sus hombros. Desde la mitad del trayecto escuchó las carcajadas cómplices que Lydia y su padre compartían. Sus palabras suaves eran inentendibles, lo que para Isaac estaba bien. Tampoco quería invadir su privacidad.
Se detuvo en un escalón desde el que podía mirarla. El rostro de Lydia poseía una redondez que sus grandes ojos castaños no le envidiaban, unos ojos que, más que castaños, eran...eran pardos, como los de Isaac. No era posible, debía ser otra casualidad. Otra gran casualidad...
Pero se preguntó si era cierto que la sangre llamaba, porque si era así, tal vez podría entender por qué había sentido una conexión especial con ella desde que se presentó en su casa para recibir a los nuevos vecinos. Pensaba que se trataba de la falta de una madre y que ella, con su carácter dulce, aunque firme, se había ganado su cariño. De considerarla una madre a que realmente lo fuera... La posibilidad le erizó la piel. No podía ser posible que hubiera viajado a otro país en su búsqueda y que estuviera a unas pocas puertas de distancia todo este tiempo.
De pronto, como si hubiese sentido su presencia, Lydia volteó hacia la escalera y sonrió. Isaac se rompió por dentro.
―¿Ya te vas a trabajar? Preparé un poco de té porque si no, no paso un buen día. Dos de azúcar, ¿verdad?
Isaac bajó los últimos escalones como si sus pies estuvieran hechos de plomo. Le gustaba echar dos cucharadas de azúcar al té, al igual que ella. Cuando soltó su cabello y se hizo un moño más apretado, se percató de que el tono castaño era similar al de Isaac. Si continuaba mirándola a detalle, ¿encontraría otras similitudes que no había notado antes? Como los discretos hoyuelos que se le formaban al sonreír.
―¿No tendrás problemas con Julian por llegar tarde? ―le preguntó su padre al verlo entrar a la cocina.
―No ―se las ingenió para decir, aunque la boca le ardía por la resequedad―. Julian nunca se enfada por mis tardanzas, sabe que vengo a verte antes.
―¿Por qué no le llevas los tomates que sobraron? ―le sugirió Lydia―. Si de verdad tiene un buen paladar como dices, sabrá apreciar mi talento en la cocina. Si no, le enviaré un termo con té agrio.
El comentario ingenioso debió haberle provocado una carcajada, pero Isaac no tenía ganas de reír. En el momento en que Lydia dejó la taza de té en las manos temblorosas, sus ojos pardos se clavaron en el vapor que emanaba de la bebida. La sensación del té era cálida como un beso o una caricia, y Isaac sintió deseos de echarse a llorar. ¿Qué iba a ser si esas casualidades se convertían en una respuesta definitiva?
―Lo siento, tengo que irme. ―Dejó el té sobre la mesa, se dirigió hacia la entrada y agarró las llaves del coche antes de salir.
Bajó las escaleras con la respiración a mil por hora, aunque lo más agitado que tenía era la cabeza. La mente no le estaba funcionando bien y se percató de ello cuando se echó a correr y dejó el auto atrás. La brisa refrescante aplacó el calor repentino que le arropó las mejillas. El sonido de las llaves se mezcló con el susurro del viento, el eco lejano de los coches al encenderse, las rápidas despedidas de sus vecinos antes de irse al trabajo, el trinar de aves furiosas y el murmullo de las hojas del arbusto medio seco justo frente a la casa de Lydia donde acababa de detenerse
Lydia.
Lydia volvió a su cabeza. Lydia...
¿De verdad ella podría...?
―Oye, granuja.
Isaac dio un salto al escuchar su voz. Lydia descendió por la acera y le tocó el hombro. Isaac no se atrevió a encararla de inmediato. Su cuerpo se dio la vuelta con una lentitud abrumadora. Los ojos pardos de Lydia se entornaron.
―¿Te ha sucedido algo? Te noté muy pálido al salir de casa.
Isaac no dijo nada. Se quedó quieto con la mirada clavada en la de ella.
―¿Es por tu padre? ―El gesto preocupado de Lydia se suavizó. Lo agarró del brazo, lo condujo hacia las escaleras de la entrada y le dijo que se sentara en el penúltimo escalón―. Hoy despertó un tanto refunfuñón, pero está bien. Lo has estado cuidando magníficamente.
