Capítulo trece.
―Bienvenida a Oporto, alteza. ¿Ha tenido un buen viaje?
Olive bajó del último escalón de la escalera de embarque con toda la seguridad que había recopilado en los últimos tres días. La brisa fresca de la primavera sacudió el ala de su pamela, que iba en conjunto con su vestido rosa palo. Levantó la barbilla y observó el hangar a pocos metros del lugar donde habían aterrizado.
―He tenido un viaje agradable, muchas gracias. ―Saludó a la mujer con un asentimiento―. Usted debe ser Laura, ¿no es así?
―Laura Marinho. ―Inclinó levemente la cabeza, y Olive no pudo evitar sonreír. Laura había hecho su tarea. Sabía que prefería que el recibimiento fuera con un asentimiento antes que una genuflexión―. Soy una representante del Foro Europeo de Formación Empresarial y la asistiré durante su viaje.
―Excelente. ¿Cuál es nuestra primera parada?
Laura la condujo al hangar, donde una camioneta negra esperaba por ella. En una segunda iba la policía de Portugal para servir de escolta. En una tercera, subieron los guardias que la habían acompañado desde Londres.
―La primera parada es en el hotel Porto Palace donde se llevará a cabo una conferencia respecto al recorrido por el río Douro. Después, ofreceremos una merienda. Los invitados podrán hospedarse en una habitación hasta el atardecer, cuando el crucero partirá. Será un viaje de siete días. Nuestro puerto de arribo es el de Salamanca, en España.
Laura continuó hablando sobre el recorrido durante el resto del camino. Olive se cuestionó si sería capaz de reservar algo de información para la recepción o si le acabaría contando todo en el trayecto. Pasados unos minutos, fingió que le prestaba atención, aunque su mirada disfrutaba del paisaje. Sobre las calles se desplegaban largas filas de bancos de madera que daban hacia la ribera. Las agrisadas estructuras de piedra resaltaban los vibrantes colores de las paredes adosadas. Se aguantó la tentación de bajar la ventanilla y olfatear el aire. La guardia lo consideraba peligroso. Con un suspiro de resignación, se obligó a conformarse con la vista.
―Ha habido varios cambios en la asistencia. Su majestad me ha pedido que la aleccione sobre todo lo necesario. ¿Le gustaría que repasemos la lista de invitados?
Olive apartó su atención de la vista y observó a Laura, con la nariz prácticamente metida en su cuaderno negro.
―¿Habrá más nobles en el tour?
―Solo usted, alteza.
―Entiendo. Repasemos la lista entonces.
Laura se dedicó a detallar una biografía de cada invitado un rato más, aunque a Olive podía importarle menos. No eran nobles, lo que resultaba bastante satisfactorio. Si se había ido a otro país durante diez días, era justamente para desintoxicarse de la nobleza.
Finalmente, la enumeración de los invitados culminó al llegar al hotel, que daba de frente al río Douro, en cuyo puerto esperaba el MS Douro Rose. Fue poco lo que pudo observar: la guardia la escoltó al interior del edificio para evitar la conglomeración en la entrada. Olive se obligó a sonreír y responder los saludos con una inclinación de cabeza, pese a que hubiese preferido quedarse fuera y disfrutar del ambiente. Portugal era más cálido que Londres. La piel le picaba por el calor debajo de las mangas del tapado del vestido, algo que solo ocurría en el verano. Afuera olía a naturaleza; adentro, a la pulcritud a la que estaba acostumbrada en el palacio.
―He ordenado que suban sus pertenencias a la habitación ―le informó Laura tras detenerse detrás de ella―. Entretanto, permítame escoltarla a la recepción. Allí se reunirán los invitados.
Olive permaneció de pie y esperó a que le indicara el camino. Laura se mantuvo detrás de ella, lo que convertía cualquier intercambio de palabras en una acción bastante incómoda. Era costumbre que, a menos que ella lo pidiera, los demás tenían que caminar tras ella. Rara vez lo pedía, sin embargo, porque su cabeza se enfocaba en no olvidar las demás normas del protocolo.
