Capítulo seis.
En su familia, además de los títulos nobiliarios, abundaban los artistas. Simon y William tocaban el piano, Caleb escribía y ella, durante un largo tiempo, se dedicó a buscar un talento. Su psicóloga había insistido en que desplazara su ansiedad en alguna actividad. Durante sus múltiples intentos, probó con una variedad de opciones: desde pintura, dibujo y danza hasta fotografía. Como nada la saciaba, acababa por perder el interés demasiado pronto.
Fue durante una tarde en casa de Lucinda que encontró una actividad que la acompañaría desde entonces.
Lucinda siempre le pareció interesante. Compartía rasgos físicos de su familia materna japonesa, pero su nombre y apellido eran inglés, como su padre. Su abuela, la señora Sai Hatanaka, respetaba las tradiciones inglesas que se habían incorporado a una larga familia de japoneses, con la única condición de que le permitiera enseñarle a su nieta las suyas. Ese choque cultural despertaba tanto la curiosidad de Olive que, en cuanto Lucinda la invitó a su casa, no dudó en aceptar el ofrecimiento, así tuviera que ir acompañada de la mitad de la guardia.
―¿Alguna vez ha hecho algo con sus propias manos, alteza? ―le había preguntado la mujer.
Sai Hatanaka no era excepcionalmente mayor ―rondaba los sesenta y cinco años, al menos―, pero poseía una mirada sabia y un tono de voz indulgente que evocaba al pensamiento y la reflexión.
―¿A qué se refiere?
Olive se sentó frente a ella. Sai tenía las manos manchadas y sobre la platina del torno observó los pedazos de un jarrón. Lucinda las observaba en silencio sentada junto a su amiga. Probablemente ya había recibido esa misma lección y no estaba interesada en repetirla.
―¿Ha creado algo con sus propias manos? ―Aunque su voz era dulce, su mirada atravesaba la suya como si intentara encontrar su alma―. ¿Algo que haya surgido de su esfuerzo?
La pregunta la desinfló. Olive estaba a cargo de muchas actividades, pero en todas y cada una de ellas era la voz que dictaba las órdenes. Nunca movía un mueble o colgaba una cortina, tampoco calentaba su vaso de leche por las noches ni sacaba la ropa de su armario. Los empleados lo hacían por ella.
Sai le sonrió con cariño.
―¿Quieres aprender a hacer algo con esas lindas manos?
La mirada de Olive se iluminó.
―¿Puedo?
―Por supuesto.
Sai señaló los distintos materiales que tenía sobre la platina y la pequeña mesa.
―Lucinda tropezó esta mañana mientras jugaba con su corgi y ha golpeado sin querer la mesa. ―La aludida se ruborizó, pero Sai continuó―: Como puede ver, el jarrón se rompió. ¿Usted qué haría en mi situación?
Olive no lo pensó demasiado:
―Mandaría a comprar uno nuevo.
Sai se echó a reír.
―Le aseguro que esta pieza no la conseguirá en ningún lado. ―Se estiró hacia la mesa y agarró con cuidado un jarrón sin pintar―. Lo he hecho yo misma. ¿Le gustaría aprender?
Si bien estaba intrigada, Olive no estaba segura de querer aprender. ¿De qué le iba a servir en su día a día? La alfarería no era una actividad que pudiera aplicar a sus responsabilidades presentes o futuras. Entonces pensó en las palabras de su psicóloga y después asintió.
Ahora, años después, estaba agradecida con ella por haberle enseñado un escape, justamente lo que necesitaba en aquel punto turbulento y gris en el que se encontraba su vida.
Olive agarró el cortador de barro y dividió la arcilla en secciones. No se molestó en pesarla; estaba convencida de que tenía la cantidad necesaria. Agarró la arcilla y la arrojó sobre la platina, se desplomó en el asiento e intentó visualizar el diseño del jarrón que había hecho durante la noche anterior. Se mojó las manos y presionó el pedal con el pie. Mientras la arcilla daba vueltas en el torno, volvió a visualizar lo que quería.
