Capítulo diez.
Isaac tenía once años cuando descubrió cómo hacer un cuaderno artesanal.
Había acompañado a su padre a una feria en Chelsea, al sureste de la ciudad de Westminster, donde tenía una caseta en la que vendía sus fotografías. A Isaac le gustaba asistir por muchos motivos: le permitía compartir tiempo con Maurice, quien le enseñaba una que otra técnica nueva cada vez que se quedaban a solas en el puesto, y porque tenía la oportunidad de darse la vuelta.
La fila de mercadillos era enorme y muy variada, lo que impulsaba su imaginación. Solía llevar la cámara que su padre le había obsequiado y tomaba fotografías desde distintos ángulos y enfoques, jugaba con las luces y las sombras curiosas que se formaban al levantar un objeto o mover la falda de algún vestido.
Solía detenerse al lado de la casera de su padre a revisar las fotografías. Isaac no le permitía que se fueran a casa hasta haber tomado una que le gustara o que le hiciera sentirse orgulloso.
―Me queda poca memoria en esta tarjeta ―le había informado a su padre media hora antes de que la feria terminara―. Ojalá hubiera otra forma de guardarlas para siempre.
Maurice se echó a reír, asintió en dirección a su cliente y la observó marcharse con una sonrisa mientras observaba la fotografía que acababa de comprar.
―Hay muchas formas de conservar las fotografías.
―Pero me gustaría algo diferente.
―¿Quieres que las revelemos todas? ―Maurice elevó las cejas, listo para el desafío.
―No. ―Sacudió la cabeza al tiempo que hacía una mueca extraña con la boca. Después, asintió―. Sí, pero...
―¿No te gustan enmarcadas?
―Se ven bonitas, pero quiero que se vean más bonitas aún. ―Miró a su padre como si se estuviera enfrentando al desafío más difícil de la historia―. ¿Qué hago?
―Ayúdame a ordenar.
Maurice se levantó y le señaló a su hijo las fotografías que debía guardar. Isaac siempre lo hacía con movimientos medidos; no quería arruinar el trabajo de su padre que tanto admiraba.
―¿A dónde vamos? ―Le había preguntado Isaac, quien llevaba el maletín con las fotografías. Habría cargado con su mochila y la cámara también de no ser porque Maurice las agarró antes. Tal vez se debía a las horas que llevaban en la feria, pero una sombra de cansancio se había instalado debajo de los ojos de su padre.
Entonces Maurice sonrió y su rostro se iluminó en cuanto se detuvieron en una caseta bastante alejada de la suya.
―Ralph, ¿cómo fueron tus ventas?
Un hombre de piel morena levantó la mirada del cuaderno con el que estaba trabajando y sonrió al encontrarse con su amigo.
―Maurice, de haber sabido que estarías hoy en la feria, habría ido a saludarte. ―Se levantó del taburete y le ofreció un apretón.
―Confirmé mi asistencia anoche. Te quiero presentar a mi hijo. ―El niño aceptó el apretón que Ralph le ofrecía―. Isaac tiene escuela mañana y no quería que llegáramos tarde a casa.
―Pero yo lo convencí. ―Isaac sonrió con orgullo.
―E hiciste muy bien, muchacho. ―Se fijó en la cámara que colgaba del cuello de Isaac―. Oh, pues sí que se nota que es hijo tuyo. ―Fingió que tomaba una fotografía con sus manos para que el niño entendiera a qué se refería―. Quizá algún día te veremos con una caseta propia.
―Tal vez. ―Maurice apretó los hombros de su hijo mientras sonreía―. A Isaac le gustaría probar con algo diferente para conservar sus fotografías y recordé el álbum que me enseñaste una vez. ¿Tienes algo similar para que se lo muestres?
―Me quedan pocos, pero... ―Agarró un cuaderno de cuero rojo de una caja que tenía en la derecha y se lo extendió a Isaac. Maurice se echó a reír, le quitó los maletines y le indicó con un movimiento de cabeza que ya podía coger el cuaderno―. A ver qué te parece.
