Isaac tragó saliva ante la imagen de las amapolas secas.
―Has cuidado muy mal de ellas ―le recriminó a su padre con un deje juguetón.
Lo observó sonreír. Isacc devolvió su atención a la ventana de inmediato, desde donde se podían observar los jardines de Mercury Lane, ubicado al sur de Greenwich.
―Últimamente llego tarde del trabajo y olvido regarlas ―explicó él.
Maurice trabajaba como transportista en una fábrica de textiles, por lo que a veces debía conducir rutas largas y extenuantes.
―El cardiólogo te pidió que bajaras un poco el ritmo. ―Isaac se volteó, agarró la silla por el respaldo y se sentó junto a su padre―. ¿Cuándo es tu próxima cita?
Maurice señaló la puerta del refrigerador, donde tenía un papel pegado con un imán. Isaac leyó la fecha y añadió en voz alta:
―Es en dos semanas. ―Cruzó los brazos sobre la mesa―. Le diré a Julian que me dé el día libre.
―No tienes que faltar al trabajo. Puedo ir solo. ―Se puso de pie para desperezarse. Abrió el refrigerador, agarró la jarra de agua y se sirvió en un vaso de cristal―. Mi corazón está perfecto.
Pero su confirmación no le permitió tranquilizarse: necesitaba que el cardiólogo se lo asegurara.
Su padre era su única familia.
No quería quedarse en silencio y darle paso a anécdotas dolorosas, pero su mente, que era más débil que el resto de su cuerpo, permitió una brecha por la que escapó el agrisado recuerdo de un rostro femenino. Con el paso de los años, su forma había ido cambiado hasta volverse borrosa. Hasta su voz se había difuminado. Ya no tenía recuerdos de su madre, aunque su abandono seguía doliendo trece años después.
―¿Por qué se fue mamá? ―le había vuelto a preguntar a su padre cuando faltaban dos días para cumplir catorce años.
Maurice intentó sonreír, a pesar de que la tristeza refulgía en sus ojos azules.
―A veces las personas no pueden quedarse en un lugar donde ya no sienten felicidad.
―¿Ya no nos quiere? ―achicó los ojos mientras intentaba reprimir su irritación. Le temía a la respuesta, pero al mismo tiempo la necesitaba.
Maurice agitó el cabello castaño de su hijo.
―Nos quiere, a su manera.
Isaac no lo entendió en ese momento; ahora, en su presente, tampoco. Así como tampoco le pidió más explicaciones. Camilla Beley había pasado a ser una extraña, una mancha en su memoria, desde que decidió marcharse de sus vidas. Si alguna vez la quiso, debió de tratarse de un sentimiento efímero, o tal vez se acabó marchitando al darse cuenta del daño que le había causado a su padre. Su marcha lo entristeció y, con el pasar de los años, eso debilitó su corazón.
―¿Cuándo traerás a Olive a cenar? ―preguntó Maurice para cambiar de tema.
Isaac sonrió al instante. Hablar de Olive poseía el maravilloso poder de amortiguar el dolor de cualquier llaga.
―Últimamente ha estado muy ocupada, pero le diré que vengamos pronto. ―Levantó las cejas con un aire de derrota―. Si es que alguna vez consigo que haga un espacio en la agenda.
Isaac bufó con ironía. Antaño, era Simon, el hermano mayor de Olive, el que no podía vivir sin su agenda. Un cambio de corazón ―y de sentimientos― lo había hecho desprenderse de esas ataduras. En algún momento del trayecto, Olive quedó enredada con ellas, y ahora su tiempo lo manejaba un papel.
Se frotó la frente y le echó una mirada al parque a través de la ventana. La convivencia con la familia real era complicada, pese a que se las había ingeniado para seguirles el ritmo durante diez años. Aún así, para una persona como él ―de la clase promedio― resultaba agotador y, en ocasiones, desesperante. Pocas eran las veces que podían salir a cenar o dar un paseo como una pareja normal. Al contrario: sus salidas casi siempre eran públicas, en eventos privados o cenas formales. Y siempre ―siempre― rodeados de tantas personas que no se le presentaba la oportunidad de agarrarle la mano o si quiera besarle la mejilla. Los únicos momentos íntimos y a solas que pasaban transcurrían en su modesto piso, que en nada podía compararse con el Palacio de Caster.