Su mente se quedó en blanco.
Pese a que las ventanas estaban cerradas, un frío casi invernal la hizo tiritar. Tal vez no se había abrigado lo suficiente ―solo llevaba una camiseta, un pantalón largo, zapatos cerrados y un delantal― o sus manos mojadas atraían la frialdad que su cuerpo no necesita. Ya la atormentaba una helada diferente, quizá la más intolerable de todas: la que venía con un corazón roto.
Sacudió la cabeza y repitió el proceso. El cosquilleo habitual que tanto disfrutaba cuando sus manos entraban en contacto con la arcilla no apagó la turbulenta inquietud que guardaba en el pecho. Tampoco la distrajo el ruido del torno o la sensación de que le estaba faltando el agua. La platina giraba muy deprisa y no fue capaz de seguir moldeando la arcilla. Volvió a detenerse.
Descansó las manos en el regazo y observó cómo se fueron secando poco a poco. No estaba funcionando y poco importaba las veces que lo intentara, que no eran pocas. Era imposible que se llevara a cabo una tarea que requería toda su concentración cuando su mente, alma, cuerpo y corazón no podían dejar de pensar en él, en ese adiós, en esas dudas...
Estaba desgastada y su mente magullada no era capaz de centrarse en una sola tarea o pensamiento. Constantemente divagaba por ahí, le era imposible comprender las conversaciones y lo único que deseaba, cuando estaba rodeada de gente, era volver a estar a solas. Su energía se iba evaporando gota a gota.
Pensar en él una vez más le provocó una punzada. Eran cada vez más constantes y más fuertes. Temía que en cualquier instante se desplomaría sin vida. Si esa era realmente la consecuencia de un corazón roto, solo podía desear que alguien se lo arrancara del pecho de una buena vez. Sino, ¿cómo diablos iba a sobrevivir toda una vida?
Ese pensamiento la hizo sentirse furiosa. Con ella. Con él. Con el sentimiento de incertidumbre, con la inquietud, con la sensación de que Isaac le ocultaba algo, con la frustración por no saberlo. Con su título, sus limitaciones, su intermitente desesperanza. Con todo aquello que la rodeaba y la obligaba a pensar en el hombre que la había abandonado.
Entonces observó su taller, donde predominaban los colores marrón, blanco y crema. Tal vez el único punto de color que había allí lo tenían sus ojos azules, y ni siquiera podía mirárselos para darse un consuelo. Faltaba ese característico tono amarillo de las flores que Isaac le regalaba después de una pelea. Creía que las odiaba por lo que representaban para su relación: un quiebre momentáneo que se resolvía con el pasar del tiempo. Pese a que no perdía su significado, debía admitir que extrañaba su inyección de color.
―¿Cuatro horas son suficientes?
Olive, que no se había percatado de lo encorvada que estaba, se enderezó y observó a su hermano menor junto a la puerta. Caleb tenía las manos ocultas detrás de la espalda, ladeó la cabeza y esbozó una tímida sonrisa.
―Nuestros hermanos piensan que te vuelves menos agresiva conmigo, ¿será cierto?
Olive puso los ojos en blanco.
―Señorito, usted sabe que les tengo la entrada prohibida a los tres. ―Se frotó las manos y la arcilla se le despegó en forma de polvo―. ¿Necesitas algo?
―Pues... ―Caleb metió las manos en los bolsillos y avanzó―. No quiero nada para mí.
Olive posó las manos sobre el torno mientras estudiaba la expresión de su hermano menor. Caleb no solía inmiscuirse en los asuntos de nadie. Era, probablemente, el hombre más discreto de su extensa familia, y por esa misma razón le extrañaba que fuera a verla al taller.