Isaac se obligó a sonreír. No tenía el valor de contarle sus maquinaciones. Lydia le había dicho lo mucho que sufrió al perder a su hijo. Si sus conjeturas resultaran estar equivocadas, le haría mucho daño. Pero...
―Tú también has cuidado de él magníficamente.
Lydia lo miró, avergonzada.
―Tu padre y yo nos hicimos muy buenos amigos desde que se mudaron aquí. No puedo evitar tenerle cierta estima.
―¿Solo se trata de estima? Mi papá nunca manifestó ningún interés especial, pero, de pronto, uno nota cosas...
―Nos unió tu partida, cuando te mudaste a tu piso. Venía a tu casa en las mañanas para desayunar juntos y me hablaba de ti en los momentos donde estabas en la escuela y te echaba de menos. Luego, cuando te independizaste, a los dos nos pegó la nostalgia. Siempre te sentí como... como al niño que perdí una vez.
Sus palabras fueron un golpe al corazón. Isaac bajó la mirada y se miró los zapatos grises. Le costó más esfuerzos de los que creyó poder hablar de nuevo.
―¿Dónde...? ―Subió las piernas y juntó las manos sobre el regazo―. ¿Dónde nació tu hijo?
Lydia forzó una sonrisa. Ese era un tema que la lastimaba mucho. Isaac lamentó empujarla a recordar.
―Pues... Quería que naciera en Salamanca. ―Recogió la falda de su vestido amarillo y se sentó junto a él―. Mi pareja, por otro lado, no quería regresar. Le pedí que nos casáramos y que le dijéramos a mi familia. Él no quiso ninguna de las dos opciones.
―Y te golpeó ―sus palabras brotaron de su boca con brusquedad.
―Al final, mi bebé nació en un pueblito tranquilo, aunque el hospital dejaba mucho que desear. Si no recuerdo mal, fue en Huesca.
La cabeza de Isaac comenzó a dar vueltas y ni siquiera la brisa de la mañana aplacó la sensación de sofoco. ¿Cuántas casualidades iban ya? ¿Y cuántas más estaban por llegar?
―La discreción no es lo suyo, ¿verdad?
Isaac apartó la mirada de los zapatos y la observó con una expresión extraña.
―¿De quién?
Lydia apunto con la barbilla a los tres coches negros que acaban de estacionarse frente a la casa de Lydia. Habría reconocido a Olive y a su escolta incluso si en ese instante no se hubiese abierto la puerta del coche en el medio y no hubiera visto el tacón blanco golpear el suelo.
―¿Isaac? ―Se acercó casi corriendo y con el rostro cenizo―. ¿Te encuentras bien?
Isaac se levantó de golpe al verla resbalar cerca de la entrada. La atrapó justo antes de que cayera de culo.
―Estoy bien, ¿tú por qué estás tan asustada?
―Wren me llamó y me dijo que te has puesto muy mal. Iba de camino a la sede de la red de apoyo. Casi hago que mi chofer pegue un frenazo que nos pudo haber mandado a China.
La carcajada de Isaac disminuyó ante el acercamiento de Lydia. Saludó a Olive con una sonrisa, le dio un apretón al hombro izquierdo de Isaac y dijo:
―Me parece que te dejo en buenas manos. Es un gusto saludarte, preciosa.
Tanta era la preocupación de Olive que apenas pudo despedirla con un asentimiento. Una vez que estuvieron a solas, Isaac regresó a la escalera y se acomodó pegado a la reja negra.
―¿Pasó algo? ―Olive se acercó―. Wren se escuchaba preocupada. La muy maldita me la contagió cuando te llamé y no me respondiste.
―Lo siento, dejé el móvil en mi habitación. No te sientes ahí, te ensuciarás. ―Tiró suavemente de su muñeca y la ayudó a sentarse en su regazo―. Wren me estaba poniendo al tanto de sus descubrimientos y...
Isaac se quedó callado, así que Olive intentó descifrar el mensaje.
―¿Ha encontrado a tu familia?
