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Capítulo 37

LILITH

"Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros."
Sartre.

No sé por dónde comenzar. Creo que nadie está seguro de cuándo comienza su historia, no hasta que empezamos a sobrellevarla con lo que sea que tengamos en nuestro poder. Para mí lo fue ese maldito encendedor. No vivimos, pero sí aprendemos a resignarnos con lo que nos tocó al nacer. Porque nadie entiende lo maravilloso que es morir, cuando te has cansado de fingir ser feliz. No vivimos, pero..., y sin darnos cuenta, lo hacemos, lo hacemos cuando gastamos nuestra energía en caminos y destinos todos los días, aunque no sepamos cómo es que llegamos aquí o hacia dónde vamos exactamente. Porque cuando piensas en los engranajes que controlan al universo, te sientes distante y atrapado, sin ánimos o fortalezas que respalden tus muros. A pesar de que la mayor parte de tu vida se haya construido a base de mentira tras mentira, te sientes a salvo de tu próxima parada en este viaje al que llamamos vida. Cuando nos detenemos a preguntarnos: ¿qué ha sido de nosotros en el camino?, o... ¿en dónde nos sedaron para no quejarnos de nuestro futuro?, es porque intentamos recuperar una pieza importante en nuestra vida, ya sea mala guardada, arrugada o casi destruida, que nos intente traer de nuevo a la vida.

Porque me sentía medio muerta cuando trataba de averiguarlo. Me agotaba la sola idea de pensar en la vida que tengo y en lo que he hecho con ella.

A veces, podía escuchar sus pensamientos, sentir lo que ella sentía, saber lo que ella diría, incluso me dejaba viajar a nuestro mundo fantástico para jugar con ella y así poder verla. Me sentía Alicia en el país de las maravillas. Caminaba con gracia por su retorcida mente, y me hice su amiga. Fue fácil: porque ambas nos entendíamos. Me manipulaba, y yo a ella. Mentía, y yo le mentía a ella. Era como verse en un espejo. Me enseñó todo lo que sé: fingir que todo estará bien.

La verdad, la única razón por la que no sometía del todo sus ideas, era porque su compañía dentro de mi ser me resultaba agradable. Amaba a LiLith porque ella no se amaba. Me sentía responsable de su existencia, tal vez... porque compartimos un solo cuerpo, y, a veces, una sola alma. Tenía que quererla, ¿o no? No podía abandonarla. No puedo dejar que muera creyendo que a nadie le interesa.

Hablo de ella como si fuera mi amiga, una persona real de carne y hueso, pero, en realidad, nunca ha vivido y jamás lo hará, porque LiLith forma parte de mi inestabilidad mental. Ella soy yo, aunque odie admitir que su esencia es mía, tanto como la mía es suya, ambas somos una.

Y..., entonces llegan las ideas, sus ideas, esos pensamientos que me toman por sorpresa y con los que definió nuestra línea entre la vida y la muerte. De repente ocurren las acciones, sus acciones, los movimientos que hace con nuestras manos para complacer sus deseos. Hace lo que se le dé la gana porque sabe que las consecuencias las pago yo. Esos caminos que LiLith cree correctos son en lo único que discrepo. Yo me encargo de vivir como otros que, a pesar de estar lejos de ser iguales a nosotras, entiendo que son con los que tenemos que convivir para llevar una vida normal.

«¿Por qué tantos deseos de ser normal? ¿Quién quiere una vida normal? No hay nada más aborrecido que un ser ordinario», me dijo, mientras trataba de mantener una plática agradable con ella dentro de mi cabeza.

Porque el psiquiatra me dijo que lo mejor sería intentar averiguar qué es lo que motiva a LiLith a manifestarse. Y, cuando la trajo a la vida real, en una sesión de hipnosis, me contó que habló con ella y dijo que su principal objetivo es el de mantenerme a salvo. Cuando siente que estoy en peligro, cuando me asusta enfrentar mis problemas, es cuando ella aparece y toma las riendas de mi vida.

Por eso, trato de mantener mi ataques de pánico o crisis nerviosas controladas. Pero, es difícil no sufrir de una cada cierto momento de mi vida, y sí porque... vivo con el temor de que alguna vez ella considere que la mitad de mi cerebro no es suficiente espacio para seguir con nuestra «bandera blanca.» Porque ese es el término más adecuado para definir nuestra amistad: bandera blanca.

