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Capítulo cinco.

Pa que vean que los quiero muchito, acá les dejo otro capítulo 🤗💞

Era tan extraño, y desalentador, que después de una semana, Olive no hubiera recibido un ramo de flores amarillas como señal de disculpa. Tampoco encontró un mensaje o una llamada, y lo que era aún peor: Isaac no se había asomado por el trabajo. Casi parecía que estuviera escondiéndose del mundo.

―Podríamos haber dejado el té para otro día si no estás de buen ánimo ―le dijo su amiga Lucinda.

Olive recordó que seguía sosteniendo su taza, que estaba tibia, lo que le indicaba que el líquido se había enfriado. No tenía hambre ni antojos de nada en especial. Aceptó la visita de sus amigas de la escuela, Lucinda y Cassie, por mera cortesía.

―Lo que necesitábamos no es té, sino algo más fuerte ―sugirió Cassie mientras se apartaba un mechón rubio del rostro―. Voto por una copa de brandy.

―No cambias nada, Cassie. ―Lucinda sonrió.

―Bueno, pero si quieres podemos dejar la reunión para otro día. De seguro tienes un montón de compromisos ―objetó Cassie― y lo menos que queremos es quitarte tanto tiempo. ―Soltó una risita―. Pero debo admitir que me da mucha alegría que nos reunamos las tres. ¡Están todas muy preciosas!

―¡Cursi! ―bromeó Lucinda. Devolvió su taza a la mesa del jardín―. En un rato tengo que ir por mi hija, pero no quiero que nos despidamos hasta que les dé las buenas noticias. ―Aplaudió con alegría―. ¡Ya aparté el lugar perfecto para nuestra reunión de clase!

Olive se hundió en el asiento y evitó soltar un gemido. La reunión de clase ya venía cuajándose hacía meses y el primer intento fue cancelado por un inconveniente con el local.

―¡Quien te viera! ―bromeó Olive―. Recuerdo que en la escuela no te gustaba que te encomendaran grandes responsabilidades, y ahora te haces cargo de nuestra reunión.

―Eso fue gracias a ti. ―Sonrió su amiga. Olive hizo una mueca de extrañeza―. ¡No te hagas la tonta! Te la pasabas delegando tareas para escaparte por ahí con Isaac.

La mención de su nombre pasmó su sonrisa e intentó disimularlo con una carcajada que le supo amarga. Esperaba que sus amigas no se dieran cuenta. Se reunían en pocas ocasiones durante el año, y no solo por las responsabilidades de Olive que la mantenían alejada de eventos íntimos. Lucinda trabajaba como agente de bienes raíces, se había casado hacía dos años y tenía una niña pequeña a la que había dejado a cargo de su madre mientras venía de visita. Cassie, por el otro lado, acababa de divorciarse y buscaba un cambio en su vida. Incluso había renunciado a su puesto como consultora de viajes para emprender su propio negocio, aunque no había querido decirles todavía de qué se trataba.

―Les prohíbo hablar de hombres ―les advirtió Cassie mientras las señalaba con el dedo índice―. Al menos tengan piedad y esperen a que me vaya.

―Tendremos misericordia de un ángel caído. ―Lucinda se echó a reír, bebió de su taza y después añadió―: No olvides que yo estuve en tu situación. He tenido tres novios y solo el último me salió decente. Me casé antes de que se arrepienta.

Olive fingió que sonreía y se escondió detrás de la taza, aunque no bebió de ella. Se limitó a olfatear el té.

―¡Qué horror! ―masculló Cassie―. Hasta hace dos años hablábamos de viajes, nos tomábamos una copa de oporto en lugar de té y nos quejábamos de lo difícil que era la vida adulta. Ahora hablamos de maridos, exparejas y divorcios.

―Ya sé. ―Lucinda hizo una mueca―. Si así estamos a los veinticinco años, ¿cómo será a los cincuenta?

Sí, ¿qué le depararía la vida a los cincuenta? Era difícil visualizarse tan allá cuando ni siquiera sabía lo que le deparaba el presente o el futuro más cercano. Pese a que era un mal momento para pensar en sus prioridades, la cabeza de Olive comenzó a redactar dos listas: una de sueños cumplidos y otras por cumplir.