―A ver ―se apresuró a decir él al percatarse de la intensa mirada de su hermana. Ingresó a la habitación sin sacar las manos de los bolsillos―. Sé que no has querido hablar sobre lo ocurrido con Isaac, pero a ti te encanta ocuparte de la red de apoyo. Sin embargo, has estado evitando los compromisos. ―Caleb volvió a acercarse, se detuvo para agacharse y agarrar las manos de su hermana―. He venido a proponerte un trato.
Olive apretó sus manos tomadas y lo instó a hablar con un asentimiento, pero, al percatarse de la pintura en sus dedos, dijo:
―¿Has estado pintando?
A Caleb no le sorprendió lo incrédula que se había escuchado su voz.
―Estaba pintando las páginas en los costados. Me gusta darles un toque personal a mis libros.
Olive se encogió en el asiento. Estudió el rostro de su hermano menor al tiempo que una mueca de nostalgia congelaba su expresión atónita. Caleb había crecido demasiado en los últimos años: ahora era más alto, su cabello castaño alborotado le escondía las orejas y sus ojos verdes refulgían como si una galaxia se hubiese ocultado en ellos. Incluso su voz se escuchaba diferente ―más gruesa―, haciéndola recordar que su pequeño hermano menor ya no era tan pequeño. ¿Tan ocupada había estado para no notarlo?
Caleb levantó ambas cejas.
―¿Por qué me miras así? ―inquirió él mientras vacilaba una sonrisa.
Olive se echó a reír al tiempo que le agitaba el cabello.
―Nada, es que me he puesto un poco sentimental. Has crecido mucho.
―Es lo normal, ¿no? ―Sonrió, burlón―. El cambio es algo que no podemos frenar.
Su respuesta se interpretaba en más de una forma. Olive asintió, despacio.
―Tu propuesta ―lo instó ella.
―Claro. ―Asintió―. Sabes que no estoy muy metido en el servicio social, por lo que cuento con bastante tiempo libre que lo utilizo para estudiar o escribir. Creo que, después de lo que pasó con Isaac, deberías tomarte un descanso. Si quieres, puedo asistir a las actividades pendientes en tu nombre. No me pesa en lo absoluto.
Olive esbozó una sonrisa enternecida.
―¿Ves? Por eso eres mi hermano favorito. ―Se puso de pie para darle un abrazo. Se apartó un poco para mirarlo a los ojos―. Pero no se lo digas a los demás.
Caleb se echó a reír.
―Será nuestro secreto.
Cuando se separaron, Caleb la miró con cautela.
―¿Te puedo contar algo? ―Olive lo observó de arriba hacia abajo al percatarse del nerviosismo que emanaba de su intento de sonrisa―. Solo se lo he dicho a mamá.
Olive evitó sonreír.
―Suena importante.
Y lo era, si es que estaba interpretando de forma correcta lo que significaba que le apartara la mirada con nerviosismo.
―Bueno... ―Caleb esbozó una sonrisa tímida. Un sutil rubor tiñó sus mejillas―. He conocido a alguien en la universidad y quería presentarla a la familia. ¡Pero solo a ustedes cuatro por ahora! ―Alzó la voz para interrumpir a su hermana, que estaba a punto de ponerse a gritar―. De verdad no quiero hacer de esto algo grande.
―¿Algo grande? ¡Traerás a una chica a casa! ―Olive se obligó a adoptar un gesto tranquilo y apacible para generarle seguridad y comodidad―. ¿O es un chico?
―Es una chica. ―Le guiñó el ojo con aire juguetón―. Estudia filosofía, al igual que yo, aunque se concentra más en el área de la psicología. Llevamos varios meses hablando y de verdad quisiera presentarla a mi familia, pero es que ustedes... ―Hizo una extraña mueca mientras meditaba sus posibles respuestas―. A decir verdad, son avasallantes. Muy avasallantes ―puntualizó con un tono comedido.
Olive se apartó con una mirada desconcertada.
