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8. Maydeline.

Ya habíamos pasado la primera semana del mes de abril y todo seguía igual, desde el puto frío hasta la lluvia que caía sin contemplaciones a cualquier hora del día, sin importar nada.

Camino con rapidez al interior de la clínica para no mojarme, pero ya es tarde. Gruño y me sacudo antes de entrar, alejo el cabello de mi rostro y me acerco a la chica detrás del mostrador, quien me sonríe apenas me ve.

—Hola, linda —me dice.

—Hola, Olga, ¿cómo va todo? —agarro bien las bolsas que tengo en las manos.

—Tan bien como se puede estar en un centro de salud —suspira—. ¿Vienes a verlo?

Síp.

—Bien. Ya sabes, son dos horas.

—Gracias.

Camino con rapidez por el pasillo y busco la habitación 30 B, la que prácticamente es mi segundo hogar, pues la persona más importante de mi vida hasta el día de hoy se encuentra aquí.

—Hola, hola —lo saludo desde la puerta.

Aún sentado en la camilla, su rostro se gira y sus ojos azules se iluminan apenas me ve.

—¡May! —exclama y estira sus brazos hacia mí, esperando a que me acerque.

Dejo las bolsas en el sofá y cierro la puerta detrás de mí para después acercarme a mi pequeño. Lo abrazo, lo aprieto contra mi pecho y me siento completa.

—¡Hola, precioso! —me siento en la camilla junto a él y sujeto su pequeño rostro entre mis manos—. ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes?

—Estoy bien. Me siento muy bien —asiente, y sonrío cuando observo el tubito de oxígeno bajo su nariz.

—¿No has tenido fiebre? —sacude la cabeza de lado a lado—. Que bueno.

Lo abrazo otra vez con fuerza, beso su mejilla una y otra vez. Huele a hospital, a medicamentos y a Noah. Mi pequeño hermanito sigue siendo él, aún y cuando está luchando por su vida.

—Te extrañé —dice él, besa mi mejilla y se aleja.

—Y yo a ti —apachurro sus mejillas, haciéndolo reír—. Te traje un regalo.

—¡¿Qué es?! —cuestiona ilusionado.

Me pongo de pie y alargo el momento de sacar el peluche de dinosaurio que le compré esta mañana con todo lo que había ahorrado en el último mes.

—¡Es un dinosaurio! —grita.

—¡Es un dinosaurio! —digo entre risas, dándole el peluche—. ¿Te gusta?

—Me encanta, es el que quería —lo abraza y me sonríe—. Gracias por regalármelo.

—Haré lo que sea por ti —beso su frente y lo abrazo a mi costado.

—¿Ya estás trabajando con el presidente? —cuestiona, alzando sus ojos azules hacia mí.

—Trabajo en la casa del presidente, no con el presidente —me rio ante su expresión.

—¿Lo conociste?

—Sí, lo conocí —suspiro y acaricio su cabello castaño oscuro.

—¿Y cómo es?

¿Cómo eres el presidente Michael Evans? Era difícil describirlo, pues tenía una opinión demasiado explícita de él que no debía ser escuchada por un niño de siete años.

—Es muy amable y atento —digo—. Es servicial, inteligente...

«Y guapo, sexy, tiene una sonrisa que me hace las piernas de gelatina, una mirada que me acelera el corazón, y algo más que me tiene pensado en él todo el día». Quise decir eso en voz alta, pero no lo hice.

—¿Has hablado con él?

—Un par de veces —asiento—. Pero ya no hablemos de mí —se ríe cuando le hago cosquillas en la panza—. ¿Qué has hecho mientras estoy trabajando?

—Nos hemos visto toda la saga del universo Marvel, también leímos un montón de libros y Sandra dice que soy el mejor en matemáticas —dice con orgullo.

—¡Eso es fantástico! —sacudo su cabello y beso su frente—. Es que tienes a quien salir inteligente, ¿o no?

—Eres la hermana más inteligente del mundo —me recuesto en la camilla y él se acomoda en mi pecho—. Te amo, Maydeline.

—Te amo, Noah.

[...]

