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| Capítulo 08 |

* * *

Estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no se dio cuenta que alguien le estaba hablando.

—Perdone, no la escuché —confesó con una sonrisa tímida. Dalilah lo observó enmudecida, no le gustó para nada que lo mirara como si estuviera encontrándole algo malo.

—Que me disculpo por mi comentario fuera de lugar, señor Donnelle, y que le agradezco lo que hizo por mi hermana. —Ella miraba la situación con los labios convertidos en una dura línea. Seguramente podía ver los rastros de lo que había ocurrido hacía unos minutos, su camisa estaba arrugada y su melena caoba, aunque controlada lo suficiente como para no llamar la atención, se encontraba un tanto despeinada.

—No se preocupe, señorita Pemberton, no hay problema.

—De acuerdo, entonces los dejo para que sigan con lo suyo —dijo y se dio la vuelta para salir, pero se detuvo en el umbral. Le sonrió de lado a Miranda y lamió su comisura—. Hablamos después.

Una vez que la puerta fue cerrada, la morena se recargó contra esta y dejó escapar un suspiro. Jay se deshizo de la almohadilla y estiró las piernas antes de que se le acalambraran. La excitación había culminado, no podría haber sido de otro modo al escuchar el intercambio del que había sido testigo.

—Eso estuvo cerca —murmuró ella.

La risita melodiosa de Miranda le sacó una sonrisa divertida.

Se puso sobre sus pies y se encaminó hacia ella, dando pasos cortos, como si estuviera cazándola. La otra le siguió el juego, sin dejar de sonreír se pegó todo lo que pudo a la madera de la puerta, al igual que una presa siendo acechada, intentaba alejarse del cazador.

Jay la encarceló colocando sus palmas a cada costado de su cabeza, dejó que su olor dulzón despertara sus instintos de nuevo. Mandy lo buscó, se colgó de su cuello y se restregó contra él.

Soltó una maldición.

—No hagas eso o tendré que tomarte ahora hasta que grites mi nombre. —Él exhaló y depositó un beso en su barbilla.

—Tal vez eso esté buscando.

Quería besarla duro, pero si lo hacía no podría controlarse.

Envolvió su fina cintura y le clavó los dedos en uno de sus costados, recordar todo lo que tenía debajo de la ropa calentó sus sentidos otra vez, ¡iba a hacer combustión un día de estos! Ni siquiera se reconocía.

—No me provoques, morenita, puedo quemarte. —La sintió temblar entre sus brazos. Se hundió en las avenidas de su cuello hasta besar su garganta—. ¿Puedes darme esta noche? Me muero por entrar en ti.

Debajo de sus labios sintió cómo tragaba saliva, también percibió la ascensión de su pecho y, casi podía jurar, que estaba peleando con ella misma. No sabía si estaba presionándola, después de todo, tenía obligaciones más importantes como atender a su hijo. No lo habría pedido si no hubiera estado como un jodido volcán lleno de lava.

—De acuerdo, pero será tarde porque tengo que acostar a mi hijo y pedirle a Estela que lo cuide, ¿importa?

Negó con un sonido porque tenía pereza de abandonar su piel.

—¿En mi departamento está bien? —Ella asintió, conforme—. Entonces paso por ti, no voy a dejar que andes por las calles en la madrugada, yo te llevo cuando acabemos.

Jay no quería hablar, tampoco esperar, solo quería tenerla una vez más. Quizá si se mantenía silenciosa, podría tomarla en ese mismo sitio. Lo cierto era que jamás se atrevería a insinuárselo, pero un hombre como él podía tener fantasías, ¿no? Sus manos descendieron hasta posarse encima de su trasero, le dio un apretoncito.

Su lengua, como si hubiera cobrado vida, fue lamer la base de su oído, justo donde estaba el chupón que le había hecho. Succionó.

Okay, t-te m-mando l-la... ¡Jayden, no hagas eso! —Lanzó una carcajada ronca y se apartó, obediente. Miranda tenía una mueca de desagrado—. Fue horrible encontrarlo, son espantosos y fue complicado esconderlo. Le estoy diciendo que mandaré mi dirección a su correo, señor Donnelle, así que puede retirarse que tengo trabajo que hacer.

