Capítulo uno.
―¿Todavía te quedan medias de esas? ―Isaac trazó una línea por la espalda desnuda de su acompañante al tiempo que le daba una suave mordida en su hombro―. Pensaba que las había destruido todas.
Olive observó a Isaac por encima del hombro con una sonrisa pícara.
―He llenado un cajón con paquetes nuevos. Te agradecería que dejes de destrozarme la ropa.
―Mentirosa, te encanta que lo haga ―recorrió la curva de su cuello con los labios húmedos y añadió―: nena.
Olive se estremeció y cerró los ojos.
―Detesto que me llames nena.
―Lo sé, llevas diez años diciéndolo.
―Y lo sigues haciendo.
Isaac se echó a reír, se movió en la cama y Olive sintió la ausencia de su peso. Al voltear, lo encontró de pie mientras se ponía el pantalón del pijama.
―¿Cenaremos esta noche? ―le preguntó Isaac con una expresión de esperanza.
Olive se encogió de hombros y observó la hora en el reloj gris sobre la mesa de noche: seis treinta de la mañana. Su agenda, como era habitual en abril, estaba a reventar de compromisos y a ninguno podía faltar, a menos que alguno de los tantos que tenía fuera cancelado de forma repentina...
―Cuando vuelva a palacio, revisaré si hay un hueco para hoy ―respondió con una sonrisa.
Isaac amagó una sonrisa desganada, y Olive decidió ponerse de pie para terminar de vestirse. Quería evitar mirarlo a los ojos, que seguramente continuaban observando su espalda desnuda, pero esta vez con un gesto de frustración que prefería no presenciar. La realidad, como era su costumbre, la golpeó sin mesura. Diez años de relación no los había hecho ajustarse todavía a la falta de tiempo que le provocan los cientos de compromisos a los que ella debía asistir.
―Sí importa. Lo sabes, ¿verdad? ―inquirió Isaac con ternura―. Lo que tú quieras importa más de lo que pueda querer yo.
Olive agarró uno de los tacones y se lo puso. La pequeña acción le dio tiempo para pensar en una respuesta prudente.
―Por supuesto. ―Se puso el otro tacón y después continuó con el sujetador―. Sí se lo diremos.
―¿Cuándo?
―Pues... ―Juntó los labios y dejó la respuesta a medias.
«Cuando me digas lo que de verdad quiero oír», pensó mientras suspiraba, pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Después de tantos años, Isaac debería ser consciente de cuáles eran sus verdaderos sueños y aspiraciones sin que tuviera que decirlo, ¿o no? Siempre fue capaz de interpretarla de maneras que ni ella misma habría podido, y había ciertos designios que ya estaban establecidos por su posición. Casarse no solo era un deseo, era una necesidad. El protocolo los obligaba.
Se puso el vestido antes de volver a la cama y sentarse en el borde. Isaac hizo lo mismo y se acomodó junto a ella, codo con codo. Olive sonrió, conmovida por el familiar calor que emanaba de una piel que se conocía a la perfección. Isaac siempre tuvo ese poder. En medio del ruido, era silencio; pese a encontrarse en la tormenta, él siempre la llevaba hacia la calma. Era su lugar favorito; su hogar seguro.
―No quiero hacerte sentir presionada. ―Isaac acercó la mano a la de ella y le dio un apretón. Llevó la unión a la boca y le besó la piel blanda―. Prefiero que suceda de la manera más natural posible. Si no quieres...
―Sí quiero ―lo interrumpió con una sonrisa. Descansó la cabeza sobre su hombro y escuchó el lejano palpitar de su corazón―. Lo único que necesito es encontrar el momento apropiado para decirle a mi familia.
―Ellos saben que te adoro. ―Olive tragó saliva al levantar la cabeza y encontrar la calidez de su mirada―. Pero entiendo que eres su pequeña niña. No querrán entregarla a cualquier bribón.
Olive dio un respingo al sentir la mano de Isaac subir por debajo del vestido.
―¡Quieto! ―chilló. Le dio un manotazo y se echó a reír ante su falsa mueca de dolor―. No permito que me eches a perder. Tengo una larga agenda por delante.
―Conozco otra cosa larga que te gusta, y también está por delante ―masculló entre sugerente y burlón.
―¡Isaac! ―Olive agarró la almohada e hizo ademán de golpearlo con ella, pero él se apartó de la cama riendo.
