| Capítulo 22 |
* * *
Sirvió jugo en dos vasos, entretanto no dejaba de pensar qué hacía esa señora en su departamento. A decir verdad, lo espantaba un poco, ¿qué tal que todo era parte de un plan? Salió de la cocina, se sentó en el sofá después de ofrecerle la bebida a la señora y dejar la suya en la mesa pues ni siquiera tenía ganas de beber.
La esposa de Marione era una mujer impecable y elegante, de cuello largo y barbilla afilada. Los ojos azules relucían por la palidez de su piel y el cabello rubio corto le daba cierto aire refinado. Lucía nerviosa, vio cómo se tragaba medio vaso de un solo jalón.
—¿Y bien? ¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó, pues no le agradaba nada la incomodidad en la que estaban sumergidos, quería que el encuentro terminara lo antes posible. Nunca creyó que tendría a la señora Isela Marione delante de él, la había visto en fotografías, pero su madre nunca hablaba al respecto, a pesar de que ya sabía todo, ella se aferraba a mantener la boca cerrada si se trataba de la mujer de Flaubert.
—Seguramente estás confundido, incluso yo lo estoy, no voy a aparentar que me siento muy cómoda hablando contigo, pero no tengo otra opción. —La mujer cogió el sobre que ya había visto antes de su regazo y se lo ofreció. Dudoso, tomó el paquete y la miró—. Son documentos que prueban fraudes que hizo mi marido.
Jayden se atragantó, su frente se arrugó debido a la confusión.
—Disculpe, pero no entiendo —dijo, anonadado.
—Sé por qué viniste a México, o tu ambición y egoísmo son tan grandes que no te importa que tu padre te haya abandonado cuando estabas en el vientre de tu madre, o viniste a vengarte; y sé cómo es Ariadna, sé que no estás aquí por dinero, no creo que quieras ayudar a Flaubert, entonces lo más probable es que estés aquí para perjudicarlo de alguna forma. —La señora apuntó el sobre con la barbilla—. Ahí hay suficiente material, he investigado durante muchos años. Hay un correo electrónico que lo relaciona con la muerte de Thomas Pemberton.
—¿Por qué usted me daría eso? —preguntó, todavía sin poder creer que aquello estuviera sucediendo pues era demasiado irreal. Era su esposa, la madre de sus hijos, ¿por qué le daría pruebas para hundirlo?
La mujer dejó escapar un suspiró profundo, vio el ligero temblor de sus dedos, estaba aterrada.
—Porque me aterra dormir a lado de un asesino, me aterra que mis hijas vivan con ese sujeto que no hace más que arruinarles la vida, tuviste tanta suerte de crecer lejos, de no tenerlo cerca. No podemos vivir así porque no es vida, es una tortura, es levantarse cada mañana asustada, salir cuidando que nadie te siga, dormir con la angustia de que puede ser tu última noche porque si él decide que ya no sirves, entonces tu maldita existencia no vale nada; y no puedo ir yo a acusarlo, ¿entiendes? Lo he intentado un montón de veces, pero soy tan cobarde. —Isela soltó un sollozo que creó un nudo en la base de su garganta, los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. Jayden nunca se preguntó cómo vivía la familia de su padre, tal vez ella tenía razón y lo mejor que pudo pasarle fue que lo rechazara cuando ni siquiera había nacido, quizá vivir en la penuria fue mejor que estar con él y sus riquezas—. Thomas iba a ayudarme, él y yo nos refugiamos en el otro, era una persona maravillosa, pero triste por la pérdida de su esposa. Tuvimos unos cuantos encuentros, hicimos un plan para llevarlo a la corte, pero Flaubert nos descubrió y desde ese momento lo odió. No amaba a Thom, pero me hacía reír como nunca lo había hecho, me habría enamorado fácilmente. No merecía morir de esa forma.
Mierda.
Isela y Thomas habían tenido un amorío, por eso Flaubert odiaba a los Pemberton, por eso lo había asesinado, por eso quería hundir la empresa, pues era como una burla hacia la memoria del padre de Miranda. Todo era muy jodido.
—No sé qué decirle —dijo con sinceridad.
