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3. Maydeline.

Termino de organizar el uniforme que me asignaron ayer por la tarde, era sencillo y no tan asfixiante como el que tenía con anterioridad. De todas maneras, no es como si tuviera opción a elegir, ese era mi trabajo y debía seguir las reglas.

Además, el uniforme estaba bien, era negro y me llegaba por encima del muslo, lo que me agradaba bastante. Tenía botones y el típico delantal blanco, en fin, me parecía normal.

—¿Lista para mañana? —me pregunta Marla, mi mejor amiga, quien se encuentra acostada a sus anchas en mi pequeña cama.

—Sí, supongo —me encogí de hombros sin darle importancia—. No es como si fuera a hacer algo diferente.

—Sí bueno, pero digamos que ya no estarás con ese montón de viejas en el Capitolio —murmura con una mueca que me hace sonreír—. ¿Qué? ¡Ay, vamos! Las dos sabemos que esas viejas eran unas metiches.

—Solo las viste una vez y eso porque me llevaste el almuerzo —la acuso, lanzándole una almohada—. Además, eran mis compañeras de trabajo, no podía hacer nada.

—A mí me da gusto que te hayan transferido a La Casa Blanca —dice con una sonrisa orgullosa—. El Capitolio me daba miedo, no sé, era escalofriante.

—Ni que lo digas —reí.

Sí, ese podía ser el lado bueno de salir del Capitolio. Aún y cuando yo solo era una de las mujeres de servicio, en ese lugar podían pasar cosas realmente aterradoras, y no porque eran paranormales, sino porque las personas de carne y hueso podían dar más miedo que cualquier fantasma.

—Al menos podrás salir de aquí si te aumentan el sueldo —sonríe otra vez.

—Solo fueron cien dólares más, ahora ganaré cuatrocientos dólares al mes —suspiré y encendí la televisión, en dónde estaban transmitiendo el noticiero—. Con todas las cosas que debo, creo que me quedaré aquí por algún tiempo.

La vida era muy complicada cuando se está solo, cuando no se tiene con quien contar en los momentos más difíciles. Marla era una compañera excelente, me había tendido la mano cuando más la necesité, pero hay cosas en las que ella no puede interferir. No porque no quiera recibir su ayuda, sino porque sé que no sería suficiente y tampoco me gusta molestar a los demás con mis dramas.

—Bueno, por lo menos tendrás a ese papacito todo el día en esa casa —sube y baja las cejas de manera subjetiva y señala la TV.

Sí, nuestro nuevo presidente sí que tenía lo suyo.

—Sí bueno, no creo que tenga contacto con él —le recordé—. Después de todo, solo soy una empleada de servicio.

—¿Y eso qué? —me miró mal—. Admítelo, May, es un papucho.

—Sí, lo es.

Me mordí el labio cuando lo abarcar la pantalla del televisor. Michael Evans no solo era el presidente más joven que ha tenido Estados Unidos, sino también, el más guapo. Con ese porte, con esos ojos azules y esa sonrisa... Es más que obvio que era de ese tipo de hombres que tienen a más de una mujer a sus pies.

Inhalé profundamente y suspiré al final, solo me quedaba soñar con encontrarme con un hombre así en algún momento de mi vida, pero bueno, algunos sueños no se cumplen.

O eso creo.

[...]

Camino con rapidez aferrándome a mi escuálido abrigo de lana gris mientras intento protegerme del frío. Estamos bajo los veinte grados y hace una brisa demasiado helada para mí gusto, de hecho, está comenzando a lloviznar.

—Lo que me faltaba —gruño y me acercó a la estación de autobuses para esperar el que me dejará una cuadra antes de La Casa Blanca, pues este es el único medio de transporte que se acerca a ese lugar.

Cuando subo al autobús son casi las cinco y media de la mañana, mucha gente dormita durante el trayecto hacia sus trabajos. Mientras, yo voy luchando con todas mis fuerzas para no cerrar los ojos, de lo contrario, soy capaz de dormirme y no despertar jamás.

Estaba nerviosa, había estado dando vueltas en la cama durante casi toda la noche y dormí unas seis horas o menos. No sabía que esperar de este nuevo empleo, no había tenido experiencias muy gratas que digamos durante mi tiempo en el Capitolio y no quería pasar por lo mismo en este nuevo sitio.

