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| Capítulo 06 |

* * *

En otra ocasión habría salido a dar una vuelta por los alrededores, buscar tiendas, un restaurante y quizá un bar, cualquier cosa que lo hiciera sentir más familiarizado con la ciudad, pero simplemente no tenía ganas. Así que tomó el teléfono, marcó un número que resultaba más largo por la clave y esperó.

—¿Diga? —Su acento endulzó sus oídos, ¡mierda! La extrañaba demasiado. Extrañaba llegar a casa y verla tejiendo, cocinando, cantando canciones mientras barría las escaleras—. ¿Jay?

—Mamá, ¿cómo estás?

Escuchó cómo Ariadna les gritaba a sus abuelos para informar quién era el dueño de la llamada. Sonrió al escucharlos, su corazón se derritió un poco también.

—Extrañándote, ¿qué más? ¿Cómo estás tú? ¿Cómo es allá? Estás comiendo bien, ¿cierto?

A lo lejos sonaron las maldiciones tan características de su abuelo, quien a pesar de ser de pura sangre estadounidense, ya se le había pegado todo lo relacionado con los venezolanos.

—¡Seguro anda cuadrando con alguna jeva ese condenado!

Giró los ojos al escucharlo, pero soltó una carcajada cuando Ariadna lo mandó callar.

—También los extraño, es diferente, y sí, estoy comiendo bien.

Su madre suspiró, él agachó la cabeza, sabiendo muy bien lo que le diría.

—Sinceramente no sé por qué te fuiste, no me trago eso de que vas a ayudar a tu padre, pero no voy a seguir insistiendo porque sé que no me dirás nada, eres más terco que tu abuelo. —Iba a hablar, pero no había terminado—. Solo prométeme que no te meterás en problemas, promete que serás sensato y no harás nada alocado, Jay. Estás muy lejos y no quiero estar todo el día preocupada.

—Lo prometo —susurró, aunque no estaba convencido de poder cumplir su promesa.

—Muy bien. —Volvió a suspirar—. Te quiero, hijo.

—Yo también, mamá.

Colgaron después de eso.

Se sirvió un vaso de jugo que obtuvo del refrigerador y se sentó en uno de los taburetes de la barra de la cocina. Su teléfono móvil sonó, pero en cuanto vio el número en el identificador apretó los dientes. No iba a contestarle, no quería pasar una mala noche pensando en ese hombre tan detestable. Tal vez mañana tendría ánimos para oír su voz, no ahora.

Vació el vaso y se dirigió a su recámara para mudarse las ropas, se puso algo más cómodo para dormir y se echó en la cama.

Se quedó con los ojos abiertos, mirando el techo, sin embargo, sus pensamientos estaban muy lejos de ahí. Sus pensamientos tenían nombre y apellido, un cuerpo de muerte y unos labios más apetecibles que su dulce favorito.

Sus pensamientos se llamaban Miranda Pemberton.

Maldijo cuando fue consciente de que estaba pensando en ella... otra vez. No estaba bien, no era correcto, debía controlarse.



Las degustaciones consistían, básicamente, en una exposición de vinos, una casa vinícola invitaba a expertos a probar sus productos. En algunas ocasiones, por no decir la mayoría, se cobraba la entrada ya que había servicio de catering y otras cosas para que el encuentro fuera ameno. Mucha gente estaba invitada, empresarios, políticos, periodistas, un mundo. El medio era muy complicado, había muchísima competencia, se tenía que aprender a sobresalir.

Vinos Pemberton nunca fallaba, a menos que los Marione hicieran acto de presencia. Cuando su padre Thomas vivía, eso no había importado, él asistía sin dudarlo, pero Dalilah y ella habían preferido poner distancia por el bien de la familia.

La semana había pasado sin contratiempos, no había hablado ni visto al señor Donnelle más de lo necesario y no había hecho ninguna insinuación.

Eligió usar un vestido azul que le llegaba a medio muslo, estaba hermosamente tejido, con un cinturón dorado alrededor de su cintura.