—Lo entiendo. —Suspiró—. No confío en nadie más para hacerlo, Flaubert tiene comprado a medio país, hay que tener cuidado para llegar a las personas correctas. Sé que estás saliendo con la hija de Thomas, quizá ella pueda ayudarte, juntos podrían si ella da su testimonio de los acosos que ha sufrido desde que su padre murió. La verdad no lo sé, estoy desesperada, realmente espero que puedas hacer algo antes de que nos mate a todos.
—De acuerdo, yo... haré lo que pueda, gracias por esto, creo que me facilitará muchísimo las cosas.
Isela esbozó una sonrisa antes de ponerse de pie, acomodó su bolso.
—No le digas a nadie que estuve aquí, por favor, no tienes idea de lo difícil que es escaparse de su radar. —Se puso la capucha de su abrigo y caminó dando pasos firmes hacia la puerta. Jay la siguió, todavía sorprendido de que la señora Marione le hubiera dado esos documentos, seguramente su vida era un infierno. Abrió la puerta para que saliera, ella dio un paso, se detuvo en el umbral—. Ojalá algún día puedas conocer a tus hermanas, ellas saben de ti y no sabes cuánto desean conocerte.
Hermanas. Él tenía hermanas.
Sintió que se ahogaría, no podía con eso porque esas chicas no eran sus hermanas aunque llevaran la misma sangre. No lo conocían y no sabía si quería conocerlas, una cosa era saber de su existencia, otra muy diferente era enfrentarlas.
—Tal vez —contestó.
No se dijeron más, Isela salió despavorida como un rayo hacia el ascensor. Jayden cerró la puerta con llave y trotó hacia la ventana, soltó el aire con alivio cuando la vio corriendo por la calle hacia la parada de autobuses.
La noche llegó y él no podía estar más emocionado. Terminó de preparar la comida y prosiguió con el postre, consistía en flan con pastel de chocolate como base. Se había esmerado mucho porque de verdad quería impresionarla. Colocó el vino en una cubeta llena de hielos para mantenerlo fresco pues sabía que le gustaba frío y preparó la mesa encendiendo dos velitas largas.
Había un montón de velas en diferentes lugares, todo se veía romántico si apagaba la luz y permitía que las llamas y la luna iluminaran el sitio. Abrió su computadora, buscó una lista de reproducción que contenía canciones que había seleccionado especialmente para la ocasión, para ella.
Algo ansioso, se dejó caer en el sillón para esperarla. La hora llegó y se puso más nervioso, media hora después empezó a preguntarse si se había confundido de hora. Dos horas después supo que algo estaba pasando pues ella no llegaba y no le había llamado ni enviado mensajes para avisarle que se retrasaría.
Entonces tomó el teléfono y marcó su número, y lo que escuchó le cortó la respiración. Marcó varias veces, una decena, sin embargo, la grabación decía lo mismo: «este teléfono no existe, favor de verificarlo».
Agarró las llaves de su coche y salió del departamento, no sin antes dejar una nota en la puerta por si ella pasaba por ahí. Afortunadamente las calles estaban vacías, llegó veinte minutos después a la casa de Miranda y lo que vio lo amedrentó tanto que decidió tranquilizarse un minuto. Se estacionó en la acera de enfrente y contempló el tumulto de autos y guardias que custodiaban la casa, eran más de una decena, formando una hilera en la puerta y la cochera, seguramente adentro había más. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Y si les había pasado algo?
Intentó marcar una vez más, rezando silenciosamente para que fuera un problema de recepción, pero salía el mismo mensaje una y otra vez.
Salió del auto y caminó hacia la entrada, preguntándose si tenía que decir su nombre o sacar una identificación, no tenía idea de qué carajos hacer. Sin embargo, uno de los hombres se acercó antes de que pudiera llegar a la acera, lo detuvo levantando la palma frente a su cara.
—¿Jayden Donnelle? —cuestionó el hombre desconocido, quien lo miraba de forma apreciativa. Tenía un aparato auditivo en su oreja.
—Así es, soy yo, solo vengo a hablar con Miranda Pemberton, ¿necesito mostrar mi identificación?
—Lo lamento, señor, pero será mejor que se retire si no quiere meterse en problemas —dijo el grandulón con el semblante serio. Jayden miró alrededor y vio que los otros sujetos estaban esperando una señal para atacar.
—Ya le dije que solo vengo a hablar con la dueña de la casa, la cual es mi novia, así que por favor hágase a un lado —contestó con firmeza.