Olga hace un recibo en dónde consta que pagué los doscientos dólares de este mes, lo tomo, orgullosa por saber que mi hermano tendrá otro mes en el hospital sin temor a que algo pase.

—Firma aquí y eso es todo —hago lo que me pide y le sonrío—. ¿Te veremos el próximo viernes?

—Como cada viernes —asiento—. Mientras él esté aquí, yo también. Somos un dos por uno.

—Ya lo creo —ella se ríe.

—¿May? —cuestiona una voz femenina detrás de mí.

—Hola, doctora Sandra —le regalo una sonrisa.

—¿Viniste a verlo? —asiento—. Está bastante bien.

—Eso vi.

—El tratamiento funciona bien, pero seguiremos esperando unos pulmones nuevos —comenta y mi cuero cabelludo comienza a picar—. Realmente, luchar contra la fibrosis quística es complicado, y más en un niño tan pequeño. Noah me ha demostrado que es un luchador y eso me enorgullece. Ya sé de quién lo sacó.

Me sonrojo y sonrío.

—Mientras yo esté con él, haré todo lo posible por mantenerlo a salvo —musito.

Ella sonríe y aprieta mi brazo cariñosamente.

—Lo sé y eso está increíble. Los pacientes internos deben saber que sus familiares los apoyan incondicionalmente, que estarán con ellos siempre sin importar nada —me recuerda—. Bueno, deberías irte a casa, está lloviendo muchísimo.

Hago una mueca, me despido de la mujer y salgo disparada fuera de la clínica.

—Mierda —gruño en cuanto me mojo de pies a cabeza.

Subo el cierre de mi abrigo y me abrazo a mi misma para comenzar a caminar por la acera. No habían pasado dos minutos cuando ya estaba empapada en su totalidad, sentía como la ropa chorreaba, en conjunto con mi cabello. Apresuro el paso lo más que puedo, pero parece imposible cuando la lluvia aumenta su intensidad.

—¿Por qué no te has comprado un paraguas, Maydeline? —me reprendo y pongo una mano sobre mi frente para evitar que el agua me caiga en los ojos.

Miro hacia todos lados antes de cruzar la calle y corro, tiemblo y me apresuro a buscar refugio entre los pequeños techos de los almacenes.

—¿Es en serio? —miro al cielo, suspiro y trato de calmar mi ansiedad al estar sola en la calle, a las ocho de la noche, en plena lluvia. Me paso las manos por el cabello, y cierro los ojos—. Bueno, esto no es tan horrible.

Dejé caer la cabeza para atrás y me relajé un segundo ahí de pie, respiré profundamente y el peso en mis hombros pareció alivianarse un poco. Solo un poco, pero para mí era suficiente.

Me sentía tranquila, hasta que un bocinazo me hizo dar un salto en medio de la acera, me giré rápidamente y miré horrorizada las tres camionetas negras estacionadas. ¿Cómo carajos no me di cuenta? Mi corazón se acelera y temo por mi vida, hasta alguien baja de la camioneta del medio.

—¿Maydeline? —soltó y yo me paralicé.

—¿Señor? —cuestioné sorprendida de verlo caminar hacia mí con un paraguas—. ¿Qué hace aquí? ¿Por qué...?

—¿Estás bien? —preguntó, sin embargo.

¿Qué hace el presidente aquí, a estas horas y en la calle?

—Sí, yo... yo estoy bien —asentí y me sequé el agua del mentón—. ¿Y usted?

—Vengo de una reunión, pero... —me observa de pies a cabeza y, sin esperarlo, con su mano tira de mi chaqueta para meterme bajo el paraguas, junto a él y muy cerca el uno del otro—. ¿Qué haces aquí?

¿Cómo podía responderle si olía tan bien, si estaba tan guapo, si era el hombre que me alborotaba las mariposas en el estómago? Es que es tan lindo...

—¿Maydeline? —cuestiona otra vez y me sobresalto.

—¿Ah? —parpadeo hacia él, sacudo la cabeza—. Yo estaba... —carraspeé—. Vengo de visitar a alguien, sí —asentí y solté una risita nerviosa—. No esperaba salir tan tarde y mucho menos que lloviera así.