―¡Pausa, pausa! ―suplicó Isaac al percatarse del sonido de su teléfono―. Puede que sea mi jefe.
―Julian no se levanta tan temprano. ―Dejó la almohada sobre la cama.
―No lo sabremos hasta que revise. ―Se acercó a la mesa de noche, agarró el móvil y miró la pantalla―. ¡Ah, es mi padre!
―Qué buen momento para contarle de las sucias barbaridades que me dices.
―¡Quieta, fierecilla! ―Isaac se alejó de ella al percatarse de que caminaba hacia su posición. Le pinchó la barbilla―. Solo soy un sucio en privado.
Olive le agarró la mano y le mordió el pulgar.
―Lo sé.
Isaac aprovechó la cercanía para contornear la forma de su boca con el pulgar.
―Lo que me gusta hacerle a esa boquita...
El móvil continuó sonando, pero ninguno estaba escuchando más allá de sus propias palpitaciones y respiraciones agitadas. La cercanía, un roce, una sensación cálida de piel contra piel... Era todo lo que hacía falta para que se olvidaran del mundo.
Olive tragó saliva e intentó ignorar el cosquilleo que se adentraba cada vez más a la palpitante zona entre medio de sus piernas. Le resultaba tan difícil ahora que miraba los ojos pardos de Isaac, que también la contemplaban como si pudiera devorarla con un solo vistazo.
De pronto, Isaac sacudió la cabeza y respondió la llamada.
―Hola, papá. Disculpa. Tenía el móvil en silencio.
Olive lo observó apartarse y hablar cada vez más bajo a medida que la distancia entre ellos crecía. Suspiró y echó una rápida mirada al reloj. El tiempo se movía despacio, no así sus pensamientos. Dentro de su cabeza, la cuenta regresiva continuaba restando segundos, minutos, horas... En pocas semanas cumpliría veinticinco años y diez de noviazgo. Su vida aumentaba; sus miedos e impaciencia, también.
Pero Isaac lo sabía. Después de tanto tiempo, podía leerla como si se tratara de un libro abierto, y él tenía la paciencia suficiente para leer sus miles de páginas. Pero ¿era capaz de comprender el mensaje que escondían sus palabras? Asintió mirando al reloj. El tiempo avanzaba; su destino, a veces incierto, también.
Para el momento en que Isaac volvió, Olive ya se había puesto un abrigo azul polvoroso.
―¿Ya te vas? ―le preguntó al comprobar que había terminado de alistarse―. Yo ni siquiera me he duchado.
―Tengo una reunión a las nueve con el contable de Prohibido callar y primero debo pasar por el palacio. ―Le dio la vuelta a la cama mientras se ponía los últimos dos botones del abrigo―. ¿Cómo está Maurice?
―Según él, bien. Me pidió que pase a verlo en estos días. Aprovechó para mandarte saludos.
Olive descubrió una sombra pensativa que agrisó lo pardo de sus ojos. Contrario a su familia, la de Isaac solo se componía de su padre y él. No le gustaba hablar de su madre y era poco lo que sabía de ella: solo que había dejado la casa cuando tenía once años y que la última vez que la vio fue a los catorce en una breve reunión que ambos tuvieron en la Escuela Privada Ecclestoun, donde Olive y él se habían conocido, justo después de su primer encuentro. Maurice era todo lo que Isaac tenía, y por desgracia sufría de una afección cardiaca. Debía mantener en control sus niveles de estrés y no sufrir grandes sobresaltos.
Olive se acercó a Isaac y le envolvió la cintura con los brazos.
―Cuando lo veas, dile que le mando un abrazo enorme y que siga cuidando su corazón, que aquí lo queremos mucho.
La petición lo hizo sonreír, y Olive se dio por bien servida.
―Te adoro ―le susurró él mientras entrelazaba los dedos en el espeso cabello negro de Olive. Se acercó tanto a ella que sus narices se rozaron. Un calor mentolado abandonó la boca de Isaac. Olive también despegó los labios y recibió su despedida con una sonrisa de dicha.
―Te adoro ―le dijo al separarse. Se pasó la lengua por los labios, que no llevaban labial todavía, y saboreó el remanente del beso.
