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| Capítulo 18 |

* * *


Dos días después de la inauguración de las fiestas de la Vendimia, fue el turno de los viñedos Cielos tintos de abrir sus puertas para que el pueblo y los visitantes recorrieran sus tierras y probaran sus vinos.

El ajetreo comenzó a escucharse desde muy temprano, Miranda se levantó casi en la madrugada y bajó las escaleras para ayudar a Guillermina y a Estela a ultimar los detalles. Si bien la comida era elaborada por un banquete de antojitos mexicanos, los postres y todo lo demás lo hacían esas dos mujeres con almas de ángeles. Era un desastre en la cocina, eso todos lo sabían, pero no iba a permitir que se desvelaran por hacer los suculentos pasteles que se moría por comer.

Sentada en una de las sillas del comedor, mientras untaba yemas de huevo revuelto sobre una trenza de hojaldre con una brochita, Mandy recordó los sucesos de los últimos días y sonrió inconscientemente.

Jayden y Mickey habían pasado gran parte del tiempo jugando béisbol en el inmenso patio, ella los contempló en secreto en más de una ocasión, fue una delicia ver cómo su hijo iba aprendiendo cada vez más a batear y a jugar un deporte que parecía no haber sido hecho para él. Le daba las gracias al atractivo maestro porque siempre supo que lo único que Miguel necesitaba era un empujoncito, uno que debió haber dado Leandro, pero que desgraciadamente no estaba cerca lo suficiente como para notarlo.

Estaba feliz por su pequeño, y también quería ver la cara que pondrían sus compañeros del equipo cuando se percataran de lo increíble que era, sus movimientos eran firmes, Jayden se había encargado de recordarle cómo debía hacerlo cada vez que hacía algo mal, así que estaba mejorando, aprendía de forma veloz.

Por las noches era otro cuento, Jay le hacía el amor tiernamente, la tocaba con paciencia y la besaba hasta que no podía más. Se mordió el labio, así como se le iluminaron las mejillas al tiempo que recordaba las cosas que le había dicho al oído la noche anterior. El señor Donnelle era una máquina caliente que le derretía las entrañas, era igual que las estrujadoras que aplastaban las uvas para exprimirlas y hacer vino, la estrujaba hasta que reventaba y necesitaba empaparse de él.

—¿En qué estarás pensando, niña?

La voz divertida de Estela la hizo reaccionar, se sonrojó sobremanera cuando se dio cuenta de que estaba siendo observada por las dos mujeres y de que había dejado de untar el huevo sin darse cuenta. ¡Qué vergüenza! ¡Ellas se estaban divirtiendo a su costa!

—Mírale esos ojitos de borreguito, alguien está enamorada.

Las dos se carcajearon cuando jadeó.

—Yo no estoy enamorada —dijo atropelladamente para callar las burlas, pero fue en vano ya que le sonrieron con burla.

—Es muy guapo —dijo Guillermina antes de seguir despegando un pastel del molde—. Se me hace conocido, no sé de dónde.

—No lo creo, viene de Venezuela, Mina —murmuró y siguió con lo suyo para evitar las miradas de las dos mujeres. Se quedaron en silencio algunos minutos, un foco se encendió encima de la cabeza de Mandy—. ¿Ya dieron el aviso para que ese sujeto no pueda entrar si es que se presenta?

Marione nunca había entrado a sus tierras, jamás se había atrevido a ir demasiado lejos, pero en esas fechas aumentaban la vigilancia pues sabían que el hombre andaba cerca, sus viñedos no estaba muy lejos. Miranda estaba segura de que tener propiedades cercanas a las de las Pemberton solo era para molestar ya que él tenía viñedos en Europa y no necesitaba más.