―¿De verdad te parecemos tan avasallantes?
―Olive ―su hermano dibujó una lenta sonrisa burlona―, sabes cómo se comporta la familia reunida, en especial al tratarse de presentar parejas. Recuerda cómo se pusieron cuando trajiste a Isaac en San Valentín o la manera en que se comportaron cuando Simon trajo a Lyla. Creo que la única persona que obtuvo un recibimiento apacible fue Phoebe, y no duró tanto tiempo en la familia. Uf, lo siento ―se disculpó al percatarse de que la mención de Isaac opacó el buen humor que Olive había adquirido.
―No importa ―le aseguró con un agridulce amago de sonrisa. Últimamente le costaba más de lo habitual fingir una tranquilidad que no sentía―. Si para ti es más cómodo que la presentes a nosotros cuatro nada más, está bien.
―Tengo que decirles a mis hermanos y a papá. Aunque mamá se ofreció a informarles, este es un asunto bastante personal y quiero hacerlo yo mismo.
―Es entendible, Caleb. ―Meditó si debía darle un abrazo, un apretón de manos o si sonreír con alegría, una sensación genuina. Optó por la última opción―. Me has dado una sorpresa. Nunca hemos oído hablar de que te gustara una chica.
Caleb soltó una suave carcajada y apartó la mirada de ella con timidez.
―Si lo han hecho, pero nada ha sido serio. Hemos acabado como buenos amigos. Se me da bastante bien poner ese tipo de altos.
Olive levantó las cejas, un gesto entre juguetón y melancólico. Pese a sus esfuerzos, le fue imposible no recordar la proposición de volver a ser amigos de Isaac. Ella no tenía la virtud de llegar a poner ese tipo de altos. No había manera en que pudieran retornar a ese punto.
―Ya que será tu noche especial ―dijo ella para apartar sus pensamientos―, haremos los preparativos a tu gusto. ¿Qué quieres para cenar? ¿Lo hacemos en el comedor o al aire libre? ¿Hay algo que a ella no le guste?
―No tienes que encargarte de nada, déjame eso a mí. Además, mamá ya me ofreció ayuda.
Olive hizo un mohín.
―Yo también quiero ayudar. Es que estoy muy emocionada. ―Soltó una carcajada casi infantil―. Dios, la chica debe ser especial para haberte sacado la nariz de un libro.
―Es que ella también vive con la nariz metida en los libros, así que...
Los dos compartieron una sonrisa cómplice.
―¿Me dirás su nombre o debo esperar a que toda la familia esté reunida?
Las mejillas de Caleb enrojecieron.
―Imogen. Es irlandesa. ―Olive le pidió que le hablara más de ella con un movimiento divertido de las cejas―. Su familia se vino a vivir a Inglaterra hace siete años y me ha contado lo mucho que extraña su país, así que le propuse que nos fuéramos de viaje unos días en cuanto terminemos el término universitario. Por supuesto, antes de eso queríamos reunir a las familias. Es... ―Sonrió, absorto en la búsqueda de palabras―. Es como un bosque después de llover y su mirada es un manantial. Cada vez que habla, me pierdo en lo dulce de su voz. No puedo pensar o sentir nada más que su presencia.
Sin percatarse, Olive separó los labios y suspiró, pero al instante frunció el ceño. Por Dios, Caleb de verdad ya no era tan pequeño, pese a que seguía siendo su hermano menor. Pero «menor» ya no lo hacía un niño; solo lo colocaba por debajo de ella y sus hermanos en un rango de edad. El pequeño Caleb se le estaba yendo de las manos.
De pronto, Caleb pareció incomodarse.
―Disculpa ―le dijo―. No quería venir a hablarte de estas cosas cuando tú...
Olive negó con la cabeza. Fijó su atención en el barro seco de sus manos e intentó forzar una sonrisa condescendiente.