A simple vista, el trabajo artesanal era muy bonito: unas incrustaciones doradas le daban el aire de un libro de magia, lo que provocó una sonrisa en Isaac. Pero su parte favorita estaba en las fotografías en su interior, las notas escritas a mano y los dibujos hechos con acuarela.
―¡Está genial! ―gritó Isaac con una sonrisa―. ¿Dónde compró el cuaderno?
―Yo lo hice. ―Ralph se echó a reír ante la expresión atónita del niño―. ¿Ves esto? ―Señaló al pedazo de cartón que yacía sobre la mesa―. Hago cuadernos artesanales personalizados. Estoy armando uno justo ahora.
―¿Y para qué son?
―Para que la gente cree recuerdos. Ese que tienes el pedido que he terminado recientemente. Contiene fotografías familiares que el cliente me dio, con algunas notas que querían escritas y dibujos. Se parece mucho a tomar fotografías, ¿no te parece?
Isaac volvió su atención al cuaderno, rozó las fotografías con la punta de los dedos y sonrió, maravillado con esa forma especial de guardar recuerdos. Para un niño que había crecido sin mamá, y que solo tenía a su papá, los recuerdos se habían convertido en algo valioso que intentaba conservar a toda costa. Todavía tenía la primera camiseta cuyo agujero su padre le enseñó a coser, los zapatos remendados, de aquella época donde el dinero que llegaba a casa era poco, y un par de hojas sueltas donde Maurice le había escrito lo mucho que lo quería. Esos eran sus tesoros, y quería preservarlos en algo más especial que solo una fotografía.
Ralph dio cátedra de lo que era la paciencia de un maestro durante los meses siguientes mientras le enseñaba distintas técnicas. Un día, por desgracia, anunció que se mudaría al norte del país, de modo que Isaac tuvo que continuar esa parte de su educación por otros medios. Al final, todo valía la pena. Sus cajas se llenaron con cuadernos artesanales donde había guardado sus más apreciados recuerdos.
Pero cuando la vida adulta tocó a su puerta, decidió guardar las cajas y enfrentarse a opciones más prácticas. Después de todo, ser la pareja de la hija del rey representaba un reto que era cada vez más difícil de afrontar. Necesitaba estar a la altura, y ni la fotografía ni la encuadernación le proporcionarían un nivel económico que al menos le permitiera ofrecerle una vida estable.
Sin importar cuán a gusto estuviera con su trabajo como asistente administrativo, tampoco era un puesto que lo hiciera feliz. Porque eso había hecho: cambiar una que le daba felicidad por un empleo que le proporcionara seguridad económica. Había supuesto que valía la pena por estar con ella, pero ¿hasta cuándo? ¿De verdad valía la pena sacrificar todo por una persona, así fuera la mujer que amaba? ¿No tenía derecho a seguir sus propias aspiraciones? ¿O eso lo convertía en un egoísta?
Le habría gustado saber qué opinaba Olive, pero nunca se animó a contarle. Siempre se maravillaba con los planes que fraguaba y admiraba la entereza con la que los echaba a andar. Isaac se había relevado a sí mismo como su soporte, su mayor admirador y la persona que más la instaba a continuar, a pesar de que eso significaba sacrificar tiempo en pareja. Con el tiempo, sin embargo, esa tendencia los fue separando poco a poco. Olive cancelaba las salidas a cada rato y Isaac, cansado y frustrado por ese trajín, evitaba las discusiones para no causar más problemas.
Le fastidiaba haberse percatado del problema tan tarde.
―No sabía que supieras coser ―comentó Lydia, la vecina de Maurice, al entrar en la cocina y fijarse en el desorden de Isaac en la mesa―. ¿Eso es un cuaderno?
―¿Te lo muestro? ―Sacó la pila de papel de la silla. Lydia la acercó a la mesa y observó los dos cartones forrados―. Hace varios años que no los hago. Tengo estos cartones forrados desde hace unas semanas. Voy a hacerle los agujeros para coserlos.
―¿Y cómo lo haces?
Isaac agarró uno de los cartones y lo dobló con suavidad. Le explicó que, para conseguirlo, había cortado el cartón en tres medidas diferentes y que, al momento de forrarlos, había obviado la tira del medio, que era la más pequeña, y por donde debía doblarse el cuaderno. Con una agujereadora, le hizo los agujeros a los cartones y los papeles.
