Seducción a la carta
Este es mi primer One-Shot, que escribí para un concurso; pero como ya el concurso terminó, pues por aquí lo publico. Es muy cortito, pero amo a esta pareja, y no podía quedarme sin escribir nada sobre ellos.
Seducción a la carta
Tin Medthanan no era de paladar exigente.
Le gustaba la comida como a todo el mundo, aún así, nunca se arriesgaba a probar cosas nuevas. Siempre dentro de la gama de alimentos que le agradaban. Sin complicarse demasiado. Sin salir de su zona de confort. Pidiendo prácticamente lo mismo en cada restaurante al que iba a comer ya fuera solo o en compañía de sus compañeros de trabajo.
Él almorzaba o cenaba sin centrarse demasiado en lo que estaba comiendo; porque era una actividad más automática y necesaria para subsistir que otra cosa. Su mente divagaba ocasionalmente en temas más importantes que eso; como las empresas de su padre; sus propias responsabilidades dentro de éstas; e incluso en los insignificantes problemas de su amigo Pete y que alguna que otra tarde le comunicaba por mensajes de texto.
Su vida estaba resuelta. Su vida era perfecta.
La comida no merecía su atención.
Y así era hasta que conoció a Can.
Cantaloupe sí que amaba la comida. La adoraba como si fuera lo más importante del universo. Cada ingrediente despertaba su curiosidad y le hacía imaginarse mil y un maneras en las que podía integrarlo en uno de sus platos. Para Can la comida era algo más que para el resto. Era su vida. Era su trabajo.
Porque Can era el dueño y chef de un humilde restaurante al que la mayoría pasaba de largo. Un restaurante que nunca había sido famoso. Que nunca estaba tan lleno que los clientes debían hacer cola en la puerta. Uno que la humanidad apenas sabía que existía. Pequeño, estrecho, pero con un encanto especial que provocaba que si lo visitabas una vez, tuvieras que volver. Y eso precisamente le ocurrió a Tin.
Sus compañeros de trabajo siempre querían salir a cenar juntos después de la jornada laboral. Les gustaba desahogarse y tomar un par de copas. Tin lo respetaba, aunque no compartía su entusiasmo. Él amaba la rutina, y sentía clara preferencia por salir a cenar a un lugar tranquilo, conocido y cercano a su casa para apenas tener que conducir de vuelta.
Esa noche no fue así. Había una celebración en el restaurante habitual al que habían decidido ir. Escuchaban a los invitados cantar el Cumpleaños feliz a pleno pulmón. E intentaron que la maître les permitiera ocupar una mesa, pero no había ninguna libre. Algunos maldijeron la situación, Tin incluido.
Caminaron por un par de calles tratando de encontrar un lugar donde saciar su apetito. La comida rápida no era del agrado de ninguno de ellos, y la gran mayoría de restaurantes de su alrededor no servían otra cosa. Tin sugirió una cafetería de aspecto agradable. Un compañero señaló en la dirección opuesta.
La puerta de entrada era corredera, y en cuanto la abrió él; que iba encabezando el pequeño grupo, fue sorprendido por el agradable aroma de lo que hervía en alguna parte. Era un olor cálido, que le envolvió como un abrazo afectuoso.
Como hipnotizado, tomó asiento en una de las sillas, con la mirada perdida en los vapores que se aglomeraban en el techo. Sus compañeros le imitaron, y entre todos ocuparon dos mesas.
Pocos segundos después, Cantaloupe apareció tras una puerta vaivén. Llevaba un pañuelo verde atado alrededor del cabello azabache y un delantal blanco, pero no impoluto, atado a la cintura. Media sonrisa le bailaba en los labios cuando les tendió los escuetos menús plastificados, y sacó una pequeña libreta de uno de los bolsillos de su pantalón para tomarles nota de la comanda.
Tin sin saber por qué, se quedó mirándole embelesado. Escuchando las voces de sus compañeros como en la lejanía. Viendo como aquel chico risueño no apartaba los ojos del cuaderno, escribiendo sin parar lo que le pedían. Apenas alzando la vista y asintiendo con aquellos pequeños ojos castaños abiertos de par en par, concentrado.
No tenía nada de especial. Físicamente era muy común y podía jurar que había visto a millones de chicos más atractivos que aquel, sin embargo, inexplicablemente, el corazón de Tin latía desbocado.
–¿Y tú? –Can ahora le miraba a él, expectante. Con las cejas alzadas y la punta del bolígrafo sobre el papel, listo para tomar nota. El zumbido incesante que habían sido las voces de sus compañeros se había convertido en un silencio que le hizo sentir incómodo y en un aprieto. Porque ni siquiera había mirado la carta que aún sostenía entre los dedos tal cual la había recibido.
–¿Qué me recomiendas? –preguntó con voz queda, como si no recordase cómo pronunciar las palabras. No pasó por alto que algunos le miraron con sorpresa. Tin siempre tenía muy claro lo que pedir. Nunca se la jugaba con la comida y menos en un sitio nuevo para él.
Su pregunta agradó a Can. Su sonrisa se ensanchó y le quitó la carta de las manos.
–¿Confías en mi? –cuestionó con un claro deje de felicidad. Tin asintió sin darse cuenta. Como un niño que responde a la pregunta formulada por un personaje de la televisión. Can le guiñó un ojo, y volvió a desaparecer tras la puerta vaivén sin decir nada más.
Las burlas de sus compañeros no se hicieron esperar. Alguno le palmeó la espalda, y les escuchó reír. Pero sus ojos continuaban fijos en la puerta tras la que Can había desaparecido.
