Capítulo 45
LILITH
Sé que han pasado sólo unos días desde nuestro último beso, pero me han parecido meses. Sueno como una estúpida sin remedio, pero no puedo evitar sentir que éste loco acosador —según lo que me contó Levi mientras me vestía— me complete de una manera indestructible y casi perfecta.
Sus labios se apoderan de los míos con efusividad, amor, sed, como si yo fuese su oasis en medio del desierto. Soy su trago de agua, su vida. Ahora lo entiendo. Entiendo a Leo, a Levi, a su necesidad y a sus deseos por tenerme en sus brazos. Quiero tenerlos a ambos, esa es la verdad.
Levi tenía razón, cada beso es diferente; ellos son diferentes. Los amo a los dos, pero eso no significa que tenga algún favorito o crea que alguno de ellos puede ofrecerme un tipo de relación distinta. Ambos me aman a su manera, y yo a ellos.
Pero... necesito oírlo, quiero escucharlo de él. Después de todo, yo soy su nenita.
—Dímelo... —le pido.
—¿Qué cosa? —exhala entre beso y beso; su aliento impregna mis fosas nasales.
—Tú sabes... —lo beso; cariño y dulzura es lo que saboreo en su boca.
—Nenita... —Nuestro beso se profundiza, dejándonos a ambos con poca claridad los próximos quince minutos—. ¿Si te digo «te amo», me dejarás hacerte mía aquí y ahora?
Sonrío contra sus labios, —No voy a decirte: «por favor».
—Lo sé, yo te estoy suplicando aquí, nenita.
Me rio entre beso y beso... Pero, de repente, algo en mí se acciona, como un viejo recuerdo al que creí enterrado u olvidado. Es la maldita imagen de él poniendo su cara de horror cuando vio mi cicatriz.
Ay, Dios... Si se asustó con esa marca en mi piel, una piel que se supone debería ser pura y sin otras señales más que los lunares, ¿cuál sería su reacción si viera el resto de mi cuerpo?
Esos pensamientos en mi cabeza me prohíben disfrutar nuestro caliente jugueteo de besos.
—Nenita..., ¿qué pasa?
Mis labios se apartan de los suyos en un movimiento brusco y casi precipitado.
Lo siento, pero tengo que proteger mi corazón.
Aunque no me vuelve a besar, tampoco deja que me aparte. Mis manos se aferran con fuerza a su camisa. Él siempre viste como un personaje de empresas de internet; sencillo, pero sin llegar a ser profesional. Normal para un chico de veinticuatro años que aún es un tanto inmaduro y precoz.
—¿Lilith?
Maldición. Mi nombre es un condenado incentivo para la definición de problemas.
—¿Lilith? —pregunta, esta vez, más serio y preocupado.
—No puedo... No puedo hacer esto.
Se le tensan los músculos del cuerpo y ensombrece un poco la mirada.
—¿Por qué? —mi brazo es su prisionero; su apretón es desesperado más que iracundo—. ¿Qué hice? Dime qué hice —me exige.
Esperen...
Nosemeamontonen...
Aquí hay algo que no me gusta.
—¿Que qué hiciste? —pregunto con incredulidad—. Tal vez poner esa mueca de repelús cuando viste mi cicatriz, Leonardo.
Golpe bajo. Pero necesario. Si esto —sea lo que sea— va a pasar, tengo que ser brutalmente sincera.
Su cara me lo dice todo: el maldito recuerdo aún no es tema de conversación. Y esa pequeña mueca alimenta mi enojo.
Me voy.
Amago con levantarme del sucio piso de esta habitación. Leo, al darse cuenta de mis acciones, me retiene contra su pecho, impidiendo mis intenciones. Sus brazos son los barrotes de carne y hueso que me mantienen como su prisionera.
¿Desde cuando los abrazos se volvieron tan asfixiantes?
—Leo, suéltame.
—No —me presiona con más fuerza.
—Leo... —le advierto. Su aroma está matándome, en el buen sentido y también en el malo. Me siento como un objeto, pero sin ser digno de respeto.
—Lo siento —dice; sus palabras ahogándose en mi pelo, dejándome lentamente en jaque—. No quería reaccionar así, me tomaste por sorpresa y también... No lo sé. Yo, no era mi intención herir tus sentimientos.
Bufo, moqueando y, limpiándome con su blanca camisa de tres botones sin utilizar, la nariz sin ninguna pena. Oigan, pero me lo debe, eh.
