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| Capítulo 20 | parte II

* * *

Miranda le dijo a Pedro que regresara a casa, que ella se iría en el automóvil de Jay.

Pasaron por sushi antes de ir a casa de Miranda, ¡sí! ¡A su casa! Iba a entrar por primera vez al hogar de los Pemberton y eso lo hacía sentir como una alimaña porque... bueno, su padre mandó matar al padre de ella en ese mismo sitio. Estaba un tanto nervioso, pero no iba a decirle que cambiara el rumbo porque ese gesto también significaba que le tenía confianza.

La morena iba manejando, tenía un caramelo en la boca que podía escuchar cómo chocaba con sus dientes. Se adentraron a la colonia llena de casas no tan ostentosas, para ser millonaria vivía en una zona que, aunque era bastante lujosa, también tenía su toque de simpleza.

Jay sonrió recordando su pequeña casita en Maracay, Venezuela. ¡Oh, cuánto extrañaba allá! A pesar de que no estaban pasando por la mejor de las temporadas en la economía. Extrañaba a su madre, a sus abuelos, los domingos de sancocho y tequeños, hasta el maldito calor cuando se iba la luz. Sin embargo, ahora que tenía a Miranda, no sabía qué iba a pasar con ese hecho, prefirió no adelantarse y relajarse.

—En mi bolso está el control de la cochera, ¿puedes sacarlo y presionar el botón rojo? —preguntó.

Tomó la bolsa, rebuscó entre los cosméticos, la cartera y los celulares hasta que encontró el aparato, presionó el botón y volvió a guardarlo.

Se acercaron a la casa de Miranda, el portón ya estaba abierto, por lo que adentró el vehículo en la cochera. Salió del coche cuando ella lo hizo, la vio ir hacia un cuadro blanco empotrado en la pared, la puerta bajó y ella tecleó el código de seguridad.

Miranda giró, le lanzó una mirada y una sonrisa coqueta.

La siguió al interior de la casa en penumbras. Cuando encendió pudo ver la decoración similar a la de la hacienda: muebles rústicos, colores tierra, pinturas y artesanías hermosas.

—¿Estela? —preguntó la morena en voz alta, mientras caminaba hacia la cocina. Entró a la habitación vacía y se detuvo frente a la alacena, tenía un cajón especial que muy pocas veces utilizaba, adentro había vinos. Tomó una botella, se quitó los tacones y fue por el sacacorchos.

—¡Vaya! ¿Tendremos una cena romántica con sushi y vino? —preguntó Jay, sonriendo de lado, mirando cómo le quitaba el corcho con habilidad. Dejó la bolsa con la cena en una mesita y se sentó sin dejar de observarla.

—Estoy agotada, necesito un trago —contestó al tiempo que obtenía dos copas de la alacena.

Caminó hacia la mesa para tomar asiento y vertió un poco de vino tinto en las copas. Él se encargó de sacar el sushi e investigar qué platito era para cada uno.

Comieron en silencio, sin embargo, Jay no podía dejar de contemplarla, de verdad lucía cansada, abatida, seria y algo triste. Esperó a que se acabara su cena y el vino para ponerse de pie y ofrecerle su mano, las comisuras de Mandy temblaron. Dejó que la llevara a sus brazos.

—¿Estás bien? —cuestionó.

—Sí, solo que me preocupé tanto, no puedo creer que se haya atrevido a meterse con Mickey. Entiendo que tiene esta extraña aversión, pero él es un niño inocente, ¿cómo pudo? No tiene corazón.

Quería borrar esa expresión desolada, por lo que se inclinó y puso sus brazos en la parte interna de sus rodillas, posteriormente la alzó al estilo princesa.

—Dime dónde es tu cuarto —pidió, deleitándose con la risita de Miranda.

Ella le dio instrucciones. La habitación de Miranda era toda de colores marrones suaves, su cama estaba repleta de cojines, había un sofá junto a una ventana y un tocador con un montón de frascos encima. La llevó hasta la cama y la tendió sobre el colchón, justo en ese momento sonó el teléfono, Mandy brincó y se estiró para alcanzar el que estaba en su mesita de noche del lado contrario, tuvo que girarse, por lo que le dio a Jay una buena vista de su trasero.

—¿Diga? —Hizo una pausa—. Me da gusto que comieras tan rico, cariño... Sí, solo no te desveles tanto... Yo también te amo.

