Capítulo tres.
La carretera se había convertido en un borrón gris y marrón a medida que Isaac apretaba las manos en el volante y presionaba el acelerador hasta el fondo.
Se saltó algunas luces, evitó como pudo un par de choques y bajó la ventanilla varias veces para gritarle a la gente que se moviera. Necesitaba llegar al hospital cuanto antes, pero el destino, que tenía un humor ácido, le estaba poniendo trabas en el camino.
―Deja que te acompañe ―le había pedido Julian. Isaac no lo escuchó. Ya había subido la ventanilla―. ¡Isaac!
Arrancó y lo dejó en el estacionamiento, acompañado por William que también gritaba su nombre y le pedía que se detuviera. No podía.
Su entorno había desaparecido. Lo único que podía observar era la calle que lo conduciría al hospital al que habían llevado a su padre en una ambulancia. Volvió a escuchar el ruido amortiguado de la sirena a través del móvil, la respiración agitada de Lydia y el tamborileo de su corazón adolorido al escuchar la noticia.
Le ardían los ojos, le sudaban las manos. Se sentía a punto de desfallecer. ¿Qué sería de él si su padre...? Sacudió la cabeza para apartar el pensamiento.
Llegó al hospital y pisó el freno de repente al encontrarse con el tumulto de periodistas atestando la entrada del área de emergencias. Rodeaban la ambulancia como buitres, impidiendo que los paramédicos sacaran al paciente de la parte de atrás. Observó a Lydia entremedio de la gente, y una opresión en el pecho ennegreció su mirada.
Bajó del coche con un grito atorado en su garganta. A medida que se acercaba, las palabras le martillaban en la punta de la lengua.
―¡Eh! ―vociferó. Empuñó las manos y aceleró el paso―. ¡Muévanse!
Isaac se cegó; la ira entintó su consciencia y la volvió negruzca. Apartó a los periodistas con bruscos empujones y burdas amenazas que no se quedaron en su memoria. Los paramédicos aprovecharon el escándalo para ingresar al paciente, y Isaac, en medio de su desorientación, encontró el pálido rostro de su padre detrás de una mascarilla para oxígeno. Cuando respiró, fue aire caliente y ácido lo que llegó a sus pulmones.
Parpadeó varias veces, cegado por la lluvia de los destellos de las cámaras. El murmullo de voces se mezcló y convirtió las palabras en un misterio.
―¡Lárguense de aquí! ―masculló.
Unas manos cálidas y suaves lo agarraron de los antebrazos y lo guiaron hacia el interior del hospital. El frío y el olor estéril y limpio lo arroparon con un manto de realidad. La visión enturbiada se enfocó en el rostro de Lydia.
―No pierdas la cabeza ahora. ―Su semblante lucía angustiado. Debió encontrar algo alarmante en el rostro de Isaac, porque al instante jadeó―. No recuerdas ni una sola de las palabras que dijiste allá afuera, ¿verdad?
Isaac negó con la cabeza.
―¿Qué pasó con mi papá? ―Se aferró a las manos de Lydia.
―Se desplomó de repente mientras comíamos. Me dijo... ―Se calló a propósito, y Isaac tuvo un mal presentimiento.
―¿Estaban hablando sobre Camilla?
Isaac percibió el temblor de sus manos.
―Me comentó que había regresado y que no tomaste bien la noticia.
―¿Cómo pretende que la tome? ―Soltó sus manos con un movimiento brusco y echó a andar por el pasillo hacia la sala de emergencia―. Buscaré un médico. Por favor, Lydia. ―La miró por encima del hombro. Lo estaba siguiendo―. No me hables de esa mujer.
―Como quieras, pero considero que deberías... ―La fulminó con la mirada. Lydia levantó las manos en señal de paz―. No diré nada más.
―¡Enfermera! ―gritó a la primera uniformada que vio.
La enfermera le pidió que esperara en el área mientras iba a solicitar información. Poco después, llegaron a pedirle los datos de ingreso y su autorización para realizar los estudios pertinentes. Aunque preguntó por su estado, no pudieron darle toda la información que necesitaba oír para tranquilizarse.