Una vez que le mostraron su mesa, se acomodó con los tobillos cruzados. No había nadie con ella, al menos por ahora, lo que agradecía. Recorrió el elegante salón de techo alto con una expresión desinteresada. Contó trece invitados, aunque estaba segura de que el grupo se componía de más o menos treinta personas. No podía decir que eran invitados poco interesantes, solo que nada ―o nadie― le llamaba la atención. Incluso para conversar, mantenían una postura rígida y una expresión inmutable. No era particularmente dada a la formalidad y la quietud cuando algo de verdad le entusiasmaba. Imaginó que era distinto cuando el asunto a tratar era un negocio, no una obra benéfica.
―Su mesa, monsieur Sergeant ―oyó decir a una mujer
Olive observó de reojo que el asiento junto a ella lo ocupaba un hombre alto vestido de gris. Hizo una mueca que disfrazó casi de inmediato. Ya no estaría sola en la mesa, lo que era una pena. Ahora debía obligarse a conversar con el recién llegado.
―Su alteza la princesa Olive, condesa de Dundover.
Olive sonrió al comprender que la mujer los estaba presentando.
―Es un placer, alteza. ―El hombre se levantó de su asiento para realizar una reverencia―. Mi nombre es Jacques Sergeant. Soy dueño de un viñedo en Córcega.
―El placer es mío. Tome asiento, por favor.
―Merci beaucoup. ―Al sentarse, Jacques enfocó su atención en la tarima, pasando de ella por completo.
Olive sonrió, atónita por la sorpresa. No habían «pasado de ella» antes, lo que irónicamente resultaba bastante refrescante. Lo usual era un despliegue de buenos modales al tiempo que se desvivían por atenderla, quizá por temor a alguna represalia.
La calidez en la habitación pronto le jugó una mala pasada. No estaba vestida acorde a la temperatura de Portugal, por lo que el tapado le transmitía un calor cada vez más insoportable. Tal como le había ocurrido en un centenar de ocasiones, pensó en quitarse la prenda, pero las múltiples lecciones de etiqueta se lo impidieron. No estaba bien visto que se quitara el abrigo en público, así se estuviera muriendo de calor. Irguió la postura y mantuvo la vista hacia adelante. Era más sencillo soportarlo si se concentraba en alguna distracción.
Curiosamente, la encontró en la conversación que Jacques sostenía con una de las empleadas.
―Estoy esperando por un invitado. En cuanto llegue, dígale que suba a mi habitación.
Había dado la indicación en un tono tan bajo que era fácil interpretar a qué se refería con «invitado». Incluso la empleada notó las intenciones, pero, como era de esperarse, se limitó a asentir y retirarse. Jacques se acomodó el sacó y después descansó la mano derecha sobre la mesa. Olive notó que llevaba un anillo con el peculiar diseño de una copa en cuyo interior se divisaba un viñedo y del que se desprendía una cepa de uva de albariño.
Pronto, su atención se desvió hacia la tarima, donde Laura se había posicionado detrás del podio de caoba.
―Damas y caballeros, le damos la bienvenida al Royal Winery Tour, una iniciativa del Foro Europeo de Formación Empresarial, cuyo propósito es fomentar la cultura de la vid. Este año, iniciaremos el recorrido de siete días por las quintas portuguesas ubicadas a orillas del río Douro y desembarcaremos en el puerto de Salamanca, en España.
Al percatarse de que Laura ya le había informado al respecto en privado, Olive apartó su atención y se enfocó en sus pensamientos. Aunque apenas habían transcurrido unas horas, sus «vacaciones» no iban acorde a lo que esperaba. Le resultaba demasiado complicado abandonar sus posturas y fallar a una sola norma del protocolo y etiqueta. Como muestra estaba la sensación de sofoco que le provocaba el tapado, sin olvidar la pamela que la obligaba a mantenerse en una posición erguida. El tiempo avanzaba a cuentagotas, y lo único que deseaba era retirarse a la habitación del hotel y esperar al momento en que les tocara partir río arriba.
