19. Maydeline.
Mi día comenzó de mal en peor. Primero me despierto tarde y para colmo está lloviendo durísimo, luego recuerdo que me toca limpiar la cocina de La Casa Blanca, que es gigante, después me corté el dedo con el cuchillo y ahora me duele toda la mano. Por suerte no es nada grave, solo una pequeña herida en el dedo meñique que cubrí con una bandita.
Sin embargo, todo seguía empeorando, es jueves, por lo tanto, debía limpiar la histórica y costosa vajilla presidencial. Ay, que emoción. Puff, podría morir justo ahora. Por suerte, ya tenía la mitad de las piezas completamente limpias y organizadas en su lugar. Solo me faltaban los cubiertos que no eran frágiles, así que no debía preocuparme por si se me caía alguno.
Mi teléfono sonó cuando estaba por comenzar a limpiar otra vez.
—¿Sí? —cuestioné sin ver quién era, sosteniendo el aparato entre mi oreja y mi hombro.
—¿Maydeline Allen?
—Sí, soy yo —murmuro, frunciendo un poco el entrecejo.
—Le hablamos de la prisión del distrito —me tensé casi al instante—. Le llamamos para informarle que el señor Rodrigo Allen se encuentra en cirugía de emergencia.
Mierda. Mierda. Mierda.
—Ehm, ¿por qué está en cirugía? ¿Le pasó algo malo? —cuestioné rápidamente.
—No, es por apendicitis, nada fuera de lo normal —sin saber que estaba conteniendo el aire, lo solté todo por la boca.
Oh, gracias a Dios.
—Bueno, y... ¿cuando podré verlo? —quise saber, con la voz temblorosa y una obstrucción en mi pecho.
—Ahora mismo se encuentra en el hospital de Washington, está custodiado, pero puede acercarse en cualquier momento antes del sábado, entonces volverá y estará en observación desde aquí.
—Entiendo —me paso la mano por el rostro y suelto un suspiro—. Gracias por llamar.
—No hay problema —dijo la mujer al otro lado de la línea—. Que tenga un buen día.
—Gracias —colgué.
Guardé el teléfono en el bolsillo de mi delantal y lloriqueé, apoyando mis codos en la pequeña barra en donde estaba limpiando, dejando caer la cabeza entre mis manos.
Esto era imposible de creer, cuando pasaba algo malo en mi vida, otra cosa peor ponía mi mundo de cabeza. Este tema era algo más delicado de lo normal, pero siempre me respiraba en la nuca, aún y cuando trataba de no darle tanta importancia.
—¿Puedo saber que te atormenta? —di un respingo cuando escuché su voz detrás de mí.
—Ay, Jesús —solté y me reí—. ¿Qué tienes con asustarme?
—Digamos que me gusta ver cuándo te sonrojas —me sonríe, guardando sus manos en sus bolsillos.
Iba igual que siempre, solo que no llevaba su saco.
—¿Estás bien? —pregunta, acercándose a mí—. Parece que acabas de escuchar algo que no querías.
—Sí, supongo que es eso —suspiré y bajé la mirada.
—¿Es algo de tu familia? —ladeó la cabeza.
—Algo así, pero está bien. Estoy bien —intenté tranquilizarlo con una sonrisa que él me correspondió.
Michael pareció entender que no era una cuestión cómoda para mí, así que solo sonrió y asintió. Se acercó con cautela, como si quisiera darme la oportunidad de alejarme, pero era obvio que yo no me quería alejar de él.
No nos habíamos visto ayer por qué él no estaba, creo que se encontraba en una rueda de prensa o algo así, pues eso me dijo en un mensaje. Tenerlo aquí otra vez, tan cerca, me causaba cosas que no podía explicar con palabras.
Michael me gusta. No, me encanta. Estar con él era flotar, saltar de un acantilado o aguantar la respiración bajo el agua. Tan extremo y delicado al mismo tiempo que me dejaba fuera de base.
Se detuvo frente a mí, llevó una mano a mi rostro para acariciar mi mejilla con suavidad, delineando mi labio inferior con su dedo. Se acercó lo suficiente y me besó con lentitud, fue solo un roce. Tan superficial y efímero que me dejó con ganas de más.
Dios, ¿qué está pasando conmigo?
—Solo pasó un día —dice, a centímetros de mí—, ¿es raro decir que te eché de menos?
Sofoco una risita mordiéndome el labio.