―Les agradecería que no intenten tanto evadir ciertos temas para no hacerme sentir incómoda. Estoy bien ―aseguró, aunque le faltaba convicción a su voz.
―De cualquier forma, no olvides mi oferta. Si quieres tomar un descanso, puedo encargarme de tus compromisos. Simon está demasiado ocupado y William está recién retomando sus estudios. Por su propio bien, es mejor no sobrecargarlo de responsabilidades o acabará dejando la universidad otra vez.
Olive asintió, y de pronto un peso abrumador cayó sobre sus magullados hombros. No se había percatado de lo mucho que se había concentrado en la red de apoyo y de que tanto tiempo, energía y salud mental le había entregado a su trabajo; tanto que no se había percatado de los cambios a su alrededor. Simon ya ni siquiera se dejaba abrumar por las responsabilidades de su título ―ahora su prioridad era su estabilidad emocional y su relación con Lyla―, William había retomado sus estudios pese a las incontables intromisiones de la prensa y había comenzado a involucrarse en proyectos propios que no permitía que nadie manejara. Caleb, por su parte, había crecido en un parpadeo. Quería traer una chica a casa y ella ni siquiera se había percatado de que el menor de la familia era ahora un hombre joven de casi veinte años.
Si no había sido capaz de ver los cambios en su familia, con quienes convivía a diario, no era de extrañar que no se percatara de la crisis de su relación con Isaac. Se habían estado cayendo a pedazos y, mientras tanto, Olive se había puesto una venda en los ojos. Cuando alguna discusión desenredaba el nudo, volvía a atarlo con fuerza. Mientras menos supiera, mejor; mientras más pudiera evitar los conflictos, mejor.
Que equivocada estaba.
Sacudió la cabeza, miró a su hermano y sonrió.
―Tienes que contarme como mamá recibió la noticia. ¡Ya sé! ¿Por qué no nos reunimos con tus hermanos y nos cuentas a todos? ¡Queremos saber!
Caleb hizo un mohín.
―No seas cruel. ¿Sabes lo que van a molestarme estos dos?
―¡Por supuesto, ya pasé por eso! Pero es que es nuestro deber como tus hermanos mayores. Prometo que te defenderé de sus bromas, a cambio nos vas a contar todo tipo de detalles. Queremos conocer cómo se conocieron, qué le dijiste al invitarla a salir... Con lo bonito que escribes, ¡de seguro tenías palabras preciosas que decirle!
Caleb inclinó la cabeza con una sonrisa burlona.
―Tanto así no pienso decirte. Lo lamento por tu parte cotilla.
Finalmente acabó por convencerlo de hablar con sus hermanos. Al cabo de media hora, la reunión fraternal culminó con un inusual silencio. Caleb se despidió del despacho de Simon con un gesto alegre que ni Simon ni William pudieron imitar.
―Caleb tiene novia ―musitó William, ausente, con la mirada clavada en el horrible reloj de piso que Simon tenía junto a uno de los libreros de la izquierda.
Simon, entretanto, dio un par de vueltas en su silla giratoria mientras se miraba los pies.
―Bueno, ¿y quién le dio permiso al mocoso para crecer? ―la manera en que hizo la pregunta, como si estuviera juzgando el proceso de crecimiento, provocó una carcajada en Olive.
―¿Verdad? ―respondió con un tono burlón―. Si vieras lo ruborizado que se puso mientras me hablaba de ella.
―¡Caleb tiene novia! ―repitió William elevando la voz―. ¿Desde cuándo tiene permiso para tener novia?
Simon y Olive se miraron con una mueca socarrona.
―Oficialmente, William es el único soltero de este lado de la familia.
El aludido se levantó de su asiento mientras agitaba los brazos y formaba una equis.
―No usen esta situación en mi contra.
Simon puso los ojos en blanco sin abandonar la diversión de su rostro.
―De cualquier manera, era algo que se veía venir ―dijo―. Caleb ha estado asistiendo menos a sus entrenamientos de tenis y se marcha a la universidad una hora antes de sus cursos.