―El primer tipo de encuadernación que aprendí fue la americana, pero me gusta más la japonesa. ―Le mostró la aguja incrustada por el hilo blanco, y Lydia lo observó con atención mientras cosía el cartón y el papel―. Al principio, el patrón de cocido puede ser complicado de entender, pero después de un tiempo me resultó de lo más relajante. Quizá sea por el sonido del rose del hilo, el papel y el cartón, o la imagen de verlo deslizarse. Me gustan las actividades que distraen la mente.
Se quedaron en silencio durante un rato. Finalmente, cuando iba por la mitad, Lydia dijo:
―Maurice me contó la verdad.
Isaac evitó pincharse con la aguja por poco, aunque sí había alcanzado a sentir el roce de la punta en sus dedos.
―Eres un hijo maravilloso, Isaac. Te has encargado de todo lo que tu padre ha necesitado durante su recuperación. ¿Cuándo vas a ocuparte de ti mismo?
―He regresado al trabajo. ―Continuó cosiendo.
―Eso está bien, pero hay otras preocupaciones, además de las económicas. Tus sentimientos, por ejemplo. ¿Has hablado con alguien sobre cómo te sientes?
―Claro.
―Isaac. ―La voz de Lydia lo detuvo. Buscó sus ojos color almendra con un nerviosismo tan atípico de sí mismo que le dejó un sabor amargo en la punta de la lengua―. Ya sabes que soy trabajadora social en un centro de asistencia para niños maltratados. ¿Alguna vez te preguntaste por qué escogí esa área?
Isaac negó con la cabeza. No era persona que acostumbrara a preguntar sobre la vida ajena, sino que se sentaba a escuchar lo que la otra persona estaba dispuesta a contar. Muy pocas veces cedía a la tentación de aventurarse a descubrir los misterios. Lydia no era la excepción. Lo que sabía de ella, era porque se los había contado una vez que se ganaron su confianza.
―Hace muchos años, tuve la desdicha de enamorarme de un hombre que resultó ser muy peligroso. ―Lydia apartó la mirada un instante, como si confesar su desdicha de pronto le diera vergüenza―. A mi familia no le gustaba que me viera con él, pero acostumbro a ser bastante obstinada, así que lo hice de cualquier forma, ignorando los consejos que, de haberlos escuchado, me habrían evitado una abrumante cantidad de tristezas. Finalmente, después de unos meses de relación, quedé embarazada. ―La declaración agrisó sus ojos.
Isaac no fue capaz de ocultar la sorpresa que su confesión le había causado. Por lo que sabía, Lydia no se había casado nunca ni tenía hijos. Desde luego, era algo que habían supuesto en cuanto ella les dijo que estaba «sola».
―Pensaba que la noticia lo pondría tan feliz como a mí ―continuó ella con una marcada nota de nostalgia en su voz―. Por desgracia, resultó todo lo contrario. El nacimiento de mi bebé se adelantó por la golpiza que me dio el día que le pedí que nos casáramos, así mi familia se daría cuenta de que de verdad me quería. Pero ese día, sin embargo, la que se dio cuenta de algo fui yo: él no nos quería. Me alejé de su lado tanto como pude, y lo hice sin el apoyo de nadie, porque mi familia me dio la espalda. Lamentablemente, me encontró. No nos quería ―recalcó, su voz endurecida por el recuerdo―, pero la idea de tener un hijo al que heredar lo que tenía, y aumentar su ego de macho en el proceso, me obligó a tomar una decisión: o me quedaba con él sin que me importara su comportamiento, o se llevaría a mi hijo. Me aseguró que no los encontraría jamás. Así que me quedé y aguanté cuanto pude.
Lydia descansó las manos sobre la mesa y sonrió al mirar el cuaderno a medio coser. No supo por qué, pero Isaac continuó con su labor, y esa simple acción la distrajo de sus oscuros pensamientos.