Terminó de arreglarse y abandonó el pequeño piso de Isaac. El chofer, que esperaba por ella, abrió la puerta y la llevó al palacio. El viaje no resultó particularmente largo, aunque el ir y venir de sus pensamientos le mintieron, haciéndole creer que llevaba horas en la carretera.
Suspiró al advertir el palacio a través de la ventana del coche. Entró casi corriendo, pese a que todavía le quedaba al menos una hora para prepararse antes de la primera reunión del día. Aunque había revisado la agenda la noche anterior y muy brevemente en la mañana, la lista de compromisos ya había abandonado su mente. Apenas era capaz de recordar el primer asunto.
―Si así de agitada llevas la mañana, no me quiero imaginar cómo estuvo la noche.
A la mofa de uno de sus hermanos le siguió la risa del otro.
Olive se detuvo en medio del salón y puso los ojos en blanco.
―Buen día, compañeros de vientre ―saludó con letargo. Era demasiado temprano para tener que lidiar con el humor de ambos.
―Buen día. ―Simon estiró las piernas en el sofá donde estaba acostado―. Excelente elección de vestimenta: azul polvoroso, para cuando quedas hecha polvo.
William alabó el ingenio de su hermano con una carcajada.
―Me gustabas más cuando tenías el alma amargada ―gruñó Olive. Si hubiese tenido un bolso a mano, lo hubiera golpeado con él.
―Yo también te quiero. ―Simon sonrió, giró en el sofá y se sentó―. Has llegado en un momento muy oportuno. ¿Te molestaría hacerme un favor?
―Sí. Estaré ocupada.
William fingió un estremecimiento.
―Ha sucedido lo que más he temido: los papeles se invirtieron. Ahora Olive es la máquina del trabajo, Simon el pervertido y yo... ¿Dónde quedo yo, desgraciados?
―El universitario ―le recordó Simon.
―Y el eterno pero muy querido fastidio de la familia. ―Olive se le acercó para pellizcarle las mejillas.
―Uf, ¡Fea! ―William se apartó de ella como si acabara de confesarle que tenía la peste―. ¡La cara no! Pellizca la de Simon, ¡es prácticamente lo mismo!
―¡Mi favor! ―suplicó el aludido―. Es importante y eres la única que puede hacerlo.
―Dime qué es y pensaré si puedo ayudarte o no.
―Lyla, Beatrix, Neri y mi mamá están encerradas arriba y no me dejan pasar. ―Juntó las manos sobre las piernas cruzadas―. ¿Podrías...?
―¡La prueba del vestido! ―exclamó Olive al recordarlo―. Lyla me pidió que estuviera y lo olvidé por completo.
Simon bufó y se pasó la mano por el pelo azabache con una expresión de cansancio.
―Todos pueden entrar menos yo.
―O yo ―añadió William―. Supongo que para prevenir que intercambiemos lugares.
Olive se echó a reír.
―Dicen que es de mala suerte ver a la novia antes de la boda.
―No creo en esas cosas. ―Simon se encogió de hombros―. Solo quiero saber cómo es el vestido. Digamos que necesito saciar esa curiosidad.
―Pues es bastante bonito. ―Una ronca voz llegó al salón acompañado del ruido de las pisadas―. Y debo añadir que Lyla se ve preciosa.
Caleb se sentó junto a Simon con una sonrisa tan amplia que a Olive le dolía el solo pensamiento de imitarla. Simon, por su parte, miró al menor con los ojos achicados.
―Traidor ―musitó el mayor―. No puedo creer que te dejaran pasar.
―Querían una opinión masculina y soy el hombre más fiable de la familia.
―Tiene razón. ―Asintió Olive.
―¿La opinión del futuro esposo no cuenta? ―atacó Simon con una actitud infantil nada propia de él.
―No ―respondieron sus tres hermanos.
―Gracias. ―Simon descansó los brazos en el espaldar del sofá―. Ya te veré a ti en una situación similar ―señaló a William con el índice y después a Olive al tiempo que decía―: o a ti, y me voy a reír de que los echen a un lado.
―No tengo pensado casarme ―admitió William. Adoptó una posición relajada tras estirar y cruzar las piernas en el sofá―, pero no se lo digas a mamá. Está convencida de que los cuatro en algún momento nos casaremos con alguien.
―Dicen que, mientras más huimos de nuestro destino, más pronto llegaremos a él ―se burló Olive.
―¡Ni loco! ―refufuñó William.
