Capítulo 28
MARILÚ
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Contenido para Adulto.
Bueno... ligeramente 😏
Viernes 13
8:37 pm
No soy religiosa, dejé de serlo hace ocho meses, cuando mi hermanita menor desapareció sin dejar rastro, esa noche, con sus amigos, en esa fiesta de fin de año a la que le advertí que no fuera. Le dije que dejara de frecuentar esos sitios. Le pedí que olvidara esos extraños fetiches e inclinaciones sexuales. Le exigí que regresara al convento, que pidiera perdón por sus pecados, y que le diera una oportunidad a ese buen muchacho que siempre intentó conquistarla con flores y chocolates.
Pero no me hizo caso. Nunca lo hacía, de todos modos. Obvio, porque de haberlo hecho, seguiría aquí con nosotros. No viviríamos con la angustia de no saber en dónde carajo's está, si está viva o muerta, tirada en una zanja o enterrada en alguna parte del bosque sin santa sepultura. Vivimos con el pesar de no saber si corrompieron su cuerpo con actos indecentes o no, o si la quieren para otras clase de... cosas; ¿para pedir un rescate? El oficial y la asistente de asuntos sociales nos dijeron que, de ser así, ya hubieran llamado para exigirnos dinero.
Nuestras posibilidades de encontrarla eran casi nulas. Sus amigos dejaron de buscarla. Mis padres perdieron poco a poco la esperanza de hallarla con vida. Y yo... Bueno, aunque yo sabía la verdad, sobre ella, sobre lo que pasó esa noche, y lo que le hicieron esos malditos en su cuarto la noche antes de su desaparición..., nadie (nunca) me creyó. Se lo conté a la policía, a mis padres, a mis amigos, a todo el mundo... Y nadie hizo nada. A nadie nunca le importó. Ni siquiera investigaron a la familia que señalé públicamente ante toda la prensa; me tomaron de a loca, me dijeron que ellos no pudieron haber sido y, simplemente olvidaron el caso. Nadie quiso ayudarme a encontrarla después de eso. Cuando supe quienes la habían secuestrado, la habían violado y maltratado para dejarla como un cascarón vacío, todos me dieron la espalda. Ni siquiera Dios me ayudó a encontrarla, a intentar hacerla entrar en razón.
Dios no pudo salvarla.
Me olvidé de los rezos, de pedir por mi alma, del amor y el respeto. Olvidé la misericordia; en vez de rezar para encontrarla, empecé a rezar para que esos putos malparidos se murieran, se pudrieran, se cayeran en un agujero negro sin salvación o perdón divino... Sí, ahí supe que estaba convirtiéndome en una persona completamente diferente a la que yo era; y todo por culpa de esos demonios que corrompieron a mi hermanita.
Ellos la mataron. Una parte de mí quiere creer que está viva, que intenta escapar de en donde sea que la mantienen encerrada; pero la otra parte de mí sabe que está muerta, que siempre lo estuvo; así fue como atrajo a esos hombres de crueles intenciones, así fue como ellos la engañaron haciéndole creer que la amaban.
Sabía que esos hermanos nos traerían problemas desde el día uno. Desde que mi hermana los conoció, empezó a cambiar (para mal). Dejó de ir a misa. Dejó de hablar con nuestro Pastor. Dejó de confesarse. Lo dejó todo por esos chicos.
Eran unos malditos enfermos que le quitaron la oportunidad de casarse de blanco y vivir una vida normal al lado de un buen hombre con hijos en su futuro.
Ellos la echaron a perder. Pudrieron sus ideas y sus planes. La quebrantaron hasta el punto en que, un pecado, dejó de ser suficiente para ella.
Esa noche —la noche antes de su desaparición—, me despertaron varias cosas, el sonido de una risa, el ruido de puertas abriéndose y cerrándose y, al final, voces. Extrañas voces masculinas que no paraban de hacer reír a mi hermana. Las oí desde mi habitación. Puse los pies en el frío suelo y, con pasos sigilosos me acerqué a la puerta de su cuarto. Sabía lo que ocurría detrás de esa puerta mucho antes de querer abrirla; pero... una parte de mí, ciega y tonta, quiso darle a mi hermana el beneficio de la duda.
Miré a través del agujero de la cerradura de la puerta y, la imagen me petrificó de pies a cabeza. Ahí estaba mi hermana, apoyando la espalda no en el cabezal de la cama, sino en el pecho desnudo de un hombre que no paraba de masajear sus senos y pezones. El sudor en su frente era evidente, y culpa no sólo de él, sino también del otro hombre que mantenía la cabeza entre sus piernas mientras la hacía jadear y gemir a su antojo.