—Está diluviando, no deberías estar aquí —dice por sobre el sonido de la lluvia—. ¿Vives cerca de aquí?

—Sí, como a unos quince minutos de aquí —me encogí de hombros.

—¿Y piensas irte caminando hasta allá, a estas horas y lloviendo tan fuerte? —escuché cierto grado de reproche en voz, pero no supe a qué se debía.

—¿Sí? —respondí insegura.

—Déjame llevarte a tu casa —dijo, mirándome a los ojos.

Mi cerebro entró en cortocircuito.

¿En serio acaba de decir lo que creo que acaba de decir?

¿Qué? —ladeé la cabeza, confundida.

Que me dejes llevarte a tu casa —repite, con el mismo tono calmado pero autoritario que estoy comenzando a conocer muy bien—. Está lloviendo muchísimo, no será bueno para ti caminar hasta tu casa. Podrías enfermar.

No es la primera vez, señor, de verdad —le digo, y trato de tranquilizarlo y tranquilizarme a mí misma con una sonrisa—. No es necesario, de verdad. Además, es usted quien no debería estar aquí tan tarde.

¿Bromeas? —se ríe y yo tiemblo, y no creo que sea por el frío—. En esas camionetas hay más hombres que en todo el país.

Me reí y negué con la cabeza. Él se me quedó mirando unos segundos, como si yo fuera algo realmente interesante.

—Insisto en llevarte a tu casa —musita.

—No tiene por qué —reviro, algo sonrojada.

—Pero quiero —afirma—. ¿Me dejas llevarte a tu casa, por favor?

Miro sus ojos azules y estoy perdida. No puedo decirle que no.

—Está bien —termino diciendo.

Mr. President sonríe como si se hubiera ganado un premio Nobel, me invita a caminar junto a él bajo el paraguas y después abre la puerta de la camioneta para mí. Una vez adentro, el calor me envuelve y suspiro. Sí, tal vez no haya sido mala idea aceptar. Le doy la dirección a su chofer, y el auto comienza a moverse.

—Gracias, señor —le digo una vez más.

—No hay problema, ¿ese es mi deber no? Ayudar a los ciudadanos —me rio ante su comentario, él sonríe—. ¿Puedes hacer algo por mí?

—¿Algo cómo qué? —ladeo la cabeza.

—No me digas señor —frunce el entrecejo—. Suficiente tengo con oírlo todo el día, todos los días. Estoy algo estresado por eso, ¿sabes?

Oh, oh.

—Yo... No creo que eso sea correcto —digo bajando la cabeza.

—¿Por qué? —busca mis ojos.

—Porque usted es mi jefe, y no...

—Pero ahora mismo no estás trabajando —me interrumpió y sonrió—. Sé que tengo treinta, pero no soy un viejo —se ríe de sí mismo, mis mejillas se encienden—. Yo puedo tutearte, no veo el problema en estar en igualdad de condiciones.

Me mordí el labio mientras pensaba en su propuesta.

—Está bien —asentí, él arqueó una ceja, esperando—, Michael.

—Eso está mejor —sonríe y yo me derrito ahí mismo.

Traté de disimular lo mejor que pude los estragos que él me causaba, me apoyé contra el asiento muy cerca de la puerta, me abracé a mi misma y suspiré.

—¿Tienes frío? —cuestionó de repente.

—No, estoy bien, gracias —le sonreí para que no se preocupara, porque al parecer, se estaba preocupando mucho por mí. Así que, aún en mi nerviosismo, decidí cambiar el tema—. ¿Te fue bien en tu reunión?

—¿Mi reunión? —ladea la cabeza.

—Sí, dijiste que habías salido de una reunión recientemente —le recuerdo.

—Oh, sí —asiente—. Estuvo bien, más de lo mismo —le restó importancia y suspiró—. Antes de siquiera ganar las elecciones, yo me mantenía en reuniones.

—¿Cómo se siente? —cuestioné.