Guillermina se tensó, Estela puso una mano encima de su antebrazo para reconfortarla, se arrepintió de haber mencionado a ese monstruo en su presencia. Mina había sido empleada de Marione cuando era una jovencita, una pueblerina humilde que lo único que buscaba era una hogaza de pan, agua, techo y un trabajo digno. Por obras de la mala fortuna llegó al territorio de Flaubert, quien la recibió y le dio un empleo en la pisca.

El muy desgraciado se había querido aprovechar de ella y, cuando Mina no cedió ante sus bajos deseos, la echó a la calle. Su padre, el señor Thomas, la encontró vagando y la cobijó como a todo aquel necesitado que requería de una mano para levantarse, desde entonces Guillermina se quedó con ellos y se hacía cargo de la hacienda cuando estaba vacía. Era una mujer inteligente y audaz.

—Ya le avisamos a Rogelio para que todos estén al pendiente, de todas formas no creo que ese sujeto se atreva a aparecerse por aquí, no soportaría recordar.

La morena frunció el ceño al escuchar a su nana pues no entendió sus palabras, ¿qué quería decir con que no soportaría recordar? ¿Recordar qué?

Abrió la boca para preguntar, pero la cerró al notar que Guillermina seguía tensa, luego le preguntaría a Estela en privado.



Durmió dos horas, el despertador sonó y ella gimió pues estaba agotada, mentalmente se prometió que en cuanto todo acabara se daría un baño de burbujas e iría a que le hicieran la pedicura.

Alguien apagó el aparato y quiso agradecerle, en cambio, se acurrucó más contra el cuerpo de Jayden que estaba adherido al suyo como una lapa. Sus piernas estaban entrelazadas y sus manos la acunaban para recostarla sobre su pecho; era una almohada agradable.

—Ya es hora, tenemos que levantarnos —dijo él en medio de la oscuridad.

—Pero eres muy cómodo.

—Y tú, morenita.

Sin más remedio se puso de pie para dirigirse a la ducha, él entró detrás de ella y se pegó a su espalda. Comenzó a enjabonarla como había estado haciendo desde que habían llegado a la hacienda. Sinceramente, Mandy no sabía qué pasaría una vez que tuvieran que regresar a la rutina de Monterrey y la empresa, no quería que se rompiera la burbuja paradisíaca que los rodeaba, esperaba con toda su alma que no reventara.

Veinte minutos más tarde salieron del baño y se vistieron estando muy conscientes de los movimientos del otro. Desde polos opuestos en la habitación se regalaban miradas apreciativas y sonrisitas coquetas que le estrujaron un poco su corazón.

Salieron de la casa después de desayunar, se montaron en las camionetas para que los llevaran a la entrada de los viñedos. Recorrieron las plantaciones en los vehículos que esparcían la tierra creando nubarrones conforme avanzaban. Los terrenos estaban llenos de campesinos que llevaban tinajas amarradas en la cintura, ahí arrojaban los frutos que iban recolectando gracias a unas tijerillas especiales y después los arrojaban a los tractores que circulaban.

Saludó a Tristán, el capataz, quien montado en su caballo vigilaba que cumpliera el trabajo. Los jornaleros debían llenar forzosamente cuatro cubetas por día para ganar el salario, pero había gente experimentada que llenaba más de siete.

La elaboración del vino era minuciosa, el proceso comenzaba desde la planeación para que la plantación coincidiera con la temporada de lluvias, entre más agua pura recibían las plantas, más jugosas eran las frutas. También era importante nutrir la tierra para que aportara los minerales necesarios. Una vez que se acercaba la pisca los trabajadores llegaban y ocupaban un montón de casitas que había cerca de los viñedos pues todos debían estar preparados.

Las uvas debían cortarse lo antes posible para que no se echaran a perder, siempre cuidando las temperaturas, el frío era mejor que el calor ya que este último repercutía en el producto final. Los campesinos debían perfeccionar sus métodos de recolección y tener cuidado al momento de cortar las parras, una uva con la cáscara rajada no servía pues el proceso de fermentación comenzaba inmediatamente y se echaba a perder antes de haber llegado a la bodega.