Isaac arrastró los pies y se desplomó en el asiento más próximo, con la cabeza metida entre las manos. Su cuerpo, que no alcanzaba a contener el peso de su dolor y angustia, se balanceó con pesar.
Una mano cálida se posó sobre su pelo castaño y le acarició la cabeza con cariño.
―¿Sabes qué me gusta de Maurice? ―la voz dulce de Lydia lo hizo suspirar―. Que es un hombre entero, de cuerpo y espíritu, a pesar de que su corazón se ha debilitado un poco. Estoy confiada en su recuperación.
Isaac abandonó el refugio de sus manos y la miró. Lydia tenía unos ojos castaños muy avellanados, como los troncos de la arboleda que rodeaba al Palacio de Caster. Pese a esa oscuridad, su mirada era dulce y cariñosa, como debía ser una madre. Era una lástima que no hubiese tenido hijos ni se hubiese casado nunca.
―Fue ella ―masculló con los puños apretados―. Le sentó muy mal que Camilla regresara.
―No, es solo que...
―No intentes negarlo ―gruñó―. Esa es la verdad. Solo espero que no se atreva a acercarse a nosotros otra vez. No quiero verla.
―Isaac... ―a pesar de la dulzura en su voz, el castaño negó con la cabeza y se enderezó―. No pienses en eso ahora, ¿sí? Lo importante es tu padre.
―Mi padre es lo único que importa.
Lydia intentó sonreír y lo dejó estar. En su estado, Isaac era incapaz de escuchar a la razón.
El tiempo transcurrió a cuentagota mientras esperaban a que la intervención de emergencia llegara a su fin. Isaac se mantuvo la mayor parte del tiempo mirándose las manos. Todavía quedaban rastros del pegamento que había usado en la mañana para unir las partes del cuaderno en el que trabajaba. Incluso le habían quedado dos manchas pequeñas de pintura amarilla y azul. Las horas de trabajo en el club no habían borrado las marcas, y ahora pretendían evocar los recuerdos que había construido.
Sacudió la cabeza y después ocultó su rostro con las manos. El avance de los minutos volvió a ralentizarse. Debió transcurrir una larga y espantosa hora antes de que una enfermera se acercara para informarle que seguían interviniendo con su padre.
―¿Isaac? ¡Isaac!
Levantó la cabeza al reconocer su voz. Su voz... Solía traerle calma, pero ahora... Tal vez nada era capaz de sosegarlo. Observó en silencio el avance de Olive y el ruido de los tacones al correr. Se levantó con pesadez del asiento en el que se encontraba.
―¿Cómo lo supis...? ―Olive se lanzó a sus brazos y el impacto de ambos cuerpos lo dejó sin aliento.
Isaac la abrazó de manera automática, casi sin percatarse de sus propios movimientos. Cuando su nariz rozó la suavidad de su cuello e inspiró el dulce aroma de su piel, las piezas esparcidas en su interior se imantaron. Su sola presencia reparaba cualquier daño.
―Julian me llamó ―le respondió ella al separarse―. También lo supe por la prensa.
Isaac se tensó, y fue en ese preciso instante que comprendió por qué no la había llamado; por qué, pese al bien que le hacía su compañía, no quería que estuviera allí. Su presencia atraía a los medios, y ya había sufrido bastantes encuentros desagradables en la entrada con esos buitres del periodismo por un día.
―¿Cómo está Maurice?
La pregunta hundió a Isaac por los hombros.
―Siguen interviniendo con él. Tuvo un infarto ―decirlo en voz alta se le antojó amargo.
Olive frotó sus brazos y después le enmarcó el rostro con ambas manos.
―¿Cómo estás tú?
Su respuesta fue un amago de sonrisa que decayó demasiado pronto. Isaac descansó una de sus manos sobre la de ella y acarició la piel blanda con el pulgar en círculos.
―Cansado ―se sinceró. No tenía sentido negar lo que, probablemente, era obvio.
La mirada de Olive se trasladó a la persona detrás de Isaac.
―Disculpe, Lydia, por no saludarla. ―Se apartó un instante de él y se acercó a la mujer para darle un abrazo―. ¿Cómo se encuentra?
―Bien, yo bien. ―«Pero Maurice no», parecía decir―. ¿Y usted, alteza?