―Intenté escapar con mi hijo, él me encontró y se lo llevó. Hasta el sol de hoy, no tengo ni una sola idea de donde puedan estar ―añadió con un pesar que apretujó el corazón de Isaac―. Me vine a Londres buscando un nuevo inicio, aunque el dolor nunca se fue. A veces me pregunto si no habré renunciado demasiado pronto y si eso me convierte en una mala madre. Busqué y busqué hasta que se me doblaron las rodillas del cansancio. Por eso... ―Isaac la miró de reojo. Aunque habían pasado varios años desde la última vez que hizo una encuadernación, sus manos recordaban a la perfección el proceso, así que continúo haciéndolo de forma automática―. Por eso comprendo cómo se siente Camilla. Yo también entregué todo lo que tenía para encontrar a mi hijo, pero al final no fue suficiente.
―La habría entendido mejor si, en lugar de abandonarme, me lo hubiese contado todo ―protestó con un raspón amargo brotando desde el fondo de su garganta.
―No te quito la razón ni siquiera por un segundo, solo quería que supieras por qué también la entiendo a ella.
Pero un pensamiento ácido agrietó la mente de Isaac.
―Mi padre... ―vaciló al decirlo, no muy convencido de que tuviera el derecho a llamarlo así―. Mi padre también pudo haberme dicho la verdad, ¿no te parece? ―Tiró con demasiada fuerza del hilo y soltó una maldición al creer que se había partido―. Por ahí debe andar su hijo verdadero. No entiendo por qué se quedó estancado conmigo.
―¿Tú por qué crees que sea, cabeza hueca?
Isaac se sobresaltó ante la imponente figura de su padre, de pie en el umbral de la puerta de la cocina, que lo miraba como si pudiera quitarse el cinturón en cualquier momento y reprenderlo como nunca lo había hecho.
―Supongo que es tiempo de que tengamos una conversación decente. ―Avanzó con paso lento, aunque ya no jadeaba como al principio, apartó la silla a la derecha de Isaac y se sentó. Lydia se puso de pie―. Te puedes quedar. Isaac necesitará testigos que le puedan recordar mis palabras después ―bromeó Maurice.
Isaac amagó una sonrisa. Su primera broma real en semanas. Eso debía contar como un avance positivo, ¿verdad?
―Desde que llegaste a nuestras vidas, Camilla siempre tuvo reservas contigo, pero los médicos nos dijeron que se trataba de un estrés postraumático. No busqué otras explicaciones porque no había nada malo contigo. Para mí, tú siempre fuiste mi mundo, lo más importante para mí, además de Camilla. Pero ella... ―Descansó el brazo derecho sobre su barriga. Isaac tragó saliva cuando el chaleco desfibrilador se asomó por debajo de la ropa―. Tan convencida estaba de que no eras nuestro que se fue e inició su búsqueda. No volví a saber de ella en años, hasta ahora.
―¿Nunca pensaste en que ella tenía razón?
Maurice levantó los hombros.
―No sabía qué creer. Me parecía increíble que algo así nos sucediera a nosotros.
―¿Y por qué...? ―se le acortó la voz, temeroso de hacer la pregunta. Era la duda que más lo carcomía, y a la que menor atención le ponía para que lo dejara en paz.
―Porque siempre has sido y serás mi hijo, pase lo que pase ―respondió mientras lo miraba fijamente a los ojos. Su mirada le transmitió una seguridad que sacudió a Isaac desde lo más profundo―. No me importa si es mi sangre o no la que corre por tus venas. ―Descansó la mano izquierda sobre la de Isaac y le dio un lento apretón. La tórrida sensación del contacto tranquilizó la repiqueteante inquietud de su pecho―. Lo digo en todos los sentidos. Incluso si encuentras a tu familia, puedes conservar mi apellido si lo deseas. No hay un solo sentimiento por ti que haya cambiado en mí, como tampoco me quedé estancado contigo. Decidí criarte porque eres mi hijo. ―El apretón se hizo más fuerte―. Y no quiero volver a oírte vacilar al llamarme papá. No has perdido ese derecho.
Demonios, como deseaba que Lydia si se hubiese marchado para poder olvidarse de contener las lágrimas. Estaba cansado de hacerle caso a la frase de que «los hombres no lloran», como si nada los pudiese romper por dentro.