Inspiró con fuerza por la nariz. ¿Se había sentido así de incómoda desde siempre o era parte de las consecuencias de haberse refugiado en su habitación durante tantos días? Era probable que no estuviera de ánimos para lidiar con la gente, mucho menos con sus expectativas. El mero pensamiento le resultaba agotador, estricto y demandante.
Pese a que estaba acostumbrada a martirizar su cabeza, obligándose a recordar punto a punto el protocolo y la etiqueta, también resultaba bastante cansino prestarle más atención a esas auto imposiciones que simplemente dejarse llevar por el momento. Prefería estar frente al hotel, sentada en uno de los bancos que daban hacia la ribera y dejar que el viento arruinara su peinado. Casi podía sentir la brisa penetrando a través de la ropa, haciéndole cosquillas a su piel; la imagen de ella caminando descalza por la piedra fría la hizo sonreír.
Se obligó a apartar la idea. No era ni el momento ni el lugar para pensar en cosas así, por desgracia.
Finalmente, la recepción culminó y los empleados sirvieron una merienda liviana. Olive picó algunos alimentos por mera cortesía; no tenía hambre. Algunos de los invitados se acercaron a la mesa y Laura los presentó. Charló con ellos hasta que un repentino cansancio no le permitió mantener la compostura. Se despidió de ellos de la manera más amable posible y se retiró a la habitación.
―¿Necesita algo más, alteza? ¿Alguna cosa que quisiera que le provea? ―le preguntó Laura tras ella. Los guardias se adelantaron e inspeccionaron el corredor, que estaba vacío e impoluto, con la larga y fina alfombra azul marcando el camino.
―No, se lo agradezco. Estaré ocupada con una llamada, así que no me interrumpa hasta la hora de abordar, por favor.
Laura la observó con extrañeza, lo cual no la sorprendió. Estaba acostumbrada a decir «por favor»; quienes la rodeaban, sin embargo, se habían acostumbrado a las órdenes directas, sin intermedios. Para Olive, añadir un «por favor» era lo menos que podía hacer. No le gustaba ordenar.
Un suspiro abandonó su boca entreabierta al encontrarse a solas en la habitación. Se deshizo de la pamela y la dejó sobre la cama. Era difícil no percatarse de lo extraña que le hacía sentir aquella situación. Después de años de servicio social, estaba acostumbrada a estar rodeada de gente y a interactuar con ellos. Pero su rutina se había alterado semanas atrás, y su nueva costumbre era el silencio y la tranquilidad de su habitación. Afuera había demasiado bullicio para pensar; demasiados ojos al tanto del más mínimo detalle. No quería volver a acostumbrarse a ese ruido, pero era algo que debía hacer.
Dio un salto al escuchar un murmullo de voces al otro lado de la puerta.
―¿Ha llegado mi invitado? ―no estaba segura, pero le pareció que la voz era de Jacques.
―Sí, monsieur Sergeant. ―Era Laura.
Olive se apartó de la puerta. Demasiado silencio en la habitación la llevaba a prestar atención a tonterías. Observó el reloj de pared: ya casi era hora de su llamada. Agarró de entre sus pertenencias el maletín de su computadora, la encendió y la colocó sobre el escritorio. Mientras esperaba, abrió la ventana, permitiendo que el aire entrara a la habitación y se sentó en la silla con lentitud. Al reposar las manos sobre su regazo, se percató del errático movimiento de sus piernas. Desabotonó el tapado casi con desesperación. Su ritmo cardíaco aumentó cuando la solicitud de una videollamada apareció en la pantalla.