Maurice tronó los dedos frente a la cara de Isaac.
―Hoy te noto particularmente ido. ¿Te pasa algo?
Se percató de que tenía en las manos un vaso de zumo de naranja y zanahoria ―el favorito de Isaac― y que se lo extendía. Le sonrió mientras lo aceptaba, pero el gesto decayó al recordar la pregunta.
―Le he pedido a Olive que vivamos juntos.
Maurice elevó las cejas.
―Suena bastante serio.
―Lo es. ―Dio un sorbo al zumo―. Dijo que sí, pero su comportamiento a veces me dice que no. Por momentos pienso que está poniendo excusas para no decirle a su familia. Normalmente, no tengo que insistir para que me cuente algo, solo que esta vez...
―¿No será que el problema es que no están casados? ―Se alejó de la mesa e inició la tarea de guardar los platos y vasos en los compartimientos superiores―. Sé que son normas protocolarias. Se espera que un noble, antes de convivir con su pareja, se case.
―Olive nunca me ha dicho que quiera casarse. En los últimos años, no hemos hablado de los planes del futuro. Por eso le propuse que viviéramos juntos.―Hizo silencio y entró en contacto con su verdadera inquietud―. Son sus compromisos ―especificó, su voz sonaba afligida.
Maurice lo observó con una expresión casi de lástima. Isaac tragó saliva y sin percatarse le dijo:
―La verdad es que le pedí que viviésemos juntos como una medida casi desesperada ―se sintió avergonzado por admitir algo así frente a su padre, pero necesitaba hablar con alguien de lo confundido que se sentía, y sus amigos no eran una opción. Como hermanos de Olive, estaba convencido de que se pondrían a su favor―. Sé que nos queremos, es solo que... He estado sintiendo que nos distanciamos. Tenemos responsabilidades muy diferentes.
Isaac miró el interior anaranjado del vaso y descubrió su reflejo difuso; le temblaban las manos.
―De verdad me cuesta seguirle el paso. Olive es la cuarta en la línea de sucesión al trono británico, y yo soy un simple asistente de administración en el club de Julian. ¿Qué se supone que haré si nos casamos?
―Entonces, no se trata solo de que Olive no lo mencionara. No quieres hablarlo tú ―intuyó su padre.
Isaac se encogió en el asiento.
―Cada vez que intentamos hablar, acabamos peleando, y cuando nos reconciliamos nos olvidamos del tema.
―¿Y así quieres vivir con ella? Las cosas se hablan, Isaac ―esta vez su voz era dura―. Los conflictos son inevitables.
―Yo no quiero pelear ―musitó, desganado―. Solo quiero que estemos bien.
―Estar bien. ―Maurice rio con tristeza―. Se pueden tener nubes grises, y aún así ver la luz. La lluvia no es eterna. El sol siempre vuelve a salir.
Isaac se terminó el zumo dando sorbos pequeños. Quería ganar tiempo para ordenar sus ideas antes de dar alguna respuesta. Su relación con Olive sabía diferente. Al principio, solían contarse todo, aunque evitaba abundar en los detalles del abandono de su madre. Si no hablaba de ella, con el tiempo la olvidaría. En cuanto Olive comenzó a incorporarse de lleno al servicio social, las cosas cambiaron. La red de apoyo, Prohibido callar, se convirtió en el propósito de vida de Olive. Abrir un hueco entre sus compromisos era cada vez más difícil y las prioridades de la pareja se fueron moldeando cada vez más en torno a sus nuevos compromisos y aspiraciones.