Abrió la boca, asombrado. Iba a preguntarle qué pasaba, pero se detuvo. Ya volvía a ser el mismo de siempre, el integrante de Grape Blue, no al que le tenía confianza como para arrojarlo al sofá.

Distante otra vez, se soltó del agarre y se encaminó hacia su escritorio, dejándolo ahí parado como un idiota caliente y necesitado. Se dijo que quizá era lo mejor, así que ignoró las ganas de desbaratar su frialdad que le colmaba la paciencia.

—Gracias por ser una buena distracción.

Respiró profundo al escucharla, lo estaba haciendo para mantenerlo lejos, para que se mantuviera detrás de una línea que acababa de trazar.

¿Por eso insistía en llamarlo por su apellido continuamente? ¿Para que hubiera lejanía? Se escuchaba bastante lógica su teoría. No obstante, viéndolo de esa forma, la cosa era bastante fea; pero, al fin y al cabo, eran eso. Jay era su método de relajación, alguien con quien podía desahogarse si la tensión la sobrecargaba y Miranda su aventura en turno, una más, una que olvidaría tan pronto terminara el extraño jueguito en el que se habían metido.

—A usted, señora Pemberton.

No se despidió, solo salió de la oficina echando humo por las orejas. ¡Perfecto! ¡Él podía jugar con las mismas cartas! Un momento la tenía y al siguiente se le esfumaba, su independencia le gustaba, pero no había hecho nada como para despertar a la leona que enjaulaba en su interior.

Refunfuñando se encerró en su oficina. Lo único bueno era que la tendría en la noche y, entonces, incendiaría lo que se encontrara a su paso.



No comprendía por qué estaba tan malhumorada, dudaba mucho que el encuentro con Marione siguiera atormentándola, ya Jayden la había ayudado a distraerse. Entonces, ¿por qué se sentía así? Escucharlo reír de esa forma tan relajada le puso los pelos de punta, de pronto se dio cuenta que empezaba a crearse cierto aire de comodidad entre ambos, y eso la incomodó.

Quizá ya se estaba volviendo paranoica, pero era mejor eso que pagar las consecuencias. Ambos debían tener claro que era un «mientras se pueda», que tan pronto como alguno quisiera acabar no habría inconvenientes porque no había sentimientos de por medio.

No obstante, su enojo le caló profundo, vio su rostro antes de que pudiera marcharse, antes de que le regresara el golpe. No le gustó en absoluto que la llamara «señora», la hacía sentir vieja, aunque técnicamente lo era y todo el mundo la llamaba así. No obstante, por algún motivo, con Jayden era diferente. Que él, que siempre la había llamado por su nombre, retrocediera, la hacía sentir insegura.

¿Se había equivocado? ¿Debía disculparse? Se talló el rostro con frustración, ahora recordaba por qué se había limitado a salir con hombres desconocidos, todo esto no era parte de sus planes. Romperse la cabeza para descifrar los pensamientos de alguien no era algo que le resultara atractivo.

—¡Listo! ¡Ya está! ¡Lo hiciste! ¡Supéralo! —exclamó para ella misma, antes de sentarse en la gran silla de cuero.

Lo vería esta noche, de todas formas, ya vería entonces qué hacer con Jayden Donnelle. Por el momento tenía otras ocupaciones.



Llegó a su casa a eso de las nueve de la noche, Pedro estacionó el coche y se despidió con un «buenas noches», después desapareció por el pasillo que daba al jardín. En la parte trasera había una casita que era solamente para él, en un principio también para Estela, pero ella dormía en una recámara de la casa grande. El viejo pasaba la semana ahí y, después, se iba los fines con su hija y su nieto. Su esposa había muerto años atrás, a ella muchas veces le pareció ver melancolía en ciertas fechas del año, nunca se atrevió a preguntar, sin embargo.

En el comedor estaban Mickey y su nana, cenando pan dulce.