Después de colgar, hizo el amago de regresar a la posición inicial, pero él no la dejó. Ella sintió que sus manos ascendían por sus muslos, le levantó el vestido suelto hasta sacárselo con su ayuda por encima de la cabeza. Frente a él quedó en bragas y sostén.

Jay se quitó la camisa y el pantalón con premura.

—¿Tienes crema corporal o alguna loción de baño? —cuestionó, barriendo con la mirada la curva de su espalda.

—Ambas, ¿me vas a untar crema? —preguntó, mirándolo por encima de su hombro con diversión.

—Te voy a dar un masaje.

Escuchó su risita, lo que lo hizo sonreír.

—Están sobre el tocador, tengo una gran variedad, de todos los olores, elige el que más te guste —murmuró, reacomodándose y lanzando un suspiro soñador. Jay se puso de pie y fue a buscar algo que le sirviera, vio un montón de envases, para él todos eran iguales, tomó uno de color verde que decía que olía a coco—. No puedo creer que un tipo buenorro vaya a darme un masaje en calzoncillos.

Sonrió entretanto subía a la cama y se colocaba sobre ella.

—No puedo creer que voy a tocar la piel caliente de esta ricura.

La sintió estremecerse debajo de él. Abrió el bote de crema y puso un poco en su palma. Jay empezó masajear la parte media de su columna.

Jay desabrochó el sostén, le hizo el cabello a un lado y siguió con el masaje lento, presionando en algunos lugares. Llegó un momento en el que se olvidó de todo, solo podía mirar cómo sus dedos tocaban sus escápulas, sus hombros, su columna y sus caderas.

—¿Te gusta? —preguntó en un susurró moldeando la piel de sus hombros. Cuando no obtuvo respuesta detuvo el masaje y miró hacia arriba, se movió con cuidado y sonrió al verla perdida en sus sueños, se había quedado dormida—. Al parecer sí te gustó

Bajó de ella con cuidado, pues no quería despertarla. Se encaminó al tocador y dejó el bote de crema, iba a regresar cuando su mirada cayó en una fotografía. Sin poder suprimir el deseo, se acercó, no sin antes comprobarla. Tomó el pequeño cuadro que se encontraba sobre una repisa, sonrió al ver la mirada traviesa de Miguel, quien estaba abrazando a su madre, a una Miranda despreocupada, con los cabellos volando. Estaban en una playa, había sol, arena y un cielo azul lleno de nubes.

Un nudo se formó en la base de su garganta, volvió a dejar el retrato en su lugar, apagó la luz y se dirigió a la cama. Con cautela se tendió junto a la morena e intentó rodearla. Miranda salió del letargo, se quitó el sostén y lo arrojó a algún lado y luego se le acercó para acurrucarse. Sus pechos se clavaron en su costado, su brazo delgado le rodeó el torso, soltó un jadeo y volvió a dormirse, pero ahora en sus brazos.

Jayden miró el techo, un nudo en su garganta amenazaba con dejarlo sin aire. Miguel le recordaba a él cuando era niño, con una madre amorosa que tenía que trabajar para mantenerlo y que sufría en secreto, una nana —para él había sido su abuela— que lo cuidaba y un padre ausente. Por supuesto que el caso de Jay había sido más extremo, pero aun así.

Habían pasado tan solo unos cuantos meses y él ya sentía que ellos dos eran parte de su vida.

Quería a Miranda, quería a Miguel, así como deseaba tomarse muchas fotografías con ellos para colocarlas en una repisa.



El lunes en la tarde, Dalilah, Jayden, Miranda y Miguel llegaron al campo de béisbol. El niño iba uniformado y con unos ánimos que su madre nunca había visto antes. Esa sería la primera vez que Mickey intentaría lanzar después de los consejos que el señor Donnelle le había dado en la hacienda de Baja California.

Su padre había prometido que iría después de dejarlo el domingo por la noche, pero la morena ya no confiaba en su ex esposo. De igual forma, el pequeño exudaba alegría, brincaba con euforia de un lado a otro, charlaba con Jayden, quien le recordaba cómo tenía qué moverse para pegarle a la bola.

Los tres adultos fueron a sentarse a las gradas, Mandy vio cómo Miguel buscaba algo entre el gentío antes de que el partido comenzara. Sus hombros descendieron al no encontrar a su padre entre los espectadores, ella quiso despotricar y maldecir, llamarle a Leandro para pelear debido a su poca consideración. Sin embargo, Dalilah y Jayden comenzaron a gritar como dos locos aficionados por el equipo de su hijo, eso llamó la atención del chiquillo, quien los enfocó y sonrió de oreja a oreja, se giró y se quedó cerca de su entrenador.