Olive estaba cumpliendo su gran sueño. Isaac todavía luchaba contra el de él. Comparado con el propósito de Olive, el suyo era... Bueno, una tontería.
―La semana pasada estuve ordenando el ático y encontré una caja tuya. ―Maurice abandonó el comedor y volvió poco después con una caja de cartón que tenía escrito el nombre de Isaac―. Pensé que te lo habías llevado todo cuando te mudaste a tu piso. ¿Quieres echarle un vistazo?
Isaac tragó saliva. Aunque no recordaba todo lo que había guardado en la caja, sí la mayor parte. Sus recuerdos...
―Lo haré cuando llegue a casa. ―Se levantó y dejó el vaso en el fregadero―. Debo ir al trabajo.
Maurice sonrió con desgano y la fatiga que encontró en sus ojos alarmó a Isaac.
―Me dirás si algo va mal con tu corazón, ¿verdad?
―Por supuesto. ―Palmeó el hombro de su hijo y sonrió con un poco más de alegría―. Te acompaño.
Isaac agarró la caja y ambos salieron. Abrió el maletero, dejó la caja en el interior y, al voltear, encontró el ceño fruncido de su padre.
―Hay algo importante que...
―¡Maurice! ¡Isaac! ―gritó una mujer―. ¡Buenos días!
Isaac se inclinó y observó a la jovial vecina de su padre, Lydia Fairchild. Isaac sonrió; la recordaba con cariño. Fue la primera en darles la bienvenida cuando se mudaron a Mercury Lane.
Maurice se dio la vuelta rápidamente e inclinó la cabeza al recibir a su vecina. Isaac luchó contra la intención de ensanchar la sonrisa. Las atenciones de Lydia se habían pasado de la hospitalidad hacía mucho, y también la manera en que su padre las aceptaba. No comprendía por qué ninguno había cruzado esa línea invisible.
―¡Estás tan guapo como la última vez! ―Lydia abrazó a Isaac y él se lo devolvió―. ¿Vendrás esta tarde a tomar el té? Voy a preparar budín de arroz. Sé que te gusta.
―Me encantaría, señora Lydia, pero tengo que trabajar.
―Te he dicho unas mil veces que puedes tutearme, granuja encantador. ―Le pellizcó una de las mejillas. Siempre había sido así de impulsiva―. Si quieres venir, te estaremos esperando. Ya debo irme al trabajo. Los casos no se atienden solos.
Lydia era trabajadora social en un centro de menores maltratados, una profesión que iba muy bien con su carácter dulce. Isaac esbozó una sonrisa melancólica. Pese a su baja estatura, su rostro redondo y sus grandes ojos castaños, poseía una personalidad efervescente. Podía perder su encanto con facilidad si enfadaba. Las múltiples reprimendas que recibió en su adolescencia lo confirmaban.
Lydia le dio un último abrazo y se marchó en el llamativo coche amarillo. Isaac se dio la vuelta, se aseguró de que hubiese guardado todo en el maletero y agarró la manija.
Pero no llegó a cerrar la puerta.
―Camilla volvió ―le soltó Maurice de golpe al volver a encontrarse a solas.
Isaac apretó los dientes y contuvo el aliento en cuanto una maquiavélica opresión en el pecho le robó el aire. Separó los labios e inspiró una ruidosa bocanada.
―¿Qué quiere? ―su voz temblaba al igual que todo su cuerpo. Un frío y grueso metal traspasó su columna.
―Quiere hablar. ―Maurice contuvo el aliento y después lo soltó de golpe―. Tenemos que hablar ―recalcó.
―No me interesa. ―Cerró la puerta con más fuerza de la necesaria―. Si la ves, dile que se vaya. No le será tan difícil dado que es lo que acostumbra.
―Lo mejor será que nos reunamos los tres. Se trata de un tema delicado.
―¡Ya te dije que no me importa! ―masculló con los dientes chirriando por la presión. Agarró las llaves del coche con fuerza y agitó la mano empuñada en el aire―. Sus ganas de hablar llegaron muchos ¡muchos! años tarde. ¡Ahora es a mí al que no le interesa saber nada de ella!