―Y lo he escuchado despierto hasta pasada la medianoche mientras escribía. Tal parece que está muy inspirado ―William dijo lo último con un marcado tono burlón.
―¿Ya ven? ―Simon levantó los hombros―. Solo nos queda esperar a que la traiga a casa. Mientras tanto, debemos asegurarnos de no ser... ¿Cómo nos llamó?
―Avasallantes ―le dijo Olive.
Simon asintió.
―Pobrecito. Ya tiene suficiente con las dos madres que le tocó.
―¿Dos? ―musitaron Olive y William a la vez.
Pero William comprendió que se refería a Olive en cuanto se percató de la manera en que su hermano la miraba. Olive, sin embargo, se perdió en un hilo de pensamientos que tambaleaba a medida que intentaba cruzarlo con su pobre equilibrio. Simon se había percatado de los cambios de Caleb. Incluso William, a pesar de las distracciones de sus propios problemas y roces con la prensa, notó las alteraciones en el comportamiento de su hermano menor. Ella no. Había metido la cabeza en el agujero de sus responsabilidades y descuidó lo que tenía a su alrededor. A su familia, a sus amigos y también a Isaac. No se había dado cuenta de las cosas a tiempo.
―Has estado en tu taller, ¿no es así?
Olive se obligó a abandonar sus pensamientos para atender la pregunta de Simon. Asintió mientras intentaba fingir que el nudo de su garganta no le estaba oprimiendo la voz.
―Desde hace un tiempo, he querido hacer figuras en miniatura, pero me falta precisión ―les explicó con una casi perfecta sonrisa de tranquilidad y entusiasmo―. No han quedado muy bien, así que he retomado las piezas más grandes.
―Necesitas un descanso, hermana ―más que una recomendación, las palabras de William sonaron a una orden. Olive se desplomó en el asiento con un suspiro ahogado―. De verdad, lo mejor para ti es que te tomes un tiempo libre. Lo de Isaac...
―Lo de Isaac no es un cáncer o una enfermedad terminal.
Pero dolía como uno, y lo que era aún peor: era tan difícil e igual de agotador sobrevivir a él como si lo fuera. Sin embargo, Olive estaba comenzando a cansarse de que su familia la tratara como si en cualquier momento fuera a caerse y destrozar las pocas partes sanas que le restaban. No ayudaba en absoluto que la percibieran así de frágil, pese a que, en ese instante, no se sentía tan envalentonada y fuerte como antes.
―Es normal ―le había dicho su psicóloga dos días antes―, acabas de culminar una relación de diez años. Los cambios después de tanto tiempo provocan angustias e inseguridades.
Después de esa sesión, no quiso volver a programar una visita. No quería admitir que tenía razón; tampoco quería admitir que necesitaba ayuda para afrontar una pérdida tan inesperada. El sentir que se le agotaban las energías, que las actividades que antes disfrutaba la hundían en una profunda tristeza y que no era capaz de cruzar las puertas del palacio y enfrentarse al mundo sin que una presión en el pecho la dejara sin aire, le provocaba un desasosiego que no la dejaba dormir en las noches.
«Llámame», le había dicho su psicóloga al finalizar la sesión.
―No ―masculló al cerrar los ojos con fuerza.
―¿No, qué? ―preguntó Simon.
Al abrir los ojos, se encontró con el par de ojos idénticos a los de ella, que la miraban con una profunda confusión.
―Pues que no... eso... ―Se encogió de hombros al tiempo que se ponía de pie―. Voy de regreso al taller para ponerlo en orden. La visita de Caleb me obligó a dejarlo a medias.
―Claro ―respondió William con un alarmante timbre acusatorio. Sabía que estaba mintiendo.
―Lyla dijo que podría ofrecerte una mano amiga por si la necesitas ―le dijo Simon. Ante la confusión de su hermana, continuó―: Con la gala de aniversario de la red de apoyo. Ya queda poco, ¿no?