Isaac perdió interés en la conversación al divisar al médico, todavía con el uniforme quirúrgico puesto, saliendo de la sala de emergencias. Empuñó las manos y se acercó.
―¿Doctor? Mi padre es Maurice Beley.
El hombre asintió. Su mirada transmitía cansancio.
―El paciente se encuentra estable y en cualquier momento lo pasarán a cuidados intensivos donde lo mantendremos en observación. Y no ―se apresuró a decir, intuyendo la pregunta de Isaac―: de momento no puede recibir visitas. ¿Puede esperar aquí un momento? Tengo que hablar con usted.
―¿Algo grave sucede?
―Permítame unos minutos. ―Le sonrió con amabilidad―. No tardo.
Isaac se pasó las manos por el pelo mientras lo observaba internarse en emergencias. Detrás escuchó el eco de los pasos al acercarse.
―¿Ese era el médico? ―preguntó Olive.
―¿Qué ha dicho? ―continuó Lydia.
―Que está estable. ―Se dio la vuelta―. Quiere hablar conmigo.
Olive suspiró, se acercó a él y lo abrazó. Aquel gesto le dolió más que cualquier palabra. Seguramente pensaba lo mismo que él: algo malo estaba sucediendo.
―Todo va a salir bien ―le susurró ella cerca del oído.
Isaac cerró los ojos y se perdió en ella, en su abrazo, su respiración cálida, su maravilloso olor... Olive era lo único que lo reconfortaba en medio de la tortuosa espera y la interminable incertidumbre. Se aferró más a ella sin darse cuenta, por puro instinto y necesidad. Olive también lo hizo. No pudo evitar sonreír contra la curva de su cuello. Cuanto la adoraba...
―¡Eh, Rafiki! ―la inconfundible voz de Julian resonó a lo largo del corredor blanco.
No venía solo. Simon y William lo acompañaban, con el gesto sombrío idéntico.
Isaac y Olive se separaron.
―Lamento la tardanza. ―Simon lo saludó con un apretón de manos y después con un abrazo―. Nos ha costado llegar por la prensa. Han ido a parar hasta el Palacio de Westminster.
―Y ni siquiera te cuento de la que está frente al hospital ―añadió William―. Hemos tenido que ingresar por la entrada trasera.
Isaac apretó los dientes. No podía creerlo... ¿Qué interés podía tener la prensa en la salud de su padre? No pertenecía a la familia real. ¿Es que no eran capaces de dejarlos en paz? ¿No les había bastado con retrasar el ingreso de su padre?
―No te preocupes por eso ―le dijo Simon―. Ya le he pedido al jefe de prensa que se encargue del problema.
―¿Qué problema? ―Isaac frunció el ceño―. No debería haber ninguno. Es más: se supone que la prensa no esté aquí. Es mi padre el que está en emergencia, no el de ustedes.
Los trillizos se miraron entre sí.
―Se refiere a tus expresiones ―aclaró William―. No a tu padre.
―¿Qué dije?
Olive lo sujetó del antebrazo.
―¿No lo recuerdas? La prensa lo ha grabado.
Isaac se zafó de su agarre con un gruñido.
―Lo único que dije es que se movieran de la entrada. Los paramédicos no podían ingresar a mi papá.
―Hablemos de eso después ―intervino Julian.
Olive abrió los ojos.
―Isaac ―lo llamó y señaló un punto con la mirada.
Era el médico que abandonaba la sala de emergencias sin el uniforme quirúrgico.
―¿Señor...? ―El médico leyó algo en la tabla con clip y asintió―. Beley. Pase por aquí, por favor.
Olive detuvo a Isaac al agarrarlo por el brazo.
―¿Quieres que entre contigo?
Sonrió un poco mientras negaba con la cabeza.
―Le pediré a la señora Lydia que venga. Estaba con mi padre cuando tuvo el infarto.
Olive asintió y lo dejó marchar con una opresión extraña en el pecho. Era tan difícil reconocer al Isaac vivaracho y divertido que siempre era. Sus ojos se habían oscurecido, así como su semblante. Ya no sabía si era por la tristeza, la preocupación o la ira. El solo recuerdo de las imágenes transmitidas por la prensa le daban escalofríos. Él nunca había perdido el control así. ¿Le estará pasando algo más? Si era así, ¿por qué no se lo contaba?