Una vez ahí pasaban por las estrujadoras, máquinas encargadas de sacarles hasta el último mililitro de jugo, y después continuaban con el resto de la maquinaria hasta llegar a las cajas que mandarían en camiones a todas las partes de México y el extranjero.

Hacer vino era hacer arte.

Pudo ver desde la lejanía cómo la gente iba llegando, algo dentro de ella se encendió, le fascinaba estar en la hacienda; respirar el aire fresco, caminar por los jardines solo mirando y adivinando qué florecillas eran nuevas, amaba montar a Semilla, su caballo; adoraba todo eso mucho más que permanecer horas detrás de un escritorio mandando correos electrónicos y yendo a reuniones.

Las camionetas se detuvieron junto a un montón de carros y todos bajaron, se dio cuenta de cómo Diego sostenía a Dalilah, la aferraba por la cintura y la pegaba a su costado a pesar de que ella no se veía completamente cómoda. ¿Estaban juntos? No lo sabía, pero sin duda molestaría a su hermana con eso después, se vengaría.

Había un toldo formado por muchos de ellos, creando uno de varios metros de largo. Era como una mini feria, la comida estaba siendo preparada por un banquete del pueblo que era bien conocido y querido por todos, darían enchiladas rojas, papas, flautas con guacamole y pico de gallo, y muchas otras cosas. Mesas y sillas ocupaban un espacio, después había una larga mesa donde había quesos artesanales y copas de vino.

En el centro se hallaba un escenario construido por tarimas, ahí se encontraban los mariachis ya cantando una canción acerca del despecho y el vino. La gente se arremolinaba y bailaban en la pista.

Fueron recibidos por asentimientos de reconocimiento y miradas curiosas, era bien conocido en el pueblo que las hermanas Pemberton, dueñas de cientos de hectáreas, gustaban de festejar junto con los campesinos. Todavía se sorprendían pues había muchos otros vinicultores que ni siquiera pisaban Ensenada durante las fiestas de Vendimia.

Jayden la vio saludar a todos.

No supo qué otra cosa hacer más que seguirla, se convirtió en su sombra, se sintió un poco fuera de lugar hasta que ella le tomó la mano y lo presentó con un grupo de hacendados y después a uno de campesinos. Fueron directo a la zona donde las cocineras preparaban la comida en enormes cazuelas repletas de aceite chispeante y se sentaron a comer con una buena copa de vino.

Bailaron al ritmo del «mariachi loco» entre carcajadas y promesas silenciosas y secretas que se dijeron al mirarse.

Todos los que conocían a la presidenta de Vinos Pemberton se quedaron atónitos al contemplar cómo esa mujer de hielo en la que se había convertido no existía más. Era sencilla y caritativa, pero desde que su ex marido le había sido infiel y su padre había muerto, Miranda cambió y levantó una muralla de hielo que muy pocos sabían traspasar. Ningún hombre pudo acercarse más a ella a pesar de que era atractiva, inteligente, y una dama en toda la extensión de la palabra.

Pero ahí estaba ella, con ese sujeto que a muchos se les hizo conocido, bailando, riendo, divirtiéndose, olvidándose del mundo, disfrutando de una buena comida y un buen vino; pero lo más importante era que el hielo en su mirada no estaba más, volvía a ser esa jovencita a la que le gustaba aplastar uvas, sudar mientras corría por los viñedos arrancando las uvas y llevándoselas a la boca, mientras divagaba con los campesinos. O aquella que salía por las tardes durante la pisca a montar su caballo a todo galope, la misma que regresaba a su casa con una sonrisa y las mejillas como dos faroles. O aquella que se había perdido debido al dolor causado por la gente soberbia y malvada, esa que había tenido que envolverse en un capullo de acero para que ninguna persona pudiera encontrar sus puntos débiles.

Y ahí estaba, siendo ella misma.