—No estoy herida, Leo. No heriste para nada mis sentimientos. Es más, me dio exactamente igual.
La calidez de su cuerpo me limpia de culpas.
—Claro, mentirosa.
—Mira quien lo dice... —levanto la cabeza de su pecho para poder verlo.
Su entrecejo se arruga, —¿Por qué lo dices?
—Me has mentido desde el primer momento en que nos conocimos —digo; pero no con afán de molestarlo—. Sabía que te conocía de algún lado, cuando vi tu cara; tú y yo nos conocimos de niños... ¿Verdad? Tú y yo no hablamos, ni siquiera nos presentamos, pero... tengo vanos recuerdos de ti siguiéndome a todos lados con Mario, pero siempre manteniendo tus distancias, casi en las sombras.
Me toma de las mejillas con cuidado, viéndome directamente a los ojos e inspeccionando mi rostro... a lo mejor, cerciorándose de que mis expresiones no sean temerosas o psicológicamente inestables.
Al parecer, en el claro azul de mis ojos, encuentra lo que busca, porque una tímida sonrisa se abre paso en su boca. Es muy bonito.
—¿Me recordaste? —me pregunta, esperanzado, como si la situación para él fuese surrealista, pero, igual, con ilusión en la mirada—. Yo... Creí que nunca podrías recordar, que tus recuerdos estaban atrapados en alguna parte de tu cerebro y jamás...
—Shh... —lo tomo de las mejillas—, lo sé... Me di cuenta de que habías sido tú cuando... —me callo.
—¿Cuando qué? —dice—. ¿Cuando qué, nenita?
—Yo... Bueno... —Así no es como planeaba contarle a Leo que anoche, mientras su hermano me daba mi primera experiencia sexual, me acordaba de todos mis recuerdos reprimidos por culpa de mi enfermedad.
—Cuéntame, por favor —me pide.
—Bueno... Sí tengo que contarte algo, pero... por favor, no te vayas a enojar, ¿sí?
—¿Por qué?
—Promételo —medio le suplico.
Se lo piensa un instante, y al final asiente lentamente, como si el más mínimo movimiento pusiera en evidencia su inconformidad, —De acuerdo.
Aspiro profundamente el buen aire, del todavía buen juicio, antes de soltar todo de golpe.
—Anoche me acosté con Leviatán. Quería hacerlo... Jesús, en verdad deseé hacerlo. Es que él y yo... No sé. Levi es como yo, él también ha pasado por mucho y, cuando me miró no hubo ningún ruido en mi cabeza. Todo estuvo claro, correcto, sin nadie produciendo estragos... No tienes idea de cuántas veces soñé con el momento que pasó la noche anterior. Me sentí como una princesa.
No tengo idea si, durante mi discurso/confesión/perdóname, parpadeó o emitió algún sonido que pudiera revelarme alguna emoción de su parte.
—Por favor, di algo —le ruego. Prefiero mil veces los gritos o insultos que los silencios o expresiones transparentes—. Quiero que me digas algo.
—¿Como qué? —dice, medianamente frío y distante. Ni siquiera me mira—. ¿Qué quieres que te diga? ¿Bien hecho? O, ¿prefieres que pregunte cómo estuvo la parte del sexo?
Algo dentro de mí se rompe. Lo antes remendado con la aguja mágica ha perdido su fuerza.
—Am —trago en seco; esa frialdad en su tono de voz no me la esperaba. Aunque, en realidad, ¿qué esperaba? ¿Que me dijera lo mucho que me ama al final de esta patética confesión? Ja, sí cómo no—. No sé, yo... No sé. Digo, ¿cómo te sientes?
—Hijo de puta —masculla, con la mandíbula en un crujir de huesos, aún sin mirarme.
—¿Cómo? —Lo dijo tan bajito que no creí haberle oído bien.
De repente pasa... Él se revela, toda su cara envuelta en ira, como si la explosión de bilis ascendiera en un abrir y cerrar de ojos frente a mí.
—¡HIJO DE PUTA! —Se levanta, exabrupto del piso, tanto que, las partículas del polvo también lo hacen. Me quedo patidifusa—. ¡CABRÓN DE MIERDA! —le grita a la nada, mientras se pasea de un lado a otro de la habitación, pasándose las manos por el pelo y ensombrecido en su propio mundo de venganza—. ¡MALDITO, MALDITO, MALDITO CABRÓN!