―Fea ―la llamó Simon―. ¿Estás bien?
Evitó mirar a su hermano a los ojos. Era tan típico de los hermanos ponerse apodos y gastarse bromas entre sí, pero había una realidad insuperable: ellos la conocían muy bien, a veces, incluso, mejor que el mismo Isaac. A él podría ocultarle con facilidad cuando un pensamiento pesimista invasor la indisponía, pero no a su familia.
―Creo que a Isaac le ocurre algo más. ―Los observó a los tres. Si alguien sabía la verdad, además de ella, eran sus mejores amigos―. ¿Saben si le ha pasado algo que no haya querido decirme?
―Isaac nunca habla de sus asuntos ―William se encogió de hombros―. Prefiere mantener una vida privada.
Esa respuesta la frustró aún más.
―Sí, pero ¿qué tan privada la puede mantener estando conmigo? Ya no sé qué más hacer para que entienda que no puedo darle esa privacidad que él quiere. ―Le comenzó a temblar la voz―. Me duele muchísimo lo que le pasó a Maurice, pero no puedo mantener a la prensa al margen todo el tiempo.
―Fea. ―Simon se acercó y le pasó el brazo por los hombros. Por fortuna, no era igual a Caleb, que odiaba ese acercamiento. De lo contrario, lo habría apartado de un manotazo―. No me parece que este sea el momento para tratar un tema de esa magnitud.
―¿Por qué creen que se los estoy diciendo a ustedes y no a él? ―Agotada por el peso de sus palabras, recostó la cabeza en el pecho de su hermano―. No lo quiero agobiar.
William gimió.
―No haremos esto de abrazarnos en público, ¿verdad? ―Se cruzó de brazos como, probablemente, lo haría un niño―. Espero que estés sintiendo mi cariño desde la distancia. Es lo único que estoy dispuesto a ceder.
Olive sonrió.
―Es suficiente, compañero de vientre.
―Hermoso, de verdad hermoso. ―Julian se acercó―. Pero no olvidemos que Isaac amenazó de muerte a un periodista y golpeó a otro, y lo peor es que o no reconoce la gravedad del problema o simplemente estaba tan furioso que no recuerda haberlo hecho.
―Sí ―terció Simon―. Nunca lo he visto reaccionar así. Isaac no me parece un hombre violento.
―Al Cesar lo que es del Cesar ―interrumpió William―. La prensa no estaba permitiendo que sacaran a su padre de la ambulancia.
―Cierto ―admitió Julian―, pero le guste o no, tiene una postura que mantener, pese a que su reacción pueda estar justificada. Ahora saldrá en la prensa y se dirán muchas estupideces que a la larga afectarán a su hermana. No olviden que Olive está a cargo de una red de apoyo que ayuda a víctimas de violencia y no queda bien visto que su pareja actúe de forma agresiva.
Olive se abrazó un poco más a Simon.
―Dejemos que el jefe de prensa se encargue ―musitó el mayor de los trillizos―. Ahora lo que importa es el padre de Isaac.
Olive se preguntó si Isaac estaría de acuerdo con que el jefe de prensa de la familia lo sacara de cualquier lío, y la duda agrisó un poco más su ánimo. A veces le frustraba que, a pesar de los años, no comprendiera que su vida, muy a su pesar, ya no era tan privada como le hubiese gustado; que salir con ella lo hacía blanco de la prensa y que sus asuntos ahora le concernía a la familia real.
Los cuatro esperaron en la sala de emergencias durante más de media hora hasta que, al fin, Isaac y Lydia abandonaran la oficina junto al médico. A Olive se le comprimió el corazón al observar el gesto abatido de Isaac.
Isaac se despidió del médico y el hombre se marchó por el corredor, pasando junto a ellos y asintiendo a modo de saludo.
Olive se inquietó aún más al observar los ojos llorosos de Lydia.
―¿Qué dijo el médico? ―preguntó mientras se acercaba.
Isaac levantó la mirada y abrió los ojos, pero su mirada captó algo detrás de ella que le ennegreció el gesto. Olive tembló al descubrir una ira irracional que le descomponía el rostro. Pasó junto a ella corriendo ―lo escuchó respirar de manera agitada― y al voltear comprendió que se dirigía al médico, quien había sido interceptado por la mujer con la que hablaba.