―Sí, pero tengo casi todo resuelto. Si llego a necesitar ayuda, por supuesto que se la pediré.
―Claro ―repuso él, empleando el mismo tono de voz que William.
Olive puso los ojos en blanco y se marchó rumbo al taller. Media hora después, había terminado de limpiar. Caminó en silencio rumbo a las habitaciones, pero fue interceptada por Liam, el hijo del barón Kendall, el mejor amigo de Caleb.
―¡Sigues con vida! ―bromeó ella.
Liam Sancton le sonrió con la típica coquetería que lo caracterizaba. Se acercó a ella para darle un abrazo y le besó la mejilla antes de apartarse.
―He venido a ver a Caleb, pero me dijeron que está ocupado con tu madre.
―Ya. ―Le rodeó los hombros con el brazo y lo guio al salón más próximo―. De seguro sabes lo que está pasando con mi hermano menor, ¿no es así?
―Depende. ―Pero la sonrisa traviesa decía lo contrario―. ¿Y si me das una pista?
―Liam...
―¿Sí? ―Levantó las cejas con un aire juguetón.
―¿Sabes o no para qué se reunieron mi hermano y mi madre?
―Querida Olive, yo nunca cuestiono las reuniones familiares.
Olive contuvo el deseo de propinarle un golpe en la nuca. Probablemente si no lo hizo fue porque Liam se apartó para abrir la puerta del salón. Fue entonces que se percató del sobre blanco sellado que tenía oculto entre la ropa.
―¿Esto qué es? ―Se lo quitó antes de que pudiera impedir que lo agarrara.
―¡Oye! ―Entrecerró los ojos y se echó a reír―. Dame eso, que no es mío.
―¿Y entonces? ―Entró al salón caminando de espaldas. Levantó el sobre y lo puso debajo de la luz de la lámpara. Alcanzó a distinguir un sello azul con un diseño que no lograba distinguir―. ¿Es un sello oficial?
―Sí ―Liam dio un salto y le arrebató el sobre―, pero no sé qué contiene. Como te he dicho, no es mío.
―¿Y para quién es?
―No te puedo decir.
Sin embargo, hacer las sumas era bastante fácil.
―¿Es para Caleb? ―Se acercó a él. Liam se alejó mientras sonreía―. Por eso has venido a verlo...
―Sí, pero hasta donde sé tampoco es para él. Creo que le está haciendo un favor a alguien.
―Dudo mucho que Caleb no te dijera quien es ese «alguien». ―Lo delató la dilatación de su sonrisa―. ¡Liam!
―¡Que no! ―Guardó el sobre entre su ropa―. Deja de querer saberlo todo.
Olive desistió poniendo las manos en la cintura.
―Eres un amigo demasiado fiel para mi gusto.
―Ya ―musitó, imitando su tono con un toque más vivaracho―. Por cosas como estas, no puedo dejarte el sobre y pedirte que se lo entregues a Caleb. Estoy seguro de que lo abrirías al instante. ―Se acercó al sofá y se desplomó sobre él con las piernas abiertas―. Ahora tendré que esperar.
Olive caminó hacia él, golpeó su rodilla y Liam refunfuñó al tiempo que enderezaba su postura.
―Al menos dime si sabes lo que está hablando Caleb con mamá.
La diversión en el rostro de Liam desapareció, aunque una sonrisa vaciló en sus labios con dificultad.
―Imogen ―musitó el nombre sílaba por sílaba con cierto desdén―. Caleb me dijo que quería presentarla a la familia.
―¿No te agrada? ―Le resultaba difícil ocultar la inquietud que emanaba de su voz al hacer la pregunta.
―No es eso. ―Intentó sonreír de forma tranquilizadora, pero Olive lo conocía desde que era un niño. Para ella, Liam era otro hermano más y sabía descifrarlo casi tan bien como Caleb―. No es desagradable, pero tampoco me simpatiza.