—No, no es raro —sonreí—. Yo también te eché de menos.
—Que bueno que no fui el único —fingió suspirar cansado, sonreí otra vez—. Eso me gusta más.
—¿Qué cosa?
—Verte sonreír —acarició mi mejilla con sus dedos.
Me sonrojé y ladeé la cabeza, incapaz de retener una sonrisa. Michael parecía satisfecho el efecto que tiene sobre mí, sin embargo, volvió a acercarse y a besarme, tardándose un poco más. Su teléfono sonó, soltó un suspiro y se alejó.
—Justo en estos momentos odio ser el presidente, ¿sabes?
Me río por su cara de consternación.
—Anda, contesta, debe ser importante —le digo.
—Pero como no lo sea... —su voz se apaga antes de contestar—. ¿Bueno? Ah, sí... Estoy pensando en eso, pero no tiene nada que ver... —frunce el ceño y mordisquea su labio inferior, entrecerrando los ojos—. ¿Justo ahora? —me mira y suspira de nuevo—. Sí, sí puedo ir... En veinte minutos estoy allá.
Cuelga y se pasa las manos por el cabello.
—Tienes trabajo —digo en voz baja, él asiente y sacude la cabeza.
—¿Cuándo nos vemos otra vez? —cuestiona, tomando mis manos entre las suyas y apretándolas suavemente—. Quiero salir contigo otra vez.
Mi corazón se acelera y mi estómago se llena de maripositas.
—Yo también quiero salir contigo —confieso, pero me adelanto a hablar antes de que diga algo—, pero con una condición.
—¿Cuál? —se cruza de brazos y arquea una ceja, tratando de no embozar una sonrisa.
—Que me dejes planear a mí la salida esta vez —levanto la barbilla con valentía.
—¿Tan poco te gustó nuestra cita?
—Nuestra cita me encantó —bajé la mirada—. Fue la mejor primera cita del mundo.
Él sonríe, satisfecho.
—Mmh, que bien —sube sus hombros con orgullo, haciéndome reír—. Está bien, tú ganas. ¿Cuándo?
—¿El viernes en la noche? —ladeé la cabeza—. Puedes venir a mi departamento, si gustas.
En mi cabeza ya estoy planeando absolutamente todo.
—Me encantaría —toma mi mano y se la lleva a los labios, dejando un beso en la palma antes de apoyarla en su mejilla—. Estaré ahí, Srta. Allen.
—Lo estaré esperando, Sr. Presidente.
Sonríe sin contenerse, se acerca de nuevo y pone sus manos en mi cintura, baja sus labios a los míos y me besa. Besarlo es flotar en una nube, cálido y dulce. Llevo mis manos a su rostro, acariciando sus mejillas suavemente. Nuestros labios se separan en un último y tierno beso antes de que sus ojos azules me dejen idiotizada.
—Adiós, preciosa —besa mi mejilla.
—Adiós, Michael.
[...]
Observo a la mujer detrás del mostrador como si fuera mi peor enemiga, pero sé que no lo es, así que me acerco y carraspeo hasta llamar su atención.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarla?
—Vengo a ver a un paciente —trago—. Rodrigo Allen, está en custodia aquí, por emergencia.
Ella arquea la ceja y no paso por alto su mirada despectiva.
—Solo puede entrar personal autorizado —informa con recelo—. ¿Tiene usted algún parentesco con él?
—Soy su hija —acepto, sin penas ni ataduras.
—Bien —dice—. En la entrada hay un oficial de policía, dígale la información y él le permitirá el ingreso.
Asentí, ignorando la forma penosa en la que me miraba, tragué con fuerza y me negué a sentirme mal por eso. Solo yo sabía lo que se sentía vivir con esto, por lo que no le doy importancia.
El oficial no pone problema en cuanto me ve, simplemente asiente y me hace una requisa rápida. Me dice que me tome el tiempo que necesite, solo debo dejar mi bolso con él. Accedo, después de todo, solamente vengo a ver mi padre.
Abro y cierro los puños sin saber que voy a encontrarme al otro lado de la puerta, tomo una lenta respiración e ingreso a la habitación sin más demoras. Y ahí estaba él, acostado en una camilla, con una bata azul y una vía intravenosa. Su cabello seguía tan castaño como siempre, parece que nunca le saldrán canas, ni siquiera parece de cincuenta años, cualquiera pensaría que tiene como treinta y tantos.