Su primer año de servicio social le enseñó que quería dedicar su vida a ayudar a los demás y brindarles herramientas a los más vulnerables. Deseaba sacarle el mayor provecho posible a sus recursos, ser una mano amiga... De ahí había nacido su red de apoyo Prohibido callar. El proyecto más importante de su vida era cada vez más fuerte, su familia estaba sana y tenía a un maravilloso compañero. Se sentía realizada.

O así era. Solo faltaba concretar su sueño más romántico: casarse.

Suspiró y lo anotó bajo la lista de «sueños sin cumplir», justo arriba de un maravilloso compañero. Aunque el sentimiento la aterraba, sentía que estaba perdiendo a Isaac. Hizo un tachón en la lista imaginaria. Todavía no lo perdía; aún quedaban esperanzas.

―¡Ya está! ―gritó Lucinda de repente, atrayendo la atención de ambas―. He enviado la invitación formal a nuestros compañeros. A ti vine a decírtelo en persona. ―Sonrió al mirar a Olive―. Así me aseguro de que mi mensaje no se pierda en tu larga e interminable correspondencia. Deberá llegarle a Isaac también, pero confío en que se lo mencionarás.

―Por cierto, ¿cómo sigue su padre? ―preguntó Cassie.

Olive tragó saliva.

―Mejor. ―No era del todo una mentira, solo que no podía estar segura. Isaac no le había dicho nada. Lo que sabía era gracias a la prensa o a la información que Sam le había confiado.

―La verdad es que me consternó las amenazas de Isaac hacia la prensa. Él no es así. Siempre ha sido muy amable y respetuoso como los demás. La debe estar pasando terrible. ¿Hay algo que podamos hacer por él?

―Dejarlo estar ―respondió Olive, desganada―. Isaac no tiene más familia que su padre.

―Pero ¿y tú cómo estás? ―inquirió Lucinda en un tono condescendiente.

Olive enfocó su atención en el interior de la taza e intentó sonreír cuando la miró.

―Estoy bien, aunque preocupada por Isaac y su padre, como es normal. He mantenido mi cabeza ocupada.

―Siempre te mantienes ocupada. ―Olive enarcó la ceja al escuchar su reproche―. Aprendí sobre liderazgo gracias a ti. Sin darte cuenta, me preparaste para soportar la presión del mundo laboral, pero somos amigas desde hace años. Sé que no solo nos delegabas tareas para estar con Isaac. Debe ser muy difícil cargar con tantos compromisos, tanto para ti como para tus hermanos. Está bien si quieres admitir que estás cansada, que necesitas un respiro o que es muy pesado para ti.

―Claro. ―Cassie apretó la mano libre de Olive―. Somos tus amigas. Hicimos un juramento de que, pasara lo que pasara, íbamos a estar la una para la otra.

En su esfuerzo por evitar echarse a llorar, los labios de Olive comenzaron a temblar, pero inspiró profundamente y se repuso con una sonrisa débil.

―Lo sé. ―Dejó la taza sobre la mesa, apretó la mano de Cassie y agarró la de Lucinda―. Estoy bien, de verdad. Estoy acostumbrada a la sobrecarga de trabajo.

Lucinda y Cassie se miraron con escepticismo. Olive resopló.

―¡Mujeres de poca fe! ―Les soltó las manos y se cruzó de brazos―. Hablemos de otra cosa. ¿Cuándo nos vas a decir cuál será tu emprendimiento? ―Miró a Cassie.

―En cuanto consiga un local.

―Yo te puedo...

―Tú no, amiga, ¡te lo prohibo!

Olive hizo un puchero.

―¿Por qué no?

―Tu apoyo me saturaría las ventas incluso antes de comenzar. Además, quiero emprender por mí misma, sin más ayuda de la necesaria. Quiero demostrarme que puedo conseguir todo lo que me propongo.

―Lo harás. ―Lucinda asintió―. No he conocido a nadie más terca que tú, excepto por los trillizos. ―Agitó la cabeza―. Típicos taurinos.

―¡Oye! ―protestó Olive―. No soy para nada terca.

Las amigas se miraron con un burlón escepticismo. La conversación jocosa duró diez minutos más, hasta que Cassie se percató de que William había abandonado el bosque y recorría el camino hacia el palacio.