Localizó a Dalilah en la entrada, era imposible no identificarla, su presencia lograba que todos la buscaran. Tanto su ropa como su aspecto eran dignos de admirar. Su hermana la ubicó también, se le acercó dando zancadas en sus tacones de plataforma, como si la hubiera estado esperando.

—¡No me mates! —exclamó apenas la tuvo en frente—. Me acabo de enterar, Linda no me lo dijo hasta ahorita que llegue, no voy a poder ir, tengo una reunión muy importante y no puedo cancelarla. —Miranda abrió la boca para hablar, pero el tornado de cabello castaño negó sacudiendo la cabeza, casi quiso reír por su prisa—. No, no puedo charlar, ya tengo que irme.

Ni siquiera le dio tiempo de debatir, salió corriendo como un rayo, solamente obtuvo como respuesta el sonido de sus pasos acelerados. ¿A dónde iría con tanta urgencia? Dalilah no era de las que se ponían nerviosas por cualquier cosa, decidió que le preguntaría cuando tuviera oportunidad.

—¿Has visto a Lila?

Dio un respingo al escuchar la voz de Diego, se giró hacia él con los párpados pegados a la frente. El pobre hombre lucía como si hubiera visto un fantasma. ¿Qué demonios estaba ocurriendo aquí?

—Eh... se acaba de ir, por allí —Señaló la puerta de cristal por la que había salido y se mordió el interior de su mejilla al ver la reacción del muchacho, quien masculló una maldición—. Dijo que tenía una reunión.

—¡¡Demonios!! ¡Esta mujer me va a matar!

Soltó una risita en cuanto él se encaminó hacia el elevador. Se apiadaba de él, sabía que su hermana era un caso muy especial.

Tendría que ir sola, no podía cancelar a últimahora.



¿Cuál fue su sorpresa cuando llegó a su oficina? Ya se había ido. La descarada no lo había esperado para que se fueran juntos a la maldita degustación. ¡Increíble! Lo invitaba y luego se largaba, no sabía si reír o echar espuma por la boca.

Refunfuñando se fue a su coche, después de pedirle instrucciones para llegar a uno de los guardias de la entrada.

Lo dejaba todo caliente el día anterior, en la noche no pudo dormir porque una gran erección lo había estado molestando al recordar el suceso, al recordar el sabor de sus labios, y ahora lo dejaba varado en un lugar que no conocía. Ni siquiera una ducha de agua helada lo había calmado.

Lo más prudente por hacer era no ir, pero él era Jayden e iba a asistir.

Se adentró en las calles y suspiró con alivio porque no había mucho tráfico. Siguió cada cartel que el guardia le había dicho.

—¡Venga! —exclamó para sí cuando encontró el hotel.

Estacionó el vehículo y comprobó que estuviera en el sitio correcto, un letrero gigante le daba la bienvenida.

Después de pagar la entrada y ser escoltado por un tipo hacia el salón donde era el evento, recorrió con la mirada el lugar. Se veía bastante agradable. Al fondo se alcanzaban a ver unas cuantas mesas vacías cubiertas por manteles blancos. Había edecanes por todas partes, llevaban charolas repletas de copas de cristal.

La atracción principal era una hilera de mesas, la gente charlaba y señalaba las copas. No dudó que un arsenal de expertos estuviera analizando con meticulosidad el vino, a eso era a lo que iban, a catar.

Un mantel de terciopelo rojo combinaba con la decoración, los tipos estaban divididos por zonas, primero los vinos oscuros y después los claros, al final un montón de bocadillos. Duetto, Merlot, Barbera, Tempranillo, Cabernet y Chardonnay... eran los protagonistas.

Tomó una copa de Cabernet tinto, se lo iba a llevar a la nariz para olerlo justo cuando ubicó su mata de cabello y su figura inconfundible. Se encontraba charlando con un hombre de edad avanzada, sonreía con cortesía mientras le daba tragos cortos a su bebida. No necesitaba conocerla con demasía para asegurar que quería irse e ignorar al viejo, pero por algún motivo no podía.