—¡Mami! —exclamó el pequeño, al tiempo que le regalaba una sonrisa.

—¿Cómo te fue el día de hoy, cariño? —preguntó, tomando asiento a su lado. Estela le sonrió mientras masticaba una oreja llena de azúcar.

Había un canasto en el centro de la mesa, inspeccionó qué piezas estaban intactas y tomó su favorita: un rol de canela. A nadie más le gustaba, así que era bastante obvio que lo habían comprado especialmente para ella.

Se levantó y se sirvió un vaso de leche que metió al microondas.

—Muy bien, aunque los exámenes empiezan la semana que viene. —Hizo un mohín que le sacó una risita.

—Seguro te las apañarás... ¿Hiciste tu tarea?

La canela hizo que el pan se derritiera en su boca. ¡Dios! ¡Cuánto amaba esas cosas! Podría comerlas sin parar acompañadas de un gran bote de helado de chocolate, pero no lo sacaría de la nevera porque Mickey querría y no se iría a la cama nunca.

—No me dejaron nada, Estela y yo jugamos Jenga.

Miranda le dio una mirada de agradecimiento a la mencionada, quien dio un último trago a su vaso y se encogió de hombros. Ella no veía lo que hacía, era demasiado humilde, pero jamás se cansaría de agradecerle el apoyo incondicional.

—¡Entonces a la cama, campeón! —exclamó al ver que se acababa su cena, el pequeño bufó y se acomodó los lentitos.

—¡Pero, mamá! ¡No tengo sueño!

—Nada de eso, mañana hay escuela y no puedes desvelarte, así que a lavarse los dientes y a ponerse el pijama. En quince minutos te quiero ver acostado. —Se quejó, pero de todas formas se levantó.

Lo vio salir de la cocina y escuchó sus pasos subiendo la escalera.

—Ehh... —empezó, buscando en su mente cómo decirle a su nana que iba a salir. No era algo que hiciera a menudo, y no es que se sintiera bien haciéndolo, ¿irse la convertía en una madre desobligada? Toda la tarde se estuvo preguntando lo mismo—. Yo... voy a salir.

La señora la estudió con los ojos bien abiertos, Miranda sintió el rubor extenderse en sus mejillas, quiso esconderse debajo de una piedra.

—¿Me estás pidiendo permiso? —preguntó, ligeramente divertida. Abrió la boca y volvió a cerrarla, tal vez sí estaba buscando que de pura casualidad Estela le dijera que estaba mal salir entre semana y así poder evitar a cierto hombre. Se mordió el labio—. Tienes treinta, no necesitas mi permiso. Anda, sal, yo cuido a Mickey.

Esta mujer era un sol. Le dio una tímida sonrisa mientras se llevaba el último bocado a la boca.

Después de comprobar que Miguel estuviera durmiendo, fue a su recámara con aire meditabundo. Sacó su celular, abrió la bandeja de entrada y lo buscó en el historial. Tecleó la dirección y pulsó enviar sin detenerse a pensar.

A los pocos segundos recibió su contestación: «Ansioso por verla, señora Pemberton». Entrecerró los ojos hacia el aparato y contó hasta diez para guardar su temperamento y no mandarlo a la mierda.

¡Muy bien! ¡Ya estaba! ¿Lo esperaba y ya?

Se dio una ojeada en el espejo.

Ay, luzco fatal. —Rápidamente rebuscó en su armario algo más decente, no iba a ir con la ropa del trabajo. No iba a esforzarse porque no era una cita, solo quería sentirse más relajada, más ella.

Encontró sus pantalones de mezclilla favoritos, que aunque ajustados, se sentía demasiado poderosa en ellos. Seleccionó un suéter delgado de color gris claro y unas botas camello. Se vistió de prisa, mirando el reloj con nerviosismo. ¿Se tardaría mucho?

Fue al tocador para acomodarse el cabello, se colocó unas gotas de perfume y le dio color a sus labios. ¿Más? Nada. Tomó su bolso y bajó las escaleras cuidando de no hacer ruido, aunque sabía que las botas no tenían tacón y no causarían escándalo.