―¿Qué tanto hace William en ese lugar? ―Cassie no pudo evitar hacer la pregunta―. No es la primera vez que lo veo salir del bosque.

Olive amagó una sonrisa. Lo que el bosque ocultaba era un secreto familiar: un autódromo que su padre, el rey, había mandado a construir para su madre, una excorredora de autos. William era el único de los cuatro que había heredado esa pasión de su madre, tanto así que había decidido estudiar mecánica automotriz.

―Es un secreto familiar que no puedo contarles ―se limitó a decir.

―¿Sabes si irá a la reunión de clases? Algunos de nuestros compañeros dicen que no.

―¿Y por qué no? A William le encanta la fiesta y comer.

―Es que son todos unos idiotas ―escupió Lucinda―. Ya sabes lo que dice la prensa: que William no hace nada de provecho con su servicio social.

―Sí. ―Cassie cruzó los brazos sobre la mesa―. Pero no te preocupes, ya nos encargamos de ponerles un alto. Nadie mejor que nosotras sabe la calidad de persona que es William. Y sabemos que hace mucho.

―Hace mucho ―lo defendió Olive con una mirada que no admitía rebatimientos―. Ha retomado sus estudios, me ayuda con la red de apoyo y ha asistido a mi cuñada con su taller en incontables veces.

―¿Retomado? ―Lucinda frunció el ceño―. ¿Estaba estudiando?

Olive se mordió el labio al percatarse de que había pecado de indiscreta.

―Que quede entre nosotras, ¿está bien? ―Ambas asintieron―. William había estado en la universidad hace unos años, pero lo abandonó por la presión que ejercía la prensa sobre él. Digamos que está estudiando algo atípico para su título.

―William es atípico para su título ―dijeron Lucinda y Cassie a la vez lo que provocó la carcajada de las tres.

―El asunto es que hace unos meses nos avisó de que había retomado sus estudios. Pero yo lo conozco y siento que se trae algo más entre manos. Lo que es todavía no lo sé, aunque estoy segura de que podré sonsacárselo pronto.

―Si William es igual de terco que tú, lo dudo mucho.

Zanjaron el tema con una carcajada.

Cassie y Lucinda se marcharon del palacio veinte minutos después, y Olive agradeció que pudo volver estar a solas. Pidió a su asistente que le trajera el móvil y se alejó del jardín para dar un paseo.

Sus hombros decayeron a medida que se acercaba al invernadero de su madre. No era muy dada a la jardinería, aunque disfrutaba del dulce olor de las flores. En aquel invernadero de madera y cristal, la reina consorte había sembrado en una maceta diferente las flores favoritas de cada uno de sus hijos. Se detuvo en la puerta y observó el interior a través del vidrio. Comprendió por qué había llegado hasta allí: quería hablar con ella. Estaba convencida de que le ayudaría a aclarar las dudas en su mente.

Revisó la hora en el móvil: faltaban pocos minutos para las cuatro de la tarde. El sol todavía le hacía cosquillas sobre los brazos desnudos. La tarde estaba fresca y el olor del campo aplacó su ánimo desalentador, pero no lo suficiente; no para erradicar su tristeza.

¿Le había dado demasiado tiempo a Isaac? ¿Debió haberle llamado antes de que él lo hiciera? Era habitual que él fuera el primero en derrumbar el muro que surgía entre ellos después de una difícil discusión. Tal vez, en esa ocasión, debía ser ella la que lo hiciera. El hombre que amaba no se estaba comportando de la manera usual, y era entendible.

Estuvo a punto de marcar su número cuando Evangeline, su asistente, se acercó.

―Disculpe, alteza. El señor Isaac ha venido a verla.

Apretó el móvil contra el pecho y una sonrisa de alivio curvó sus labios temblorosos. No permitió que fuera Evangeline la que le dijera que estaba disponible para atenderlo. Le entregó el teléfono a su asistente y se marchó de forma apresurada al salón de té.

Isaac estaba allí, por supuesto: se había sentado en el diván victoriano, con la mirada atenta a sus manos cruzadas. Se rascó la palma derecha con el pulgar con un gesto pensativo e incluso, intuyó ella, conflictivo. Sus pensamientos, al parecer demasiado abrumadores, habían ensombrecido su acostumbrado rostro alegre.