Una mujer rubia, de poco más de cincuenta años, le sonrió desde el otro lado de la pantalla.
―Buen día, Olive. ¿Cómo va tu mañana?
Olive le devolvió la sonrisa. La doctora Barlett era su psicóloga y acostumbraba a llamarla por su nombre durante las sesiones. Ambas habían descubierto que era la única manera en que ella podía sentirse cómoda y expresarse con libertad.
―Le agradezco que aceptara hacer esta sesión, doctora Barlett. Sé que la última vez que hablamos le dije que no volvería a pedirle una cita.
―Siempre estoy disponible para ti y para tus hermanos. ―Abrió el cuaderno y lo colocó sobre una superficie que Olive no alcanzó a ver―. Cuéntame, ¿cómo te has sentido?
―Pues... ―Juntó las manos sin apartar la mirada de la pantalla, aunque no precisamente mirándola a los ojos castaños. Fijó su atención en los retazos del despacho que podían observarse: el sillón para los pacientes, los tiestos con flores, la mesa donde guardaba el móvil para evitar las distracciones durante la entrevista y el difusor azul que siempre olía a lavanda.
Suspiró para tranquilizarse, imaginando que se encontraba en la oficina y que su acostumbrado aroma tan relajante penetraba su nariz. Le explicó brevemente dónde se encontraba y por qué, y también habló de la visita de Isaac tres días antes.
―¿Y qué piensas de este viaje? ¿Sientes que es lo que necesitabas para aclarar tu mente?
―No lo sé ―respondió con sinceridad, pese a que la verdad tenía un sabor amargo―. Ya llevábamos varias semanas separados, pero procuré ocupar mi mente con otros asuntos.
―¿Por qué?
―¿Por qué? ―repitió ella, como intentando comprender el mensaje oculto en la pregunta―. No lo sé. Me resultaba doloroso darle vueltas a lo sucedido, en especial porque no tuvimos una ruptura saludable. No sabía exactamente qué había sucedido.
―Pero ahora lo sabes. ―La doctora Barlett le sonrió con calidez, lo que incentivó a Olive a continuar.
―Poco antes de que Isaac llegara, tuve una conversación con Simon que me ha ayudado a comprender algunas cosas de mí misma.
Pese a su silencio, la doctora Barlett esperó pacientemente a que le contara. Era una de las cosas que le gustaba de ella: que no la presionaba a hablar.
―Tengo miedo de darles un nombre a ciertas inquietudes.
―¿Y eso a qué se debe?
―Porque sé que no van a gustarme las respuestas. ―La rigidez de su cuerpo le provocó molestias en la espalda.
―¿Hay algo en especial que lo esté generando?
―Sí... ―vaciló―. Ya me había estado ocurriendo con mis hermanos, en especial con Simon. ―Llevó un mechón de pelo negro detrás de la oreja. Luchó consigo mismo para no apartar la mirada―. Acostumbro a asumir posturas y a mantenerlas, pase lo que pase, ¿me estoy dando a entender? Es que me parece un poco confuso.
―¿Qué te parece si intentas explicármelo? Sin reservarte nada.
Olive asintió con parsimonia. Hizo una mueca al relamerse los labios. Había olvidado que llevaba labial.
―Siempre creí que Simon estaba contento y conforme con su posición, que podía controlar cualquier improvisto. Nunca lo oí quejarse, al contrario: se enfrentaba a lo que fuera con una sonrisa. Pero no me había dado cuenta de que la mayoría de los atributos que le admiraban habían nacido de su resignación. Creo que algo semejante me ocurrió con mis padres. Yo ansiaba una experiencia similar a la de ellos y me hice una idea equivocada de lo que era una relación. Solo me quedé con la parte rosa, supongo.
―¿Qué te hace suponerlo?
―Porque yo quería que mi relación fuera perfecta y en el proceso ignoré lo que no. Mis padres nunca peleaban delante de nosotros y creí que esa era la manera de hacer que Issac y yo funcionáramos. Pensé que lo normal era evitar las peleas.