Abrió la puerta del conductor, ingresó la llave a la fuerza y arrancó sin haber cerrado la puerta. La fuerza del viento hizo el trabajo.
Continuó el trayecto hacia el club con las manos fuertemente aferradas al volante. La mirada entrecerrada captó la calle, los coches y los transeúntes, pero su mente palpitaba ―como si estuviera rastreando alguna señal― y se esforzaba por desvelar recuerdos, o palabras, que hicieran su dolor más fácil.
―Tenía que volver ahora ―gruñó mientras apretaba aún más el volante―. ¿Por qué ahora? ¡Maldición!
Mientras se esforzaba por no recordar, Isaac notó que no se había puesto el cinturón. Un error como ese, por más sencillo que fuera, le habría podido costar la vida; Isaac jamás tomaba riesgos innecesarios como echarse a la calle sin precauciones. ¿A dónde se le había ido la cabeza? ¿Seguía sobre sus hombros? Si era así, ¿cómo pudo permitir que la sangre le hirviera tanto para pisar el acelerador y olvidar lo demás?
Redujo la velocidad, se estacionó en la acera y se ajustó el cinturón. La presión lo ahogaba, así como lo hacía el repiqueteante eco de su nombre.
Camilla.
Camilla.
Camilla.
Porque ya no era «mamá». Hacía muchos años que perdió ese privilegio.
Recostó la cabeza del asiento y respiró con fuerza, hasta que el aire llegó violento a los pulmones. Una furia incontrolable invadió sus pensamientos. Golpeó el volante con los puños y se detuvo al sentir el palpitante dolor.
―¡Basta! ―se reprendió.
Se obligó a recuperar la compostura y, al conseguirlo, condujo hacia el trabajo. Le urgía distraerse.
El resplandor de la cámara captó su atención poco antes de llegar a la entrada del estacionamiento de los empleados. Eran dos fotógrafos que lo seguían con la mirada, y Isaac, que lo gobernaba un humor ácido en esos momentos, los fulminó con la mirada. ¿Por qué demonios tenían que estar tomándole fotografías cuando la figura pública era Olive, no él?
―Hasta que llegas ―fue el saludo de Julian al llegar y entrar a su oficina. El vizconde estaba sentado detrás del escritorio con los ojos fijos en la pantalla de su ordenador―. ¿Se te pegaron las sábanas? ¿O fue algo más... complaciente? ―le preguntó con un marcado tono pícaro.
Isaac forzó una sonrisa.
―Si te refieres a Olive, no la he visto en dos días. Estaba con mi padre.
―¿Cómo sigue? ¿Mejor? ―Apartó la mirada de la pantalla y esperó la respuesta.
―Dice que sí, pero lo veo un poco...
«Triste». El eco de su nombre volvió a repiquetear en su mente. Agitó la cabeza y se deshizo de él.
La oficina de Julian era bastante agradable con sus paredes de color marfil y los pisos de mármol gris. Parecía un templo griego y él, con su escritorio y su silla giratoria negra, el dios de un Olimpo ―el Pilgrim's Club― cada vez más ascendente.
―Mi padre irá a consulta con el cardiólogo en dos semanas ―le informó Isaac. Se llevó las manos a la nuca y frotó la dolorida y tensa zona―. Necesito pedirte el día.
―Sin problema. ―Julian devolvió su atención a la pantalla―. ¿Sabes si la artista gráfica ya terminó el diseño de los nuevos catálogos?
―Le preguntaré. ―Se adentró en la oficina y presionó las manos en el escritorio. La madera estaba fría como aquella mañana. ¿O el frío estaba en su interior? No lo sabía con exactitud―. Hay fotógrafos cerca del club.
―Lo supuse. Ya te imaginarás quién es la culpable.
Isaac no necesitó preguntar. Sacó el móvil del bolsillo y buscó en la página web de Royal Affair la publicación más reciente.