Notó su presencia por el sonido de los tacones. Isaac levantó la cabeza y la contempló con extrañeza. Olive se detuvo y se echó una rápida mirada. ¿Estaba mal arreglada? Tal vez el viento le había desordenado el cabello.

Como si hubiese escuchado sus pensamientos, Isaac sonrió y negó con la cabeza.

―Te ves preciosa ―susurró.

Olive tragó saliva. Su voz sonaba más dura que antes. «Triste» era una palabra que no alcanzaba a explicar el tormento que emanaba de su cuerpo. Todo su semblante se contaba sumergido en una tristeza que quedaba acentuada con el inicio de una barba.

―Lamento no haberte llamado ―le dijo ella mientras se acercaba. Isaac se hizo a un lado y le cedió un lugar para que se sentara junto a él―. Quise darte espacio.

―Hiciste bien. ―Bufó al percatarse de que Olive se había estremecido―. Ha sonado fatal, lo siento. No quise decirlo de esa manera. Quise decir que necesitaba el espacio.

Olive asintió y no dijo nada más. Percibir su calor, escuchar su voz... Algo tan sencillo como eso calmó el huracán de nervios que había estado sintiendo.

―¿Cómo sigue tu padre? ―preguntó ella.

Isaac suspiró y centró su mirada en el techo del salón. Olive no pudo evitar fijarse en la protuberancia delantera de su garganta, justo ese punto que había recorrido con la boca en incontables ocasiones. Se mordió el labio e intentó pensar en otra cosa.

―Está bien ―respondió con la voz desganada―. Le realizaron un cateterismo hace dos días y le ha ayudado a mejorar, aunque sigue hospitalizado. Lo veo con más fuerza y ya no necesita el tanque de oxígeno.

―Me alegro. ―Sonrió con sincera felicidad.

―Yo... ―En cuanto hizo silencio, Olive volteó hacia él, pero Isaac se mantuvo mirando al techo―. Ocurrieron muchas cosas ese día y me descargué contra ti. No fui responsable con mis palabras y mucho menos con mis acciones, sin contar que no he hablado contigo en toda una semana. La verdad es que no mereces recibir la peor parte de mí.

―Tonto. ―Olive agarró su mano derecha y le dio un apretón―. Yo te quiero como sea, incluso en tus peores días.

Isaac bajó la cabeza con lentitud y la miró a los ojos. Olive se sintió golpeada por la tristeza y desesperación que encontró en sus ojos pardos; sus dos pozos oscuros habían engullido hasta el último rastro de su dulzura.

―Mis peores días están por venir ―la confesión de Isaac impactó en el pecho de Olive como un cañonazo―. He visto... He visto lo que le dije a los periodistas el día en que llevaron a mi padre al hospital. He golpeado a dos de ellos y los amenacé con... con hacerles mucho daño.

La palabra que evitaba mencionar era «matar». Isaac había amenazado de muerte a uno de los periodistas y había requerido la intervención del jefe de prensa y del de seguridad para evitar que el asunto llegara a mayores.

―El Isaac que vi no fue el hombre que mi padre crio. ―Bajó la cabeza y observó sus manos entrelazadas―. Estaba lleno de ira, desesperación y dolor. Me ha aterrado darme cuenta de las cosas que puedo hacer o decir cuando pierdo el control. Me da miedo por mí y... y por ti.

―Yo sé que ese no eras tú. ―Olive se acercó a él, subió sobre su regazo y le arropó las mejillas con las manos―. ¿Crees que no reconocería al hombre que amo después de diez años?

La sonrisa de Isaac decayó tan pronto intentó esbozarla.

―Eso puede ser un problema, porque ese hombre también era yo, aunque ninguno de nosotros lo conozcamos, y la verdad es que me inquietó. ―Sacudió la cabeza. Resultaba alarmante como los miedos y las inquietudes que lo habían estado atormentado en la última semana se esfumaron al primer contacto con su piel y ese dulce y jodido aroma tan seductor que emanaba de su calidez―. Te hice daño con mis palabras y esa culpa no me deja respirar en paz. Me arden las entrañas de solo pensar que podría...

―No serías capaz de hacerme daño aunque te lo propusieras.