Estaba muy nerviosa, muy ansiosa, muy desesperada. Tanto que cuando su celular timbró, saltó del susto. Era un correo, soltó una risita cuando lo leyó. Con él era imposible no divertirse, por eso era fácil estar a su alrededor. Tenía esa aura relajada cuando estaba con ella, era una persona sencilla, nada como los acaparadores que tanto detestaba. O los mentirosos que tanto aborrecía, si algo odiaba, eran las mentiras.

«Su carruaje ha llegado, princesa. Lástima que me muero por asaltarla, ¿vendrá el príncipe a salvarla del rufián?», decía su mensaje.

Ella lo que menos quería era un príncipe, así que el rufián sonaba estupendo.

Salió de la casa en medio de la noche, vio el auto rojo aparcado en la acera. Se metió, temblando un poco.

—Buenas noches, morenita. —Su ronroneo la hizo estremecer. Que la llamara con su acento venezolano por ese mote y lo paladeara como si disfrutara las letras la embrutecía.

—Hola.

Ella le dio una mirada de reojo y visualizó su sonrisita de lado. Jayden arrancó y se adentró al tráfico.

Se atrevió a mirarlo de nuevo de soslayo, a hurtadillas, se empapó de su perfil recto, su mandíbula cuadrada y fuerte, el ligero rastro de barba que se moría por sentir raspando su piel. Solo recordar que esos labios carnosos habían estado alrededor de la cima de sus pechos la ponía mal.

—Deje de observarme como si fuera su cena, señora Pemberton, o no llegaremos ni al siguiente semáforo. —su murmuro le dio un susto de muerte.

¡La había descubierto! No solo eso, el muy cretino se estaba burlando.

Entrecerró los ojos y clavó la vista al frente, furiosa. No ayudó en absoluto que él se carcajeara.

—Deje de comportarse como un imbécil o me bajo aquí mismo —susurró entre dientes.

—¿Qué le hace pensar que voy a detenerme? —preguntó, sonriendo de oreja a oreja.

No le respondió, se cruzó de brazos y se encogió en su asiento, él decidió no presionarla más porque parecía un hadita queriendo venganza.

Llegaron al complejo departamental, Jay se estacionó en su cajón y salió del auto para rodearlo y abrirle la puerta. Ella no se movió. ¿No iba a bajarse? ¿En serio? Quería tirarse al suelo y carcajearse, parecía una niña pequeña haciendo una pataleta.

—¿No vas a bajar? —le preguntó, mordiéndose el interior de la mejilla.

—No —dijo, seca, sin mirarlo.

Lo cierto era que lo ponía demasiado cachondo que se comportara con tanta pedantería. Respiró hondo antes de inclinarse y cruzar su brazo encima de su vientre. Miranda se enderezó, envaró la espalda y lo enfocó.

Estaban tan cerca, sus rostros estaban muy juntos, podía sentir su aliento cálido invitándolo. Palpó sus caderas a propósito hasta encontrar lo que buscaba, desabrochó el cinturón de seguridad.

—Es una broma, morenita, por favor ven conmigo. —Se irguió y le tendió una mano, esperando que se decidiera.

Mandy se relajó y puso su mano en la suya, Jayden entrecruzó sus dedos y le dio un jaloncito para ayudarla a salir. Se encaminaron a los edificios. La observó mirando todo con demasiado interés, no pasó desapercibida la reacción de la castaña cuando entraron al elevador, se alejó de su costado, algo que le pareció sumamente curioso.

Ella era un rompecabezas que quería armar.

Encendió el foco de su lugar y la contempló moverse inspeccionando los alrededores, le soltó la mano.

—¿Quieres algo de tomar? ¿Vino, agua, jugo? —preguntó.

—Jugo —contestó, distraída.

Fue hasta la cocina, a donde ella lo siguió, se sentó en las sillas de la barra y lo observó servirle la bebida.

—Tienes un lindo lugar aquí, con muy poco color para mi gusto, pero es bonito.