Me levanto, instintivamente del piso, cuando lo veo lanzar con violencia una charola y aparatos de metal al vacío de su infinito dolor. Su rabia lo domina. Es la imagen más perturbadora que he presenciado en mi vida. Mis ojos se llenan de lágrimas de culpa.
En medio de su agonía e ira mezcladas, me mira. Y lo que veo... no me gusta. El amor puro en el que me aseguré un futuro se desvanece; sabía que no sería mi «para siempre». Pero esperaba al menos un día a su lado antes de averiguarlo, no una hora.
De dos zancadas llega hasta a mí, tomándome de los hombros; no le tengo miedo a sus actos, por alguna razón sé que él no me hará daño incluso mutando en ese lugar y momento equivocado. Con el rostro enrojecido por el odio, y la pena que surca en sus ojos, me hace la pregunta que tanto me temí desde que subí al auto de papá.
—¿Estás enamorada de él?
No le voy a mentir.
—Sí.
—¿Por qué él? —me pregunta en un suplicio, sacudiendo mis hombros. Sus manos acunan mis mejillas. Hay algo de dominio y brusquedad en su toque—. ¿Por qué él? ¿Por qué dejaste que él haya sido tu primera vez?
—Leo...
—¿Porque él cuando yo sí te amo de verdad?
Mis ojos se humedecen.
—¿Cómo?
—Lo que oíste, yo sí te amo... Levi no. Él no puede amarte. No te ama.
La ira y la tristeza se baten en mi corazón. Él no dijo eso, ¿verdad? Leo nunca diría algo como eso. Él prometió jamás herirme.
—Primero muerto antes que permitir que algo malo te pase —me dijo.
Mi Leo. Mi Levi. Ellos lo prometieron.
—Ya basta —le pido en un rechinar de dientes.
—No te ama. Él no te ama. Nunca podrá amarte.
—Ya basta, Leo —sus palabras queman, arden, lastiman; el cariño en sus ojos ha desaparecido por completo, ¿y el mío?
—¿Crees que te ama?, pero no es así. Está enfermo, Lilith. Él no puede sentir amor. No puede. Finge sus emociones. Cuando conoce a alguien con sus mismas debilidades se aferra a esa persona; piensa que es amor, pero no. Es un puto loco, mitómano y bipolar —confiesa en mi cara.
Si algo no estaba roto..., ahora ya lo está.
—No... —me niego a creer lo que me dice su parte celosa y ardida.
—No es capaz de amar como yo, nenita. Nadie te querrá como yo. Grábatelo en esa cabecita tuya.
—Leo...
Me atrae hacia su pecho y me encierra en él, sus brazos confinando el poco oxígeno en mis pulmones, haciéndome sentir pequeña y miedica.
No, esto no está bien. No me siento bien. No me siento cómoda.
—Tienes que amarme a mí —dice en un desespero, mientras el ahogo de sus palabras me cohiben—. Tienes que amarme a mí. Tienes que amarme a mí —me repite, desesperanzado por ganar mi corazón.
Tengo que salir de aquí.
—Leonardo —intento apartarme—. Por favor. Por favor, suéltame.
—No, no hasta que me ames.
Me falta el aire.
—Suéltame, Leo, por favor... No quiero...
—Dime que me amas. Dime que me amas, como de seguro se lo dijiste a él mientras le abrías las piernas —masculla, sumergido en su propia locura.
Eso me obliga a reaccionar. No sé de dónde carajo's saco fuerzas, pero consigo armarme de valor y golpearlo en las bolas con mi rodilla.
Retrocede inmediatamente de mi espacio personal, sosteniéndose la entrepierna con la tortura plasmada en su cara. Dicen que recibir un golpe en la zona prohibida de los hombres es más doloroso que un parto. ¿Será cierto? Gracias a Cristo no acabo de averiguarlo yo en mi cuerpo.
Retrocedo, con miedo y algo de recelo. Leo intenta incorporarse, pero el mal en sus partes privadas no se lo permiten.
—Lilith... —ahoga sus palabras.
—No me vuelvas a hacer eso —le advierto en un sollozo—. Nunca en tu vida me vuelvas a hacer eso.
Salgo corriendo después de espetar mis reclamos hacia sus celos. Ni siquiera miro atrás.
Jesús...
