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Capítulo 3: Primer encuentro

El agua caía sobre él con fuerza y el vapor se elevaba rápidamente por las puertas de cristal, nublando todo el cubículo entre humo y calor.

El líquido le recorría su extraordinario cuerpo y surcaba sus intrincados músculos, cubriéndolo todo en una agradable frescura. Esperó unos segundos a que su piel ardiera ante la elevada temperatura del agua y luego, tras cerrar la válvula, salió.

La puerta corrediza estaba empañada cuando la movió hacia a un lado.

Caminó con la toalla sobre su cuello dejando una fina estela en el piso mojado y se dirigió a la habitación contigua. Aquí en cambio, el frío impregnaba toda la estancia. El aire fresco proveniente del aparato que se acoplaba a la pared le erizó la piel y pudo notar como aún los restos del agua en su cuerpo se enfríaban con velocidad.

Comenzó a secarse frenéticamente. Cruzando la tela de algodón aquí y allá con agilidad en pocos minutos ya estaba completamente seco.

Se detuvo enfrente del espejo y hurgó entre los gabetines de madera para sacar la ropa interior de aquella mañana. Era un boxer rojo con rayas negras. Su favorito.

Se lo colocó pensando en que aún le sobraba el tiempo para dirigirse a su trabajo.

Lanzó una mirada furtiva al espejo y entonces, desviando los pensamientos de su mente, comenzó a vestirse. Aquel día había elegido un jeans negro que había combinado con una franela blanca que se adhería extraordinariamente a su cuerpo. Lo ajustado de la ropa sobre su piel le proporcionó un aspecto más joven y rudimentario.

Los tatuajes sobresalían donde la tela no podía cubrir. Un sol negruzco y figuras interpuestas alrededor de otras formas como un reloj y un demonio alado, se extendían por sus brazos y descendían hasta terminar en unos aros de tamaños diversos que le rodeaban ambas muñecas.

Su nombre... Albert Colt.

Tenía la piel muy blanca y enormes ojos azules que cambiaban según su estado de ánimo. Fornido y atlético, el apuesto joven tenía tan sólo treinta años de edad y era realmente un <<Adonis>>, que a simple vista provocaba miradas y elogios maliciosos de quién tuviera la valentía de cruzarse en su camino.

Medía aproximadamente 1.85 centímetros de alto. Estatura que, por supuesto, le confería una formidable apariencia imponente entre sus colegas y familiares. Su sonrisa podría llegar a ser cautivadora en algunos momentos, pero su apetito sexual, era tan famélico como un león en plena cacería.

Era ésto último lo que le permitía tener tantos momentos placenteros.

De pronto, una figura se asomó por entre el revoltijo de sábanas blancas que formaban un tumulto sobre la cama.

—No quiero que te vayas...—murmuró la mujer con picardía.

Albert giró en redondo, sonriente.

En ese momento la joven de tez oscura se colocó boca arriba y se quitó toda la manta que le cubría muy por debajo de su abdomen.

Estaba completamente desnuda y húmeda para él. Deseosa, abrió las piernas y se llevó una mano hacia su vagina.

Albert se estremeció mientras la observaba fijamente. La inminente erección le crecía por dentro de su pantalón y le dolía por la presión ejercidas. Su corazón empezó a aumentar su ritmo cardíaco.

—Ven... Quiero sentirte. —exclamó la mujer e insertó un dedo en su introito.

Gimió con suavidad y arqueó la espalda, invitándolo que fuera a por ella.

El plan, evidentemente, había funcionado. Pocos minutos después las ropas de Albert estaban esparcidas sobre el suelo. Su miembro eréctil apuntaba al frente con firmeza. Quería poseerla con una fuerza bruta. Someterla a su antojo y ser el dueño de todos los rincones de su piel.

Excitado tomó el envoltorio que yacía sobre la mesa de noche. Extrajo el preservativo y se lo colocó impaciente.

La mano de la mujer se movía rapidamente mientras aumentaba el gemido de su boca, cuyos labios estaban pintados de un intenso rojo escarlata.

El sonido hipnotizaba a Albert.
Se acercó y notó como la humedad de ella caía sobre la sábana dejando una marca... su marca.

Aquello lo enloqueció.

Entonces, ya a punto del abismo, él cogió su miembro con su mano, lo dirigió hacia ella y la penetró.

El dolor la hizo gritar aún más. Mientras tanto, sudoroso y sediento, Albert ajustó su cadera sobre la zona pélvica de la chica, y cogiendo ambos tobillos con sus manos, la embistió con fuerza.

Ella dejó escapar un sonido de placer al recibir todo el dominio de él. Lo miró a los ojos con fuego abrasador, se acercó a su rostro y con su mano lo atrajo hacia su boca. Sus lenguas se tocaron y se fundieron en uno solo.