Él sonrió de lado porque eso era algo que su madre diría.

Le ofreció el vaso de cristal.

—No he tenido tiempo para decorar, pero yo digo que está bastante colorido ahora —susurró elevando las cejas y rascándose la barbilla. Miranda escondió la sonrisa dando un trago al jugo de manzana—. ¿Quieres algo de cenar?

Como una pantera, caminó. Por la esquina de su ojo lo vio dirigirse hacia ella, una chispa de anticipación la recorrió.

Nop, ya cené —dijo.

Se envaró cuando él se colocó a sus espaldas, retiró hacia un lado su cabello y recorrió con la nariz su cuello.

—Mejor —susurró él. Miranda dejó el vaso en la encimera y se recargó en su pecho, algo que pareció gustarle pues él soltó un gruñido—. Estabas muy enojada, ¿por qué?

—¿Te vas a poner a charlar? —cuestionó Miranda con voz ahogada.

La calidez de la lengua de Jayden hizo un trayecto hasta su oído. Sus manos gruesas moldearon su cintura y fueron a acunar sus senos, aliviando un poco la pesadez que empezaba a ser dolorosa. Sus cimas se fruncieron bajo su tacto experto. Jay los amasó por encima de la ropa, mientras le respiraba en el oído.

Se encorvó, ofreciéndoselos, y recostó la cabeza en su hombro. Sentía la boca seca, y un dolor placentero se extendía entre sus pliegues.

—Al final vamos a tener una plática muy interesante, ¿de acuerdo? —Solo pudo asentir, ¿cómo es que no estaba afectado al tocarla?—. Ven.

Se detuvo y ella quiso lloriquear. Con torpeza se bajó del banquillo, la tomó de la mano y la llevó a la sala, donde la dejó libre. Tragó saliva cuando lo vio acomodarse en el brazo del sofá y mirarla con sorna. Se relamió los incisivos.

—Desnúdate —ordenó.

Ella quiso darle una bofetada.

—Denúdame tú —emitió, alzando la barbilla.

—Necesito mirarte, necesito contemplar tu cuerpo y grabarlo en mi mente para imaginarte con detalles cuando no estés cerca.

De acuerdo, eso le causó un escalofrío, ¿qué cosas pensaría? Se moría por saberlas.

Se colocó un mechón de cabello detrás de la oreja y empezó a sacarse la ropa, lejos de sentirse cohibida, se sentía bastante excitada. Eso era lo que le producía su mirada recorriéndola.

Se sacó las botas y el suéter, al final dejó su pantalón en el suelo.

—Yo hago lo demás —susurró con la voz ronca cargada de promesas sensuales—. Ven aquí.

Dio pasitos cortos hasta situarse entre sus piernas, Jay la cogió por la cintura y la pegó contra él.

Se unieron en un beso voraz y lento, sus lenguas se tocaron y exploraron. Mandy tomó su cabello y lo estiró, no había rastro de ternura en el acto, haciendo que el hombre echara la cabeza hacia atrás. Mordió su mandíbula cuadrada, sintiendo el rastro de barba en su lengua, al igual que el labio inferior. Él soltó un gruñido al sentir el calor recorriéndolo entero, su miembro saltó cuando la descarada puso su mano ahí y sonrió, complacida.

—¡Ah, morenita! Vas a volverme loco como sigas así.

No quiso ir más lejos por temor a estropearlo, a Leandro nunca le había gustado que hiciera ese tipo de cosas.

Tenía una urgencia desesperante por tocarla, sus manos vagaron por todo su cuerpo. Soltó un suspiro soñador cuando apretó su trasero, ¡qué buen culo tenía! ¡Joder!

—Me encanta tu culo. —Su dureza volvió a saltar al escuchar su gemido. Necesitaba hundirse en ella desesperadamente, que su hendidura lo apretara hasta hacerlo suspirar del placer.

—No digas cosas tan soeces —susurró.