―¿Por qué?
―Nada, de seguro es que no la he tratado lo suficiente. Quizá le tengo un poco de celos porque se está robando a mi mejor amigo frente a mis narices.
La confesión le provocó ternura. Caleb y Liam eran amigos desde muy pequeños ―desde los ocho años, para ser precisa― y habían estado juntos desde entonces. Pese a que Liam ya había tenido parejas, Caleb no, así que para él era toda una nueva experiencia que una chica que estuviera «robando a su mejor amigo».
―¿No te gustaría asistir a la cena? ―le sugirió―. Puede servir para que se conozcan mejor.
―No puedo, mi padre regresa de viaje esta semana. Cada vez que vuelve a Inglaterra, su presencia consume mi tiempo libre.
―Bueno, está bien...
―¡Liam!
Ambos se sobresaltaron ante la voz de Caleb, quien ingresó al salón con la cámara del teléfono enfocando a los dos.
―Estoy en una videollamada con Catharina.
La sonrisa de Liam se ensanchó. La princesa Catharina era la heredera aparente al trono de Dinamarca y su madre, la reina Piper, no solo era parte de la familia ―aunque con una conexión sanguínea bastante lejana―, sino una íntima y muy buena amiga.
―¡Pequitas! ―musitó a son de broma.
Una voz femenina aulló desde el teléfono.
―¡No quiero hablar con él! Voy a colgar.
Olive agitó la mano hacia el teléfono.
―¡Hola, Rina!
―Ya colgó ―advirtió Caleb. Bloqueó la pantalla y se echó a reír al observar la expresión abatida de Olive―. Llamó para contarme que viajará para mi cumpleaños.
―Pudo haberme mandado saludos ―protestó Liam con fingida inocencia.
―Siempre la estás molestando ―le recordó Olive―. Yo también te habría colgado. Por culpa tuya, no alcancé a saludarla.
―No sé por qué Pequitas ni siquiera soporta el sonido de mi voz ―continuó su cuestionamiento como si no hubiese escuchado las palabras de Olive.
―Se te acaba de decir, incordio. ―Caleb le dio un suave golpe en la cabeza―. ¿Cuando la vas a dejar en paz? Es mi mejor amiga, joder.
―¡No le hago nada malo! Solo le hago un par de bromas.
―Que la molestan muchísimo. Le has estado poniendo apodos desde hace años. ―Le rodeó el cuello con la mano derecha―. Vendrá para mi cumpleaños y la vas a dejar tranquila.
―Esperaría esta actitud de Catharina que tiene quince años, no de ti que tienes diecinueve. ―Olive se cruzó de piernas y brazos―. Parece que es verdad que las mujeres maduramos antes que los hombres.
Como era de esperarse, obtuvo por respuesta un par de miradas hurañas que evidenciaban su descontento.
―Si me sigues regañando, no te voy a dar esto. ―Liam se irguió y agarró el sobre.
―Gracias. ―Caleb se lo quitó para evitar el chantaje.
Olive descruzó los brazos.
―¿Para quién es?
―Es privado. ―Golpeó a Liam en el hombro y le indicó que salieran―. Ciao.
―¡Caleb! ―lo llamó, pero fue inútil. Los dos abandonaron el salón en cuestión de un parpadeo.
A solas, Olive cuestionó por qué le importaba el contenido del sobre. Intentó convencerse de que era mera curiosidad, pero su sexto sentido le decía algo diferente. Liam le había mencionado que Caleb le estaba haciendo el favor a alguien, pero ¿a quién? ¿Con qué motivo? ¿Qué podía contener un sobre con un sello oficial? ¿Y por qué aquel sello azul le parecía tan familiar?
Decidió abandonar los cuestionamientos. Al menos, le había servido de distracción por un rato.
Lástima que las distracciones duraban tan poco tiempo.
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