―¿Cómo se te ocurre venir? ―le gritó Isaac a la mujer. Desconcertada, dio un salto ante su voz dura y lo observó con la mirada desorbitada―. ¡Vete!
―Isaac... ―La mujer tragó con fuerza e intentó aclararse la garganta, pero la airosa voz de Isaac la interrumpió.
―No tienes nada que hacer aquí. Vete ya, no te necesitamos.
―Me he enterado de lo que le pasó a Maurice por las noticias. Solo quiero saber cómo está.
Isaac se tensó y sus hombros se elevaron; a Olive le pareció que había adquirido el tamaño de un gigante. Su silencio fue brutal y la furia que emanaba de su cuerpo, devastadora.
―Vete ―masculló entre dientes―. ¡Que te largues!
La mujer tragó saliva, miró por última vez a Isaac y se fue. Su marcha no alivió la tensión de su cuerpo; tampoco lo hizo el acercamiento de Olive.
―¿Estás bien? ―Olive le envolvió el brazo―. ¿Quién era esa mujer?
Isaac se liberó del agarre con un brusco movimiento y se alejó de ella.
―¡Nos ha encontrado por culpa de la maldita prensa! ―masculló, iracundo. Olive tragó saliva al no encontrar un rastro, aunque fuese pequeñito, de su usual mirada dulce. Estaba fuera de sí―. Y la prensa no me deja en paz porque estoy saliendo contigo. ¡Ya no soporto esta situación que me desgasta y, para empeorarlo, trae de vuelta a la persona que más daño me ha hecho en la vida!
―Pero... ―Olive intentó acercarse, buscando romper la distancia, tanto física como emocional, que estaba creciendo entre ellos, pero Isaac retrocedió―. Lo siento, es que no entiendo.
―No lo vas a entender hasta que tengas que pasar por lo que yo, ¡y eso nunca ocurrirá! La prensa no deja de rondar mi trabajo ni de intervenir en algo tan urgente como el traslado al hospital. ¡Sus cámaras están pegadas a mi cara solo porque estoy saliendo contigo!
―¿Estás diciendo que esto es mi culpa?
Los dos, en silencio, se miraron. Lo que más le dolía a ella era que no necesitaba escuchar una respuesta para saberlo: su mirada, que de vez en cuando la esquivaba, ya tenía escrita la confirmación de una verdad que le quebró el alma.
Isaac desapareció detrás de una capa húmeda que no llegó a abandonar los ojos de Olive por poco. Olive extendió la distancia que los separaba a medida que retrocedía. Se detuvo al chocar contra alguien, y no supo de quién se trataba hasta que lo escuchó hablar:
―Comprendo que la estés pasando mal ―era William―, pero creo que se te ha pasado la mano.
―Será mejor que hablen cuando estén más tranquilos ―añadió Simon, no muy contento.
―Sin echarse culpas innecesarias ―terció Julian.
Isaac no los miró. Masculló algo inentendible y se marchó. Olive jadeó como respuesta a su ausencia. Habría querido hundirse en la comodidad de su cama, como solía hacer cuando el cansancio tras una pelea la dejaba hecha pedazos. Pero no podía, y lo peor era que sus hermanos habían estado presentes. No tenía ni fuerzas para disimular la quemazón que sentía en el pecho.
―Será mejor que nos vayamos ―sugirió Simon―. ¿Ollie?
Ella asintió, pero en lugar de avanzar, se abrazó a su hermano y se echó a llorar. La frustración la estaba matando y no podía sacarse de la cabeza las palabras de Isaac. No era la primera vez que tenían una discusión similar, pero nunca antes había insinuado que estar con ella fuera «así» de difícil.
―Ya, está bien, tú ganas. ―Olive levantó la cabeza y observó a William acercarse a ella―. Un abrazo, y solo porque te quiero... ―Hizo una mueca burlona―. Qué cursi sonó eso.
Olive se echó a reír y se dejó abrazar por sus hermanos. Cuando estuvo más calmada, aceptó que la llevaran a casa, el único refugio seguro que le quedaba por ahora.
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