«¿Por qué adaptarte a sus necesidades y pequeñas costumbres? ¿Es necesario? ¿No dicen que tenemos que ser nosotros mismos? ¿Por qué no eres tú misma, Lilith? ¿Por qué no me enfrentas?»

A veces, me encontraba sorprendida por la frialdad con la que sus pensamientos tomaban el control de mi mente, ahora no. Y no me sorprende o me asusta más, porque mi madurez y tratamiento me han ayudado a entender ciertas cosas que pasan dentro de mi corteza cerebral, en donde ciertas partes de mi cerebro se iluminan cuando son estimuladas, y otras —por más que me esfuerce en animarlas—, no.

Desde pequeña, siempre supe que algo no andaba bien conmigo. Lo supe desde el momento en que tuve uso de razón, cuando empecé a hablar. Porque primero piensas, y después hablas. Bueno, a mí me pasaba lo contrario cuando mi inestabilidad dio sus primeros pasos. Y lo que surcó mi mente, acerca de mi familia, fue asqueroso y ruin, porque miraba a mis padres, y ellos a mí, y... mientras creían que su pequeña hija les sonreía porque podía y aún no se le caían los dientes frontales, en realidad... la pequeña niña de trenzas veía cosas que no estaban y nunca estuvieron ahí, haciéndoles cosas impensables a sus padres.

—Mira, mami. Mira —le dije un día, efusiva, mientras apuntaba a la ventana con crayón en mano.

—¿Qué cosa, cariño? —me preguntó, amable y tierna mi dulce mamita.

Yo le sonreí, y volví a apuntar a la ventana.

—Ahí, ¿no la ves?

—¿Qué, mi cielo? —Papá se unió a la conversación.

Volví a apuntar a la ventana.

—Ahí, papi, mira ahí.

—¿Qué es? —Ambos miraron con escrutinio la ventana y todas sus esquinas, pero aún no veían lo que yo—. ¿Qué es, corazón?

Entonces, yo les sonreí con inocencia y contesté.

—Afuera, mami y papi tontitos —los llamé, antes de revelarles lo que veía—. ¿Que no ven la sangre en el machete del hombre que está decapitando a su bebé recién nacido?

Juro que una parte de mí sí pudo escuchar el corazón rompiéndose de mamá.

—¿Cómo dices? —preguntó.

—Sí, mami, afuera está el hombre de cuernos lamiendo la sangre del machete, mientras sostiene por las piernas a su bebé.

El rostro de mi madre palideció, el de mi padre se endureció, y el mío, el mío seguía sonriente y sin naturales reflejos por la escena que estaba presenciando.

—¿Que no lo ven? —les pregunté, curiosa.

Volví a mirar al exterior de la ventana, porque el hombre del machete detuvo su ataque sangriento contra su bebé, me miró y sonrió con dientes de piraña, y me saludó como si una figura de cartón en un libro se tratara. Y yo, le devolví el saludo con efusividad y sonrisas, mientras mis padres compartían una mirada... que no supe descifrar hasta años después.

Ese mismo día: mamá y papá se pelearon. Podía escuchar sus gritos desde mi habitación, cuando ellos me creían dormida. Mis hermanos se sumaron a la discusión tiempo después de regresar de la universidad.

Escuché todo.

—¡¿Por qué no controlas a esa niña!? —gritó mi hermano.

—¡Cuida tu boca, Moisés! —bramó mi padre—. No olvides que es tu hermanita de la que estamos hablando. Se merece tu respeto, amor, cariño y comprensión. ¿Quién diablos te estás creyendo Moisés?

—¿«Respeto»? —le preguntó con ironía—. ¿Es chiste, verdad? ¿Esa niña del averno se merece mi respeto? ¿Qué pendejada es esa, papá?

El alboroto que hacía la respiración de mi padre, sólo podía significar una cosa, que estaba perdiendo los estribos con su hijo de en medio.

—Retráctate de lo que acabas de decir, estúpido marica. —La frialdad en las palabras de papá dejaron a Moisés en blanco.