Esto no fue como lo había planeado. Nada de esto pasó como creí que pasaría. Además, me prometió que no iba a enojarse y lo hizo. Bueno, al fin y al cabo, ¿qué esperaba? Sus exactas palabras vienen a mi memoria. Cristo redentor, ¿cómo se me ocurre pedirle que opine de algo que sé que le hará daño? ¿Qué está mal conmigo?
Y... eso que dijo sobre Levi, sobre su... ¿enfermedad? No, no puedo creer eso. Levi no puede estar enfermo. Él me lo hubiera dicho, ayer era perfecto para decírmelo. Yo le conté todo, él también... Él también, ¿verdad?
—Yo sé cómo te sientes, créeme —me dijo.
Aún lo recuerdo. Aún recuerdo esa mañana, fue después de la fiesta, después de que Leo y yo nos dimos ese beso pasional... que por poco termina con ambos envueltos en mis sábanas. De no ser por mis asquerosas marcas hubiera sido suya primero. Pero... dio la casualidad de que Levi y yo compartimos una especie de conexión con el dolor. Entonces fui suya antes que Leo, su hermanastro, su amigo, su hermano mayor por tres meses.
Ugh...
De haber sabido que el amor me traería tantos problemas, ni siquiera me hubiera arriesgado con ellos. Pero, estaba jodida, porque aparte de enamorada también era idiota. O... ¿era idiota por estar enamorada? O... ¿soy idiota y el amor es sólo su efecto? ¿Qué esperaba que ocurriera después de admitir la locura de querer a dos personas al mismo tiempo?
Sentía que sólo ellos podrían ser mi complemento, mis hombres, no un felices para siempre, pero que sean lo que fueran conmigo con tal de que tuviera la palabra «siempre» en el paquete.
—Pssst... Pssst...
Detengo mis pasos. ¿Y ese ruido? ¿Qué es y de dónde proviene? Mis ojos inspeccionan el lugar en busca de respuestas, pero nada. Este pasillo... Alto, ¿en qué pasillo estoy?
—Fray... Fray...
Okey... Esa voz sí que la he escuchado antes; desde que tengo edad para andar en bici, si somos exactos.
—Aquí estoy, Lilith.
Mi cuello gira, como mis talones, y mis ojos se encuentran con los de mi amigo de la infancia y Crush de diez años.
—¿Mario?
Está a unas puertas de mí, a mis espaldas, con medio cuerpo metido en una habitación y la mirada de atención más extraña que le he visto en mis veintiún años de vida. Pero, ¿qué rayos? Su rostro está bañado en sudor, y las cuencas de sus ojos a un nuevo nivel de órbitas al espacio exterior.
¿Qué le pasa?
—¿Qué haces aquí? —le pregunto, y él me manda a callar con apuro y desespero, como si de verdad fuera un asunto de vida o muerte.
—No hables —me pide.
Un minuto de silencio y, después de escuchar el agua correr por las tuberías, dice:
—Ven conmigo. —Incluso me ofrece la mano y todo.
—¿Qué?... No —desconfío—. ¿Por qué?
—Tú sólo haz lo que te pido, por favor.
Lo miro con recelo.
—En todo caso tú ven hacia mí —le propongo.
—No.
—¿Por qué?
—Porque no es seguro.
—¿Seguro para quien?
Dudo un instante en dejar salir al gato de la bolsa... Claro, eso fue sólo un mísero segundo, porque al siguiente miró en ambas direcciones, como si temiera la presencia maligna de algún demonio de la biblia, y... entonces dijo lo que debí haber intuido desde hace años, cuando dejé que LiLith hiciera aquel dibujo de mi familia..., en primaria.
—Para ti —susurra.
—¿Estás drogado? —«Porque eso parece», agrego para mis adentros.
Mario ignora mi comentario, se aferra aún más a la puerta maltratada y de precaria pintura, cuando enciende la mecha de mi pequeña bomba de recuerdos.
—Él puede escucharnos.
Un escalofrío corre por mi columna vertebral. Tengo frío, frío y miedo.
—¿Él? Mario, ¿de quién hablas?
—Tu padre.
¿Ah?
«Te dije que tenía algo muy importante que decirte sobre papá, Lilith.»
— • — • — • — • — • —
Oh, Dios!!!! 😱😱😱😱😱
¿Qué querrá decirle Mario, eh? 🧐
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Besos y muchas gracias por seguir mi historia. Saludos lectores fantasmas/fantásticos.
No podré actualizar hasta la próxima semana por asuntos de trabajo.
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