―Brianna Stanhope, hija del conde de Arathon, acompañada de Julian Remsey, vizconde Iverson ―leyó la nota debajo de una fotografía―. ¿Te estás viendo con Brianna?
―Me la encontré en un juego de golf. Eso fue todo. ―No pasó por alto que evitaba su mirada. Julian siempre ha sentido un interés particular por Brianna, aunque nunca lo manifestó con palabras. Él amaba demasiado su libertad como para comprometerse con alguien, así tuviera sentimientos hacia esa persona.
―La flamante periodista lo pone como algo más, y a ti siempre te gustó Brianna. ―Isaac levantó las cejas.
―Me gustaba ―recalcó Julian. Le echó una rápida mirada a unos papeles a su izquierda, devolvió su atención a la pantalla y tecleó algo―. Ya no.
―Mm. ―Isaac achicó los ojos―. Ayer revisé las inscripciones del club. Catorce miembros renovaron su membresía. ―Julian tecleó algo y musitó un «mm» que hizo sonreír a Isaac―. Wren Carmichael está entre ellos.
―¿Sí? ―El vizconde agitó los hombros―. Qué bien. Más dinero para el negocio.
―Claro ―masculló con un marcado tono burlón―. El club necesita el dinero de una vendedora de chismes.
―¿Qué te digo? ―Abrió el cajón derecho, agarró una pluma y un papel y anotó algo a prisa―. Carmichael posee dos cualidades complicadas: es periodista y también mujer.
―No todas las mujeres se desvelan por los chismes.
―No me refiero a eso. ―Devolvió su atención a la pantalla del ordenador.
―¿Entonces?
Julian suspiró, se echó hacia atrás y miró a Isaac, quien le sonrió al tiempo que se hundía por los hombros.
―¿Qué? ―gruñó el vizconde.
Isaac golpeó la superficie del escritorio con los dedos, imitando el «tic, tac» del reloj antiguo a su izquierda.
―Todo el mundo te ha hecho la misma pregunta, y tu respuesta no varía en absoluto. ―Se inclinó hacia él―. ¿Por qué no le impides la entrada a Carmichael? Eres el dueño del club. Podrías cancelar su membresía en cualquier momento y prohibirle la entrada. ―Se inclinó un poco más―. ¿Qué hay entre los dos?
Julian cruzó las manos en la barriga y sonrió, pero era un gesto vacío: su mirada intentaba apartarse de los ojos oscuros de Isaac sin mayor éxito que uno que otro segundo.
―Hay una frase mundialmente conocida que resume a la perfección mi situación con Carmichael: mantén cerca a tus amigos, pero aún más a tus enemigos. ―Levantó las manos y esbozó una sonrisa traviesa, ensombrecida por una verdad dicha a medias―. Quiero descubrir qué relación hay entre ella y mi padre. Se me ocurren unas cuantas aseveraciones. Por desgracia, no he podido descubrir la verdad todavía.
―¿Y cómo pretendes obtener la verdad de una mujer que vive de los secretos?
―Ya veré. ―Se enderezó y volvió a mirar la pantalla―. Te envié al correo una lista de arquitectos. Quiero remodelar algunas zonas del club, pero no tengo tiempo de hacer las entrevistas. Encárgate de ellas.
Isaac hizo una mueca y se irguió.
―¿Qué te ocupa el tiempo?
―No tiene faldas, por si te lo preguntas. Pero sí pantalones.
Isaac inclinó la cabeza y fijó la mirada en el vizconde. Julian debió percibir la confusión en su amigo, porque al instante sonrió.
―¿Te verás con una mujer? ―teorizó Isaac.
―Un hombre.
El castaño frunció los labios. Pese a ser un abogado, Julian era poco discreto, a menos que se tratara de sus casos y, curiosamente, Wren Carmichael. Le llamó la atención sus evasivas. Ahora que su curiosidad había sido despertada, no podía marcharse de la oficina sin descubrir lo que escondía.