Más tarde, antes del anochecer, tuvieron que separarse. Ya los campesinos dejaban las plantaciones para volver a sus casas, aunque algunos preferían pasarse por el festejo y echarse un taco a la boca, como si aquel platillo fuera la recompensa por pasar horas bajo el sol cortando tronquillos.

Eso significaba que podían empezar las caminatas, Mandy le pidió a Rogelio que encendieran las antorchas eléctricas a los costados de los rieles. El recorrido empezaba en la entrada y terminaba en las arboledas, claro que la mayoría prefería volver a la mitad del camino pues era pesado caminar tanto, así que todos retornaban y seguían bebiendo y cantando hasta que amanecía y los gallos entonaban sus melodías.



Estaba agotada, sentía que el sudor le resbalaba por la espalda, que los cabellos se le pegaban al rostro, que los pies se le caerían si daba un paso más; pero resistió hasta que llegó al área de los toldos.

Estela la interceptó antes de que pudiera tomar asiento con el rostro pálido, se alertó de inmediato.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Ese hombre entró, no sabemos cómo, pero se estaba sirviendo cuando me di cuenta porque uno de los jornaleros me avisó.

Mandy se tensó, sintió la rabia y la adrenalina recorriéndola, ¿cómo se atrevía a pisar sus tierras? ¿A llenarlas de su rencor? En ese instante no sentía miedo ni terror, tenía unas imperiosas ganas de quebrarle la nariz y sacarlo por la fuerza, arrastrarlo por la tierra hasta que no quedara nada del aparentemente perfecto Flaubert Marione.

—¿Dónde demonios está? —preguntó entre dientes, sintiendo cómo una vena de su sien palpitaba, su nuca comenzó a punzar.

Podía aceptar cualquier estupidez de su parte, pero no que entrara a su propiedad después de haber matado a su padre, no iba a manchar los buenos recuerdos que le quedaban, así que no le importó si tenía que enfrentarlo, iba a sacarlo y a patear su culo como se lo merecía.

—Rogelio le pidió que se fuera, Marione dijo que se iría, pero Jayden y los otros hombres lo están vigilando, ya sabes cómo es.

Lo sabía, seguramente andaba vagando por ahí para topársela y amedrentarla, pero algo se había fortalecido en su interior. Estaba sorprendida, pero le gustaba la seguridad que sintió. Caminó dejando a Estela con la boca abierta, quizá porque pensaba que se pondría a llorar.

Se acercó al escenario que ahora estaba vacío y desolado, se asomó detrás y se tambaleó. Ahí estaba el enemigo y asesino de su padre, se veía tan simple que nadie pensaría que su cerebro era maquiavélico. Miranda tenía vagos recuerdos de ese hombre con el pecho inflado y porte erguido, ahora no quedaba mucho de aquel sujeto, solo su ambición y su odio.

Dio un paso, pero volvió a tambalearse, Marione no estaba solo, miraba con enojo a Jayden, quien lo observaba con lo que creyó era desdén. Mandy no pudo ignorar el hecho de que estaba tenso, todo el cuerpo de Jay era una bomba a punto de explotar

Tarde se dio cuenta de lo que pasaba, ¿por qué demonios estaba con ese hombre detrás del escenario? Lo que es peor, ¿por qué no lo estaba sacando de Cielos tintos? ¿Por qué platicaba con él? Esas y muchas otras preguntas rondaban su cabeza, ácido subió por su garganta, se repitió miles de veces que no se hiciera ideas extrañas.

Retomó la caminata, en ese momento Marione levantó la vista y la clavó en la de ella, el hombre se irguió inflando su pecho, pareció más alto de lo que en verdad era; más amenazante. Sin embargo, no se detuvo, ni siquiera cuando un escalofrío recorrió su columna y los recuerdos dolorosos se precipitaron en su cabeza, paró el andar junto al señor Donnelle, quien la observaba con los párpados adheridos a la frente.