Una amarga carcajada brotó de la garganta de Isaac, pero Olive la ignoró al sentir el suave rose de sus dedos contra sus mejillas.

―He venido a hacer algo que es completamente diferente a esto. ¿Por qué diablos no puedo evitarlo? ―La agarró por la nuca y la acercó. Olive jadeó contra su boca y la calidez de su aliento lo hizo temblar―. Te he echado de menos.

―Yo también. ―Se acomodó sobre él y sonrió cerca de su boca―. Mucho.

La voz atormentada que evocaban sus miedos, ronca por haberse pasado la semana gritando, se calló en el momento en que Olive desgarró la precaria distancia entre ellos y lo besó. Ese era, sin cabida a dudas, el remedio que necesitaba para aplacar el infierno en su pecho, aunque pronto comenzaron a arder unas llamas más peligrosas y ardientes.

Isaac rodeó la cintura de Olive y la acercó a él con un hambre de contacto voraz. El éxtasis palpitaba en su cabeza, en su pecho, en su estómago y un poco más abajo, allí donde la cadera de Olive se movía sin descaro alguno. Ya no podía pensar, pero tuvo que idear la manera de comandar a sus pulmones para que recibieran algo de oxígeno o moriría. Esa mujer lo mataría.

Una cúpula invisible los rodeó y acabaron aislados del mundo que los rodeaba, lo que provocó que a ambos les costara respirar. La falta de aire, después de todo, era un sacrificio que podían permitirse si así podrían estar más cerca. Una larga y difícil semana los había hecho añorarse mutuamente. De pronto, todo lo demás dejó de importar.

Y eso hizo pedazos a Isaac.

Al sujetarla por los brazos y obligarla a apartarse, estaba destruyendo un precioso cristal con sus propias manos. Apenas podía soportar mirar el brillo de confusión que se incendió como una nebulosa llamarada en aquellos ojos azules. Isaac cerró los ojos y sin ver nada la acomodó junto a él. El dolor palpitante arañó la herida abierta de una revelación recientemente descubierta. No era capaz de pronunciar palabra, así que se levantó del sofá y se alejó.

―Isaac. ―Al oír su nombre, él apretó los ojos con mayor fuerza―. Estás comenzando a preocuparme. ¿Qué sucede?

Las respuestas a esa difícil pregunta desfilaron en su mente, como si rogaran porque fueran escogidas y, tras encontrar el valor, las revelara. Pero Isaac no las tenía. En la oscuridad de sus ojos cerrados, un rostro atormentado apareció con una expresión de tristeza.

Isaac empuñó las manos y su nombre aulló dentro de su cabeza.

«Camilla, ¿por qué tuviste que volver para arruinarme?»

―Mi... mi padre... ―Isaac abrió los ojos, al fin, pero no fue capaz de darse la vuelta. Podía escuchar su respiración inquieta e imaginó que se le habían achicado los ojos por la preocupación. Incluso así siempre le pareció preciosa. Admirarla ahora, por desgracia, no solucionaba sus problemas―. Mi padre me enseñó que las palabras pueden ser más peligrosas que los mismos golpes. Desde muy joven, me inculcó que debía hacerme responsable de las cosas que decía y del daño que podía crear con ellas. Ese día en el hospital, no medí el impacto y magnitud de los sentimientos que estaba desplazando hacia ti.

Isaac contuvo el aliento al percibir su cercanía. Olive frotó sus brazos con cariño y lo instó a voltearse. No pudo controlar el impulso de ver su rostro, sus pequitas escondidas debajo del maquillaje, la bondad y dulzura en su mirada, a pesar de que sabía que lo que tenía que decirle iba a destrozarlos a los dos.

―Sé que no estabas en tu mejor momento. He visto cada faceta de ti y las quiero todas. ―Olive le rodeó la cintura con los brazos y descansó la cabeza contra su pecho. Isaac volvió a cerrar los ojos y correspondió a ese abrazo con toda la fuerza que su dolor le pedía―. No tienes que avergonzarte frente a mí. Te conozco perfectamente.

―¡No! ―gruñó él. Al separarse con mayor brusquedad de la que pretendía, se percató de que estaba llorando. Ya no podía contener la impotencia, el miedo y la sensación de sofoco en su pecho; no le quedaba espacio―. Nadie me conoce en realidad. Ni yo mismo sé si soy Isaac Beley. Y por eso no puedo...