―Toda relación, sea amorosa o no, necesita las discusiones para poder avanzar. Es la única manera de superar las diferencias.
―La idea de discutir me resultaba... abrumadora. ―Apartó la mirada y se miró las manos. Se las había pintado de un color pálido el día anterior que casi imitaba su tono de piel.
―¿Te has detenido antes a analizar por qué te resultan tan abrumadoras?
Olive sacudió la cabeza. Descruzó las manos y se frotó la nuca. Había vuelto a apartar la mirada, concentrándola en la alfombra gris debajo de sus tacones. Fue entonces que se percató el sube y baja de su pecho, de la sudoración de sus manos y de lo seca que se sentía su garganta. Solía experimentar esos cambios bruscos durante las sesiones con la psicóloga. Hablar sobre sí misma era una tarea complicada para la que nunca estaba lista.
―Olive, hagamos un ejercicio de anclaje, ¿te parece? ―Olive levantó la cabeza al escuchar la dulce voz de la doctora Barlett―. ¿Estás lista?
Un jadeo abandonó la boca de Olive, pero asintió.
―Muy bien, comencemos. Dime exactamente cuál es la emoción de la que deseas desprenderte ahora mismo.
―Angustia ―su voz tembló al hablar, pero la doctora Barlett asintió sin decir nada―. No quiero sentirme angustiada todo el tiempo.
―Es importante recordar que el cerebro no identifica la negación y que, por tanto, de esa premisa solo comprenderá la palabra «angustia», lo que provocará que la padezcas. Lo prudente es cambiar la negación «no quiero sentirme angustiada todo el tiempo» a la afirmación «quiero estar tranquila». Ahora, respira profundamente y recita la afirmación.
Olive hizo lo que la doctora Barlett le indicó. Cerró los ojos, inspiró cuanto pudo y repitió varias veces la afirmación. Su cuerpo cedió poco a poco a un estado de relajación suficiente para controlar su pulso errático.
―Bien. ―Olive abrió los ojos cuando la doctora se lo indicó. La mujer sonrió―. Ahora hacemos un anclaje más profundo. Cuando piensas en angustia, ¿qué situaciones te vienen a la mente?
―El trabajo ―respondió, vacilante―. Mis responsabilidades.
―¿Por qué crees que te provocan angustia?
―Porque... ―Se frotó la garganta. Su corazón volvió a acelerarse―. No quiero decepcionar a nadie.
―Tal vez tu temor a decepcionar a alguien se deba más a cuestiones internas, como una autoexigencia, por ejemplo. Las responsabilidades de tu posición han establecido una rúbrica que no te permite fallar. Partiendo desde una perspectiva clínica, considero que, inconscientemente, has decidido afrontar los problemas basándote en la evitación.
Erguida en el asiento, Olive se tronó los dedos e inclinó la cabeza levemente mientras intentaba comprender a qué se refería.
―Las situaciones que obligan a tomar decisiones, como el trabajo, te causan altos niveles de angustia. En momentos así, aplazas los afrontamientos activos hasta que ordenes tus ideas y recursos psicosociales; es decir, habilidades, factores de protección, entre otros. En pocas palabras, son estrategias que se centran en la evasión o la distracción, como cuando vuelcas toda tu atención en otra actividad para no pensar en el problema.
Olive apartó la mirada, avergonzada. Aunque ya sabía que así era su comportamiento, el hecho de que su psicóloga lo dijera, hundió sus ánimos bajo tierra. La culpa martilló en su cabeza.
―Lo lamento ―susurró, desganada.
―Es normal lo que estás sintiendo, lo sabes, ¿verdad? No es de extrañar que optaras por evitar los enfrentamientos, estabas tratando de obtener algo de alivio.