Verlo en una camilla de hospital es lo peor de la vida, porque, aunque sé que está bien, me desgarra el alma. Aleja sus ojos del televisor en dónde pasan las noticias y se concentra en mí. Ah, ahí está mirada. Esos ojos iguales a los míos y a los de Noah. Me sonríe y me siento mejor, porque hace tanto que no lo veía sonreír.
—Hola, cariño —dice.
—Hola, papá —saludo de vuelta. Me acerco a la camilla y arrastro la silla para sentarme cerca de él—. ¿Cómo te sientes?
—Bastante mejor —suspira—. Ya sabes, la edad es compleja.
—No me lo imagino —suelto una risita.
Él me tiende la mano y la observo por más tiempo del necesario, trago el nudo en mi garganta y la acepto. Suelto un suspiro tembloroso, muerdo mi labio para no echarme a llorar ahí mismo.
—¿Por qué no me dejas ir a verte? —susurro, sin poder retener esa pregunta por mucho tiempo más.
—Maydeline Isabel, ya hemos hablado de esto —me reprende, yo hago un puchero—. No quiero que tengas más cargas de las que ya tienes. Suficiente tienes con criar a mi hijo, no quiero que te preocupes por un criminal también.
Cierro los ojos con fuerza y después miro al techo, intentando no dejar salir las lágrimas.
—Papá, no digas eso... —murmuro.
—Sabes perfectamente que tengo razón —dice, rotundamente—. Además, no quiero que vayas a ese lugar, no es bueno para tu perfil.
—El que renunciaras a la custodia de Noah me ha ayudado demasiado, papá, no puedes pedirme simplemente que me olvide de ti —susurro con voz ahogada, sin creer que me este diciendo esto—. Papá...
—Ya estás aquí, cariño, y eso tampoco está bien —negué—. Solo quiero lo mejor para ti y para Noah, y lo mejor es alejarte de mí y todo lo que nos recuerde al pasado.
—Pero tú estás aquí, no formas parte mi pasado —le recuerdo—. Sé que cometiste errores, pero eso no dice que deba odiarte.
—¿Y tu madre? —apenas dice eso me tenso.
—Ella está muerta —aprieto la mandíbula—. Tú estás vivo, y te amo, eres mi padre...
—...y un criminal que no sirve para nada más.
Y no lo aguanto más, las lágrimas salen sin control alguno. Aprieto su mano y dejo caer mi frente contra mi brazo que está en la camilla. Y lloro. Lloro como tanto lo necesitaba. Lloro por papá y los errores del pasado que lo llevaron a estar en prisión, lloro por la enfermedad de Noah, lloro por no poder tener su custodia, lloro por no poder darle lo que se merece. En especial, lloro por mí y no poder ser lo que tanto soñé.
Papá acaricia mi cabello con gentileza, así que me permito viajar a esa época cuando yo tan solo tenía siete años y él me leía o me cantaba las canciones de Elvis Presley. No tenía preocupaciones, nada era difícil, todo era más sencillo... Era tan feliz.
—Eres tan fuerte y valiente, mi pequeña guerrera —levanto la cabeza para mirarlo, él sonríe con ternura, secando mis lágrimas con sus dedos—. Has hecho el trabajo que tu madre y yo debíamos hacer, y lo has hecho mejor que nosotros. Estoy tan orgulloso de ti.
—Oh, papá —sollozo, besando el dorso de su mano—. Tienes que dejar vaya a verte, que Noah sepa que estás vivo, que...
—No —se niega de nuevo—. Ya arruiné mi vida, May, no arruinaré la vida de mis hijos también.
Lloro otra vez, como si me hubieran arrancado el alma, como si me hubieran roto el corazón. Quiero gritarle, decirle que es un cobarde por todo lo que me hace, pero no puedo. No lo justifico, porque lo que hizo estuvo muy mal, pero lo entiendo. En el fondo, entiendo porque me lo pide. Y está en todo su maldito derecho.
Me quedé ahí, con la cabeza apoyada en la camilla y con él haciéndome cariñitos en el pelo. Lo había extrañado tanto, hacia tantos meses que no lo veía y me hacía tanta falta.
—Te eché de menos, papi.
—Y yo a ti, mi pequeña niña —me seco las lágrimas con la manga de mi abrigo y apoyo mis codos en la cama, sin soltar su mano—. Estás preciosa.
—Estoy igual que siempre —me reí, sorbiendo mi nariz.
—¿Qué tal el trabajo?