Mamá intervino, pidió orden y calló a sus hombres, recordándoles que yo estaba durmiendo en una de las habitaciones de arriba.

—Por favor, les suplico que bajen el volumen.

—Yo no estoy gritando, Andrea —le dijo a mamá—. Es tu hijo la chiva loca que está gritando.

—¿Qué? ¿Ahora esto es mi culpa? ¿El loco soy yo ahora, padre?

Se hizo una pausa, antes de que unos pasos calculados se escucharan acercarse a ellos en el estudio. Ese silencio sólo podía significar una cosa.

—¿Quieren calmarse? No llegamos a ningún lado si nos ponemos a discutir. —Habló la voz de la razón: Aarón. Él siempre consigue poner un punto y aparte en peleas o gritos. Cuando consiguió la atención de los presentes, él continuó—. Ahora, no es secreto que Lilith sea diferente, creo que eso era algo que todos esperábamos que fuera cuando nació. No estoy diciendo que esté loca porque en teoría considero que todos en esta familia lo estamos.

Moisés bufo.

—¿Quieres agregar algo más hermanito? —le preguntó a Moisés, a lo que me imagino que él negó sintiéndose acorralado; por lo general, Aarón provoca ese efecto en las personas—. ¿No? Bien, entonces deja de hacerme perder el tiempo regañándote y compórtate como un adulto.

Nadie dijo nada.

Él prosiguió, —Aclarado eso, les recuerdo que Lilith no es así porque ella quiera, si no porque está en sus venas el serlo.

En cuanto los hechos salieron a la luz, mamá rompió en llanto. Pero eso no impidió que Aarón se detuviera o endulzara sus palabras.

—Y segundo: He estado hablando con un amigo mío, un especialista en niños como Lilith. Es urgente que lo veamos, que tratemos su enfermedad mental y tratemos este asunto con el mayor sigilo posible.

Eso levantó varias cejas.

—¿Por qué? —le preguntó mamá.

Mi hermano mayor le sonrió como diciéndole "¿Es en serio, mujer?", pero claro que no lo dijo, sólo lo pensó. Aarón no quería a mamá, pero sí le tenía respeto. Moisés, en cambio, amaba a mamá y nos despreciaba a papá y a mí. No sé qué es lo que siente Aarón por papá o por mí, pero por su expresión de reacio hacia nuestro tacto, supongo que sólo nos tolera.

—Porque es más inteligente de lo que parece. Sabe perfectamente de que pie cojeamos —le respondió como si la respuesta a su pregunta hubiera sido dos—. Si no cómo explicas su actitud serena ante estos pleitos.

Y en un segundo, sus ojos color miel se posaron en mí, en mi escondida silueta detrás de la puerta corrediza del estudio. Acción que hizo que los ojos de los demás se posaran en mí también.

Todos se quedaron en silencio, pude ver el miedo en las pupilas de sus ojos, y eso me gustó. No me moví, porque la sensación de poder en mi boca fue más fuerte que guardar mis distancias con esta parte de mi familia que odio, porque siempre buscan deshacerse de la niña que vive dentro de mi cerebro (mi única amiga).

—Explícale, Lilith —me animó Aarón. Sin embargo, la familiaridad de sus ojos me dio miedo, contradijo su falsa palabra y cuidado. Fue como verse, a lo lejos, en un espejo. Fue aterrador y sombrío.

Salí corriendo, subí las escaleras sujetándome del barandal de madera hasta llegar a mi cuarto, y subir con pies congelados a la cama y meterme debajo de las sábanas. Aunque cerré los ojos tratando de dormirme, mis oídos seguían alertas en la oscuridad.

—¿Ven de lo que hablo? —les preguntó a nuestra familia, algo en lo que todos concordaron.

—Es un monstruo —dijo Moisés, y mi padre explotó.

—¡Deja de hablar mal de tu hermana!

—Esa bastarda no es mi hermana —pronunció cada palabra como si de verdad lo creyera.

Entonces, papá perdió el control.