―No lo estaba haciendo a propósito ―una marcada desesperación tiñó su voz―. Ocurrió sin darme cuenta, y ahora me siento culpable por todas las cosas en las que no me fijé antes.
―No es tu culpa, el cerebro a veces toma las decisiones por nosotros. Hay estrategias que parecen funcionar en determinadas situaciones, y hasta cierto punto. ¿Consideras que la evitación ha servido para resolver tus conflictos?
―No. ―Agitó la cabeza enfáticamente―. ¿Hay algo que pueda hacer?
―El primer paso ya está dado: ahora sabes qué es lo que te provoca la sensación de angustia. Me parece que podemos probar con la estrategia de afrontamiento centrada en el problema. Te permitirá hacerle frente a la situación y buscar soluciones al conflicto. ¿Qué te parece si comenzamos en nuestra próxima sesión?
Olive se aferró al dobladillo del vestido y suspiró con lentitud. Una próxima sesión implicaba enfrentarse a sí misma una vez más. Cada vez que culminaban, acababa hecha polvo, probablemente como en aquel instante.
―Está bien. ―Asintió. Abandonó el dobladillo del vestido y juntó las manos―. ¿Está bien si retomamos las sesiones una vez por semana?
―Me parece maravilloso.
Cuando la doctora Barlett le sonrió con la empatía de siempre, Olive juntó los labios y evitó echarse a llorar.
―Gracias por atenderme, doctora.
―No hay necesidad de que me des las gracias, eres tú la que está haciendo este esfuerzo ―la candidez de su voz provocó una sonrisa en Olive―. Estoy aquí para apoyarte. Si en cualquier momento me necesitas, llámame.
―Lo haré. Hasta la próxima semana.
Olive finalizó la llamada con un saludo de mano. Se desplomó en el espaldar de la silla con un bufido. Vaya que las sesiones la dejaban agotada... Se preguntó de dónde sacaría la energía para sobrevivir al viaje. La hora del abordaje estaba cerca, así que era cuestión de soportar unas pocas horas antes de poder refugiarse en el camarote a descansar. Pero como era habitual después de una sesión, las preguntas de la doctora Barlett dieron vueltas en su cabeza.
«¿Y qué piensas de este viaje? ¿Sientes que es lo que necesitabas para aclarar tu mente?»
Era muy pronto para responder a esa pregunta. De momento, lo único que le había servido para aclarar su mente fue la sesión. El viaje, por desgracia, también la angustiaba. La idea de volver a tratar con formalidades a la gente, de dar su mejor sonrisa y fingir una serenidad que ya no tenía, destruyó la puerta de la última subestación de energía bajo su poder.
Suspiró, resignada. Ya había confirmado su asistencia, y había dado su palabra de completar el viaje. Sin importar lo que costaba, debía completarlo. Con el transcurso de los días, el alivio que tanto necesitaba podría llegar por sí mismo. Lo prudente era darse ese tiempo, y más importante la oportunidad. Tal vez la vida la sorprendería con un remedio mágico.
El golpe contra la puerta la alertó de la presencia de Laura, que le avisó que los invitados ya debían abordar el crucero. En un parpadeo, los empleados bajaron su equipaje. La guardia la rodeó como una segunda piel mientras la escoltaban hacia el puente. Apenas sintió la fresca brisa y el exquisito rastro campestre, pese a encontrarse en plena ciudad, Olive sonrió. Siete días viajando por el río... No había considerado lo maravilloso que sería alejarse del bullicio urbano.
―Ocupará el camarote designado para sus majestades, ya que usted ha asistido en su representación ―le explicó Laura. Como era de esperar, caminaba detrás de ella. Al cruzar el puente, la mujer apartó la mirada de la agenda electrónica y la miró. Olive imaginó que así debía verse ella misma cuando trabajaba―. Tiene un balcón con vista a la ribera.
La sonrisa de Olive se amplió. ¡Vista a la ribera! El viaje ya estaba mejorando al fin.
