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XLVII - Bad time, good news II

47.- Bad time, good news II


Giré sobre mis talones y vi el vestido que me envolvía danzó junto a mí. El espejo reflejaba mi vestuario blanco e inmaculado, listo para ser expuesto ante los invitados que serían testigos de nuestra boda.

Las muchachas encargadas de mi apariencia alistaron los últimos detalles antes de dejarme ir a la limusina que me esperaba fuera, lista para llevarme directo a la iglesia donde sabía, me estaba esperando Sebastian. No lo veía desde la mañana, cuando llegó mi madre a primera hora y me trajo hasta su hogar para ser vestida y maquillada allí.

—¿Lista? —Preguntó mi hermano, asomando la mitad de su cuerpo a través de la puerta de la habitación en la que me encontraba. —Vaya, pero que hermosa te ves. —Loó. Sonreí tímida. —La novia más hermosa que he visto. —Entró y se dirigió a mi lado, viendo su reflejo en el espejo junto al mío. —Es un honor para mí acompañarte al altar, ___________.

—Te agradezco por ello, Taylor. —Asentí cortamente. —Realmente lo hago.

—¡Vamos niños! Que la hora está cerca. —Exclamó mi madre antes de entrar a la habitación. Tomó de mi mano y me arrastró hasta la salida de su hogar. —No sé qué decirte, hija. —Rio mi madre. —Prometí no llorar, pero... —Gimió dejando ver las primeras lágrimas. Soltó una risita divertida y sin pensarlo, me abrazó y repartió diversos besos en torno a mi rostro. —Nos vemos en la iglesia.

—¡Cuida a Mary! —Le dije antes de entrar al auto. —Y bésala por mí.

—¡Lo haré! —Gritó mi progenitora. Alzó su mano y ve despidió.

Me dejé caer sobre el respaldo de cuero que poseía la limusina. Presioné mis sienes mientras pedía no sufrir de migraña en el momento más importante de mi vida. Éstas habían desaparecido durante mi embarazo, y debo decir que ello fue lo mejor que me pasó en mi vida. No sólo porque los dolores en mi cabeza habían disminuido, si no por que pude experimentar la dicha de ser madre. Sentir cada patadita proporcionada en mi interior, su primer llanto al momento de ver la luz del mundo, y ver la inocencia en sus ojos era algo que no se comparaba con nada en el mundo. Desde que la tuve en brazos, Mary me había hecho la mujer más feliz del mundo.

—¿Migraña? —Inquirió mi hermano.

—El comienzo de una. —Murmuré.

—Debe ser el estrés. —Opinó mi hermano. Asentí ante aquella posibilidad. —Trata de respirar profundo y relajarte.

Hice lo que mi hermano me dictaba, y con paciencia, logré aminorar un poco el dolor, pero no del todo.

Bajamos de la limusina en cuanto las personas que estaban esperando fuera de ésta entraron al interior de la estructura sacra. Taylor me ofreció su brazo y yo lo tomé con cierto miedo. Caminamos al interior de la iglesia, donde todos se encontraban expectantes al verme caminar parsimoniosa junto a mi hermano. Sonreí a todos, manteniendo mi postura y evitando pensar en la migraña que terca, se mantenía en mis meninges.

Juré que no lloraría en aquel momento. Pero lo hice cuando vi a Mary vistiendo un hermoso vestido blanco. Sobre su cabeza había una corona de flores que la hacía ver totalmente tierna. Miré a Sebastian que se encontraba en el altar y ambos reímos al mismo tiempo. Me tendió su mano en cuanto llegué a su lado. Pero antes, Taylor se encargó de abrazarme y depositar un beso en mi frente.

—Te quiero, hermanita.

—También yo, hermanito.

Ambos reímos divertidos.

—Cuídala, Sebastian. —Le dijo Taylor a mi futuro esposo. El rumano asintió con una sonrisa en su rostro.

—Como si mi vida dependiera de ello. —Le aseguró el castaño. Tomé su mano y nos dirigimos frente al padre que nos desposaría.

Largos minutos duró todo lo que significaba llevar una ceremonia marital a cabo. El padre se encargó de leer ciertos párrafos de la biblia antes de pedirnos responder la pregunta que todos estaban esperando. Por sobre todo nosotros, quienes éramos consumido por la impaciencia y las ansias de responder e irnos de allí lo antes posible.

Finalmente, concluyó su discurso y nos dio el permiso para poder besarnos y sellar nuestro amor. Sebastian no perdió el tiempo; tomó mi rostro entre sus manos y besó mis labios logrando sacar aplausos entre los invitados que atentos nos observaban emocionados.

—Te amo, preciosa. —Murmuró el rumano a centímetros de mis labios. —Las amo. —Dijo, esta vez, observando en dirección a Mary.

—Nosotras también te amamos. —Reí divertida. Rodeé su cuello entre mis brazos y nuevamente, nos volvimos a besar.

Nos sacamos un par de fotos en familia. Tomé a mi hija en brazos y me cercioré de que estuviese seca y en condiciones de seguir con el mismo vestido. Estuve todo el tiempo con ella antes de dirigirme a la luna de miel con el ahora, mi esposo. No podía evitar sentir pena al dejarla con mi madre; sabía que nada malo le sucedería estando con ella y mi hermano, pero nunca me había separado de mi hija por tanto tiempo. Dos semanas lejos de mi pequeña me era algo similar a pasar dos meses, e incluso más sin su presencia infantil.

Esa misma tarde volamos directo a Australia. Nos habíamos dado el lujo de arrendar una cabaña frente a una de sus tantas playas. Prometían ser los mejores días que como marido y mujer podríamos tener en nuestras vidas.

Me recosté sobre la cama y respiré profundo. El viaje había sido agotador, por lo tanto, era una situación especial para que mis meninges comenzara a inflamarse y causarme dolor.

—No te ves muy bien. —Murmuró el rumano en cuanto se recostó a mi lado.

—Lo estaré. —Musité, masajeando suave el área de mis sienes. —Necesito saber cómo está Mary.

—Está bien. —Dijo el rumano, deslizó su mano hasta mi abdomen, buscando el borde de mi prenda. —Taylor me llamó hace cinco minutos. Ha dicho que Mary se ha comportado como una señorita.

—Es una señorita, Sebb. —Reí. —Nuestra hija es una Lady.

—Igual que la madre. —Besó mis labios. —¿Estás dispuesta...? —Murmuró. Su mano presionó mi pecho izquierdo, robándome un gemido y, por consiguiente, una risita juguetona. —Un día leí que el dolor de cabeza se quitaba con el sexo. ¿Quieres probar?

—¿Y si no funciona? —Cuestioné.

—Era un dato científico. —Explicó. Se posicionó sobre mí, tomó mi playera y la retiró de mi anatomía. — Hay que probar, ___________. Quien sabe... —Besó castamente mis labios. —Puede que le demos un hermanito a Mary. Después de todo, fue el único método que funcionó contra tus migrañas.

Reí divertida. Tomé su rostro entre mis manos y lo besé con pasión.

—Probemos el dato científico, amor. —El rumano curvó sus labios y formó una sonrisa coqueta. —Hazme el amor.

Dicho aquello, los besos de Sebastian no se hicieron esperar. Aquel día, nos las pasamos en nuestra habitación, entre jadeos y gemidos que más de alguna vez gritaron el nombre del otro. Efectivamente la migraña se fue. Había dado resultado.

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