Mi madre gritó, y lo siguiente que escuché fue un cuerpo siendo lanzado por otro. Alguno de los dos había golpeado la pared con su cabeza o su cuerpo. Después un golpe. Otro golpe. Y otro golpe. Fue uno detrás del otro lanzado con furia y determinación. Entonces mami comenzó a llorar, a gritar y a suplicarle a papá que dejara en paz a Moisés. Gritó que lo iba a matar.

—¡REACCIONA! —le chilló desesperada.

"Papi estaba golpeando a Moisés hasta matarlo", pensé. Y la voz dentro de mi cabeza me dijo que sí, que iba a matarlo y a enterrar su cuerpo en el jardín. Y me dijo que lo mismo me iba a pasar a mí si seguía por este camino de insensibilidad.

Creo que Aarón intervino, porque la salvaje amenaza de golpe tras golpe cesó.

—Basta. Ahora. Basta —exigió como entrenador a un jugador, separando a la bestia, en la que se había convertido mi padre, del cuerpo tembloroso de mi hermano—. Ambos, paren ya.

Olía el olor a cobre desde aquí.

—¿Quieres que yo pare? —le preguntó a mi hermano—. ¡Es él el que me está golpeando, Aarón! —lo acusa en un grito.

—¡Cállate! —le ordenó, a lo que él obedeció.

Silencio, y nada más.

—Me das vergüenza, Moisés —continuó él—. Insultando a una niña que no tiene la culpa de haber nacido como lo hizo, que no pidió nada de esto, ni siquiera que sus orígenes hayan sido monstruosos. ¿Y tú te atreves a insultarla? Ella está enferma, maldito. Necesita de nuestra ayuda. Y aunque nadie haya pedido algo como esto en nuestras vidas... —Hizo una pequeña pausa, antes de seguir—, lo hecho, hecho está. No podemos cambiar el pasado o borrarlo, pero sí podemos sobrellevarlo y sacar algo bueno del horrible desenlace con el que se dio.

¿«Orígenes monstruosos»? ¿Acaso soy un monstruo? ¿«Sobrellevarlo»? ¿«Horrible»? ¿Por qué dicen esas cosas tan crueles de mí? ¿En verdad soy tan despreciable? ¿Por eso quieren mandarme lejos?

—Además —añadió—. Si no vas a querer a nuestro padre al menos ten los huevos de respetarlo. Recuerda que él fue una víctima tanto como nosotros. Así que respétalo.

—Sí, respétame hijo de perra. ¿Quién carajo's te has creído que eres? Yo te cambié los pañales.

Después de esas palabras dichas por mi padre y hermano, el silencio volvió a reinar en la casa. Podía escuchar el canto de los grillos y el leve soplar del viento. Tanto silencio me estaba volviendo loca.

Y entonces... Moisés habló.

—Me da miedo —confiesa al fin, dejando a mis padres y hermano en un profundo y desolador vacío por su verdad dicha sin tapujos—. ¿Porqué creen que regreso a casa a estas horas de la noche? Tengo miedo de encontrarme con ella, con sus ojos, con el parecido que guarda con... ese monstruo.

Mamá volvió a llorar. Papá derramó algunas lágrimas. Aarón no dijo nada. Y Moisés, nunca volvió a hablarme o a pasearse por la casa.

Después de esa noche, fue como si nunca hubiera tenido dos hermanos, sólo uno. Me dolió al principio, pero después lo entendí, entendí que lo mejor es mantener alejadas a ciertas personas de tu vida para no correr con el riesgo de estar en su mira. Moisés hizo lo que tenía que hacer para mantenerse a salvo. Yo era una pequeña mierda que había ahuyentado a su hermano. Con el tiempo, también hice lo mismo con Aarón. También lo asusté con algo que vio en mí, y jamás regresó a casa después de ese día.

Fui a terapia una semana después. El psiquiatra que nos recomendó Aarón me mantuvo estable por años, algunos buenos y otros malos. Tuve días, semanas y meses excelentes. Pero, también pasé años sintiéndome insultada por mí, por esta voz en mi cabeza que algunas veces se presentaba con amenazas o palabras desagradables. A veces, éramos las mejores amigas, y otras veces yo era su mayor enemiga.