—Estupendo, me transfirieron a La Casa Blanca —digo con orgullo y a él le brillan los ojos.
—¿De verdad? —asentí—. Que bueno, cielo, me alegro por ti.
—Sí, yo también —sonrío.
Me pongo a pensar que, de haberme quedado en el Capitolio, no habría conocido jamás a Michael. No de la manera en la que lo conozco, al menos.
—¿Qué ha pasado? —cuestiona.
—¿Qué ha pasado con qué? —cuestioné de vuelta, sin entender su pregunta.
—Tienes un raro brillo en los ojos que no había visto antes —frunce el entrecejo.
—¿Perdón? Estuve llorando, genio —me burlo.
—No, no esa clase de brillo —entrecierra los ojos—. No puede ser.
—¿Qué?
—Estás enamorada.
Me paralizo.
Ay, no. Ay, no.
—¿Qué? Puff, no —me reí, nerviosa—. ¿Enamorada? ¿Yo? ¡Ja! ¿Qué cosas dices, papá? Creo que la anestesia te afectó.
—Puedes hacerte la tonta todo el tiempo que quieras, conozco a mi hija y también sé lo que es estar enamorado —murmura, acariciando mi mano—. A mí no me engañas, cielo. Dime quién es.
—¿Qué? Ni de chiste —no paso por alto el hecho de que admití que estaba enamorada, pero no le iba a decir quién era.
—¿Qué? ¿Por qué? —abre la boca—. Ay, no, May, no me digas que es un vagabundo.
—¡Por supuesto que no! —salté—. No es un vagabundo.
—¿Quién es, entonces?
Desvié mis ojos y mágicamente observé la pantalla del televisor, y ahí estaba él. Justo en una conferencia de prensa, con su traje azul, en vivo y en directo. Se veía tan hermoso, con ese porte serio y confiado que lo caracteriza.
¿Será que puedo decírselo? Dios, ¿qué hago?
—Prométeme que no enloquecerás, ¿sí? —le pido—. Y créeme, por favor.
—No enloqueceré, ¿y por qué no iba a creerte? —frunce la nariz, como yo lo hago cuando estoy confundida.
—Porque es algo sorprendente —suspiro—. Bueno, ya qué. Mira la televisión.
Eso hizo, miró las noticias mientras Michael hablaba sobre una campaña para combatir la violencia y otras cosas más. Mi padre parecía no entender, pero me miró a mí y volvió a ver la TV. Así, como unas diez veces más.
—Estás diciéndome que... —carraspea—. Estás enamorada del presidente.
Bajé la mirada y me sonrojé, pero terminé asintiendo.
—Pero, es platónico, ¿verdad? —negué—. ¿Has hablado con él?
—He salido con él —digo—. De hecho, estoy saliendo con él.
Papá se me queda viendo por unos largos minutos que me parecen una eternidad, me muerdo la uña y espero a que me diga algo, pero no lo hace. Solo mira la televisión, como si analizara a Michael que sigue hablando, después me observa a mí y mis ojos.
—Di algo, por favor —le pido, pero no dice nada—. ¿Papá?
—Cariño, yo... —se aclara la garganta—. Vaya, es solo que...
—Sí, lo sé, es increíble, pero... —bajo la mirada—. Es que, yo nunca me había sentido así.
—¿Así como?
Busqué las palabras en mi mente, pero, ¿cómo describir algo que es inefable?
—Mmh, no sé, es como sí el mundo se detuviera cuando estamos juntos —recordé ese día en The Seattle Great Wheel y mi corazón se aceleró—. Como si las personas se esfumaran y solo existiéramos los dos solos... —me quedo callada cuando se empieza a burlar de mí—. ¿Qué?
—No sé, es que jamás te había escuchado hablar de esa manera —se ríe—. Ni cuando eras más pequeña y estabas en la escuela, creo jamás te había gustado un chico.
—Bueno, es que no había conocido a alguien como él —dije, completamente sonrojada.
—Ay, cielo —le dio palmaditas al dorso de mi mano—. No sé que decirte, de verdad, jamás pensé estar en esta situación. Cuando empezaste a crecer las cosas en casa no estaban bien, creo que me perdí muchas de tus etapas, pero sé que eres una niña sensacional —me sonríe—. No puedo darte consejos de amor, pero algo si puedo decirte: si tanto te gusta como parece, no dejes de luchar por él.
[...]