Sé que podría solicitar empleo en otro lugar, tal vez en un hotel o en una casa de familia, incluso podía ser empleada doméstica interna, de esas que se quedan semanas, pero no me era conveniente. Realmente, en el Capitolio aceptaron mi permiso especial en caso de emergencias, y según entendí, en La Casa Blanca también lo respetarían.

Tampoco es como si tuviera el mejor sueldo de todos, pero me ayudaba bastante con todas las cuentas que debía pagar, por tal motivo, seguía aquí, esforzándome para sacar la cara por quién me necesitaba. Quién, a su vez, era la única persona que me quedaba en el mundo.

Me despabilo cuando veo que el autobús se acerca a la parada, me levanto de mi asiento y bajo del vehículo para caminar lo más rápido que puedo hacia mí destino y no mojarme tanto con la repentina lluvia.

Y ahí está, la casa más importante del mundo. Increíblemente grande, con esa clase de belleza que te deja sin aliento. Suspiro y me apresuro a llegar al guardia de seguridad de la entrada, quien me observa detenidamente mientras me acerco.

—Buenos días, ¿puedo ayudarla en algo? —cuestiona amablemente.

—Buenos días, sí ehm... Me acaban de transferir del Capitolio, y ahora trabajaré en servicio doméstico —rebusco en el interior de mi mochila el comprobante—. Aquí está.

El señor de unos cuarenta y algo revisa la hoja con detenimiento, me observa y observa la foto en dónde aparezco en una esquina de la hoja.

—Tenemos a una señorita en la entrada —musita en el radio que hay guindado en su hombro—, dice que trabajará para el servicio doméstico.

—Sí, hazla pasar —acepta la otra persona—. Llegarán dos personas más, fueron transferidas aquí.

—Copiado —asiente en mi dirección y me entrega la hoja otra vez—. Aprobado. Puede pasar.

Le sonrío en agradecimiento y la reja se mueve sola hacia un costado, dejándome pasar.

—Firme aquí para el control de visitas, por favor —me acerco a la pequeña casita de control de seguridad y me apoyo contra el muro para poder firmar—. Que tenga un buen día, señorita.

—Gracias —asiento y hago mi camino por el sendero de cemento que separa el jardín.

Me quedo boquiabierta mientras observo la inmensidad de todo esto, y me pregunto por qué la vida es tan rara. Jamás pensé pisar este lugar, no para limpiar, al menos. Me imaginé visitándola en una excursión de la escuela, la universidad o solo porque me apetecía conocerla.

Que raro, pero, ¿qué se le puede hacer?

Suspiro y sigo mi camino, hasta tropezarme con Cassandra, una ex compañera de trabajo.

—Hey, hola —la saludo, ella se gira y me sonríe.

—Oh, hola, ¿qué tal? —me da un beso en la mejilla—. ¿Qué haces aquí? ¿También te cambiaron?

—Sí, me enteré hace una semana —le digo—. ¿Y tú?

—Hace un par de días. La verdad es que no quería irme del Capitolio, me había acostumbrado a la gente y al trabajo en ese lugar —suspira, sube los hombros y sonríe—. Pero bueno, no había más que hacer ahí, supongo.

—Sí —concuerdo con ella.

Una puerta se abre, la cual no había visto porque es igual de blanca que la casa. Una señora como de unos cincuenta y tantos años, cabello castaño y un vestido elegante de color verde nos mira unos segundos antes de preguntar—: ¿Solo han llegado ustedes?

—Sí, solo nosotras —responde Cassandra por las dos.

—Bueno, al menos son puntuales —dice la señora—. La responsabilidad y la puntualidad en esta casa lo es todo, ¿comprenden?

—Entendido —decimos las dos al unísono.

—Pasen, está lloviendo y hace frío —se hace aún lado y nos deja ingresar a lo que creo, es el sótano de servicio—. En esa habitación encontrarán una hilera de casilleros con su nombre, después podrán quitarlos, es solo para que sepan dónde están —informa—. Colóquense el uniforme y nos vemos aquí en diez minutos.

La señora se retira hacia la habitación al otro lado del pasillo. Cassandra y yo nos miramos y es imposible retener la risita que se nos escapa.

—Mejor vamos antes de que vuelva —le digo y ella se ríe aún más sin poder contenerse.