Teníamos una conexión un tanto extraña. Todo lo que yo veía, ella lo transformaba. Me hizo creer que eran mis ideas, que debía ejecutarlas, pero —y a pesar de todo— jamás le hice caso. Tuve autocontrol, porque papá y mamá sufrían cuando les decía lo que mi retorcida mente veía en lugares pacíficos o del señor.

Entonces, empezamos a ir a la iglesia. Mamá se confesó unas mil veces, y pidió al señor con todas sus fuerzas para quitarme este mal con el que había nacido. Papá también aceptó ir, y a mí me llevaron tiempo después. Fue como si intentaran remendar, con trazos de tela que no eran del mismo color que el mío, el destrozo que la «yo mala» hizo.

Porque no podía evitar imaginar que sus ojos estallaran, sus rodillas se abrieran, o sus lenguas crecieran y con éstas se asfixiaran de un momento a otro y sin explicación. Justifiqué mi retorcida mente a esa edad con la llamada imaginación. Mis dibujos incluso eran sangrientos y anormales; una niña de mi edad no debería ilustrar cosas como esas: asesinatos, verdugos, demonios, hombres devorándose entre sí, entre otros dibujos e historias narradas desde la perspectiva de una niña de tres años, que asustó a más de un inocente en la guardería.

Aún recuerdo la expresión de aquel niño, cuando le mostré mi retrato familiar plasmado en papel. Sus ojos enrojecieron y su nariz moqueó, incluso lloró como un animal moribundo en medio de la carretera, chillando por su mami con las manos cubriendo su rostro. La maestra, y media escuela, notó el llanto desolador del niño. Entonces, ella lo atendió como si fuera su hijo, y el pequeño bastardo le dijo que lo puso de ese modo. Él me señaló acusándome con su dedo índice de haberlo asustado, y la maestra me llamó la atención e incluso me llevó a la oficina del director. Y, mientras caminaba por la milla verde, yo no entendía qué pasaba, porqué me habían castigado si la tarea era traer un dibujo de cómo ves a tu familia, y eso había hecho.

¿Por qué todos me tratan como a un criminal? Sólo hice un dibujo.

Y entonces... llegaron mis padres. El director habló con ellos, la maestra les enseñó mi dibujo, y el llanto de mi madre fue mi punto de quiebre. ¿Por qué mami está llorando? Y mi padre mantenía su semblante serio, frío, distante, como si se hubiera perdido en sus calculadoras memorias de años. Me miró, y la máscara se vino abajo. Una sonrisa cálida de padre adornó sus delgados labios, y en sus ojos pude leer las claras palabras que ya me sabía de memoria: «Tú no tienes la culpa».

Entonces, mi mente empezó a trabajar.

"¿Por qué mami y papi tienen labios planos y delgados, y yo tengo una boca pequeña con grandes labios?", me pregunté, mientras veía a papá consolando a mamá, cuando su misma figura —a mí— me resultaba temblorosa y asustada.

Y las lágrimas brotaron de mis ojos sin poder detenerlas.

Porque dejando de lado la evidencia, también pensaba: si mi mami llora como aquel niño debió ser algo muy malo lo que hice. Yo debí haber hecho algo muy malo, como para que mamá se pusiera tan histérica, como un búho con sus grandes ojos de insomnio asechándome noche tras noche hasta que cumplí cinco años.

Y, mientras yo crecía, también lo hacían las ideas en mi cabeza, y las mías, mis ideas; y mis ideas eran amables y a veces extrañas, pero las otras eran negativas y escandalosas. Mi cabeza hacía ruido. Todo en mí temblaba. Se sentía extraño estar dentro de mi cabeza, cuando me concentraba demasiado podía sentir y escuchar pensamientos escabrosos dentro de mí. La mayoría de las veces me encontraba en medio de la sala sin ideas o sensaciones, preguntándome por qué diablos sigo haciendo esto, cuál es mi propósito. ¿Qué hago a continuación? Y ese ligero descenso de mi corta vida me metía otra clase de ideas en la cabeza...

Ideas que empezaron a los cinco años, cuando robé aquel encendedor y lo escondí debajo del colchón. No lo usé hasta que cumplí doce años, pero eso no quita que la idea de hacerme daño no me hubiera cruzado la cabeza.