—Creo que eso no será posible porque tengo órdenes de no dejarlo pasar, señor, la señora Pemberton puso una orden de restricción en su contra esta mañana. No sé si ya ha sido notificado, al parecer no porque usted está aquí, así que le pido que se marche si no quiere que la policía intervenga.
El ruido se convirtió en un sonido lejano, en un murmullo hablando en el fondo de su cabeza, las luces se volvieron sombrías, los colores se borraron. Miranda había puesto una orden de restricción sin decirle nada, sin avisarle, pero él sabía perfectamente por qué lo había hecho.
El corazón lo sintió pesado en su pecho, quería sumergir su mano, arrancarlo para tirarlo al suelo y pisotearlo él mismo. No lo quería cerca, sus esfuerzos no habían servido de nada porque ahora ella lo odiaba tanto que no le había dado la oportunidad de explicarle.
Se talló el rostro con frustración, sintiendo cómo el aire comenzaba a faltarle, el oxígeno comenzó a arder en sus pulmones al igual que sus ojos llenos de lágrimas que se morían por salir. Mierda, ¿ahora qué iba a hacer? ¿Cómo iba a enmendar su herida? ¿Cómo iba a unir la división que ella estaba poniendo entre los dos? ¿Cómo iba a tumbar la pared?
Se quedó en la mitad de la calle sin ser consciente de nada, ni siquiera de su cuerpo. Era un montón de pensamientos y emociones revueltas, una maraña de arrepentimientos y mentiras, una montaña de recuerdos que empezaban a atormentarlo.
—¿Señor? ¿Me escuchó? Necesito que se vaya.
Pero Jayden no podía pronunciar palabra alguna, no podía moverse porque el dolor era tal que temía romperse en pedazos si lo hacía.
Solo se le quedó mirando al guardia de seguridad, esperando que viera en su mirada cuánto dolía. No podía acercarse a ella, no podía. Enmudecido, quieto, suspendido en el tiempo, se preguntó cómo lo había descubierto. ¿Cómo Miranda había encontrado la verdad? ¿Qué estaría pensando de él en ese momento? ¿Lo odiaría tan fuerte como él la amaba? ¿Podía escuchar los alaridos de dolor de su alma?
—Por favor, dígale que estoy aquí, por favor —pidió en un susurro.
—No puedo, señor, tengo órdenes de no comunicarle nada referente a usted a la señora —dijo y él quiso morir.
La desesperación comenzó a cavar una brecha en su corazón, grietas que antes había llenado gracias a ella se abrieron en segundos. No podía perderla, no quería perder aquello que le daba esperanza. No podía perder a Miranda.
Dio un paso atrás para alejarse del guardaespaldas, quien pensó que había optado por obedecerlo, pues comenzó a caminar de regreso a la casa. Sin embargo, Jay volvió a acercarse y miró hacia las ventanas de la planta alta.
—¡¡Miranda!! —gritó—. ¡¡Miranda, por favor déjame explicarte!!
Su voz sonaba fuerte y ronca debido al llanto contenido, a las emociones compenetradas en su garganta. Se sentía como si estuviera caminando en una cuerda floja.
Escuchó el ajetreo de los vecinos, quienes se asomaron con curiosidad a revisar qué estaba causando tanto alboroto, pero no vio esos ojitos cafés que tanto quería ver.
—¡¡Morenita, te amo!!
Su voz se quebró en la última sílaba, apenas podía respirar, apenas podía permanecer de pie. Sentía que sus rodillas fallarían y caería en el concreto. Dios, dolía como el infierno porque ni siquiera podía decirle cara a cara cuánto lo sentía, cuánto lamentaba haber sido un cobarde, tampoco podía demostrarle cuánto la amaba ni mostrarle las cosas que estaba haciendo por ella.
El guardia de seguridad habló por un radio al tiempo que daba pasos en su dirección.
—Está bien, Marco. —Jayden buscó a la interlocutora, a pesar de que sabía que no era Miranda la que hablaba, era Dalilah. La joven estaba parada en la entrada, hablándole al guarura, pero mirando a Jay con reproche y ojos críticos—. Necesita irse, señor Donnelle, Mandy está muy alterada en este momento y lo que menos necesita es un escándalo, Mickey está durmiendo y tampoco es momento de que se entere de toda su mierda.
—Dile que me deje explicarle, que me permita contarle lo que está pasando, no puede solo dejarme afuera, por favor.