Dejó que sus pupilas escanearan su cuerpo, sus dedos picaron, al igual que sus labios.

Se aproximó cuidando de no ser descubierto.

—Buenas tardes, Miranda. —La mencionada se giró asombrada al escuchar esa voz que empezaba a atormentarla cuando se encontraba a solas, pestañeó un par de veces como si no pudiera creerlo, y esbozó una sonrisa aliviada. Le pareció encantador su gesto—. Te he estado buscando, necesito que hablemos...

La petición era una indirecta para su acompañante, esperaba que fuera lo suficientemente prudente como para irse o tendría que dejar la sutileza. Por fortuna, captó.

—Creo que ya tomé mucho de su tiempo, señora Pemberton, me dio gusto saludarla, ¿nos vemos en otra ocasión?

La mirada que le daba el señor no era de amabilidad, había otros sentimientos que Jayden supo reconocer.

—Por supuesto, señor Meléndez —dijo la otra. Ambos lo vieron asentir y acercarse a un grupo de personas que se encontraba cerca. Ella dejó escapar un suspiro y le dio un trago a su vino—. Menos mal, su plática ya me estaba agobiando. —Le dirigió una mirada a lo que traía en las manos—. Veo que ya elegiste, ¿qué es?

—Cabernet —respondió, sin quitarle la mirada de encima. Arrugó su pequeñísima nariz e hizo una mueca.

—No me gusta, prefiero los claros.

Jay sonrió con ganas, dio un paso para quedar más cerca. El pecho de la mujer subió con violencia. Su olor dulzón vibró en su cerebro, algo malo le hacía su perfume, sentía que lo hechizaba y todo su alrededor desaparecía. Mierda, quería rodear su cintura, treparla a sus pies y llevarla a alguna habitación

—El Cabernet se parece a ti, por eso lo elegí. —Mandy levantó una ceja y trató de reprimir una sonrisa mordiendo su labio inferior, pero falló—. Como todo vino hay que admirarlo con cada sentido: el olfato, la vista, el oído y el gusto. Así como tú, se debe prestar atención a los detalles para apreciarte. Sabes y hueles como Cabernet: a dulce chocolate y adictivo tabaco.

—Jayden... —dijo a modo de advertencia.

Se quedó estupefacto, ¿lo había llamado por su nombre? ¿Por qué eso lo ponía tan caliente? No era la primera mujer que lo decía, sin embargo, la combinación de su indignación, su jadeo y su timbre lo hicieron centellear por dentro.

—Mi nombre suena tan sensual en tu boca que muero por besarte.

Un círculo de sorpresa en sus labios fue lo que obtuvo como respuesta, luego se sonrojó. Jamás había sentido tanta atracción, tanto deseo, jamás alguien había puesto esa clase de fuego cegador.

Tomó las copas, tanto la de él como la de la castaña, y las puso en la primera mesa que encontró, abandonadas. Tomó su antebrazo con firmeza y comenzó a caminar hacia la sala principal. Ella no hizo el intento de apartarse, lo siguió. No sabía si era buena señal o solo no quería dar un escándalo.

Llegaron a la recepción, afortunadamente no fueron interrumpidos en el camino, todos estaban concentrados en lo suyo, casi daba gracias al cielo por ello.

—Espérame aquí —le pidió con la voz suave cuando se detuvo frente a una salita de cuero. Esperó que ella se alebrestara, que saliera corriendo, no obstante, cuando asintió, la determinación volvió a hacerse paso en sus venas.

Se acercó a la recepcionista y pidió una habitación, pagó con su tarjeta de crédito, le fue entregada otra tarjeta como llave. Volvió a acercarse a Miranda, quien seguía esperando justo donde la había dejado. No supo leer su expresión, creyó ver lo que él sentía en sus ojos marrones.

—¿Vamos? —preguntó cuando la tuvo cerca.

Percibió un atisbo de duda, deseaba hacer algún movimiento inteligente para que ella cediera, sin embargo, era una decisión que debía tomar y no podía meterse.