Veía con horror el derrumbe emocional de mamá, y como papá siempre trató de sostenerla por ambos para mantener todas sus piezas juntas. Porque mamá se estaba desmoronando. Ella estaba rompiéndose como un cristal impactado contra el suelo de esa oficina: traumático. Ahí decidimos (papá y yo), que si volvía a tener algún problema o una sensación de la «yo mala» dentro de mi lado del cerebro, se lo dijera sólo a él, y no más a ella (mi madre).

Porque mami nunca debe enterarse de lo que pasa aquí adentro. Porque mami no es fuerte. Porque mami cree que las enfermedades se curan mágicamente con rezos e hincarse ante una cruz.

Así que mami nunca se enteró de mis autolesiones o intentos de homicidios contra todos aquellos que se burlaron de mí. Papi sí se enteró, y papá y el psiquiatra hablaron, y ellos acordaron establecer reglas y condiciones para LiLith, a lo que ella aceptó. Porque —y aunque nunca lo dijera— LiLith adoraba a papá tanto o más que yo. Pero ella no quería a mamá, para ella mamá es insignificante. Y la única razón por la que no le hace daño es porque papá se lo pidió.

A ella le complace ver a mamá sufrir, a mí no. Con el tiempo me enteré de sus razones para hacerla llorar, para querer verla sufrir, y... aunque una parte de mí también se enojó con mamá, no podía dejar que esos sentimientos me dominaran o si no LiLith tomaría el control y la haría pagar por sus pecados.

Para apartar mis ojos mojados de los restos de su persona, los concentré en el dibujo que hice de mi familia sobre cómo los veía, sobre cómo me hizo verlos ella. La maestra había fotocopiado mi dibujo, así que la imagen original aún seguía en mi poder. Y, al apreciar con detenimiento los trazos negros y grises, y ocupando el rojo cuando era necesario, entendí el por qué mi madre se había puesto como el efecto domino, y el por qué pasó noches en vela y me vigiló hasta cuando iba al baño.

Entendí que le había asustado mi mente, mis ideas y emociones, y que yo era una decepción para ella, porque no cumplí con sus expectativas de madre. Me di cuenta, de que era una mocosa con frialdad que manipula a las personas y a sus ideas. Porque comprendí que una mente estable no piensa como yo, no ve cosas que no están ahí como yo, no hace demasiadas cosas malas, sólo porque quiere, como yo.

Era un laberinto sin salida.

Además, estaba lo importante, el latir de mi corazón. No sentía que se acelerara por nada, ninguna emoción o sentir que detonara la expresión: "Haces que mi corazón se acelere como un loco". No había miedos o asuntos pendientes que me dieran ansiedad, nada que activara ese instinto. No había nada. No sentía nada. Era extraño vivir así, sabiendo que tu mente estaba en tu contra todo el tiempo, pero igual me acostumbré a llevar una vida como esa con el pasar de los años.

Veía a mis padres, pero no podía sentir nada por ellos, nada que no fuera lastima. Sentía odio, rencor, como si todo el tiempo alguien estuviera haciendo ruido dentro de mi cabeza, a propósito, para enloquecerme. ¿Sonaba loco que creyera que algo dentro de mi mente intentara destruirme? Creo que sí. Tomó sentido cuando el psiquiatra me dijo había una niña dentro de mí viviendo sin reglas en mi mente. Esa niña que había nacido porque... Bueno, no lo sabía, el psiquiatra me dijo que aún trataba de averiguarlo con hipnosis y medicamentos, pero aún no tenía idea de cuál fue el detonante que me hizo crear esos mundos o a esa niña gemela viviendo en mi cabeza.

No podía amar a mis padres como ellos a mí, al menos no del todo. Algo dentro de mí siempre me dijo que el cariño es mejor ser fingido que sentido. Lo mejor para mí era no amar a ningún alma de carne y hueso. Así que, para salvarme, decidí poner todo mi amor en Dios; porque Dios es una figura que no podía tocar y tampoco ver, por eso era perfecto amarlo sin el temor de que LiLith le hiciera daño.

Se supone que una niña debe conocer esos sentimientos al nacer, deben estar en su sistema cuando crece. Naces con amor, ¿o no? Bueno, la «yo mala» no lo sentía por nadie más que por papá. Porque papi me amaba a mí y a todas mis cosas no buenas. Por eso, ella se sentía cómoda y querida. Por otro ser humano sólo sentía desprecio.