Apretó los puños hasta que creyó que los huesos le dolieron, los latidos de su corazón se hicieron lentos cuando la hermana de Miranda sonrió con tristeza.
—Yo le diré, pero vete.
—Señor, si no se retira ahora lo llevaré a la delegación —advirtió el hombre.
Con la respiración temblorosa miró la escena, nadie lo quería cerca y todo por su maldita sangre.
—Dile que la amo —murmuró antes de darse la vuelta con resignación, no iba a conseguir nada ahí afuera, lo único que atraería sería a un montón de medios de comunicación y eso haría que lo odiara más de lo que seguramente ya lo hacía.
Se metió al automóvil con el corazón sangrando por las puñaladas que él mismo había provocado al guardarse la verdad, al no contarle quién era en verdad.
Salió de la colonia sin saber que escondida en la cortina de la ventana principal estaba Miranda llorando, mirando cómo el vehículo se perdía conforme avanzaba en la calle, justo en ese instante juró que no permitiría que nadie atravesara sus barreras nunca más.
Él manejó hacia su departamento mecánicamente, apenas podía diferenciar el rojo del verde de los semáforos, era como caminar de forma fantasmal en un cementerio. Algo le faltaba, más bien alguien le faltaba. Cuando estacionó afuera del complejo departamental permaneció en el interior del coche por un buen rato, al parecer su mente estaba demasiado ocupada analizando los acontecimientos como para reaccionar.
Pasados unos cuantos minutos descendió, caminó dando zancadas hasta el elevador. Buscó las llaves en su pantalón y caminó por el pasillo hasta su puerta. Apenas estuvo en la soledad del sitio, perdió el control, lanzó la mesita de la entrada contra el suelo, las revistas y documentos que ahí reposaban salieron volando. Vio las velas, la mesa preparada para ella y también fue a destrozarla, tiró los platos, las copas y agarró la botella de vino descorchada. Los pedazos de cristal tronaron debajo de sus zapatos, su antes ordenado departamento ahora era un caos, al igual que su interior.
Dio tragos largos, se perdió en el dulce sabor del vino tinto sentado en el sofá, mirando fijamente el cactus que había comprado en el supermercado, el cual era una copia exacta del que le había regalado. Lo miró, recordando sus labios, su sonrisa, lo mucho que había progresado la relación en los últimos días.
¿En qué había pensado cuando creyó que estaba bien esconderle que era el hijo de Flaubert Marione?
Se lo merecía, merecía su rechazo por haber sido tan ingenuo, por no haber afrontado sus peores temores. Su madre no podía odiarlo porque era su hijo, pero Miranda sí podía y lo estaba haciendo.
Jay lanzó un suspiro profundo, cogió su celular y le marcó a la única persona que no lo juzgaba por venir de un ser desalmado, la única que podía ver su alma sin que él tuviera que mostrársela.
—¿Te das cuenta de que es madrugada acá? —preguntó Ariadna con un dejo de diversión, que zanjó en cuanto percibió el estado de ánimo de su hijo—. ¿Qué ocurre?
—Ya lo sabe, me odia.
Pero su madre no tenía idea de qué estaba sucediendo, entonces Jayden tuvo que explicarle cada parte. Tuvo que confesarle que había ido a México no para ayudar a Flaubert, más bien para hundirlo. Que le había pedido que se integrara a Grape Blue para ganar terreno, pero que terminó actuando en Vinos Pemberton. Que Marione quería que acabara con la empresa enemiga, que hablara mal de los Pemberton. Que conoció a Miranda y que se enamoró como un loco, pero que ahora ella lo detestaba por llevar la sangre del asesino de su padre.
El otro lado de la línea se quedó en silencio cuando él terminó el largo discurso, casi podía escuchar los reclamos de su madre, quien prefirió tragarse la amargura que le provocaba que ese hombre siguiera lastimándolos.
—Cuéntale esto, dile todo, Jay, si no lo haces ella sacará sus conclusiones, recuerda que la mente es muy poderosa, pero tanto poder puede cegarla.
—No me quiere cerca, mamá —soltó, herido.
—Encuentra la manera de que ella sepa que estás de su lado.
Jayden salió de su departamento muy temprano por la mañana, aparcó varias calles atrás de la empresa, pues no tenía idea de a qué se enfrentaría si se le ocurría acercarse, lo que menos quería era llamar la atención. Estaba seguro de que su madre se refería a otras soluciones, sin embargo, no se le ocurrió algo mejor.