―¿De qué estás hablando? ―Intentó apretar su mano, pero él se apartó. Un torrente cálido hizo hervir las mejillas de Olive―. ¡Ya basta! Ha pasado una semana desde lo que ocurrió y te he dado espacio porque sé que lo necesitabas, pero no entiendo... ―Apretó los dientes y aprisionó un grito de pura desesperación―. ¿Por qué no somos capaces de resolver nuestros problemas como cualquier otra pareja? Quizá si lo hubiesemos hecho, no estaríamos en este lío. Me siento tan cansada de pelear por esos asuntos que dejamos sin resolver.

Isaac no tenía la energía para responder, así que la dejó hablar. Tal vez eso era lo que necesitaban ambos: gritar, llorar, dejar ir un lamento. De ese modo, había una posibilidad de que no estuvieran tan rotos como se temía.

―¿Has...? ―Olive se remojó los labios y buscó su mirada a tientas. El miedo centelleaba en ellos―. ¿Has dejado de quererme?

Isaac dio un respingo y una mano invisible haló su corazón. Se llevó la mano al pecho al tiempo que retrocedía, como si su pregunta hubiese sido un cañonazo. La mirada llena de desesperanza y miedo le dolió más que cualquier cosa.

Más que el regreso de Camilla.

Más que el temor de perder a su padre.

Más que haber descubierto aquella verdad que le acababa de joder la vida.

Olive había sido una constante durante diez años. Aunque el mundo se le viniera abajo, ella estaba ahí. Cuando la noche se convertía en día, ella estaba ahí. Si el agotamiento del día lo tumbaba de rodillas, ella estaba ahí. Siempre estuvo ahí, tanto que, sin importar lo que pasara, la daba por asegurada. La rutina de diez años agotó sus ganas de resolver los conflictos que acababan convertidos en peleas, y las peleas en reconciliaciones silenciosas para evitar los conflictos.

―Te quiero ―Isaac suavizó la voz a medida que se le acercaba. Limpió las lágrimas aventureras que recorrían sus mejillas con el pulgar. Observó los pozos cristalinos que buscaban los suyos con una desesperación que le desgarró el alma―. Pase lo que pase, no dudes de lo mucho que te quiero.

Olive sonrió, y Isaac comprendió que no lo podía alargar por más tiempo.

―Pero en estos momentos, Olive, no puedo cuidar de nosotros.

Isaac percibió la tensión a través del roce de su pulgar. Dos lágrimas indiscretas cayeron de sus ojos y humedecieron su mano, pero los ojos de Isaac también escocían. Se le estaba yendo la vida con aquel dolor que le oprimía el pecho.

―¿A qué te refieres? ―Olive tragó saliva con dificultad―. ¿Estás...? ¿Estás terminando conmigo?

―No.

Pero era una mentira. Había venido a poner en pausa su mayor soporte, porque no podía lidiar con todos los desastres que se le estaban viniendo encima. No era tan fuerte para solucionar todos sus problemas a la vez, mucho menos sin descubrir la verdad que, hasta entonces, no sabía que necesitaba con desesperación. Si no era así, ¿cómo podría vivir una vida junto a ella sin saber quién era él? Su futuro era incierto, y su pasado ahora estaba en penumbras. Solo le quedaba el presente, aunque no sabía si podía darle a Olive todo lo que necesitaba para ser feliz.

―Mientes ―masculló Olive. Se apartó de él con un gesto huraño―. Te conozco muy bien, Isaac, y no puedes mirarme a los ojos, decirme que no y pensar que te voy a creer. Merezco que me digas por qué quieres terminar conmigo si dices que me quieres.

―Olive... ―Se acercó a ella, incapaz de mantener esa distancia que crecía un poco más a cada instante.

―¡No! ―Se limpió las lágrimas con movimientos bruscos que enrojecieron aún más sus mejillas―. ¿Era en serio lo que dijiste, entonces? ¿No soportas estar conmigo por la prensa? ¿Por eso me estás dejando? ¡No te acerques!