Observo a Noah dormir flácidamente en su camilla del hospital, con su boquita entreabierta y la respiración pausada. Sus pestañas oscuras rozan sus pómulos y el color de sus mejillas rosadas contrasta con el color trigueño de su piel, así como a mí.
Físicamente nos parecemos a papá, tenemos el cabello castaño casi chocolate, nuestros ojos son de un color extraño, verdes o azules, no sabemos, pero nuestra piel es aceitunada. Piel olivácea, como la de nuestra madre, o eso dicen.
Sacudo mi cabeza para alejar esos pensamientos de mi mente, creo que ver a papá esta mañana solo hizo que me estresara. Miro la habitación de Noah, comprobando que parece más una tienda de juguetes que un hospital. He trabajado tanto para darle todo esto, solo para que se sienta cómodo y que esta enfermedad no sea más que algo llevadero.
—Te amo, bebé —me inclino para besar su frente y acariciar mi nariz con la suya—. Te amaré siempre.
Dándole una última mirada antes de salir, cerrando la puerta con cuidado. Marla, quien decidió acompañarme para que no me sintiera tan sola, se levanta de las sillas de la sala de espera. Se acerca y me abraza con fuerza, frotando mi espalda suavemente.
—¿Estás bien? —cuestiona, dándome mi bolso.
—Sí, todo está bien —le sonrío y ambas salimos de la clínica.
—¿Y Noah?
—Está bien, contento, ya sabes cómo es —digo.
—Ese niño es un amor —dice ella con una gran sonrisa—. Lastima que la vieja esa no me deje verlo.
—No eres tú, Marla, es solo protocolo —le recuerdo.
—Con su maldito protocolo puedo limpiarme el trasero —escupe y yo me río.
Catalina es la trabajadora social que se encarga de mi caso y el de Noah, al estar en manos del estado y siendo yo la única persona con parentesco cercano interesada en su custodia, solo yo tengo la autorización de verlo.
—Entonces —me codea, sonriendo maliciosa y sé casi al instante a lo que va—, tendrás una cita con tu novio, ¿eh?
—No es mi novio, solo somos amigos —musito mientras caminamos por la acera.
—Ajá, y a mí me gustan las mujeres —rueda los ojos—. Ay, ya, el tipo está bueno y tú eres hermosa, te gusta y tú le gustas, no entiendo cuál es el problema.
Yo tampoco, si me lo preguntas.
—Es muy pronto, apenas nos estamos conociendo —me excuso de la manera más decente que puedo, mirando el cielo nublado—. Creo que debemos ir paso a paso.
—Como las gallinas —bufó—. Bueno, ¿irá a tu departamento?
—Síp, esta noche —sonrío ilusionada.
—¿Prepararás la cena?
—Sí, he estado viendo algunas recetas en Google, pero ninguna me convence —hago una mueca.
—Busca en Pinterest, hay buenas ideas ahí —sugiere.
—Lo haré —le sonreí en agradecimiento—. ¿Y tú? ¿Lista para mañana, cumpleañera?
—¡Ay! No me lo recuerdes que lloro —chilla dando saltitos—. El lugar es increíble, papá lo alquiló y tenemos barra libre. Irán mis compañeros de la universidad, Eric...
—Espera, espera —la detuve—. ¿Invitaste a Eric?
—¿Sí? Es mi vecino, o sea —dice obvia, yo ruedo los ojos y suspiro—. ¿Qué tiene de malo?
—¿Qué tiene de malo? —repito su pregunta—. ¡Me va a fastidiar toda la noche! Dios, él es tan molesto.
—¿Y qué? Solo ignóralo y ya —se encogió de hombros—. Además, no le vas a prestar atención, porque yo seré tu faro esa noche, ¿a qué sí?
—Sí, tontita —besé su mejilla y entrelacé nuestros brazos—. No puedo creer que vayas a cumplir veintiséis años.
—Yo tampoco, soy una vieja —refunfuña.
—Pero eres la vieja más sexy de todo el mundo.
A ella le brillan los ojos y sonríe con suficiencia.
—Lo sé, nena, lo sé —se echó el cabello para atrás como una diva.
Y ahí estaba ella, por esa razón es que la amaba, por ser así: real y sin vergüenza.
🖤🖤🖤
No hay manera de describir el corazón de Maydeline.
Es que ella es única y me dan unas ganas inmensas de abrazarla.
¿May es un amor?
¿Confirman?
¡Voten y comenten mucho!
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