—Más —le pedía—. Quiero más...
Eso me hizo reaccionar. Cuando entré a esa habitación, mi hermana chilló y rabió. Me dijo que me odiaba, y que ojalá nunca hubiera nacido. Y esos muchachos, sólo me vieron y, sin mediar palabra, se fueron. Actuaron como si no les importara mi hermana. Y, no los culpo, si se estaba comportando como una puta. Pasó de vestirse con ropas conservadoras a usar minifaldas de látex y botas de cuero. Se olvidó de sus principios y, empezó a avergonzarse de su familia.
—¡Te odio! ¡Te odio! —me gritó. Esa fue la última palabra que me dirigió.
Y yo, la cacheteé. Sí, no fue mi mejor momento, pero era necesario hacerle entender que sus decisiones perjudicaban a toda la familia. Mamá era de corazón delicado, y a papá la noticia lo hubiera decepcionado. Pero, ella no quiso entender. Su lujuria, su deseo carnal, la consumieron por completo. Esos muchachos nublaron su buen juicio.
Se transformó en una persona diferente para codearse de otra clase de gente.
Sí, mi hermana hizo las cosas mal, pero no se merecía lo que le pasó después de esa noche. Porque a la mañana siguiente desapareció. Fue a una fiesta con sus nuevos amigos y, en medio de la gente y la bulla la secuestraron.
Cuando me enteré de eso, el recuerdo de la otra noche se me vino a la cabeza como un relámpago de idea. ¿Y si...? ¿Y si esos chicos tuvieron algo que ver con su repentina desaparición?
Sentí mi mundo arder.
No tarde ni dos segundos en contarle a la policía mis sospechas. La tonta de mí creyó que el dinero no todo lo podía en esta ocasión. Estúpidamente creí que mi fe sería más fuerte que el pecado de la avaricia y la soberbia humana.
Me equivoqué.
Fue más fuerte el poder del Diablo que el de Dios. Todos me dieron la espalda. Mis padres creyeron en las mentiras de los oficiales que atendieron el caso; se negaron a creer que a mi hermana pudieron haberla secuestrado esos muchachos para sus propios fines.
Nos dieron la espalda.
Creímos que se habían olvidado de nosotros hasta que, la dichosa llamada de asuntos sociales llegó, informándonos que habían encontrado un cuerpo a las fueras de la ciudad.
Sí... había olvidado mis plegarias y rezos. Pero, en aquel momento, hasta recordé el nombre de todas las Santas del calendario.
«Que no sea ella, por favor.» «Que no sea ella, por favor.» «Que no sea ella, por favor.»
Descubrí la manta blanca que cubría el rostro y cuerpo de la víctima que encontraron unos ciclistas. Había decidido entrar yo sola a reconocer el cuerpo. Mis padres estaban en shock.
Lentamente descubro a la chica de pelo negro que ya hace sin vida en la fría mesa de metal.
LILITH
Viernes 13
10:14 pm
Tía Noemí tuvo que llevarse a mis sobrinas consentidas y, a la mitad de mis primos devuelta a la finca. En el hospital sólo quedaron tía Isabel, mamá, Débora y... Bueno los hermanastros Bianchi Soto; por alguna razón creyeron que su presencia en el hospital es más requerida que en la casa. Bueno, Leonardo se quedó por Debi, porque ella se lo pidió. Y Leviatán está aquí por su hermano. O... (al menos eso creo).
Tío Miguel y Joel tuvieron que irse como el resto de mis primos y tías. Aunque nosotros sufrimos una tragedia, el resto del mundo no. El trabajo llama, y las personas en la oficina los necesitan. Este círculo infinito de decisiones no se detiene por mucho que intentemos pausar la vida.
Mamá ha estado rezando en la capilla de la iglesia desde que la doctora Parker llegó con nuevas noticias sobre Juan. Aunque está estable, surge el riego de entrar en un coma por la lesión en su cabeza. Cuando me enteré de eso, no lo pensé dos veces y, acompañé a mi madre a la capilla de la iglesia con todos los buenos deseos que se me permiten y, la buena intención de rezar por el alma de Juan.
No le deseaba el mal a pesar de todo lo que me había dicho e intentó hacerme. Él es un hombre que vive en la equivocación y el pecado; pero yo no. Debo recordar que fui criada para perdonar a quien me ofende, y ser lo más paciente que pueda con las personas que no siempre están de acuerdo con mi manera de pensar.
Pobre Juan.
«No tanto, tú sabes que él se lo buscó.»
Sí, pero eso no significa que ahora, que sé en el peligro que se encuentra, le desee la muerte. Ya aprendí mi lección.