―Ya veremos. ¿Qué hay de ti? ―Olive se tensó cuando la mirada de Simon se posó en ella―. Me sorprende que me esté casando antes que tú.
Las manos de Olive comenzaron a sudar de inmediato. Se limitó a encogerse de hombros y a sonreír, aunque temía que la vacilación en su mirada fuera evidente.
―Pasará cuando tenga que pasar.
Se salvó de un interrogatorio gracias a su asistente, que apareció en el salón para advertirle que su madre la estaba buscando y que debía subir a la habitación de huéspedes donde Lyla acostumbraba a quedarse cuando venía de visita.
Escuchó el murmullo de voces femeninas al llegar a la puerta. Tocó dos veces y entró a la voz de «pase».
Olive se quedó paralizada en el umbral. A Lyla la envolvía un precioso vestido de crepe de seda y organza blanca, con una larga cola de tres metros y velo de intrincado encaje. Al notar su presencia, la pelirroja sonrió y estiró la mano hacia ella.
―¡Entra y cierra rápido! No sé si Simon está rondando el pasillo para espiarnos. Ha estado pidiéndome detalles del vestido toda la bendita semana.
―Está en el salón ―le informó ella mientras cerraba la puerta―. ¿Es ese?
―¿No es precioso? ―Lyla intentó dar la vuelta sobre la butaca en la que estaba de pie, pero Neri, su madre, la agarró por la cintura―. Lo siento, casi olvido que tiene alfileres.
―Creo que deberíamos usar esos alfileres para coserle la boca ―bromeó Beatrix, la hermana gemela de Lyla―. La ansiedad de la boda le ha hecho subir de peso.
―¡No es cierto! ―protestó la aludida.
―Yo me hinché como pez globo dos días antes de la boda ―comentó Anna al tiempo que se levantaba de la butaca en la que había estado sentada―. Casi me echo a llorar de solo pensar que ya no me quedaba el vestido. No sé si todas las bodas son así de estresantes o si lo percibía todo más intenso al tratarse del príncipe regente.
―¿Te dan nervios casarte con el príncipe de Gales? ―inquirió Olive, solemne y curiosa. De verdad le interesaba conocer su opinión. Por mero aprendizaje, quizás. Quería saber lo que una persona que no hubiera nacido en la familia real pensaba del matrimonio.
Lyla tuvo al instante cuatro pares de ojos mirándola con interés.
―Solo es Simon. ―Sonrió, embelesada―. No le tengo miedo a su título.
―¿Y a las responsabilidades que heredarás al convertirte en princesa consorte? ―curioseó Neri.
―Y duquesa de Lainster ―le recordó Anna mientras estiraba la larga cola del vestido.
―Las pelirrojas no le tememos a nada ―declaró Lyla. Beatrix silbó y ambas chocaron las manos.
Olive sonrió, por fuera, porque por dentro se arremolinó una incómoda sensación de tristeza en su pecho. ¿O era envidia lo que sentía? Lyla estaba cumpliendo su sueño más romántico; estaba llevando a la realidad su más profunda aspiración. Iba a casarse, mientras que ella... Ella había aceptado convivir con Isaac, aunque aún no había sacado el valor de contárselo a su familia. Siempre imaginó que saldría del palacio después de casarse, no para convivir con su pareja de diez años. ¿Qué era lo que se necesitaba para que Isaac también quisiera concretarlo mediante una unión religiosa?
―Y aún no les muestro la mejor parte del ajuar ―la voz de Lyla sacó a Olive de sus pensamientos―. Miren. ―Levantó la falda del vestido y les mostró la suela del tacón izquierdo. Tenía la forma de un paraguas―. ¿No es precioso? Le pregunté al diseñador si se podía, ¡y evidentemente me dijo que sí!
Las cuatro mujeres arrugaron el ceño.
―¿Por qué un paraguas? ―Beatrix fue la única en preguntar.
Lyla sonrió de tal manera que la habitación se iluminó con su alegría.
―Porque estoy enamorada.
Olive observó a su madre, quien lucía igual de confundida que ella. Neri y Beatrix ni siquiera se esforzaron en comprender; dieron a Lyla por perdida.
―Lamento la tardanza ―anunció una mujer al entrar a la habitación―. ¿Qué tal ha ido la prueba?
Dada la pregunta, Olive intuyó que se trataba de la diseñadora.