—Te encanta. —La volteó y pegó su erección a su trasero. Con su dedo delineo su ombligo y bajó hasta los huesos de su cadera, la sintió temblar por la anticipación. Pescó su lóbulo entre los dientes mientras descendía hasta encontrar el borde de su ropa interior—. Vamos a comprobarlo.

Su mano se internó debajo de la tela, ansiando recorrer su calor.

—¡Oh! —exclamó la mujer entre sus brazos cuando sus dedos resbalaron entre sus pliegues, sintió la contracción de excitación y la calidez de su dulce líquido.

—Estás húmeda. —Jugueteó hasta sentirla retorcerse, ansiosa por que la acariciara—. Me gustaría tenderte en el sillón y probarte, morenita, saber a qué sabes.

¡Maldita mujer! Iba a tronar sus pantalones, la deseaba como nunca había deseado a nadie, sacaba lo peor. Quería hacerle tantas cosas y ninguna era tierna, todas terminaban con él entre sus piernas. Sus músculos crecían y crecían más y más tan solo con escucharla suspirar y jadear, al ver cómo se movía buscando alivio, al mirar que se mordía el labio para aguantar.

Estaba tan mojada por él.

—¡Dios! —emitió, al tiempo que se apoderaba de ella otra contracción.

—¿Quieres que te toque? —preguntó, soplando su oído. Con su mano libre fue a quitarle el sostén, este cayó al suelo, pero ninguno se inmutó—. Quiero sentirte, sentir cuándo lo deseas, Miranda.

—¡Tócame ahora!

Su grito le sacó una risita que terminó cuando ella se pegó más él. Jay echó la cabeza hacia atrás, sintiendo cómo su deseo latía dentro de su pantalón, se iba a correr si no dejaba de hacer eso.

—¡Epa! No fue mi intención hacerte esperar. —Su voz era demasiado ronca.

Abrió la boca y cerró los párpados para ver el puto cielo, Miranda intentó cerrar las piernas, pero él tenía la mano ahí. Justo cuando pensó que nunca lo haría, Jayden movió su dedo contra su protuberancia. Una caricia suave que casi la lleva al borde, sus nervios despertaron y una corriente placentera la recorrió.

—¡Ahh! —No podía controlar los jadeos ni los gemidos. Necesitaba más, quería que se enterrara en sus profundidades, que la llenara. Sentía su miembro duro presionando detrás de ella, estaba temblando por las inmensas ganas de sentir su grosor—. ¡Por favor!

En otras circunstancias se habría dado un golpe en el rostro por rogarle, pero no podía más, no pensaba con claridad.

El rugido que él profirió le causó un escalofrío. Su dedo índice se movió contra su botón sensible con más fuerza y ya no supo más que las sensaciones que la hacían volar. Su otra mano masajeaba sus pechos, moldeando y retorciendo sus puntas. Estaba mimándola, las dos manos amasaban siguiendo el mismo ritmo.

Lo sintió haciendo círculos deliciosos en su calidez que la percibía más resbalosa y ardiente conforme los segundos pasaban, se detenía y corría en dirección contraria. Estaba creando tanta tensión, no podía apretar lo suficiente para aliviar el dolor, sus piernas le fallaron, pero fue apresada por su brazo.

—Me gustaría que vieras que luces como para comerte.

Las cosas que le decía al oído la ponían al mil, su manera de decirlas la nublaban por completo. Los gruñidos varoniles y su aliento le hacían perder la razón.

—¡Jayden! —Sus manos se elevaron y se colocaron detrás de la cabeza del torturador que la estaba enloqueciendo.

—¡Mierda! Me voy a correr solo con verte, morenita, con escucharte, con la simple idea de tenerte desnuda.

Las caricias se hicieron más rápidas e insistentes, era el mismo ritmo tortuoso, y cuando metió el medio en su hendidura sin dejar de atender centro, supo que no duraría mucho. Sus músculos lo recibieron y se cerraron en torno a su dedo, él soltó una maldición. Adentro, afuera, suave. Echó el cuello hacia atrás y fue todo. Se arqueó para recibir la marea de ardiente satisfacción.