En la dichosa habitación estaban los casilleros, el mío se encontraba en una esquina cerca de la pared, lo que me agradó mucho. Apenas lo abrí encontré la llave que sería mía y comencé a cambiarme. Mientras Cassandra y yo hacíamos lo propio, un par de chicas llegaron, según sé, ellas venían de la Corte Suprema y nos hicieron saber que habían estado reclutando a las mejores en el trabajo de servicio para emprender la labor en La Casa Blanca.

«Al menos soy buena en algo», pensé.

Cuando estuvimos todas listas salimos de la habitación, la señora de antes —de la cuál aún no sé su nombre— nos guía por el pasillo lujoso e iluminado.

—Muy bien, señoritas. Mi nombre es Greta Miller, soy la ama de llaves principal de la casa, por lo tanto, yo me encargaré de ustedes —informa mientras caminos. Yo, aún atenta a su información, estaba maravillada con todo a mi alrededor—. El señor Augusto Cooper se encargará de personal masculino.

Sí, no tendremos hombres cerca, suspiré aliviada.

—Perfecto —continúa—. Hoy usaremos las escaleras para que conozcan el lugar, cuando se les asignen sus respectivas tareas, podrán usar los ascensores.

Seguimos caminando como por una hora más, esta casa realmente grande y las habitaciones parecían ser interminables y los pies comenzaban a dolerme a cada paso. Y aún faltaba más, y todos los días debía venir y recorrer todo esto.

¡Dios! ¿Es necesario todo esto?

«Sí, es necesario. Necesitas el empleo», me grité mentalmente que debía calmarme, porque esto sucedía siempre que conseguía un empleo nuevo.

Cuando llegamos al Ala Este me quedé asombrada de lo increíble que era todo, pues solo había visto este lugar por televisión y de verdad que no le hacía justicia.

—Este lugar de aquí es la oficina Oval. Es la oficina principal de toda la casa, ya que aquí se encuentra el presidente.

¡¿Qué?!

—¿Eso quiere decir que veremos al presidente? —cuestionó una de las chicas que desconocía.

—Exactamente —asintió Greta—. Él es el jefe y quién tiene la última palabra —eso me generó un escalofrío—. Vengan, pasen por aquí, él está esperando por ustedes.

¿Pero que mierda? Ay, Dios, ay, Dios. Y yo diciéndole a Marla que no tendría contacto con él.

La puerta de la oficina se abre y mi corazón comienza a latir frenético, no sé por qué, pero lo hace.

—Buenas tardes, señor —Greta anuncia nuestra llegada—. Estás son las señoritas que fueron transferidas para ocuparse del servicio doméstico durante su estadía aquí.

—Muy bien, llegaron temprano —esa voz. Mierda, esa voz. Dios mío, si por televisión se escuchaba increíble, ahora es peor.

De reojo veo como se levanta de su asiento, pero no lo detallo muy bien porque tengo la cabeza agacha de los nervios. Escucho como Greta le informa sobre las otras dos chicas que vienen de la Corte Suprema, les dice sus nombres y a lo que se dedicaban en ese lugar. Mi corazón se vuelve eufórico cuando viene hacia nosotras y mi rostro se vuelve rojo.

—Ella es Cassandra Harris, trabajaba directamente para el Senado y se encargaba de todo lo relacionado con ese tipo de lugares —informa.

—Es un gusto conocerlo, señor presidente —dice Cassandra tan tranquila como siempre. Yo me estaba muriendo, ¡¿por qué ella está tan calmada?!

—Y ella es Maydeline Allen, trabajó en el Capitolio por dos años y se encargaba del área del Congreso —fue entonces cuando me obligué a levantar la cabeza.

Sí, este hombre era el ser más bendecido del mundo. ¿Quién puede ser tan apuesto y estar así, tan tranquilo en esta vida? ¿Guapo? ¡Era lo que le seguía a esa palabra! Sus ojos azules, su cabello negro, su tez blanca, su nariz recta, el perfecto ángulo de su mandíbula... En fin, él era aún más hermoso en persona.

—Es un placer conocerlo, señor presidente —murmuré como una idiota, y sus labios se curvaron en una media sonrisa.

¿Recuerdas como se respira, May? Es sencillo, solo se inhala y se exhala.

—El placer es todo mío, señorita Allen —dice, aún sonriendo—. Bienvenida a La Casa Blanca.









⚫⚫⚫

¡Tercer capítulo y estoy muy feliz!

Hoy les traje un pequeño vistazo de nuestra querida Maydeline Allen, la pequeña mujer más adorable del mundo.

¿Qué les pareció? ¿Les gusta?

Los leo.

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