―Hay que hacerle ajustes en la cintura ―respondió Anna―. El largo de la cola está perfecto, pero Lyla quiere que le reduzcas dos pulgadas al velo.
La conversación sobre las modificaciones y las añadiduras duró casi diez minutos. Una vez que la reunión culminó, el resto de mujeres abandonaron la habitación y solo quedaron Lyla y Olive.
―¿Puedes creer que Simon ya escogió su traje? ―Lyla se echó a reír al encontrar irónica su pregunta. Agarró su abrigo blanco de la cama y se lo puso despacio, cubriendo el vestido morado―. No sé por qué me sorprende. La mayoría de las decisiones las ha tomado él. Yo estoy muy nerviosa para decidirme.
Aunque no se lo hubiera dicho, Olive ya lo sabía. Llevaban planificando la boda desde hacía tres meses y hasta apenas tres semanas atrás, Lyla fue capaz de decidir qué vestido de novias se pondría. Tal indecisión remarcaba un hecho bien conocido por ambas familias: Simon y Lyla eran dos grandes polos opuestos, y aún así congeniaban de maravilla.
Otra punzada de envidia le paralizó el corazón.
―¿Estás bien?
Olive levantó la cabeza y observó a Lyla con una falsa sonrisa tanto en la boca como en la mirada.
―¿Crees que podríamos hablar un momento? Es una tontería, pero... ―Olive hundió los hombros.
―Sabes que siempre tengo tiempo para mi cuñada favorita. ―Se echó a reír al tiempo que agarraba a Olive de las manos y la llevaba a la cama. Se sentaron en el borde―. Soy toda oídos.
Olive clavó la vista en sus manos tomadas. Un zafarrancho de pensamientos vacilaron en su mente y olvidó cómo comandarlos.
―Isaac quiere que nos mudemos juntos. ―Buscó alguna reacción en sus ojos color miel, pero no encontró nada. Lyla y Simon prácticamente habían estado conviviendo en una propiedad de Norbury hasta que decidieron casarse, por tanto no veía nada extraño en la petición―. Sin casarnos ―añadió en voz baja.
―¿Él no quiere casarse?
―No...no lo sé.
―¿No le has preguntado? ―la tan esperada reacción llegó: incredulidad.
―No lo he considerado necesario ―su voz sonó más estoica de lo que habría querido―. Estoy segura de que él sabe lo que quiero.
―Supongo que en algún momento habrán hablado sobre los planes para su futuro ―Lyla levantó ambas cejas y esperó la respuesta, que no tardó en llegar.
―No exactamente. ―Olive se deshizo del apretón―. He pensado que, después de diez años, nuestros planes son bastante claros. La pareja siempre busca casarse, en especial dada mi posición. ―Amagó una sonrisa―. Toda la familia sabe que soy una romántica, y Isaac igual. Además, dado mi título, no puedo tontear eternamente con una pareja. Quiero y debo casarme. Él lo sabe, estoy segura.
Lyla inclinó la cabeza con un gesto pensativo. Se levantó un instante y se arremangó hasta los codos.
―Linda, no sé si en realidad estás comprendiendo cómo funciona una relación.
Olive sonrió con sorna.
―Sé como funciona con Isaac.
―No es bueno que en una relación predominen las suposiciones. Los asuntos fundamentales tienen que ser hablados por los dos. Aún más importante: se tienen que contar lo que esperan de la relación. Tal vez tú quieres casarte, pero él no.
―Isaac conoce mi posición. Es imposible que convivamos y ya, sin más.
―Pues así como me lo cuentas, dícelo a él. Necesita saberlo.
Olive vaciló en su respuesta. Al final, preguntó:
―¿Crees que Isaac no sabe lo que en realidad quiero?
―Las personas no somos adivinas ni escuchamos pensamientos. La comunicación es algo esencial que cada pareja debe fomentar.
Olive asintió con parsimonia, aunque por dentro se abría paso el agobio y la inquietud. ¿Había hecho mal al dar por sentado lo que, para ella, era evidente?
―Lo pensaré. ―Se puso de pie―. Me tengo que ir. Debo asistir a una reunión.
Lyla evitó la huida al agarrarle la mano.
―Habla con él. ―Le sonrió con cariño.
Asintió y abandonó la habitación con el zafarrancho de pensamientos volviendo a embestir su mente.
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