Pero acercarse era lo más natural para Isaac; buscar su contacto era incontrolable. Sus cuerpos se llamaban, se necesitaban, pese a que el dolor de la separación pedía a gritos que se alejaran para evitar el daño.

Olive se cubrió el rostro con ambas manos y lloró, y Isaac se rompió otro poco. Siguió avanzando aunque las manos de ella lo empujaban.

―Vete entonces, ¡vete! Si así eres más feliz, si así vivirás más tranquilo... ―Su voz se apagó.

Isaac no lo soportó más. La acogió en sus brazos y la apretó contra él. Olive recostó la cabeza en su pecho y volvió a llorar. Isaac se impregnó con su aroma, pero no sintió paz. Habría querido que fuera más sencillo. Habría deseado que sus problemas se redujeran a uno o dos, o que fueran sencillos de resolver, que no absorbieran su energía ni machacaran sus sentimientos. Pero no podía soportar el peso de todos ellos. Olive no merecía recibir la carga de su agonía. Quería volver a ella con menos incertidumbres y un corazón más limpio. No merecía las migajas que quedarían después de lidiar con tanta hambruna.

―Perdóname ―susurró cerca de su oído―. Necesito hacer esto. Necesito tiempo.

Olive agarró su camisa con los puños y lo sacudió.

―Si esa es tu decisión, entonces hazlo. ―Se apartó de él temblando. Evitó su mirada al clavar los ojos en sus manos entrelazadas―. Hazlo ―repitió, aunque no sabía si para él o para sí misma.

Pero la idea de despedirse lo aterraba.

―¿Crees que podríamos...? ―Isaac tragó saliva y volvió a intentarlo―: Tal vez podríamos volver a ser amigos. Al menos...

―¿Amigos? ―Olive frunció el ceño y, finalmente, lo miró a los ojos. Una oscura determinación hizo que Isaac temblara―. ¿De verdad piensas que podríamos ser amigos después de todo lo que hemos vivido estos diez años? ¿Podrás pensar en mí como una amiga cada vez que recuerdes como te tocaba o te besaba? ¿Qué vas a hacer cuando escuches que diga tu nombre? ―Presionó la mano en el pecho de Isaac―. ¿Y si vuelvo a poner una mano sobre ti? ¿Dónde te ocultarás cuando nuestros cuerpos se reclamen? ¿Qué mentira te dirás cuando extrañes follar conmigo? ¿Que no soy más que una «amiga»?

Cuando Olive se apartó de él, Isaac sintió que el alma abandonaba su cuerpo, que todo lo que quedaba de él eran los miles de recuerdos que había coleccionado en los pasados diez años; recuerdos que no podría decir en voz alta sin que los dos se acaloraran. Apenas podía respirar sin sofocarse, como si el calor por ese tira y afloja que mantenían con la mirada los aprisionara.

―No sé qué es lo que quieres, Isaac ―Olive retrocedió con una expresión que Isaac no podía descifrar. La sintió tan lejana y ausente que le apretujó el corazón―, pero yo no puedo ni quiero ser tu amiga.

―Olive...

―¡Decir mi nombre no hará que esta situación mejore! ―estalló de repente. El eco de su voz sacudió la habitación―. ¿No te das cuenta de lo que me estás pidiendo? ¿Cómo se te ocurre que podríamos separarnos y continuar como amigos? ¿Te parece que es justo para mí?

Isaac levantó los hombros.

―No me pidas más de lo que puedo darte, Olive, porque de verdad no puedo, no ahora.

Isaac se petrificó cuando intentó acercarse a ella y Olive retrocedió con una mirada que le desgarró hasta lo más profundo del alma. Se preguntó si no había llevado aquello demasiado lejos; si en realidad estaba dejando que sus miedos e inseguridades los hicieran pedazos a ambos. Pero el peso que estaba cargando, la incertidumbre que lo acongojaba, era demasiado abrumador y no podía con todo.

―Nunca te pedí lo que no quisieras o pudieras darme ―la voz de Olive se escuchaba diferente. Carecía de su chispa alegre y optimista. Ahora sonaba herida y también furiosa―. No sé qué está pasando, pero es evidente que no confías en mí o de verdad ya no sabes si quieres estar conmigo o no. Espero que pronto puedas decidirte, pero no te garantizo que estaré aquí cuando eso ocurra.

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