—Sí —susurró, finalmente.



No podía creer que estuviera caminando con ese sujeto a la habitación de un hotel, no podía concebir la idea de entregarse al hombre en el que estaba depositado su futuro. No, no podía entender qué estaba a punto de hacer, no podía encontrar una gota de autocontrol y no podía creer que deseara con tantas ganas que tocara su piel. .

Caminaron a la par, hombro con hombro por el pasillo. El elevador los había arrojado justo ahí, todavía podía echarse para atrás y salir huyendo, marcar la línea definitiva, pero sus pensamientos estaban muy lejos de ahí.

Pararon frente a una puerta con el número veintiuno. Él deslizó una tarjeta y un click se escuchó como una maldición. Sí, eso era, la maldición del número veintiuno, le hablaría al dueño del diccionario de maldiciones para que agregara esa a su lista. La maldición donde ella caía desesperadamente por Jayden Donnelle.

La habitación quedó al descubierto, la presencia masculina pasó el umbral y se giró para encararla. Tendió una mano en su dirección, la cual tomó sin pensarlo. ¿Qué demonios le había pasado a su cerebro? ¿Estaba entumecido o ya se había ido a Alaska?

Le dio un jaloncito para que entrara, topó en la dureza de su pecho. La puerta fue cerrada de un manotazo y ella apretujada contra la madera, había tanta decisión en él que estaba a punto de brincar las pocas barreras que le quedaban.

Se hizo hacia atrás todo lo que pudo, tal vez para recuperar un poco la cordura; pero eso se le estampó en la cara cuando él cerró los espacios y no hubo a dónde huir.

Sus pechos estaban pegados, sus caderas estaban unidas, su muslo se metió entre los suyos. Llevó sus manos hasta los hombros de él para no caerse.

—¿Tienes dudas? —preguntó frente a su oído, logrando que un estremecimiento la recorriera entera. Su mandíbula cayó abierta cuando besó su oreja, intentó cerrar las piernas para aliviar el dolor que se había empezado a formar en la parte más cálida de su cuerpo, pero no lo logró. Él esbozó una sonrisita de conocimiento—. ¿Tienes dudas, Miranda?

¿Dudas? Su mente había colapsado. Negó sacudiendo la cabeza y tragando saliva.

Cerró los párpados con fuerza y apretó sus fuertes hombros cuando sus labios depositaron besos detrás de su oído y en la base. Su aliento le provocaba cosquillas.

El camino del recorrido continuó hacia el nacimiento de su cuello, echó la cabeza hacia el lado contrario para darle más espacio. No podía dejar de temblar, no podía dejar de suspirar, no podía dejar de apretar más y más los dedos.

Sus clavículas fueron besadas con demasiada paciencia, después subió por el otro costado. Miranda gimió cuando su lengua contactó con sus poros erizados.

—Jay...

—Mande —murmuró con la voz ronca, mientras ascendía por su mandíbula y se dirigía hacia su comisura.

—Solo hazlo —lloriqueó, a lo que el susodicho rio entre dientes.

Colocó su cara frente a la suya, Mandy abrió los ojos y se encontró con los de él hechos un caos, eran del color del petróleo. ¿Cómo podía verse tan contenido si se notaba que un maremoto estaba haciendo estragos en su interior? ¿Por qué ella no podía? Estaba a punto de rogarle que la llevara a la cama y ya.

Necesitaba hacer algo o se volvería loca. Sin pensar en las consecuencias, fue a atrapar sus labios, Jayden rugió por ser asaltado de esa manera. Se quedó atónito al principio, pero después fue como un huracán.

Le regresó el beso con la misma voracidad, introdujo su lengua para juguetear con la de ella con frenetismo. Jay sabía a Cabernet, eso la trastornó con más fuerza al recordar lo que le había dicho en la degustación. Introdujo los dedos en su cabello corto y dio un tirón que le sacó un rugido. ¿Había pensado que era un puma? Era un león listo para devorarla.