–¿Te ha fulminado un rayo, Tin? –dijo uno.
–Se ha quedado sin habla –comentó otro.
Comenzó a ponerse nervioso conforme los minutos pasaban y Can iba trayendo uno tras otro los platos del resto. Platos que siendo justos, olían de maravilla. Todos bien presentados y de aspecto exquisito.
Su cena fue la última que Can sirvió, y en cuanto el olor de aquella delicatessen inundó sus fosas nasales, sintió como si su cuerpo comenzara a derretirse como la mantequilla.
–Cangrejo al curry con arroz en leche de coco—anunció el joven cocinero pagado de si mismo. –Espero que te guste. Si es así, házmelo saber, por favor—finalizó para volver a dejar a su grupo a solas.
–Eso, házselo saber, Tin—dijo quien estaba sentado justo a su lado, que además, intentaba inútilmente de contener una sonrisa.
Tin no le prestó atención, pero sobre todo, porque no podía hacerlo. Contemplando su cena como alguien que ve el mar por primera vez. Alucinado por cómo algo podía parecer tan delicioso y delicado al mismo tiempo. Tan perfecto.
Aflojó levemente el nudo de su corbata azul oscuro y tomó aire antes de probar una pequeña porción de cangrejo con el tenedor.
Podía jurar que sintió como todos los vellos de su cuerpo se erizaron a la vez. Aquello era un manjar muy lejos de todo lo que había probado antes en cualquier momento de su vida. Tan tierno, picante y un poco dulce al mismo tiempo. Incluso cerró los ojos al saborear las sutiles notas de cilantro que sus papilas gustativas detectaron antes que su cerebro.
Sonrió como cuando escuchaba una melodía en la soledad de su dormitorio, o cuando volvía a leer uno de sus libros favoritos. Era como si Can le estuviera acariciando el alma con aquella comida; con sólo unos pocos ingredientes mezclados en un plato. O quizás, como si le estuviera susurrando apasionadas palabras tumbado en su regazo.
Desconcertado por sus propios pensamientos, Tin saboreó aquella exquisita ambrosía hasta que no quedó en el plato ni un solo grano de arroz. Entonces es cuando se permitió alzar la vista y se dio cuenta de que sus compañeros se habían marchado. Lo único que quedaba de ellos eran unos cuantos billetes que habían dejado muy cerca del borde del mantel, a su izquierda.
–Te preguntaron varias veces si te marchabas con ellos. Terminaron de comer hace un rato—aclaró Can que limpiaba con un trapo húmedo una de las mesas a cierta distancia de él. Parecía realmente divertido con la situación. O quizás sonreía por ver la cara de incomprensión absoluta que mostraba Tin, que en ningún momento escuchó a sus compañeros ni les vio marcharse. Tampoco le importaba demasiado y ellos lo sabían. –¿Te gustó?
–¿Disculpa?
–La cena. Confiaste en mi, así que espero no haberte decepcionado—Can se le acercó unos pocos pasos de un modo prudente.
–Nunca había probado nada tan delicioso—admitió Tin no sin cierto pudor.
La sonrisa de Can en respuesta le deslumbró. –El tuyo era el plato más delicioso. Me aseguré minuciosamente de ello—aclaró ahora tan cerca de su mesa que su delantal rozó con la correa de su reloj. –¿Tomarás postre?
Tin escuchaba los rápidos latidos de su propio corazón en los oídos, sabiendo perfectamente lo que significaban los extraños sentimientos que había estado experimentando desde que había cruzado las puertas de aquel pequeño restaurante. La cena había sido maravillosa, pero más aún, el chico que la había preparado. Tal parece que los flechazos sí existían después de todo.
–Melón—soltó de pronto rompiendo el silencio.
–¿Eso es lo que quieres de postre? –preguntó Can. –Porque hago unos pastelillos de...
–Tomaré melón—interrumpió Tin poniéndose en pie y quedando tan cerca del otro que pudo comprobar que tal y como pensaba, efectivamente era unos cuantos centímetros más alto que él. El perfume del chico era incluso más atractivo que el de la comida que le había servido. Una embriagadora mezcla de lo que se le antojó dulce vainilla, cálida guindilla e intensa canela. Y en esa situación, Tin no pudo evitar hacer lo que hizo.
Tomó el sorprendido rostro de Can con ambas manos y le atrajo hacia él, uniendo sus labios en un delicado beso que le supo mejor que el cangrejo, que el curry, que el arroz e incluso el cilantro. Que todo cuanto había comido en su vida. Que todo cuanto había sentido jamás.
Sus labios eran como el caramelo salado. Eran fresa. Miel. Chocolate. Menta. Naranja y café. Suaves como la piel del melocotón. Ardientes como el jengibre. Eran como todas sus cosas favoritas en una misma persona.
Can tardó en abrir los ojos cuando dejó de besarle. Con las mejillas de un rojo tenue. Realmente adorable.
–Justo lo que quería—dijo Tin recuperando la voluntad de hablar así como el aliento. Reprimiendo el intenso deseo que se había instalado en su pecho y que sabía que no podría apagar nunca. –Vendré mañana a por lo mismo. Y si de mí depende, también el resto de mis días.
–A por melón—dijo Can volviendo a sonreír. Porque había algo que no tuvo en cuenta desde un principio. En el bolsillo de su camiseta había un nombre bordado. Su nombre. Melón. Cantaloupe.
Fin
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