Cuando fue su turno, Mickey adoptó su posición con concentración, alzó su bate.

—¡¡El pie, Mike!! —gritó Jayden, su voz se escuchó clara y alta.

Sorprendida, contempló cómo su hijo movía uno de sus pies hacia atrás. Lo siguiente que supo es que la bola salió volando y Miguel corría por todas las bases como un cohete.

Miranda se puso de pie, sin poder creer lo que estaba sucediendo. Corrió una carrera completa, y fue recibido por sus compañeros del equipo con abrazos y palmadillas en la espalda, el entrenador le levantó los pulgares con una sonrisa.

Los ojos de Mandy se cristalizaron al vislumbrar cómo miraba hacia las gradas, pero no veía a su tía o a su madre, le sonreía a Jayden; eso la golpeó duro. Su hijo quería a Jay, ¿y si se estaba equivocando al abrirle tantas puertas? ¿Si al final los terminaba lastimando a ambos? No quería que Miguel sufriera más decepciones, suficiente tenía con los desaires de su padre como para agregar a alguien más a la lista.

El pánico subió desde su estómago hasta su boca. El resto del juego se la pasó enmudecida, viendo sin mirar, oyendo sin escuchar, pues en lo único que podía pensar era en que las cosas se estaban saliendo de control, temía por su hijo y por ella, ¿estaba paranoica? ¿Y si era una señal para pausar y dar marcha atrás antes de que todo fuera peor?

El partido terminó, antes de que pudieran reunirse con Miguel, él se acercó a ellos, el niño se detuvo frente a Jay, este último se puso de cuclillas presintiendo que quería decirle algo, siendo observado por las dos hermanas le sonrió.

—Bien hecho, Mike —dijo y, para sorpresa de todos, Mickey se lanzó para abrazarlo. El hombre se notó impactado al principio, pero después le regresó el abrazo.

—Ojalá mi papá fuera como tú.

Miranda giró la cabeza para limpiarse la lágrima que amenazaba con salir, estaba totalmente fascinado con esta nueva figura masculina que le prestaba atención, algo que nunca había recibido antes, una que su padre le había negado desde que era un bebé. La morena abrió la boca para no ahogarse, su pecho se sintió pesado.

—¡¿Y para mí no hay abrazos, enano?! ¡Soy la tía de los abrazos y quiero mi maldito abrazo ahora mismo o no te compraré helado! —intervino la más joven de las Pemberton al sentir la tensión que irradiaba su hermana. Mickey lanzó una risotada y se echó hacia atrás para lanzarse hacia Dalilah, quien muy disimuladamente se lo llevó al área de los restaurantes.

El hombre se enderezó, preocupado por la mudez de Miranda, quien ni siquiera lo miraba, tenía los brazos cruzados abrazándose a sí misma.

—¿Qué pasa? —preguntó, cauteloso, buscando sus ojos.

—No sé si es algo bueno que Miguel empiece a quererte de esa forma.

Eso le caló en lo más profundo de su corazón, ¿por qué no sería algo bueno? ¿Era poca cosa a comparación de Leandro?

—Si no querías que viniera no me hubieras invitado —dijo, controlando su temperamento, sus sentimientos descontrolados—. Hubieras pensado eso antes de invitarme a tu hacienda, antes de que él y yo tuviéramos contacto, ¿no crees? Es un poco tarde para arrepentirse.

Ella lo miró, sus ojos no le dijeron nada, se estaba escondiendo, y eso no le gustaba ni un poco.

—Tal vez estamos a tiempo para frenar y dar reversa, Jayden, no sé si estoy haciendo lo correcto...

No quería escuchar más, pues le había dolido su desconfianza, ¿cómo iba a contarle quién era si no confiaba en él todavía? ¿Cómo mierda hacía? ¿Qué podía hacer para demostrarle lo que sentía?

Jay dio un paso atrás, tragándose la amargura, el dolor.

—Entonces llámame cuando lo tengas claro —dijo—. No estoy jugando, sé muy bien lo que significa estar contigo.

Se dio la vuelta, dando zancadas salió del lugar. Una vez en su coche, Jayden golpeó el volante un par de veces, después arrancó y partió. 


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