"Debería sentir algún vínculo con ellos, son mis padres", me decía.

Pero no, ni así los sentía, no podía hacer crecer esos sentimientos, porque me daba miedo que ella los usara en mi contra. Así que palabras bonitas o dulces sueños nunca aplicaron en mi vida. No los amaba, lo sabía, y... ellos también lo sabían. Muy en el fondo, desde el momento en que me tuvieron en sus brazos, supieron que iba a ser un problema. Lo sentía desde el fondo de mi caja torácica. Y, ella también lo supo, por eso se aprovechaba de eso, de la pequeña punzada de dolor en mi corazón para ocasionarme problemas.

Entonces conocí a Guillermo. Él fingió que me amaba, me dijo que yo era súper especial, y hasta confesó haberse enamorado de LiLith.

Mintió, obviamente. Me utilizó para que le hiciera las tareas y le dejara copiar de mis exámenes. Cuando empezó a presionarme para que tuviera relaciones con él, yo me alejé. Le dije que no quería, que mi intención era aguardar hasta el matrimonio. Además, ¡tenía doce años! No quería perder mi virginidad. Después de esa pequeña riña me abandonó. Me dijo que todo fue mentira y que jamás me amó. Me humilló enfrente de toda la escuela compartiendo mensajes empalagosos que yo le había enviado durante nuestra relación. Todos hablaron de eso por semanas. Todos se rieron de mí. No podía contarle nada a mis padres, ni a papá. Me daba mucha vergüenza.

Y, una tarde, mientras fingía dolor estomacal —por las burlas de la escuela—, LiLith me habló.

«Se burló de nosotras.»

Sí.

«Nos tomó el pelo.»

Sí.

«¿Cree que nos quedaremos de brazos cruzados así como así?»

En ese momento dejé de llorar.

No.

La sentí sonreír.

«Entonces, déjame tomar el control. Déjame hacerle entender que no puede ir por ahí engañando a muchachitas como nosotras para su deleite. Él no sabe de mí, de lo que pienso o lo que quiero de aquellos que me hacen daño. Esa es nuestra ventaja. Él nunca supo en lo que se estaba metiendo cuando nos conoció.»

Era una pesadilla viviente a la que temía despertar, porque si se despertaba, yo sufría las consecuencias de sus acciones. Mató al perro del vecino, y yo fui castigada. Ahogó al perico de mamá, y yo fui castigada. Quemó la casa del árbol de nuestra vecina, y yo fui castigada. Todas sus fechorías las pagué yo.

Pero, en esta ocasión, y sólo por circunstancias muy especiales, la dejé tomar el control. Y fue la peor decisión que pude haber tomado en mi vida.

Imagino la sonrisa, de orgulloso campeón, que debe de tener el infeliz de Leviatán desde aquí.

Ja, hasta me da risa.

El muy cobarde piensa que ha ganado, que soy una indefensa muchachita de primaria que se deja manipular y pisotear. A esas personas que piensan así de mí, que han leído lo que he vivido, yo les digo que aún no han visto nada de la verdadera bestia cruel y sanguinaria que se esconde detrás de esta fachada de niña puritana.

He sido paciente, amable, social y en otros casos devota, pero mi vaso llegó a su límite, la jarra sigue sirviendo su contenido, y este vaso continúa llenándose hasta derramar de sus bordes su sangre. Mi psiquiatra estaría muy decepcionado.

Esta vez, no pienso imaginar rodillas abriéndose o cabezas siendo cortadas o aplastadas por gigantes. Esta vez, haré realidad todos sus sueños, los de ella, los de LiLith. No la dejaré salir porque es inestable y peligrosa, pero vaya que obedeceré ciegamente si la situación me sobrepasa.

Llamo a la puerta antes de abrirla, con cuchillo escondido detrás de la espalda y una cara de pocos amigos.

—Pasa —dijo, al otro lado de la puerta, con la voz de un idiota que se cree el rey, amo y nato de esta casa.

Pero qué equivocado está.

Sin más preámbulos: entro a su habitación.

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