Le dio la espalda a la entrada, durante un buen rato observó el comportamiento de los guardias de seguridad. Esperó a que se distrajeran, pasó minutos después, cuando una anciana se acercó a preguntarles algo y ellos salieron para pedirle un taxi. Entonces el aprovechó la distracción, entró a Vinos Pemberton y recorrió el camino de todas las mañanas.
Al parecer los empleados no estaban enterados de su situación todavía, pues muchos lo saludaron con sonrisas y los típicos gestos de siempre. Se metió al elevador y presionó el botón de la planta de Miranda. Se estaba arriesgando muchísimo al ir a la empresa, ni siquiera sabía si ella aparecería.
Isidora no estaba en su escritorio, faltaban muchas otras asistentes en la recepción, todavía era muy temprano. Abrió la puerta de la oficina de la presidenta y cerró, solo cuando estuvo en la soledad del cubículo pudo respirar. Lo había hecho, solo tenía que esperarla, tenía que hablar con ella aun si no quería escucharlo.
Se acercó al escritorio y vislumbró la fotografía de Thomas Pemberton, era un hombre feliz que no merecía morir, por eso Flaubert lo había arruinado, porque era tan miserable que ni siquiera en una fotografía podía aparentar que era feliz.
Se quedó quieto en medio de la oficina sin saber qué hacer consigo mismo, empezaba a acostumbrarse al sentimiento de arrepentimiento que calaba en su pecho cada vez que recordaba el incidente del sábado, no había parado de pensar en lo que había hecho, en lo mucho que se había equivocado al callar, pero ¿qué más daba ya? Lo hecho ya estaba hecho, no podía regresar el tiempo para cambiar sus decisiones, lo único que podía hacer era guardar la esperanza de que ella lo perdonaría, o que al menos dejaría que se explicara.
Se talló el rostro con frustración, algo desesperado. Sin embargo, envaró la espalda cuando escuchó que alguien giraba la perilla para entrar. Vio su melena café y su corazón dio un vuelvo violento que le sacó el aire. Iba agachada, no podía verle el rostro, supo que estaba deshecha cuando Miranda cerró la puerta y recargó la frente en la madera, luego lanzó un sollozo que le agrietó el alma. No le gustaba nada lo que estaba presenciando, quería acercarse y abrazarla, consolarla, pedirle perdón pues sabía que estaba así por su culpa, pero tenía miedo de que ella no lo quisiera cerca.
Tragó saliva con nerviosismo y tomó aire, repasó en segundos lo que había estado construyendo en su cabeza durante todo el fin de semana. No obstante, en cuanto ella se dio la vuelta, se quedó en blanco y el pánico subió por su garganta. Ya no podía hacer nada, la tenía ahí y debía hacer un esfuerzo por calmarse.
Miranda sentía que estaba en medio de una pesadilla, que en cualquier momento despertaría y se daría cuenta de que había sido un mal sueño. Caminaba, pero era como si su cabeza no pudiera concentrarse en lo que estaba haciendo. Después de ver el contenido de ese sobre, de desmayarse y de corroborar que todo era verdad, se quedó en un profundo estado de shock. La sorpresa fue tal que todavía no entendía muy bien lo que estaba pasando a su alrededor.
Dalilah se había encargado de todo: de la orden de restricción, de contratar al equipo de seguridad y de vigilar que no entrara en una crisis de pánico. Estela había cuidado a Miguel pues ella estaba tan fuera de órbita que no quería que su hijo se diera cuenta de que algo malo estaba sucediendo, así que le dijeron que tenía un resfriado para que no se alarmara por la ausencia de su madre encerrada en su alcoba.
Su hermana había insistido en que se quedara en la casa, pero sentía que las paredes se cerraban a su alrededor, necesitaba salir, estar en un sitio que le hiciera recordar que había hecho cosas buenas para su padre, ya no estaba tan segura de ser una empresaria ejemplar, estaba dudando de todo.
Se dio la vuelta para dirigirse a su escritorio, abrir la bandeja de entrada, deseaba distraerse con cualquier tarea, nunca esperó que alguien la estuviera esperando.
—¿Podemos hablar? Por favor, déjame explicarte y juro que no te volveré a molestar, solo escúchame una última vez.
Esa voz, Dios, esa jodida voz.