Miranda explotó, dejó que las contracciones de placer la recorrieran entera. Apoyó la nuca en su hombro mientras recuperaba el sentido, ¡el mejor bendito orgasmo de su vida! Hacía más de medio año que estaba en sequía, había valido la pena.

—Desnúdate. —pidió ella con la voz aterciopelada, sintiendo los temblores que se alargaban.

Él sonrió y abandonó la cálida cueva entre sus piernas.

—Lo que pida mi dulce favorito.

Miranda no quiso preguntar cuántos dulces tenía.

Se sintió fría cuando la apartó, ella se giró tragando saliva. Con demasiada confianza se fue quitando la ropa. La camisa se perdió en alguna parte, respiro hondo al contemplar lo que venía a ser la fantasía sexual de cualquier mujer promedio. Los lugares correctos estaban marcados, su torso era un endemoniado lavadero en el que no quería lavar la ropa, se quería lavar ella. Ni hablar de ese camino que se formaba en sus caderas.

No podía creer que semejante semental estuviera delante de ella, mostrándole todo su esplendor.

Jayden sacó un envoltorio de su bolsillo y lo alzó para que lo mirara, su sonrisita engreída nunca abandonó su boca. El único rastro de que estaba ansioso era su erección y la dilatación de sus ojos. Se quitó los pantalones y el resto de la ropa, quedando desnudo ante ella.

Su dureza quedó al descubierto, se ahorró el suspiro porque no quería verse demasiado torpe. Había tenido sexo, pero era todo menos una experta.

—Puedes tocar si quieres —susurró él.

Ella entrecerró los párpados ante su tono socarrón, le daban unas ganas de plantarle una palmada en la mejilla, pero también quería hacerle muchas otras cosas.

Se aproximó y pegó sus pechos al suyo, él no demoró en envolverla. Miranda deslizó las yemas por su pecho y siguió bajando para tocar las líneas de su torso, su caricia delicada repercutió en todos los rincones de Jay.

—Sí... —Jayden suspiró, vibrando por su toque, sintiendo los latidos de su dureza y las ganas de saciar a la mujer sensual que tenía delante de él—. No puedo más.

Con poca sutileza le quitó las bragas, más desesperado que otra cosa. Se colocó el preservativo con agilidad y la encaró. Posicionó a Miranda justo donde él había estado, la sentó en el brazo del sillón. Ella se dejó hacer, abrió las piernas para él, quien se puso de pie entre sus muslos y acunó su trasero para levantarla. Sin preámbulos entró en ella.

—Demonios, sí... —Su voz ronca y varonil la hizo arquearse. Miró hacia abajo para ver sus caderas unidas. Era demasiado.

Mandy rodeó su cuello y dejó que bombeara mientras le lamía el cuello. Las ondas de placer volvieron a aparecer, lo apretó con sus músculos hasta hacerlo gruñir extasiado.

—Eres dulce fuego. —Meneaba las caderas, salía y entraba con ritmo. Ambos crearon una danza llena de lujuria y movimientos sensuales.

—Oh... Jay, se... siente... bien —murmuró contra su oído sintiéndolo por todas partes, tocaba sus paredes, llegaba tan profundo que la iba a quebrar.

—Me encantas —susurró.

No se dijeron más palabras, el ritmo se aceleró, cada vez eran más rápidas las estocadas, más frenéticas.

Cuando él metió una mano entre los dos para acariciar su centro palpitante, todo se volvió borroso y sintió que se le iba de las manos. Solo un roce bastó para llegar punto más alto de su deseo, tan pronto que casi no podía asimilarlo. Apretó sus hombros y gritó su nombre.

Jay bombeó un par de veces más y soltó una exclamación para nada educada cuando se corrió. Sus brazos eran como cadenas a su alrededor, él apoyó la frente en la suya, tenía los párpados cerrados.

Intenso, así es como se definía el encuentro. Iba a decírselo, pero no la dejó hablar.

—No hemos terminado, morenita.

Con esas simplespalabras, sus sentidos cobraron vida de nuevo.



* * *

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