—De la manera más atenta le pido que se marche, señor, no es bien recibido en mi casa, así que si no quiere que le llame al alguacil del pueblo para que lo retenga en la comisaría por allanamiento, le recomiendo que se marche ya mismo. —Todo lo dijo sin titubear, ni una sola vez dudó.

Ahí estaba su familia, su hijo, sus empleados, gente inocente que no merecía mancharse con semejante bestia; y haría cualquier cosa, incluso afrentar sus temores.

—Buenas noches, Miranda, solo pasaba a saludar —dijo Marione esbozando una sonrisa que la hizo enfurecer.

Se mordió la lengua para no soltar una serie de improperios e insultos.

—No necesito de sus saludos hipócritas, deje de jugar porque yo no estoy jugando. No se atreva a molestar a mi familia pues no me ha conocido enojada, señor Marione.

—Esto podría considerarse una amenaza, ¿no crees?

Los dos se sumergieron en una pelea de miradas, mientras Jayden contemplaba a su padre con rabia, quería partirle la cara por hablarle de esa manera: como si tuviera poder sobre ella.

—Ya escuchó a la dueña, esta es propiedad privada, le conviene irse por las buenas —soltó Jay sin poder contener su temperamento.

Tenerlo en frente después de lo que ya sabía era prácticamente imposible, quería que pagara el daño que había causado.

El viejo no se movió, permaneció en la misma posición con la sonrisa petulante y la barbilla alzada.

—¡¡Rogelio!! —gritó la mujer a todo volumen, sin despegar los ojos de Flaubert.

El hombre llegó con premura y apretó los puños cuando vio al anciano, al parecer todo el mundo lo odiaba, al menos las personas cercanas a la familia Pemberton.

—Lo acompañará a la salida, señor Marione, no quiero enterarme de que anda caminando por mis tierras de nuevo, esta sí es una amenaza.

Miranda, encabritada, dio media vuelta y dando zancadas salió del escondite. Sentía los latidos acelerados de su corazón martilleando contra su pecho, las rodillas le temblaban al igual que las manos, sentía que lanzaría llamas por la boca en cualquier momento.

Caminó y caminó zigzagueando entre los asistentes que todavía no se habían ido, se escabulló porque necesitaba distancia, metros, tal vez kilómetros lejos de ese sujeto, de ese demonio que le carcomía la energía al grado de debilitarla. Los pulmones se le cerraron y creyó que se ahogaría pues no podía jalar el aire suficiente.

Quería regresar a casa y acostarse junto a su hijo, llorar en su almohada. Divisó la camioneta, así que apresuró el paso, ¿qué más daba que no pudiera llevarla nadie? Conocía a la perfección el camino, ya encontrarían los otros la manera de regresar, por lo pronto ella no podía estar un minuto más ahí.

Una mano tomó su codo y le dio la vuelta de un solo movimiento, en medio de la oscuridad no pudo identificar inmediatamente la identidad del que la quería inmovilizar, por lo que chilló y se zarandeó.

—¡¡Suélteme!! —gritó con rabia, viendo rojo, zangoloteándose con violencia, persistencia y frenetismo.

—Tranquila, solo soy yo.

Mandy se quedó quieta al escuchar la voz de Jay, pero la tranquilidad le duró poco, le arrebató el brazo con enojo y lo enfrentó.

Se veía bastante agitado, sus cabellos desordenados bailaban por la brisa de la noche. La observaba con sus ojos negros, entrecerró los párpados, ¿qué tenían esos ojos que los había visto en otra parte? Por más que intentó no pudo encontrar nada en su mente, a pesar de que la respuesta la tenía casi en las narices.

—¿Qué ocurre, morenita? —cuestionó Jay, confundido por su arrebato, se estaba alejando de él también. Parecía que explotaría, lo miraba con rabia, con tanta amargura que por un segundo tuvo miedo de que hubiera adivinado toda la verdad.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué mierdas platicabas con Marione detrás del escenario? ¿Por qué demonios escondidos de todos, Jayden? ¿Tienes algo que ver con él? ¿Lo conoces? Dímelo, maldita sea, porque estoy confundida y estoy haciendo conjeturas por mi cuenta.