Él seguía moviéndose en un frenético vaivén y el sonido monocorde y sincronizado de ambos cuerpos al chocar aumentaba más y más...

El frío del aire acondicionado se disipó por completo cuando ambos estallaron en el éxtasis, simultáneamente.

...

Albert se ajustó la correa del pantalón y observó como la mujer aún en la cama, le miraba con marcado desdén.

Él no le correspondió la mirada, salvo que le guiñó el ojo y sin poder dejar lugar a la duda... se retiró de su campo visual, y salió.

El pasillo del inmaculado hotel se extendía ante sí y las habitaciones con sus puertas de cobre y ornamentada numeración, le parecían susurrar las voces más placenteras que solamente en su interior podían esconder.

No prestó atención al lugar porque no estaba para tales tonterías. Se colocó sus lentes de sol y con el aspecto más varonil que un hombre podía tener, se encaminó a la salida.

El aire estaba cargado a limón y un aroma extraño que le recordó a la canela. Albert no entendía como en un sitio tan consumible por los olores siempre debía oler tan de forma natural.

<<A lo mejor, pensó, era para recordarles a todos los que visitaban esos sitios... el olor del hogar>>.

Pero, ¿realmente como debía oler el hogar? ¿Qué características tenía el aroma de una vivienda con esposa e hijos dentro?.

Despejó ese incógnito pensamiento porque a decir verdad no imaginaba un mundo así, ni en años.

Amaba su vida. Amaba el placer. Amaba por sobre todas las cosas, ser libre. Por tanto, no podía darse el lujo de permitir perder todo lo que con tanto esfuerzo se había labrado. Sería echar todo a la borda. Y Albert Colt, jamás dejaba todo ir... tan fácilmente.

El guardia que resguardaba la entrada principal le saludó con un movimiento de cabeza y luego al traspasar la puerta doble de cristal, se halló con el resplandeciente sol de un jueves por la mañana.

Tomó las llaves de su vehículo, y entró. Inmediatamente sacó su teléfono móvil y lo colocó sobre el respaldo del iPod y la música aleatoria comenzó a sonar. Era una melodía acústica bastante rápida. Los monocordes del violonchelo y los graves del piano le daban un toque sutil y lúgubre, al mismo tiempo. Hizo los cambios necesarios... y pisó el acelerador.

California le había sentado muy bien. Aunque no era su ciudad natal, con el paso del tiempo, entendió que ésta ciudad enigmática le daría un recibimiento como no se lo había imaginado.

La primera vez que recibió la invitación del presidente de la compañía Lukas Trent, hacía tan sólo dos semanas, explicándole los motivos de aquel inesperado viaje, supo que no podía perder esa importante oportunidad.

Oklahoma, dónde vivía desde que tenía uso de razón, le había brindado las herramientas necesarias en el campo de los negocios. Allí se formó, creció y se desarrolló como el mismo se autodenominaba, <<un experto en cumplir las reglas>>. Con tan sólo treinta años de edad, Albert Colt había erigido un prestigioso nombre comercial con el sello Colt, Asociados. Donde la más amplia gama de abogados, analistas y consejeros fiscales de toda la ciudad, proporcionaban un majestuoso y responsable servicio a todos sus clientes.

La captación no era muy fácil porque la competencia cada día ascendía. Sin embargo, los años y la experiencia innata de Albert Colt, se habían incrementando como la espuma y su nombre ya sonaba, incluso, en pequeños medios de comunicación, que se atraían a él como las hormigas acuden a la miel.

Inteligencia. Prestigio. Belleza... y lo que nadie más sabía pero que mantenía en secreto bajo su sello personal: un ávido apetito sexual. Eran tan sólo las principales características que le adjudicaban a éste joven abogado, cuyo futuro se auguraba entre éxitos y millones de dólares.

Mientras el semáforo cambiaba al color amarillo, no pudo, por mucho que lo evitara, recordar aquella llamada de su cliente número #43.

Estaba dormido en su adosada cama cuando el teléfono sonó, incesante.

Albert lo tomó confundido sin poder concentrarse muy bien por el sueño que aún le torturaba.

—Buenos días... ¿Señ... Señorita Walt? —contestó mirando el nombre de su cliente de la semana pasada.

El reloj marcaba las tres de la mañana.

Hubo una larga pausa y la música al otro lado bajó de volumen.

—Hola, Albert, oh, disculpa la... disculpa en verdad la molestia —respondió la mujer con voz entrecortada.

Él se despertó por completo y se sentó en la cama, tomando un sorbo de agua, imprertérrito.

—¿Sucede algo señorita? ¿Ocurrió algo malo?.

La mujer profirió una carcajada con picardía y se escuchó a través de la línea telefónica como luego carraspeaba, incómoda.