Creyó que lo estaba imaginando, pero en cuanto alzó la vista y lo vio parado a unos cuantos pasos de distancia toda la sangre drenó de su cuerpo, se sintió mareada, las náuseas la embargaron, el miedo creó un agujero en su estómago y en su pecho. ¿Por qué estaba él ahí? ¿Quién lo había dejado pasar si estaba prohibida su entrada en las instalaciones?
El caso es que miró esos ojos negros y comprendió, en ese instante todo la golpeó como un tren impactándola y destrozándola. El terror corrió por sus venas, dio un paso hacia atrás y luego otro, luego otro, quería correr para que no le hiciera daño. ¿Quería matarla? ¿Hacerle daño a ella y a su hijo? ¿A Dalilah? ¿A todos?
—¿Miranda?
Pero ella ya estaba muy lejos como para razonar.
La verdad la asustó, la asqueó, la rompió en dos.
Ese hombre que tenía en frente había entrado a su empresa a base de engaños, la había seducido despacio, había entrado a su vida y la había enamorado.
Y ella cayó en la trampa como una tonta, ahora podía verlo, todo era muy claro. Pasó el fin de semana recordando cada cosa que habían hecho juntos, repasando sus caricias, queriendo aferrarse a la idea de que el contenido de ese sobre era mentira. Ella le había abierto las puertas de su empresa, de su cuerpo, de su corazón y de su alma; había permitido que invadiera cada rincón existente en su vida... Y la había engañado.
Querían destruir todo lo que el señor Thomas había construido y ella había colaborado por no haber seguido los instintos de su cabeza, por haber permitido que su corazón ganara la batalla.
Seguramente él y su padre se habían burlado, quizá lo seguían haciendo. Miró esos ojos negros, recordó que en la hacienda había visto algo extraño en ellos, ahora sabía qué era: eran idénticos a los de Flaubert.
Entonces sintió cómo el corazón se le rompía, cómo el miedo se transformaba en pavor y en odio. Quería que la dejara sola, pero no se sentía lo suficientemente valiente como para enfrentarlo, se sentía avergonzada y rebajada, como la cáscara de una naranja al quedar sin la fruta. Sola, vacía y plana, se había enamorado de un espejismo, de una personalidad construida para distraerla y bajar la guardia.
No sabía qué hacer, se sentía desprotegida, más cuando él dio un paso para acercarse, tenía el rostro pálido, ojeras adornaban sus ojos; pero ella ya no caería en la trampa, nunca más. No podía huir, así que hizo lo primero que se le ocurrió: pedir ayuda a gritos. Gritó tan fuerte que Jayden se alejó como si temiera destrozarla, lo cierto era que ya estaba rota.
Los guardias entraron, la puerta rebotó en la pared, atraparon a Jay, mientras ella se abrazaba a sí misma pues quería protegerse, no encontraba su escudo, su espada; él se las había robado. Escuchaba sus gritos, pero no quiso escucharlos, se meció con la vista perdida y los dientes castañeando.
Se quedó sola durante un momento y miró alrededor, vio la oficina que había ocupado su padre una vez y sintió vergüenza, ¿estaría decepcionado? Por supuesto, se había enamorado del hijo del hombre que los había arruinado. Se acostó con él, ahí, había manchado lo que con tanto amor su padre había construido. Eso la horrorizó, lanzó un grito que retumbó en las paredes y cedió ante el temblor de sus rodillas, cayó al suelo. Apretó la alfombra con sus puños, cerró los párpados con fuerza.
—¡Lo siento tanto, papá! —exclamó entre los sollozos—. Lo siento tanto.
Se sentía como una traicionera, se cegó tanto que no se había dado cuenta de quién dormía a su lado, todo había sido un macabro plan. Y ella estaba hecha pedazos, estaba intentado recuperar su coraza, su hielo, su indiferencia; pero no podía, se encontraba tan débil que apenas podía levantarse.
—¿Señora Pemberton? —La voz de Isidora la hizo enfurecer, más cuando vio su mirada sorprendida. Todos estaban viendo cómo había perdido la batalla.
—¡¡Lárgate!! —gritó, fuera de sí.
Permaneció hincada, balanceándose, torturándose con sus pensamientos, negándose a creer que él había sido una mentira porque lo amaba... Amaba a un Marione, se sentía asqueada, perturbada.