Lydia debió suponer hacia donde habían corrido sus pensamientos, porque se echó a reír y le apretó el hombro.
―Eso cuenta como cuidar de ti.
Isaac también se echó a reír.
―¿Qué, echarse a llorar como un niñito?
―Si es lo que necesitas para que tu niño interior sane, sí. ―Le agitó el pelo y besó su mejilla―. Iré a comprar algunas cosas para preparar la cena. No se te ocurra cocinar.
―Bueno, pero te ayudaré cuando regreses.
―Si quieres.
Maurice soltó el apretón de las manos en cuanto Lydia se marchó.
―¿Has sabido algo de Olive?
Isaac buscó el calendario que su padre acostumbraba a tener junto al microondas. 20 de mayo. Habían transcurrido dos largos y pesados días desde el cumpleaños de los trillizos. Dos días desde su encuentro luego de semanas de separación.
Dos días desde que Olive se desmayara frente al pub.
―William dice que está mejor, que solo fue una bajada de presión, pero que ya está bastante repuesta. Parece que le sucede cuando está bajo mucho estrés. Yo no... ―Sonrió sin humor―. Ni siquiera sabía que antes sufría de eventos así. Olive es la mujer más fuerte y controlada que conozco. Solo he visto que esté a punto de perder el control una vez, cuando teníamos quince años. Debía sentirse demasiado presionada para permitir que un charlatán al que no había conocido antes, la sacara del salón con una excusa barata. ―Frotó sus mejillas con desesperación. Un quejido rasposo abandonó su garganta―. Parece que Olive y yo no nos conocemos en realidad, al menos no tanto como yo pensaba.
―Deberían sentarse y hablar, Isaac. Es lo más sano. Nunca esperes que ella sabrá lo que piensas o sientes como por arte de magia. Las suposiciones son la ponzoña de cualquier relación.
―No lo sé. ―Recorrió el borde de la mesa con la punta de los dedos. El roce le provocó un cosquilleo―. Mi presencia le hace daño. Tal vez provoqué algo irreparable.
Maurice puso los ojos en blanco.
―Ahí vas otra vez con las suposiciones. ―Se apoyó de la mesa para ponerse de pie―. Ya me estoy cansando de darte paños tibios, así que te lo diré y ya está: este ―lo señaló con ambas manos― no es el hijo que yo crie. Invertí veinticinco años en educar a un hombre en toda regla, que se hace responsable de sus actos y que, si comete un error, hace todo lo posible por repararlo. Ya va siendo hora de que decidas qué es lo que quieres de verdad. Encontrar a tu familia podría tardar años, o podrían no aparecer jamás, y no por eso debes poner en pausa tu vida. Ordénate. ―El apretón que le dio a su hombro lo sacudió―. Pienso que en parte es culpa mía. Nunca abrí una posibilidad para hablar de tu madre y que me contaras como te sentías. Tal vez, si lo hubiese hecho, no sería tan difícil para ti hablar de tus sentimientos. Me parece que es tiempo de que o pienses en mí, ni en Camilla ni en nadie más. Piensa en ti. Después de todo, esta es tu vida y no le pertenece a nadie más.
Isaac no supo si el silencio que vino después, lo golpeó tanto o más fuerte que sus palabras. Era cierto, desde el inicio había sido considerado y le concedía palabras de apoyo, pero no había comprendido hasta ese momento que en realidad necesitaba que alguien le dijera la verdad. Ya no quería recibir tanta empatía ni mucho menos compasión.
Su regaño fue el grito de realidad que necesitaba.
Con una sonrisa condescendiente, pero sobre todo de agradecimiento, Isaac descansó la mano sobre la de su padre. Maurice suspiró y echó andar hacia las escaleras.
―Voy a recostarme un poco. Siempre que tengo que regañarte, acabo hecho polvo.