El pecho de Miranda subía y bajaba por el conjunto de emociones que la embargaban.

Jay no supo qué hacer. El pánico creció y le cerró la garganta, tragó saliva y la contempló. Su cabello castaño enmarañado se asemejaba a un matorral, estaba despeinada, tanto que sus dedos picaron por el deseo de pasearse por las hebras para peinarlas. Sus ojos eran una marea de dulce de leche, mientras que su piel era una combinación de vainilla y canela. Era una mujer de pies a cabeza, con un cerebro astuto, inteligencia, intuición, alma soñadora y unos sentimientos hermosos.

No, era demasiado pronto todavía, ¿verdad?

—Porque lo encontré ahí y le pedí que se fuera, por supuesto que no me obedeció, llegaste justo en medio de la discusión. —Eso no era mentira, sí le había pedido a Flaubert que se fuera sin armar un escándalo, sin embargo, el viejo se había carcajeado y dicho: «solo estoy dando una vuelta, muchacho».

La morena lo observó midiendo sus facciones, estudiando sus reacciones, buscando cualquier atisbo de mentira en su rostro, así que permaneció imperturbable para que no se diera cuenta de nada.

—¿No lo conoces? —cuestionó, dudosa, pero no con el mismo timbre colérico de hacía unos minutos.

Lo conocía a la perfección y llevaba su sangre, desgraciadamente lo conocía, muy a su pesar lo haría siempre.

—No. —Apenas dijo esas palabras calaron en lo más hondo de sus escondites internos, le estaba mintiendo.

La mujer se relajó, bajó los escudos y lo dejó pasar otra vez, el cambio en su mirada fue palpable; por un lado le gustaba la idea de que solo él pudiera entrar, por otro le dolía.



Pasada la media noche entraron al dormitorio de Miranda, después de que ella regañara a Mickey, quien se aferraba a seguir jugando con su videojuego portátil.

La vio caminar hacia la ducha y encerrarse en el baño, después del episodio con Marione estaba de lo más seria y distante, no solo con él, con todo el mundo. Consideró la idea de entrar a la ducha y ayudarla, pero prefirió quedarse en la habitación. Incluso cuando no había hecho la gran cosa, estaba demasiado cansado, el calor de más temprano lo había hecho sudar.

Se quitó la camisa y se bajó los pantalones de mezclilla, quedándose solo en ropa interior, dobló las prendas y las dejó en una esquina del tocador. Fue a sentarse en el borde de la cama, apoyó los codos en las rodillas y clavó la mirada en un punto fijo del suelo, mientras la regadera sonaba de fondo.

¿Y si le decía y ya? Después de todo no quería hacerle daño, ni a ella ni a nadie de su familia, no los conocía, solo había ido ahí por órdenes de su padre para ganarse su confianza y después hundirlo. ¿Tal vez podrían unirse para acabar con él? Con el asesino del señor Thomas y con la desgracia de su madre.

La escuchó salir del baño, pero no se movió, tragó saliva con fuerza, quizá si no la veía todo fuera más sencillo de confesar.

—¿Odias a Flaubert Marione u odias a todo lo relacionado con él? —preguntó con el corazón latiéndole a mil por hora—. También odias, no sé... ¿a su familia?

Escuchó el silencio como un pitido que quería romperle el tímpano, esperó con paciencia pues su respuesta era vital.

—Sí —murmuró.

Jay cerró los ojos con fuerza, sintiendo cómo el alma se le escapaba, esa sensación fue horrible. Lo peor de todo no era que Mandy lo odiaría tan pronto supiera la verdad, lo que a Jayden le dolería no tendría nada que ver con su odio, más bien con la idea de ella arrepintiéndose y odiando los momentos que habían compartido.