Dalilah entró a la oficina después de ordenar que se llevaran a Donnelle a la delegación, arrugó el rostro con dolor al ver a su hermana hecha un ovillo en el suelo, como un animalillo asustado y herido.
Dios, le dolía tanto verla así, jamás la había visto tan destrozada. No conocía a esa Miranda, estaba acostumbrada a ver a una mujer con la barbilla levantada, no a esos escombros en los que se estaba convirtiendo. Se la pasaba llorando, perdida en sus pensamientos.
Se agachó a su lado y la cubrió con su cuerpo, unas lagrimitas salieron de sus ojos. Era tanto su dolor que podía sentirlo, se lo transmitía pues lo destilaba por los poros.
—Shh, todo está bien, ya se fue —susurró, intentando consolarla.
—Decepcioné a papá, lo traicioné.
La frente de Lila se arrugó al escuchar los disparates que estaba diciendo.
—No lo traicionaste porque no tenías idea de quién era.
—Debí saberlo, sus ojos son iguales.
La pequeña de las Pemberton cerró sus brazos alrededor de su cintura y se puso de pie, jalándola para que se levantara. Miranda la siguió, pero no levantó la cabeza, era una sombra silenciosa, llena de resentimiento y dolor.
—Necesitas volver a casa, por ahora es mejor, necesitas respirar y descansar, darte un tiempo para tranquilizarte. —Dalilah le dio una mirada a Pedro, quien miraba la escena con tristeza desde el umbral, el viejo asintió y extendió los brazos para ayudar a Miranda a salir. Lila los vio caminar hacia el elevador y soltó un suspiro, su intuición le dijo que algo se le estaba escapando.
Miranda intentó dormir, comer, mirar una película; pero nada lograba distraerla, siempre terminaba recordando todo, recriminándose por haber estado con ese hombre. Se puso un pijama y bajó las escaleras, entró a la cocina, se sentó a un lado de Estela, quien contaba frijoles.
Estela no podía creer que esa mujer fuera su niña Miranda, se veía tan frágil e indefensa, como cuando era pequeña y le tenía miedo a la oscuridad; ella lloraba por horas hasta que su nana entraba a su cuarto para consolarla.
El teléfono timbró y Mandy saltó, asustada, el rostro se le puso pálido. La vieja se apresuró a contestar, sin saber qué era lo que pasaba por esa cabecita.
—Es Leandro, mi niña —le dijo.
La morena se puso de pie, arrastró los pies hasta llegar a la base del teléfono y tomó la llamada.
—¿Sí?
—Hola —dijo su ex esposo—. Hablaba para preguntarte si podría pasar por Miguel, tengo el día de hoy libre y quisiera llevarlo a comer, quizá al cine.
—De acuerdo —contestó, plana.
El hombre se despidió, terminaron la llamada y fue a refugiarse a su habitación dando pasos cortos. Se acostó en el colchón, dio vueltas en la almohada, no podía conciliar el sueño a pesar de que lo único que quería era callar los demonios que se burlaban y le decían que todo era su culpa.
Una lágrima brotó de nuevo, recuerdos de su hijo y Jayden jugando béisbol la hicieron temblar, el sabor de sus besos, sus miradas que las había sentido tan reales, sus palabras. Se rio con sarcasmo porque ¿cuántas veces había pensado que estaba segura entre sus brazos? ¿Cuántas veces ella le había mostrado su alma pensando que quería cuidar sus heridas?
En la noche, Leandro llevó a Mickey a su casa, el niño entró corriendo y fue directo a abrazar a su madre, luego se marchó a la planta superior gritando que tenía hambre. El hombre se le quedó mirando a Miranda, quien estaba en la puerta contemplando la calle.
—Ya circula la noticia de que un impostor entró a Vinos Pemberton y se rumorea que tenía un amorío contigo —dijo Leandro. Ella lo miró, y se encogió de hombros—. Te iba a proponer que por un tiempo digamos que hemos vuelto, por el bien de Miguel, para que no lo acosen.
Se quedó silenciosa, entendiendo a medias lo que le estaba diciendo. Su pobre niño iba a sufrir mucho por su culpa, le había dado algo y ahora se lo iba a quitar, el hombre al que empezaba a querer ya no estaría más, su corazón se quebraría justo como cuando su padre lo ignoraba por días.
—De acuerdo —susurró.
* * *
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