Me punzan las rodillas. Gracias a Cristo, el rezo se interrumpe en un buen momento. Tengo ganas de ir al baño. Me disculpo con mi madre, y me levanto —apretando los muslos y las piernas—, para detener los impulsos de orinarme en plena capilla. No debí tomar tanto jugo de piña de la cafetería; no he parado de ir al baño desde entonces, por culpa del frío y el nervio por no saber qué pasará he entrado y salido de distintos baños.
Me encierro en un cubículo y pongo el seguro presionando el botón. Me bajo los pantalones a velocidad de guepardo y, hago del baño. Obvio no me siento en el retrete; éstas cosas tienen más gérmenes que un control remoto. Sabrá Dios la clase de gente que pega sus traseros en estos inodoros.
«O las clase de cosas que hacen dentro de un cubículo como éste.»
Hoy andas muy pervertida, ¿sabes?
Mis piernas se cansan, pero no se dejan vencer. Nada que no pueda soportar; las sentadillas han dado sus frutos. Cuando termino, ni siquiera toco con los dedos de la mano la palanca del retrete; lo hago con la punta del pie. Sí, llámame exagerada, pero de verdad me da mucho asco poner las manos... ahí.
Salgo del cubículo, y me lavo las manos.
—No... —Escucho una voz, queda y penetrante al oído.
Un ruido, como un sollozo, proviene de uno de estos cubículos.
«¿Alguien está llorando?»
Verifico y, descubro sandalias de ligero tacón y uñas pintadas de blanco.
Se escucha cada vez más y más fuerte, seguido de lamentos y palabras cargadas de culpa y odio hacia sí misma. Sí, en definitiva, alguien está llorando. Pero, ¿quién?, y, ¿por qué?
En ese momento la puerta se abre, revelando a una muchacha robusta de pelo negro ondulado y ropas como las mías. La identidad de la chica que se encerró en el baño a llorar —alguna pena o mala noticia, que le debió haber dado algún doctor o doctora de este hospital—, es descubierta.
Se seca las lágrimas con manos temblorosas, quitándose las gafas de marco rosa, para limpiar las lágrimas en ellas, así como sus ojos, mientras se acerca a uno de los lavabos para lavarse las manos y el rostro.
Tiene la nariz roja, los labios hinchados, y los ojos rojos como si hubiera estado llorando por horas y horas; debido a la noticia, supongo.
Y quizás..., eso me hace sentir empatía por esta chica.
—Oye, ¿te encuentras bien? —le pregunto. Si yo estuviera en ese estado, me gustaría que alguien se tomara la molestia de preguntar al menos cómo me siento.
Su mirada y la mía se conectan a través del espejo.
Me mira, con las mejillas y el cuello rojo, por la llorera que debió haber soltado ahí dentro. Debió ser algo muy serio para ponerla así.
—No quiero ser impertinente, sólo quiero saber cómo te encuentras y, si te puedo ayudar en algo. —Mi ofrecimiento suena a pregunta.
Se sorbe la nariz, sonriéndome como quien está obligado en lugar de satisfecho, y se echa agua en la cara que, descubro que está llena de barros y puntos negros por doquier.
—No, no me encuentro bien —dijo, sincerándose conmigo y, limpiándose la nariz con una servilleta—. Estoy con la mierda hasta el cuello. Toda mi familia es miserable.
«¿Por qué piensa eso?»
No es de nuestra incumbencia.
«Haz que te cuente.»
No seas chismosa, Lilith.
Después de pasar varios segundos en silencio, la chica de pelo negro me mira y sonríe con un poco más de ánimo en los ojos.
—Lo siento.
—No importa.
—No era mi intención contarte eso. ¿Qué clase de hija dice eso de su propia familia?
«Te sorprenderías.»
—Supongo que estoy un poco harta de todos. Esta situación me supera —admite con la vista clavada en sus manos—. Ha sido muy difícil. Han sido unos meses de mierda, mejor dicho.
«Haz que te cuente.»
—A veces hablar ayuda.
—Sí, eso dicen... Aunque también me resulta difícil hablar sobre eso. Es horrible, en especial cuando nadie te cree si dices la verdad.
«Dínoslo a nosotras.»
Vuelve a sorberse la nariz con la servilleta y, me sonríe, ahora sí, con todos sus dientes y ánimos puestos en su personalidad. Descubro que tiene frenos.
—Lo siento —se disculpa. Se sujeta la frente con vergüenza, y se suena la nariz con papel higiénico—. Pero es difícil. Mucho. He soportado todo por mi madre, para que ella no tenga que sufrir esto —señala su cara, más su nariz enrojecida—. Pero a veces me sobrepasa.