―No. ―Movió la cabeza muy lentamente―. Tal vez la he encontrado yo y puede...puede que se trate de Lydia.
Olive se sobresaltó.
―¿Cómo es eso posible?
Isaac suspiró e intentó reunir la energía para contarle, pero su mente, casi tanto como su cuerpo, estaba fatigada. Así que se quedaron en silencio durante unos minutos mientras la mañana ―y la gente― pasaba frente a ellos. Olive le apretó la mano, lo que le inyectó una buena dosis de fortaleza. Con el corazón en la garganta, le confesó sus sospechas.
―Dios mío, Isaac... ―Olive recorrió su rostro con una ternura que terminó por desarmar lo poco intacto que le quedaba―. Tienes sus ojos y la forma de su nariz. Siempre se me hicieron parecidos, pero jamás pensé...
―Puede que solo sea una casualidad, ¿no crees?
―No lo sé. ―Ante su respuesta, Isaac sonrió. Prefirió concentrarse en las suaves caricias de sus manos que en el agónico palpitar de su corazón―. Quizá Wren pueda confirmarlo. Si Lydia era esa paciente, de seguro podrá corroborarlo si le damos su nombre.
―¿Y qué hago si es verdad? ―escupió de sopetón―. Quiero mucho a Lydia, pero de ahí a que sea mi madre... Qué situación tan espantosa. Hasta el día de hoy, sigue sufriendo porque perdió a su hijo. ¿Sabes lo que le dolerá saber que ese niño que no ha vuelto a ver ni siquiera es suyo?
―Lo siento mucho, mi amor, de verdad. ―Como Isaac se había negado a mirarla a los ojos, Olive le pinchó la barbilla y clavó su mirada en la de él―. Me duele más ahora que Lydia también sufrirá. Pero he visto como ha cuidado de ti durante años. Te quiere muchísimo y pienso que, con el tiempo, los dos podrían aprender a relacionarse como madre e hijo.
―Si es mi madre ―le recordó con pesadez.
―Lo sea o no, no tienes que enfrentar esto solo. No lo harás porque yo no lo voy a permitir. ―Aflojó su apretón, acarició su mejilla y después sonrió―. Te tengo una propuesta indecente.
―Le tengo miedo a tus propuestas indecentes, en especial porque traes a tu escolta. ¿Y si alguno de tus guardias se lo dice a tu padre?
―Estaba pensando en dar un paseo por Soho, Southwark o Southampton.
―En pocas palabras, algún lugar que comience con ese ―bromeó Isaac.
―Podrías traer tu cámara y hacerme fotos bonitas ―continuó, ignorándolo.
―¿Esa es la proposición indecente?
―No. ―Se apartó unos mechoncitos de pelo negro que el viento le arrojó a la cara―. Puedo cancelar mis pendientes de hoy y engatusar a Julian para que te permita tener el día libre. Esa es mi propuesta indecente.
―Muy sucia, por cierto.
―Lo sé, me haces cometer un sinfín de locuras.
Isaac se echó a reír. Olive se inclinó hacia él para besarlo, pero la detuvo al apartarse.
―La gente nos está mirando. Si alguno de ellos nos llega a tomar una foto, podría aparecer en las redes sociales.
Olive sonrió e ignoró la observación. Se inclinó un poco más y olvidó cohibirse de besarlo para escapar de una cámara.
―¿Aceptas mi propuesta indecente? ―preguntó sin apartarse de su boca.
―Después de esas palabras tan sucias, claro que sí. ―Su sonrisa vaciló un poco―. He dejado el teléfono en casa y no quiero volver. ¿Puedes prestarme el tuyo?
―Lo tengo en el coche. ¿Vas a llamar a Wren?
Isaac asintió.
―Si alguien puede encontrar la verdad es ella, y hoy la necesito más que nunca. ―Suspiró y su respiración se mezcló con la brisa―. Después, haré realidad tu propuesta indecente.
Y después de 25 capítulos... ¿qué tal esta bomba? ¿Te lo esperabas? Creo que esta vez dejé pistas más evidentes que en mis otras novelas. ¿Ya suponías que se trataba de Lydia? 🤭
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