Él hizo un movimiento extraño para encajar sus caderas, Miranda soltó un sonido de placer al sentir su excitación justo es su zona sensible, sonido que fue ahogado en el mismo beso. En el beso que estaba acabado con ella.

Se relajó por completo y se dejó hacer cuando esas manos fueron a vagar por las curvas de su cadera. Jay acunó su trasero y la pegó todavía más, ¿era posible? Lo fue y el roce le supo exquisitamente placentero.

Libero su boca y dejó besitos en su barbilla.

—¿P-por qué? —No podía preguntar más, esperaba que él entendiera.

—Estuve pensando todas las noches en tu beso, estuve esperando que te acercaras, no lo hiciste. Y hoy, cuando llegué a la empresa, ya te habías ido.

—No sabía.

Por supuesto que no lo sabía, ¿cómo iba a adivinar que quería que le hablara? ¿Cómo iba a adivinar que él quería ir? Si hubiera sabido lo habría esperado. Ella tampoco había dejado de pensar en el encuentro después del juego de Mickey... ¡Un momento!

Se apartó como si el intercambio quemara antes de perder la cordura y olvidar la cuestión, él esperó lo peor al echarse para atrás y visualizar la confusión en su rostro.

—¿Qué pasa? —cuestionó con la respiración acelerada.

—¿Eres... soltero? Lo siento, es que... nunca lo dijiste y...

Dejó las palabras en el aire, Jayden ladeó la cabeza, analizándola.

—Estoy soltero.

—¿En serio?

Su comisura izquierda se alzó, Jayden recorrió con sus yemas la tela tejida hasta que dio con el borde de su vestido, y por ende, con la suave piel de sus muslos. Miranda apoyó la nuca en la puerta al sentir cómo subía por el largo de sus piernas. Los soniditos de placer que soltaba eran melodías hechizantes que lo cautivaban, podría escucharla haciendo eso todo el jodido día y no se cansaría.

Se sumergió en su delicado cuello otra vez, las vibraciones de sus jadeos sabían bien.

—Confía en que jamás tendría una esposa, así que jamás la engañaría.

La castaña intentó no ahondar mucho en su oración, de todas formas, con todas las sensaciones que la invadían era imposible. Las manos de Jay se colaron debajo de su vestido y sus dedos acariciaron con suavidad, subieron y subieron hasta que encontraron el inicio de su ropa interior.

No recordaba qué se había puesto esa mañana, solo no esperaba que fuera algo vergonzoso. Con delicadeza enganchó los dedos y deslizó hacia abajo la prenda. Los besos en el cuello se detuvieron, tarde captó que ya no llevaba las bragas, tembló cuando sintió sus palmas calientes quemando la piel de su trasero. Amasó la carne y se restregó.

—No tienes idea de cuánto quiero estar dentro de ti.

Ella abrió la boca para aspirar aire, todo era tan intenso, todavía tenían la ropa y ya estaba en el cielo.

Había partes que palpitaban y la hacían jadear, áreas de suaves pliegues que dolían como el infierno, no podía apretar lo suficiente para controlarse. Jayden metió las manos entre sus piernas y la alzó.

Se aferró a su cuello y rodeó con sus piernas su cadera. Escuchó cómo bajaba el cierre de su pantalón. Entre el nubarrón de deseo visualizó que sacaba un envoltorio y lo rompía con sus dientes. ¿Hasta para sacar un condón tenía que ser tan viril? Cuando Leandro se ponía esas cosas era todo torpe, se le resbalaban y se tardaba un infierno en colocarlo; pero no él, no el señor Donnelle. Tan contenido y sigiloso.

Le subió el vestido hasta la cintura. Sintió la punta de su erección en su entrada, dio una respiración profunda y temblorosa por la expectación. Si una semana atrás le hubieran dicho que iba a estar en el cuarto de un hotel, pegada a una puerta, siendo sostenida por un hombre sexy y sin bragas... se hubiera carcajeado.

Su vida había sido tan tranquila, planeada hasta el más ínfimo detalle, esto no iba con ella, pero ¿qué más daba? Lo quería, lo necesitaba, deseaba que pasara.

—Mierda —gimió él mientras se introducía en su estrechez.

Mandy echó la cabeza hacia atrás con la boca abierta, la llenaba de una forma inexplicable.

Pegó la nariz a la base de su oreja y, entonces, empezó a bombear con ganas. No fue una primera vez con cariño y sentimiento, los dos estaban locos por poseerse. Una, dos, tres estocadas, perdieron la cuenta. Se concentraron en las sensaciones que se arremolinaban en las partes bajas.

Jayden salía y entraba, Miranda se aferraba a él, eso lo enloqueció todavía más. La habitación se llenó de sus jadeos, de sus respiraciones pesadas y de los murmullos entrecortados que no se entendían.

Percibió cómo su vientre se hizo más pesado, cómo cada roce la ponía más sensible. Explotó, tuvo que apretar los párpados para soportar cómo se desbordaba. Él la sintió temblar y fue todo lo que necesitó, se clavó una última vez y dejó que saliera lo que se había estado conteniendo.

Jay succionó la piel de su cuello, mientras ella jalaba su cabello. Sentía las ondas de su clímax, se quedó quieta y sus piernas se relajaron. También quiso tirarse al suelo, llevarla a la cama y abrazarla, pero se contuvo.

Fue a tomar sus labios, le robó un beso lento y pausado que ella siguió a medias. Todavía sus párpados estaban cerrados, quería ver sus ojos para comprobar si seguían oscuros, no obstante, no lo dijo. Esperó a que reaccionara y revolotearan.

Y ahí estaban, brillosos por lo que acababa de pasar. ¡Qué delicia era verla así! Relajada y... deliciosa.

Apartó el rostro y tomaron aire.

—Fue intenso —murmuró ella, pues no supo qué más decir, mientras intentaba regularizar el ritmo de su respiración.

Él no dijo nada.

La soltó, puso sus pies sobre el suelo y se hizo hacia atrás. Observó cómo se agachaba y colocaba su ropa interior otra vez en su lugar. No eran prendas que en otro momento le hubieran gustado, era simple algodón, pero en ella lucía bien. Muy bien.

Se acomodó su propia ropa después de retirar el pedazo de látex, hizo un nudo y fue a tirarlo a un bote cerca de la cama.

Al girarse sus ojos contactaron con los de él, quería preguntarle si le había gustado, si quería repetir, si había sentido el mismo escalofrío que él; pero detuvo sus pensamientos porque estaban yendo demasiado lejos.

Era una más, nada más. Una que se sentía condenadamente bien y besaba como una diosa. Pero era una más, y todo culminaría en unos meses. Quizá hasta terminaría odiándolo.

En perfecto silencio salieron del cuarto, no dijeron nada, no se atrevieron. Cada uno estaba perdido en sus propios demonios, en sus propias inseguridades, en el rastro de lo que habían sentido hacía unos minutos.

Mandy se regañaba mentalmente por haber sido tan débil, por no haber puesto más resistencia. ¿A caso la experiencia no le había enseñado a pensar antes de tener sexo? Tal parecía que no, había cedido apenas le puso las manos encima. No quería que se repitiera, pero no sabía si iba a ser fuerte como para detenerlo. Aunque no pasó desapercibida la reacción de él, su rostro y su comportamiento fue tan frío y distante al final. No había dicho nada, ni siquiera asintió cuando ella dijo esa tontería.

Un nudo se instaló en su garganta al pensar lo peor, tal vez se estaba arrepintiendo, quizá Leandro sí tenía razón y era una frígida. Seguramente el señor Donnelle se había dado cuenta y no sabía cómo decírselo sin lastimar sus sentimientos. No quería escucharlo, no otra vez.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. ¡No! ¡No iba a llorar! ¡Por Dios no!

—Lo veo en la oficina, señor Donnelle —dijo, seca, apenas pusieron un pie en la recepción.

No esperó a que él contestara, no permitiósiquiera que lo hiciera porque salió del hotel casi corriendo y no miró atrás. 

* * *

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