—Para nada querido, sólo estoy celebrando por tí... por haberme ayudado a ganar la demanda.

Albert más confuso que antes, bostezó.

—Entiendo Margareth, pero, ¿no crees que es muy tarde para llamar? —su voz se iba tornando dura y fría.

—Sí realmente lo lamento Albert, que pena, sólo quería agradecerte y decirte que... me encantaría celebrarlo contigo.

Y entonces en medio del silencio, ella colgó.

Albert dejó el teléfono móvil sobre la cama y se recostó de lado, ensimismado en sus pensamientos. Siempre ocurría... siempre lo mismo. Una llamada de agradecimiento; una llamada de confusión a medianoche; un mensaje de texto declarándole su amor. Una cliente que había confundido las señales. Y entonces la decepción embargaba a Albert.

Se sentía bien, y lo admitía, provocar miradas provocativas en las féminas y ser el centro de atención. Pero llegaba un punto en el que todo se tornaba trivial. Llegaba ese momento en él que no podía avanzar y pensar claramente en su vida porque solo se veía embebido en el placer.

Realmente se podía pensar qué: ¿en la vida... su vida... todo transcurrirría solamente entre el goce y lo carnal?.

Si era así, no quería seguir viviendo ésta aburrida vida.

El semáforo cambió y el acelerador hizo levantar una cortina leve de humo. La calle estaba un poco despejada y el viento entraba por la ventanilla mientras seguía el camino hacia la zona industrial de la ciudad.

Pasaron los minutos, el sol en lo más alto del firmamento resplandecía, aunque los lentes le evitaban cualquier incomodidad; ansiaba llegar con rapidez a su destino.

Al cabo de quince minutos, arribó.

El enorme edificio de acero y cristal se elevaba formidable en medio de pequeños bunkers y talleres mecánicos.

Las personas entraban y salían presurosas por las brillantes puertas. En medio de la fachada con letra metálica e imprenta, reposaba el nombre de aquella majestuosa construcción:

"Construcciones Maddison"

No pudo evitar sentirse muy complacido. El nombre Maddison sonaba por todo el mundo. Vanguardistas comerciales en el ámbito de la electrónica: la corporación Maddison era sin duda un excelente trampolín para su buffet de abogados.

Comprendió que debía ser lo más sociable posible y que no podía perder una oportunidad de tal calibre.

El destino le sonreía, de forma apacible y debía aprovecharla.

Salió del vehículo, entregó la llave al joven del ballet parking y subió los peldaños inmaculados de la entrada.

De pronto, su teléfono móvil comenzó a vibrar.

Rápidamente lo sacó del bolsillo y lo observó entornando la vista, debido al fuerte y acechante resplandor. Contestó.

—Hola, Lukas... Sí, sí, ya estoy... justamente...

Entonces el choque fue irreparable.

La chica golpeó con su hombro y cayó de bruces sobre los escalones. El grito que emanó de su boca fue de horror y posteriormente de dolor.

Albert dejó caer el teléfono y presa del pánico se aproximó a la elegante mujer. Llevaba un vestido negro muy ceñido a su figura y una chaqueta de cuero que sólo cubría su parte superior. El cabello le caía a todos lados mientras ella se tocaba el seno izquierdo con aflicción.

—Grandísimo, idiota. —le espetó con furia—. Acaso no miras por dónde caminas.

El dolor se extendía velozmente.

Él pidió disculpas por enésima vez al tiempo que le ofrecía una mano para levantarla. Ella dudó, fulminándolo con la mirada. Pero en vista de que varias personas les observaban, muy cercas con curiosidad, la aceptó con desgana.

—Lo siento, señorita —volvió a decir Albert sonrojado —No era mi intención y me disculpo, de verdad.

La mujer, una vez de pie, comprobó su estado tocando su seno y el brazo circundante y notó que no había sido gran cosa. A través de sus gafas oscuras observó al individuo que yacía delante de ella pidiéndole una, y otra vez disculpa. No pudo por menos, sonreír dentro de sí.

—Lo lamento tanto... De verdad...

—Está bien —interrumpió Alissa Maddison—. No pasa nada. Sólo debería tener más cuidado al caminar.

Dicho ésto ella le entregó el teléfono, Albert confuso lo tomó, y entonces la mujer dió media vuelta y traspasó imponente las puertas de la entrada.

Había sido muy rápido pero lo había visto. Albert podía jurar incluso por su vida que la mujer le había sonreído de una forma incitadora. No. Era evidente que no le sonreía.

<<Casi la matas, ¿Porqué iba a sonreírte?>>, Le habló el subconsciente.

Guardó el móvil, se ajustó la ropa; lanzó una mirada alrededor y entonces, entró al edificio.

Sin duda alguna, el destino le auguraba memorables momentos aquella mañana a Albert Colt.

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