No se movió pues tenía miedo de romperse, de que en su mirada y movimientos se notara la batalla por la que estaba pasando.

—¿Por qué lo preguntas? —preguntó ella quien no podía quitarle de encima la mirada a su espalda encorvada.

Jay estaba hecho una bola en el filo del colchón, parecía tan frágil, triste y solitario.

Siempre lo había visto rebosante de alegría y picardía, con ese toque de coquetería, jamás así, no sabía qué hacer pues la fría era ella, no él.

La sintió acercándose, escuchó sus pasos lentos y le dolió el pecho.

La morena se sentó a su lado cerrando las distancias entre los dos, llevaba todavía la toalla amarrada a su alrededor, envolviendo ese cuerpo que lo incineraba.

—Estoy preocupado por ti —contestó sintiéndose el más vil de los seres humanos, ni siquiera podía mirarla de reojo sin sentirse avergonzado.

Durante mucho tiempo le dio asco ser el hijo de Flaubert. Ariadna, su madre, jamás quiso contarle demasiado acerca de su padre, así que a él se le había ocurrido la maravillosa idea de buscar información; y la encontró más cerca de lo que hubiera querido. Esperaba que, al menos, su progenitor hubiera sido un buen hombre, pero no lo era, ¡claro que no! Si había abandonado a una pobre extranjera embarazada después de ilusionarla y envolverla en una red de manipulaciones. La penuria que vivió Ariadna después de ser despedida y arrojada a su suerte en un país desconocido la habían llevado casi al aborto, de no ser por sus abuelos que la socorrieron y la obligaron a volver Jayden ni siquiera hubiese nacido.

En sus años de adolescencia se enojó con todo el que se atrevía a acercársele, tenía asco de sí mismo y odiaba la sangre que transitaba en sus venas, se avergonzaba pues sabía que Ariadna veía a Flaubert en él; después de todo tenían cierto aire, y si bien tenían diferencias pues Marione tenía sangre italiana, los ojos de Jay eran la copia exacta de los del viejo. Su madre se daba cuenta, sus abuelos lo notaban, y él mucho tiempo deseó no llevar esa mirada para que su madre no siguiera recordando lo que había sufrido a causa de ese malnacido.

Y entonces estaba Miranda, ahí, a su lado, odiándolo sin saberlo, haciendo el amor con lo que más despreciaba, sin saber que era el enemigo el que dormía a su lado.

No obstante, si ella comprendía la situación y lo perdonaba, ¿cómo podría permanecer a su lado sabiendo que odiaba algo que siempre llevaría en las venas? ¿También ella reviviría el dolor por su culpa al igual que su madre? ¿Podría Jayden vivir sabiendo la tortura a la que la sometía?

—No tienes por qué preocuparte por mí, lamento actuar como una lunática, nunca has hecho nada para que desconfíe de ti, es solo que no sé cómo controlarme a veces. —Aplanó los labios y miró sus muslos, no podía mirarla—. ¿Jay?

Dejó escapar un jadeo ahogado cuando Miranda se pegó a su costado, su boca se posicionó frente a su oído.

—Lo siento —susurró y le puso la piel de gallina.

Se atrevió a girar la cabeza para mirarla y se encontró con sus ojos, eran tranquilos, como un mar de chocolate, dulce. Su nariz delgada y respingada le ocasionaba una sensación agradable, le gustaba la punta pues encajaba en el hueco de sus labios cuando los fruncía. Con lentitud recorrió su carnosa boca, esa que sabía a algodón de azúcar.

Se acercó y le arrebató un beso, uno suave, unodonde pudiera perderse para olvidar la angustia. Funcionó, se perdió en sualiento, en su olor a champú, en sus cabellos mojados que se adherían a sucuello, y le hizo el amor; pero no para olvidar, la acarició y la hizo suspirarporque amor era lo que sentía. 

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