Aunque no era la primera vez que subía a un barco, percibió bajo sus pies un leve vaivén que la inquietó, aunque lo disimuló con una expresión inmutable. Tampoco era algo para alarmarse; un suave movimiento que, seguramente, desaparecería al zarpar.
El lateral de los costados estaba blindado por ventanas, lo que le permitía avanzar por los pasillos de estribor con seguridad. Las luces estaban encendidas; afuera, el atardecer naranja se tragó la claridad del día. Por fortuna, había el suficiente espacio en las ventanas para que el viento entrara y jugara un poco con su cabello.
―Por aquí.
Laura la condujo al interior, una recepción alfombrada que silenciaba sus pasos. De no estar convencida de que había abordado un barco, podría fácilmente decir que había ingresado a un hotel de lujo. Incluso su opulencia se exhibía en el mostrador de caoba. Tiestos con helechos adoraban las esquinas. Las luces tenues convertían la recepción en un punto agradable de reunión. Saludó con una inclinación de la cabeza a las personas sentadas en los butacones grises.
La recepcionista le entregó la llave de su camarote, subieron las escaleras hacia la segunda cubierta y recorrieron el pasillo, también alfombrado. El mismo patrón de decoración en la recepción se repetía a lo largo y ancho del angosto corredor. Una lámpara iluminaba la puerta de cada camarote. Después de lo que pareció un recorrido a medio continente, llegaron al camarote.
―Su equipaje ya se encuentra adentro ―le informó Laura después de abrir la puerta―. Los botones vuelven a cerrar la habitación para seguridad del tripulante.
Olive ingresó al camarote y se dio la vuelta al no escuchar los pasos de Laura.
―Me ocuparé de algunos detalles antes de la cena. Vendré a asistirla a las seis.
Olive sonrió y asintió. Apenas se cerró la puerta, se desplomó en la cama y suspiró. Subió el pie derecho en su regazo y se quitó el tacón. Llevaba todo el día ―o, al menos, gran parte de él― montada sobre ellos. Un paso más y de seguro se le rompería el tobillo. Se deshizo también del otro y estiró los dedos de ambos pies. No tardó en quitarse la pamela, el tapado y las medias. Le urgía una larga y agradable ducha para desprenderse del día agotador. Un quejido de resignación abandonó sus labios entreabiertos al recordar que los días más pesados estaban por llegar. Al menos, pasaría diez días degustando vinos y conociendo distintos lugares de Portugal y España. Un vino... Le vendría bien una copa mientras se duchaba.
Se estiró sobre la cama para alcanzar el teléfono y la guía con los números de servicio. Apenas había logrado marcar los primeros tres cuando escuchó voces en el corredor.
―Debe haber un error, monsieur Sergeant ―era la voz de un hombre―. Este camarote ya está ocupado.
―Por enésima vez, le recuerdo que ese no es mi apellido. El señor Sergeant compró el boleto a su nombre, pero yo soy el pasajero.
El teléfono cayó de la temblorosa mano de Olive. Que ella supiera, todavía no se había vuelto completamente loca; tampoco había desarrollado repentinos delirios que la hicieran dudar de su realidad. Esa voz, por sobre cualquier otra, era inconfundible. La reconocería incluso si cien personas gritaran a la vez.
Se levantó de la cama y abrió la puerta tan de repente que los dos hombres frente a ella se sobresaltaron. Los ojos pardos de Isaac se dilataron como la luna llena en perigeo. La maleta marrón que llevaba en su mano cayó con un ruido sordo sobre el piso alfombrado.
―¿Qué estás haciendo aquí? ―preguntaron al unísono.
Conque así va la cosa. Vino y seducción... Esa combinación promete, eh 😏
Les confieso que tuve un deja vu porque la última novela que publicaba los capítulos a medida que los terminaba de escribir era UPEA 🥺 la nostalgia, gente
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