—¿Ser el presidente? —asentí rápidamente, mientras me pasaba el cabello mojado detrás de la oreja—. Es extraño a veces. Desde muy pequeño estoy trabajando para esto, y una vez que lo conseguí... me pareció difícil de asimilar. Sin embargo, aquí estoy, no puedo echarme para atrás —se ríe y los nervios en su voz lo delatan. Tiene miedo. Sonreí al darme cuenta que no es un robot, y me sentí mejor con eso—. Tener a todos sobre ti, contarles todo, ordenarles todo.

Mordisqueó levemente su labio inferior y entrecerró un poco sus ojos.

—Debe ser cansado todo eso, ¿cierto? —musité en voz baja hasta que me miró.

—Lo es —admitió, pero embozó una sonrisa un tanto divertida—. Uno termina acostumbrándose y todo se vuelve llevadero.

Analicé su postura un segundo, y me pareció ver la inseguridad en sus ojos. Quise preguntarle si ser el hombre más importante de todo el país era lo que él realmente quería, pero abstuve para no ser una entrometida. Porque, el hecho de estar sentada en su auto, tuteándolo, no dejaba de lado lo que realmente éramos.

Él es mi jefe, y yo solo soy su empleada.

Jamás habrá algo más que eso. Bueno, quizás en mis sueños me permitiera que, si pasara, pero en la realidad... No lo creo, es más, creo que hasta es imposible.

—¿Mañana irás a trabajar? —me preguntó.

—No, el personal de los fines de semana es otro —dije, sonreí un poco divertida—. ¿No lo sabías?

—Sé la cantidad de personal que hay, no su respectivo horario —musitó y eso me hizo reír un poco—. Por cierto, hablando de horarios... —comentó—. Hace un rato dijiste: «No es la primera vez...» ¿Cuándo vienes del trabajo y está lloviendo, tienes que irte caminando a casa?

Balbuceé varias veces antes de elaborar una respuesta.

—Bueno, no siempre —reí, froté mis manos para buscar algo de calor—. Depende del horario, como sabrás. Si entro a las seis de la mañana, podré salir a las tres o cuatro de la tarde. Si entro a las diez de la mañana, ya debo salir tipo seis o siete de la noche —expliqué con rapidez, intentando recordar todos mis horarios—. No siempre llueve, pero bueno... es Washington, pueden pasar estas cosas —señalo la ventana.

—No respondiste mi pregunta —musita otra vez, mi ceño se frunció—. ¿Te vas a casa caminando todas las noches desde el trabajo?

—No todos los días —sacudo la cabeza, mis mejillas se ponen rojas antes de suelte las palabras, pero no tengo otra explicación—. A veces, el autobús está en la parada, pero de vez en cuando me resulta bastante bien ahorrarme el pasaje. Tengo cosas más importantes que cubrir que un pasaje de autobús —bajo la mirada hasta mis manos, sintiendo su mirada sobre mí, pero disimulo un tanto mi bochorno con una risita—. Aunque no creo que ser la única que hace eso, ¿verdad?

—Supongo —dice, sin apartar sus ojos de los míos. Cuando el auto se detiene, él mira para la ventana y después a mí—. ¿Es aquí?

—Es aquí —asentí firmemente, sonreí—. No me esperaba esto, pero me ahorraste una caminata larga bajo la lluvia —me reí y él hizo lo mismo—. Gracias por traerme, Sr. Presidente.

—Ha sido todo un placer haberlo hecho, Srta. Allen —me siguió el juego y eso me hizo reír otra vez.

—Gracias de nuevo —le dije y me apresuré a bajar del auto.

Ya no estaba lloviendo tan fuerte, rodeé la camioneta y caminé hasta la acera. Me giré, no sabía si él me estaba viendo a través del vidrio polarizado, pero aún así sacudí mi mano a modo de despedida y sonreí. Luego de eso, corrí escaleras arriba y saqué mis llaves para abrir la puerta y seguir subiendo las demás escaleras hasta el segundo piso.

Una noche de diluvio, sonrisas cálidas y unos ojos azules que se grabarían en mi mente para toda la vida. En definitiva, no olvidaría este día jamás, sin importar lo que ocurra en el futuro.





Un poquito de May y de su vida, para que la conozcamos más.

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