—Tranquila, yo no juzgo —le digo. Y agrego—: Está bien llorar, sentir más de una emoción que no sea la felicidad. No podemos ser felices todo el tiempo. Tenemos que aprender a sacar el dolor de una forma u otra; y el llanto es la mejor cura para aceptarlo y aprender a superarlo con el tiempo. Llorar no tiene nada de malo. Lo malo sería que te quedaras con esa tristeza dentro, atrapada en tu pecho, dónde nadie puede escucharla. Esa clase dolor es palpable, pero no curable cuando no lo cuentas —le habla la experiencia—. Es enfermizo, y suplica una caricia; pero es rescatable.
La sonrisa de agradecimiento que me da es suficiente respuesta.
—Sí, tienes razón —dijo, como si la idea de que alguien más sepa lo que está pasando, le quite un enorme peso de encima.
Aunque, no sepa realmente lo que la haya puesto de este modo, para ella es suficiente con que alguien le diga que, llorar no tiene nada de malo.
—Gracias.
—No tienes que darlas.
Vuelve a mirarme a través del espejo y, algo en mi cuerpo le llama la atención. Más bien, el collar en mi cuello captura su atención.
—¿Eres religiosa?
Mis dedos tocan con cuidado la cruz de oro en mi cuello. Regalo de primera comunión. Ese día siempre ha sido especial para mí y mi familia.
Asiento con una sonrisa.
—Sí.
—¿Crees en Dios?
—Sí.
—¿Crees que Dios siempre está cuidándote de todo mal que exista en este mundo? —Hay un poco de enojo en su tono... que prefiero ignorar.
He aprendido a lidiar con esa clase de comentarios a lo largo de mi vida.
—Creo que Dios cuida a todos sus hijos por igual, sin excepción. —Toco la cruz en mi cuello—. Somos todos hijos de Dios. Todos cometemos errores, pero hay que perdonar a quien nos ofende y salvarnos de ese odio que nos apega al intenso silencio del dolor.
Sus ojos caen ante mi respuesta.
—Sí, eso mismo dice mi mamá. Pero, ¿sabes? Dios no estuvo con mi hermanita cuando la secuestraron hace unos meses, y se la llevaron lejos de mi lado y del buen camino del señor todopoderoso —dijo, mientras restriega con fervor las palmas de sus manos en el lavabo, con ojos fúricos y cargados de veneno, como si su piel estuviera ardiendo en serio.
Hay odio en su mirada. Mantiene los ojos caídos y clavados en el agua que cae por el grifo; pérdida, siempre pérdida. No me había dado cuenta de que las llaves del lavabo seguían abiertas.
—Yo no...
—Tampoco cuando intenté detenerla esa noche, cuando la encontré teniendo relaciones indebidas con dos sujetos a la vez. —¿Qué?—. Mientras uno le comía la vagina, el otro la manoseaba como a una puta.
«Escapa.
Corre.
Huye.
No intentes arreglarlo.
No digas nada más.»
—No, no...
—Después de eso desapareció sin dejar rastro. Culpé a esos malnacidos por su desaparición, pero los muy hijos de puta tuvieron una coartada perfecta que persuadió a la policía —se ríe con locura moderada; presiento que está guardando el resto para después—. ¿Qué coincidencia, no? Dijeron lo que les convenía. Sus padres arreglaron todo con dinero. Y claro —continúa riéndose, mientras se lava las manos con empeño y rapidez—, todos les creyeron. Todos le creen a un rostro bonito vestido de efectivo, y a un muchachito guapo con cara de ángel y disfraz de diablo. Y a mí me tomaron por loca y ¡ESTÚPIDA! —grita, chilla, con toda la rabia que se le permite a un cuerpo humano tener. Hasta el cristal se parte en dos.
Respiro por la nariz con el sigilo de un ninja, y el corazón en la garganta. Temo moverme. Temo huir, caminar a la puerta y correr por los pasillos de vuelta a la capilla. Temo decir cualquier cosa ahora. Siento que una palabra la hará perder por completo la razón.
«Es de mecha corta.»
Gracias a Cristo, me ahorra el escape porque... después de lanzarme una mirada —que le helaría la sangre al mismísimo Diablo—, se marcha del baño dando tumbos, haciendo que el piso se rompa y abra como el Apocalipsis. Abre y cierra la puerta con ímpetu colérico, dando un portazo y lanzando una maldición al cielo.
Me quedo ahí, de pie, con las uñas atravesándome la piel, y más pálida que nunca por tremendo susto de muerte que acabo de sufrir.
«Pero, ¿qué mierda's pasa en este hospital?»
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