Le sonrió con cariño antes de desaparecer escaleras arriba. Isaac aprovechó la soledad ―y el silencio― para contemplar el cuaderno, que se había quedado a medias. Se preguntó para qué estaba haciendo uno nuevo. No había tomado fotografías desde hacía un año, justamente en el último cumpleaños de los trillizos. A sus pies, había una caja abierta con dos cuadernos bastante viejos. Uno de ellos, el que había forrado con una tela de corazones rojos y blancos estampados, ya se mostraba deteriorado, en especial en los bordes. No había querido abrirlo; le temía a lo que había dentro: sus recuerdos más bonitos y dulces con Olive.
Suspiró.
―Ya que.
Se agachó y agarró el cuaderno. Lo abrió encima de la mesa con mucho cuidado, temiendo que pudiera despegar la encuadernación americana. No había fotografías en la primera página, solo una frase que decía: «¡Claro que sé lo que es el amor! Eres tú cuando me miras». Isaac reconoció su propia letra desorganizada de los quince años, así como reconoció la primera fotografía que apareció al pasar la página. Olive lo mataría si viera que era la misma que le había tomado el día que se conocieron. Sus prominentes ojos estaban abiertos por la sorpresa, el largo cabello negro despeinado y sus labios entreabiertos, pero, para Isaac, se veía hermosa. La forma de su rostro y expresiones no habían cambiado tanto con el paso de los años, solo había pasado de ser la niña más bonita que había conocido a la mujer más bella.
Siguió pasando las fotografías al tiempo que se cuestionaba el por qué nunca le mostró aquel cuaderno. Había recuerdos hermosos, como ese primer San Valentín cuando lo presentó ante su familia. El nerviosismo y la angustia, que se habían manifestado con un palpitar casi doloroso de su corazón, había valido la pena por la fotografía donde le entregaba una gota de nieve.
En la siguiente, Olive estaba sentada en el jardín del Palacio de Caster, tomando una limonada. Sus mejillas enrojecidas combinaban con las flores naranjas y rojas del invernadero a pocos metros del lugar donde se habían sentado a merendar. Tenían diecisiete, y estaban muy felices.
Cinco fotografías después, apareció una donde estaban los dos, pero Olive tenía la boca abierta ―le había gritado a William que no se atreviera a lanzarle el vaso de agua fría que llevaba en su mano― y Isaac sonreía. Los trillizos acababan de cumplir veinte años.
La sonrisa se le esfumó poco a poco, a medida que seguía observando las fotografías. Algo había cambiado en los dos. Sonreían menos y esquivaban la cámara más a menudo. Eran pocas donde se miraban, se besaban o simplemente estaban. Aun así, esas eran las que Isaac más atesoraba. Su relación se estaba fragmentando, pero se querían.
Él todavía la quería.
Recordó lo que su padre le había dicho.
«Encontrar a tu familia podría tardar años, o podría no aparecer jamás, y no por eso debes poner en pausa tu vida.»
No había tomado en cuenta el tiempo que podría tomar resolver este acertijo; solo decidió que no podía con todo y que, de tener que renunciar a algo, debía ser ella. Ella. No podría sentirse mas imbécil en ese momento, aunque lo intentara. Se había dejado llevar por la desesperación y el calentón de la sangre. No importaba si las responsabilidades de Olive le llegaban hasta el cuello, jamás pensó en dejarlo de lado porque «no podía con todo a la vez». Entonces, ¿por qué él sí? No era de extrañar que estuviera tan dolida. Le había fallado como todo un canalla. Dios santo, ¿estaba a tiempo de rectificar el mayor error de su vida?
Volvió a mirar el cuaderno. Durante años, creyó que sus recuerdos eran lo que más atesoraba en la vida, pero estaba equivocado. No eran sus memorias, era ella. Olive era lo que hacía que su pasado valiera tanto para él. Temía que hubiese arruinado un futuro para los dos.
El pánico se apoderó de él. El cuaderno que sostenía en las manos se sacudió al ritmo de sus erráticas pulsaciones. Suponía que lo peor que le había ocurrido fue descubrir que su vida era una mentira. Pero estaba equivocado. Si la perdía, y esta vez para siempre, toda su vida se vendría abajo.
Debía tomar una decisión pronto o, de lo contrario, podría ser tarde. Demasiado tarde.
Ya nos estamos acercando a la parte de la seducción. ¿Alguien más está ready para esto? 😏💙
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro