| Capítulo 01 |
* * *
Las cosas estaban saliendo a la perfección, justo como Thomas Pemberton, su padre, había soñado. En vida, su misión fue engrandecer el nombre de la empresa que su abuelo fundó hacía más de treinta años en una casita rústica al norte de México. Sus deseos le costaron muy caro.
Las manecillas del reloj empotrado en la pared marcaron las once de la noche. La rutina consistía en despertar, desayunar con su hijo, llevarlo a la escuela y encerrarse en una burbuja para quemarse las pestañas frente al computador. Posteriormente, regresaría a casa y le pagaría a la niñera; por último, miraría a Mickey dormir. De vez en cuando salía con su hermana y sus amigos a tomar alguna copa, pero eso rara vez sucedía.
Dalilah era joven, recién graduada de comercio internacional, ella la arrastraba al exterior de su cueva. No le agradaba mucho salir con personas que no eran de su edad y tenían otros intereses, pero jamás se atrevería a decírselo, muy en el fondo agradecía sus esfuerzos.
Una ligera punzada en la espalda baja provocó que se enderezara, apoyó el codo en el escritorio y miró la fotografía que le sonreía constantemente, estaba enmarcada en un lindo cuadro color plateado y, además, brillaba por los destellos de la luna provenientes gracias al gran ventanal de la oficina. Ahí estaba su padre, con la inmensa sonrisa que lo había caracterizado y las arrugas que aparecían en su frente cada vez que se negaba a ser fotografiado.
Lo extrañaba, cada mañana esperaba encontrarlo sentado en la mesa del comedor con el periódico extendido en el área de finanzas o buscando el marcador de su equipo favorito de fútbol. A pesar de que ya había pasado un año desde aquella insoportable tragedia, Miranda lo tenía muy presente. Estaba segura de que si él hubiera podido presenciar lo que estaba a punto de lograr, habría estado orgulloso, más que eso, extasiado.
—Pronto lograré lo que me pediste, papá —susurró al vacío como si él de verdad la mirara, tal y como lo hacía algunas veces, hablarle a esa fotografía se había convertido en una especie de ritual.
Los ojos se le humedecieron un poco, pero parpadeó para evitar que las lágrimas que quemaban cayeran. Era el cerebro de un imperio, no podía permitir que los empleados notaran su debilidad. En un mundo dominado por hombres, las mujeres siempre están bajo la lupa, cualquier cosa que hiciera iba a ser juzgada injustamente, por lo tanto aparentaba ser una mujer fuerte y dura, fría. Empresas Pemberton siempre tuvo ejecutivos de carácter duro, no podía ser la excepción. Thomas le dijo antes de morir que estaba orgulloso de que fuera la siguiente en ocupar la gran silla. Una larga carrera en la mejor universidad del país la respaldaba, había crecido sabiendo que un día sería la dueña mayoritaria.
Después de revisar el último informe, apagó el computador y se encaminó a la salida. En cuanto sus objetivos se cumplieran iba a tomar unas vacaciones, buena falta le hacían.
La oficina tenía aire elegante, las paredes eran blancas, pero adornadas con fotografías de racimos y plantaciones de uvas.
Algunos empleados la despidieron con sonrisas cargadas de cortesía y otras tantas forzadas, algunos todavía no estaban convencidos de que la chiquilla del viejo Thomas Pemberton fuera capaz de llenar los pantalones que su padre había dejado. No obstante, se había ganado el respeto de todos al tomar el timón con decisión, inclusive el de los más antiguos, cuando demostró que era una mujer eficiente y entregada.
Esa noche solo le rondaba una cosa en la mente, pronto iba a ser la reunión que marcaría el inicio de los trámites para expandir la empresa al extranjero. Su padre había cazado durante mucho tiempo el momento exacto para hacerlo, buscando contactos. Uno de sus más grandes anhelos era asociarse con «Grape Blue», una productora y distribuidora de vinos muy conocida en Estados Unidos, con presencia en México e Italia.
Otro de los deseos del viejo fue descansar junto a su madre, había amado a su esposa, quien tenía por sueño contagiar al mundo su amor por los libros. Aún conservaba sus estanterías repletas de ejemplares de obras clásicas, adoraba los grandes románticos de la literatura inglesa. Darcy era su preferido.
Esther, su madre, falleció luego de una dolorosa y dura lucha contra el cáncer de estómago, los dejó cuando tenía once años, Dalilah era una bebé pequeñita. Miranda fue testigo de cómo su padre le prometió cerca de su tumba, con lágrimas en las esquinas de sus ojos, que las amaría por ella sin importar qué.
Los representantes de Grape Blue llegarían a México pronto para hacer de inspectores antes de tomar una decisión, así que su euforia era desmedida. Pudo hablar con ellos mediante videollamadas y unos cuantos correos electrónicos con el departamento de Recursos Humanos para ultimar los detalles, ya habían empezado los planes para que su llegada a Monterrey fuera cómoda.
Con la frente en alto y con una sonrisa profesional, caminó rumbo a la salida, sintiéndose orgullosa como nunca.
Una vez en el estacionamiento, Pedro se apresuró a asentir para saludarla antes de abrir la puerta de su camioneta negra.
—Tan formal que eres —murmuró y volcó los ojos.
—Solo lo necesario, señora —contestó su chofer de toda la vida.
Era grande y robusto, un poco pasado de peso, y tenía un bigote bien poblado. Pedro había manejado el coche de la familia por más de una década, la confianza estaba más que asegurada, aunque el mencionado intentara mantener una relación cortés.
Transitaron por las calles hasta que llegó a su casa, aquella que había sido de sus padres, a quienes no les gustaba demostrar cuánto dinero tenían.
Sí, estaba en una buena zona, pero nada exagerado. Era de dos pisos, adornada con piedras color ladrillo. Afuera había un pino que Dalilah plantó una tarde después de ver un programa a favor del ambiente en Disney Channel; en Navidad colocaban una serie de luces y una estrella en la punta, la costumbre seguía intacta. Las paredes del interior estaban repletas de pinturas, todo seguía una gama de marrones y terracotas.
Entró a la silenciosa sala y sonrió cuando encontró a Nadia, la niñera de Mickey, tendida en el sofá con la boca abierta. Ahogó una carcajada al verla, la chica lucía como si un camión la hubiera arrollado. Casi no la llamaba, solamente cuando Estela no podía quedarse a cuidarlo.
Tronó el cuello y se masajeó los hombros en un intento por liberar el estrés. Depositó el maletín de cuero en uno de los sillones y se encaminó directo a la cocina para tomar su vaso diario de leche caliente. La fallecida señora Pemberton decía que la leche ayudaba a descansar, así que cada noche les daba a sus hijas y a su marido un vaso repleto. Las viejas costumbres eran difíciles de olvidar.
Se dirigió hacia la pequeña rubia y sacudió su hombro con suavidad para despertarla. Los ojos de la adolescente se abrieron, se levantó de un salto, apenada.
—Lo lamento tanto... —balbuceó, todavía adormilada—. Le juro que no volverá a ocurrir.
—Tonterías. —Resopló y sacudió la muñeca quitándole importancia al asunto—. ¿Cómo se portó Mickey el día de hoy?
—Hizo todas sus tareas después de la práctica de béisbol, se duchó, cenó y lo mandé a la cama a pesar de su inconformidad. Quería esperarla y darle un beso de feliz cumpleaños. —Hizo una pausa y sonrío de oreja a oreja—. Por cierto, feliz cumpleaños.
El cuatro de febrero era una fecha que le traía un montón de recuerdos desagradables. No le gustaba celebrar su cumpleaños, el motivo más importante era que su ex marido le había propuesto matrimonio un día como ese, pero de hacía siete años. El divorcio le arruinó muchas cosas, evitaba cualquier cosa que le recordara a Leandro, entre ellas el sexo con sentimientos y cualquier tipo de celebración.
Después de despedir a la niñera subió las escaleras y caminó hacia la habitación de su hijo. Mickey yacía en la cama junto a sus cojines con forma de pelota. Él quería ser campeón de béisbol, como su padre lo había sido alguna vez, sin embargo, nunca le salían bien las jugadas y eso lo deprimía. Comprendía su frustración, lo único que buscaba era agradarle a su padre, aunque este se ausentara durante días o incluso semanas.
Se acercó y con los dedos acaricio su mejilla de manera maternal. Lo cobijó bien y depositó un beso en la frente antes de dejarlo descansar.
Fue a su alcoba, se dejó caer en la suavidad del colchón, todavía con las prendas del trabajo puestas y cerró los párpados para perderse en un sueño profundo.
La mañana siguiente llegó, Mickey estaba sentado en la barra de la cocina con un plato de cereal. En la misma situación, Miranda lo contemplaba, se le dibujó una gran sonrisa al observarlo . El travieso sorbía la cuchara como si fuera el más suculento caldo y miraba a su madre con un dejo de picardía. Le recordaba a los buenos tiempos con Leandro, lástima que todo había sido un cruel engaño por parte de él, quien solo buscaba mantener una digna imagen frente a la sociedad, mientras que en las noches se dedicaba a engañar a su esposa embarazada.
Le dolió tanto enterarse de los engaños de su marido, y más porque no hizo el intento de aclarar las cosas, simplemente se marchó con otra cuando la bomba explotó y tiró sus cosas a la calle como en las películas dramáticas.
La prensa se divirtió con el suceso durante un par de semanas, su padre se quedó a su lado a enmendar sus heridas, mientras lloraba desconsolada.
Meses después, Leandro apareció y pidió la autorización para ver a su recién nacido bebé porque quería ser testigo de cada uno de sus días, pero esto nunca lo llevó a cabo, no como prometió que sería. Si se dignaba a aparecer una vez al mes era lo mejor que podían esperar.
—Mamá, ¿crees que papá podrá ir a mi partido de béisbol el lunes? —preguntó el chiquillo con los labios fruncidos. Le dolía causarle dolor, sabía cuánto le afectaba no contar con el apoyo de Leandro.
—No lo sé, cariño, prometo llamarlo para preguntarle.
Mickey asintió sin ganas, con una sonrisa triste, quizá porque ya sabía que su padre aceptaría la invitación y a última hora inventaría un pretexto para no ir.
Le tendió un dibujo de un pastel y le hizo jurar que irían a celebrarlo a su restaurante favorito. Lo mejor de todo fue el beso tronado y lleno de leche que le dejó en la mejilla.
Quince minutos después ambos partieron hacia el colegio, que se encontraba a tan solo unas calles de Vinos Pemberton.
Al entrar en el vestíbulo de la oficina se percató de la tensión en el aire. Un montón de empleados y empleadas cuchicheaban sin saber que Miranda miraba la escena con el ceño fruncido desde el umbral del elevador.
—¿Qué sucede aquí? ¿Por qué no están en sus escritorios y áreas de trabajo? —cuestionó, alzando la voz. Automáticamente, y como si fueran máquinas, regresaron la atención a sus labores diarias... o pretendieron que lo hicieron.
Negando con la cabeza, comenzó a caminar, escuchando el sonido de sus pasos y el de unos cuantos murmullos. La mandíbula se le tensó, más aún cuando vio el lugar de Isidora, su secretaria, vacío.
Abrió, furiosa, y dio un portazo como cada mañana que descubría alguna falta en el orden. Si detestaba algo era la falta de compromiso o cualquier cosa que alterara su rutina.
—¡Pero qué falta de respeto! ¡Ya debería estar aquí! —exclamó y se giró, definitivamente no estaba preparada para más desbarajustes.
Lanzó un gritito y saltó hacia atrás del susto, a continuación, llevó el puño hacia su pecho tratando de controlar la respiración que cada vez se entrecortaba más.
¡¿Qué demonios?!
Un hombre desconocido estaba sentado en el borde de su escritorio, tenía en sus manos el cuadro de su padre, lo cual le molestó un poco. Su camisa blanca estaba arremangada hasta los codos, dejando al descubierto unos brazos gruesos. Sus pantalones negros —sujetos por un cinturón del mismo color— caían con gracia desde sus caderas. Demasiada gracia para ser humano.
Su cabello era corto y castaño; y su piel, un tanto tostada, brillaba.
Una sonrisa ladeada y descarada acompañaba a los ojos más oscuros que había visto, los cuales barrieron su cuerpo con lentitud haciéndola sentir totalmente desnuda a pesar de su vestimenta recatada. No podía decir que no le gustó aquella inspección porque estaría mintiendo, hacía bastante que un hombre no la miraba de aquel modo tan penetrante. Tan... sugestivo.
Era atractivo, demasiado para su propio bien. Y para el de ella.
¿De qué mundo utópico se había escapado ese hombre? ¿Qué hacía sentado en su oficina como si fuera el dueño del sitio?
—¿Quién es usted? —preguntó, altiva, cuando dejó de maravillarse con la vista. El Adonis se acercó a pasos lentos, actuando como si estuviera analizándola y ofreció su mano como gesto amistoso. Quiso retroceder, regresar el tiempo para prepararse mentalmente, pero ya no podía echarse para atrás.
—Mi nombre es Jayden Donnelle, conversamos varias veces por correo, vengo representando a Grape Blue. Usted debe ser Miranda Pemberton —contestó con un acento que dejaba claro que no era mexicano. Su voz varonil fue un impacto que la dejó aturdida unos cortos segundos. Cuando reaccionó sacudió su mano.
Tal vez Grape Blue quería distraerla con semejante hombre que lucía como modelo de ropa masculina. Ahora podía entender el ambiente en la recepción.
Después sus pensamientos volvieron a su lugar. ¿Por qué hablaba español? Estaban esperando estadounidenses, él parecía de sangre latina.
—Habla español —puntualizó.
Él se vio confundido al principio. Quiso golpearse la frente, ¿es que no se le había ocurrido nada mejor que decirle?
—Padre estadounidense, madre venezolana —Se limitó a contestar. Ella no hizo más preguntas al respecto.
Reaccionó, se deshizo de su toque electrizante, fue decidida hasta la silla giratoria y lo invitó a sentarse con una seña impersonal. Sus ojos seguían con detenimiento cada movimiento que el cuerpo de Miranda hacía. Como un puma preparando sus movimientos antes de atacar.
—¿Cuándo llegó? No teníamos contemplada su visita hasta dentro de unos meses, señor Donnelle. La reservación en el hotel para dentro de unos meses ya está hecha, me hubiera gustado que nos informara para que tuviéramos todo listo.
Intentó controlar el temperamento, pero a veces le resultaba imposible, sobre todo cuando la sorprendían; odiaba las sorpresas.
Dejó la mirada clavada en él. Su padre decía que nunca se mostrara insegura, aunque por dentro fuera gelatina, porque el oponente no dudaría en tomar la ventaja. Y no era como que sufriera demasiado mirándolo.
—No se preocupe, lo que menos deseo es importunar. Ya tengo dónde quedarme, así que eso es lo de menos. Lamento que no le informaran antes, aunque tengo entendido que le mandaron un correo electrónico ayer por la noche, yo solo cumplo órdenes. Los señores Blue vendrán según lo pactado, vengo a investigar sobre la situación de su empresa antes de concretar el acuerdo, pues como sabe hay otros prospectos —soltó, imperturbable y frío.
Abrió la bandeja, un mensaje sin abrir saltó en la parte superior del listado, burlándose de ella. El gerente de Recursos Humanos informaba los acontecimientos y se disculpaba por la visita tan inesperada.
Quiso soltar una serie de maldiciones, lo haría cuando estuviera en soledad, ahora tenía que ocuparse de otros asuntos; como sacar a ese hombre de su oficina de inmediato. Había algo extraño en él, no supo definir en ese instante qué. Inclinó la cabeza para estudiarlo con los párpados entrecerrados, el porte que destilaba la dejó muda.
Además, parecía que hablaba en otro sentido o tal vez era su alocada cabeza la que lo interpretaba de aquella manera, de lo que estaba segura era de que su mirada le secaba un poco la boca. Aclaró la garganta y les ordenó a sus neuronas concentración. ¿Qué iba a hacer ahora?
—Y... —pronunció, algo confundida—. ¿Con qué empezamos? ¿Le parecería un recorrido?
Él asintió y ladeó la cabeza, serio, jamás dejando el contacto visual. Se puso de pie, presurosa, con la intención de llevarlo a donde fuera que hubiera gente, donde quiera que no sintiera esa electricidad. Quería dejar de sentirse toda temblorosa, hacía que su corazón se acelerara y su respiración cambiara el ritmo.
Lo instó a que la siguiera y, con nerviosismo, lo guió por el amplio vestíbulo. A cada paso que daba sentía las pupilas de él clavadas en su espalda y las de muchas personas clavadas en él. Bufó entre dientes, seguramente eran imaginaciones suyas, así que intentó apartar la idea, y envaró la espalda.
Diego, el gerente de personal, estaba sentado detrás de su puesto con un montón de carpetas esparcidas frente a él. En cuanto los vio se puso de pie y acomodó su corbata, era una manía suya hacer aquello. Era un par de años más grande que Dalilah, pelinegro, flacucho y con una sonrisa amigable. Su hermana estaba loca por el chico, pero él no mostraba interés más que el laboral.
—Diego, el señor Donnelle es representante de Grape Blue y va a estar con nosotros como inspector. —Él asintió al identificarlo y lo saludó con cortesía, mientras examinaba al sujeto que no paraba de mandarle a su jefa miradas de soslayo, tal vez estaba nervioso, pero lo dudaba—. Por favor informe a los empleados en la sala de juntas, yo voy a darle un rápido recorrido.
Era lo mejor que podían hacer con tan poco tiempo. No podían hacer una bienvenida digna porque ni siquiera todos los socios estaban cerca para recibirlo, nadie esperaba la llegada del tipo. Mandy estaba nerviosa, peor que eso, ¿qué tal que se molestaba por tan frío e informal recibimiento?
Siguió la caminata sin confirmar que la estuviera siguiendo, pues lo sintió detrás suyo todo el tiempo. Con rapidez le mostró lo más importante que tenían en el edificio de Monterrey, las fábricas estaban en Coahuila y Baja California, así que no había mucho que ver por ahora.
—¿Estos de qué artista son? —preguntó él con curiosidad, señalando uno de los muchos cuadros que adornaban el edificio. Eran pinturas de vinos y viñedos.
Miranda se detuvo a su costado y contempló las pinturas que ella misma había ayudado a seleccionar.
—Seguro mi padre estaría agradecido por el cumplido, pintar era su pasatiempo favorito.
No investigó su reacción, él tampoco contestó y se lo agradeció porque solía ponerse melancólica al recordar esos momentos.
La caminata terminó en el primer piso, junto a una maceta con un arbolito ficticio. Jayden miró la lámpara que colgaba del techo, ella aprovechó su distracción para darles una mirada desaprobatoria a las secretarias de la recepción principal, ¿por qué lo habían dejado pasar así como si nada? Se encogieron con pesar, quizá las había intimidado; sí, seguro fue eso, el tipo lucía bastante intimidante. No podía culparlas, incluso ella se sentía un poco intimidada. El hombre sonrió de lado y se giró para enfrentarla. Su enorme cuerpo la hacía parecer diminuta.
—Tienen un ambiente estupendo, es cálido como una vieja cabaña repleta de fuego y leña —dijo, obtuvo un asentimiento como respuesta, todos los que entraban decían lo mismo—. Creo que debería marcharme para instalarme y permitir que siga con su trabajo, ¿está bien si vengo mañana a charlar con usted sobre algunos puntos que quiero repasar?
La castaña se ahorró el suspiro, estaría encantada de repasar los puntos que él quisiera, pero obviamente no se lo dijo.
—Por supuesto, llego a las ocho todas las mañanas.
Él volvió a sonreír, sus ojos la escanearon de nuevo. El señor Donnelle le ofreció su mano, la cual tomó y sacudió, esperaba que no estuviera sudando como una niñata.
—Fue un gusto conocerte, Miranda.
Su nombre en su boca se le antojó como una bendición. Tragó saliva porque estaba siendo ridícula y buscó su voz.
—El gusto fue mío —susurró, lo más segura que pudo.
Se demoró en soltarla, pero terminó haciéndolo y perdiéndose en el exterior. Se quedó pasmada por un segundo, sorprendida porque el sueño de su padre se estaba cumpliendo y, sí, porque había estado a punto de comerse al señor Donnelle.
Salió casi corriendo, despachó a los que intentaron detenerla y se refugió en su oficina como un animalillo asustado. Se recargó en la madera de la puerta y lanzó el suspiro más largo de su existencia. Prometió controlarse y conseguir más hielo para esa barrera que había a su alrededor.
El reto iba a ser conseguirlo.
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