―¿Es un cliente? ―le preguntó mientras agarraba la silla a su derecha por el espaldar. Se sentó y levantó las cejas―. ¿Un socio del club?
―Las dos ―Julian volvió a cruzarse las manos en la barriga―, pero no pienso decirte nada. Te enterarás en su momento.
―Entonces lo conozco... ―Se rascó la barbilla―. ¿Le estás preparando una despedida de soltero a Simon? Si es así, ojo con lo que harás. No hagas cosas buenas que parezcan malas.
Julian se echó a reír.
―Antes de hacer una despedida de soltero, prefiero preguntarle a Lyla si está de acuerdo y así me evito problemas.
―Movida inteligente.
―¡Ya sé! ―Julian aplaudió una sola vez―. ¿Qué te parece si es a ti a quien le hacemos una despedida de soltero?
Isaac frunció el ceño.
―Yo todavía no me caso.
―Pues te estás tardando, ¿no te parece? ―Julian se recostó del asiento y subió las piernas al escritorio―. El hombre que menos nos imaginábamos está a unos meses de casarse. Mis apuestas aseguraban que tú y Olive serían los primeros.
Isaac puso los ojos en blanco.
―¿Siempre es así? Cuando un amigo se casa, comienzan a preguntarle a los demás quién será el siguiente.
―Diez años, Rafiki. ―Julian lo escrutó con una mirada severa―. ¿Es que no tienen planes después de diez largos años de relación?
―¡Te he dicho que no me compares con un mono viejo!
―Es un babuino, ¡babuino!
―¿Esto es a lo que llaman una plática madura entre adultos?
Los dos voltearon hacia la voz masculina que invadió la habitación.
―Puedo venir después si lo prefieren. ―William sonrió―. Así podrán seguir deliberando sobre monos y babuinos.
―Déjalo estar. ―Julian se levantó―. Isaac está evadiendo mi pregunta.
Isaac se encogió de hombros. ¿Lo estaba haciendo? Probablemente... No quería hablar del tema con Julian. Mejor dicho: no podía. Para el vizconde, Olive era prácticamente una hermana. Sin importar la estrecha amistad que los unía ―sin contar que trabajaba para él―, él siempre la apoyaría a ella primero. Además, Isaac no se sentía cómodo con sus propios deseos y aspiraciones. Solían convertirse en humo bajo la magnificencia de los de Olive.
―¿Te ofrezco algo? ―Isaac le extendió la mano y chocaron los puños―. Iré por un café.
―Nah. ―William agitó los hombros―. Vine a recoger a Julian para nuestra cita. ¿Verdad, cariño?
―No pienso seguirte el juego. ―Se ajustó el reloj de muñeca, se agachó y agarró su maletín―. Antes de que se me olvide... ―Señaló a Isaac con el dedo índice―. Quiero ver despu...
El timbre de llamada interrumpió a Julian. Isaac se disculpó, metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil. Era un número desconocido.
Presionó el botón para silenciar la llamada.
―¿Qué decías?
―Que necesito que me consigas la lista de los mie...
El móvil volvió a sonar; Isaac volvió a silenciar la llamada.
―¿Si? ―lo instó con una sonrisa de disculpa.
Pero una tercera llamada los interrumpió.
―Responde, porque no soporto que suene sin parar ―le pidió Julian entre dientes.
―Es que no conozco el número. ―Agitó la cabeza y respondió―. ¿Bueno?
Al otro lado de la línea, Isaac escuchó toda clase de ruidos: gritos, jadeos y la inconfundible sirena de la ambulancia.
―¿Isaac? ―era una mujer y su voz era muy familiar―. Soy Lydia.
Isaac se llevó la mano al pecho.
―¿Ha ocurrido algo?
―He ido a llevarle el budín de arroz para el té de la tarde a tu padre. ―Lydia dejó de hablar y jadeó―. Ha tenido un infarto. La ambulancia lo está llevando al hospital.
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