Capítulo 27
LILITH
"Nadie merece morir, pero hay algunos que no merecen vivir".
Dexter.
«Miedo.»
Desde que tengo uso de razón, los hospitales me han dado miedo. El blanco de las paredes, el sutil olor a muerte, los uniformes de las personas que trabajan aquí, las inquietas enfermeras que nos atienden, y los estetoscopios que cuelgan como correas sin dueños de los cuellos de algunos doctores y doctoras... Todo eso me martiriza.
Cuando era niña, papá solía llevarme a uno que otro —por motivos personales, y siempre a espaldas de mamá—, durante mi crecimiento. Papá me dijo que jamás debería contarle sobre mis citas con los médicos a mi madre. Veíamos a especialistas y nos recetaban diversas pastillas que me ayudaron a dormir y a nutrirme mejor.
No volví a pisar uno desde que me recetaron ese medicamento que nunca he sabido pronunciar bien. Pero eso no importó, dejó de importarme cuando el psiquiatra me dijo que todo volvía a estar bien conmigo; significó que mi cuerpo, mente y organismo por fin estaban bien, correctos y en orden. Cuando dejé de visitar hospitales y doctores: nada me hizo más feliz en toda mi vida. Las citas con especialistas, decir una y otra vez lo que me había pasado; lo que hice para aliviar el dolor. Los pinchazos a mi cuerpo también habían terminado. No le temo a nada, salvo a las agujas. Odio el filo de una atravesando mi piel y, el líquido que corre por mis venas cuando te inyectan. Esa sensación es inocua, pero efectiva para desarrollar una fobia en el ámbito de las pesadillas.
«Aún sigues teniendo miedo, ¿no?»
A veces tengo la sensación de que papá volverá a llevarme con el doctor a espaldas de mamá. A veces temo por mi alma atormentada. A veces temo por mi vida, por la vergüenza que tendré que pasar cuando lean mis pecados en el eterno descanso de nuestro padre celestial. Temo que mi salvador no me perdone. Temo que mis padres no me perdonen. Temo de mí, de que yo misma no llegue a perdonar lo que hice para aminorar el dolor.
«Tú no hiciste nada malo. La que hizo todo eso fui yo.»
No...
«La que hicimos todo eso fuimos nosotras. Nosotras nos liberamos. Por eso se acabaron las idas y venidas a los hospitales. Fuimos tú y yo contra el mundo.»
—Familiares de Juan Mendoza. —La voz de la doctora que atiende la delicada salud de Juan, nos levanta de nuestros asientos en la sala de espera.
Patricia corre hacia ella, con una mano sosteniendo su barriga, y la otra manteniendo un equilibrio culposo que delata lo cansada que se encuentra. Todos nos sentimos así. Hemos estado aquí cinco horas. Cinco angustiantes y tortuosas horas; es tiempo suficiente para arrepentirte de tus pecados, de los que cometió y estuvo a punto de cometer (conmigo), Juan Mendoza.
—Yo soy su esposa —le dice Patricia—. ¿Cómo está él? ¿Qué tiene? ¿Cómo se encuentra? Se va a poner bien, ¿verdad?
Sobrecarga a la doctora de preguntas que, a veces, no tienen un destino certero para la salud de un paciente como Juan. Eso nos lo explicó la enfermera en turno cuando llegamos a la sala de urgencias.
—Juan Mendoza está en cirugía por el momento —nos informó—. La doctora Jessica Parker lo está atendiendo. Él está en buenas manos.
«Se salvará. Se salvará.» Pensar en eso me hacía sentir mejor, menos culpable. Porque, yo desee que le pasara algo malo a Juan, yo desee que Juan estuviera en una situación que lo obligara a tomar una decisión furtiva con respecto a su vida. Yo le mandé el mal. Yo había invocado esta desgracia que superaba por completo los planes de Dios.
Y esas lágrimas, las que ahora derramaba Patricia, mi prima, eran la prueba definitiva del vacío que existe en mi corazón.
¿Qué clase de persona le desea a otra que muera?
«Nosotras, cariño; es parte de nuestra naturaleza.»
—Tranquila, por favor. Señora, tranquilícese —dijo, pidiendo ayuda a los enfermeros y a sus familiares, que le ayudan a socorrer la situación que se desarrolla frente a nosotros. Patricia está fuera de control—. Señora, por favor... Tranquila, señora...
Parece que mi prima fuera a desmayarse en cualquier segundo. Es la primera vez que la veo completamente fuera de sí, lejos de ser la mujer que siempre me ha criticado y lanzado el mal de ojo cuando tiene la oportunidad. Esa clase de persona es la que extraño en momentos como estos, en momentos de crisis; o sea, me daba completamente igual si su felicidad sólo era válida cuando yo era infeliz. Daría lo que fuera por regresar el tiempo, a donde yo decidí lanzarle el mal a la pobre alma de Juan. Haría cualquier cosa por ver a Patito feliz, sin importar que eso incluya hacerme daño a mí. La mayoría de mis primos sólo son felices cuando me pasan cosas malas; y yo siempre he estado bien con eso.
Parece que todos se mueven, todos reaccionan, excepto yo; aún ni asimilo que todo esto nos esté pasando. Jamás habíamos sufrido algo así en nuestra vida. Ésta es la primera vez que nos pasa, que me pasa esto; no sé qué hacer o lo que debo decir. No sé qué se dice en momentos así.
—Sólo dígame, por favor, que él va a estar bien —le pide en un ruego—. Se lo suplico.
—Señora, no puedo prometerle eso —dijo. Maldita política del hospital—. Lo que sí es que voy a hacer todo lo que esté en mi poder para ayudar a su marido. Eso téngalo por seguro. —Esa promesa relaja los músculos tensos de sus hombros—. Ahora, por el momento, prométame que no va a estresarse aún más de lo que ya está... ¿Sí? Por su bebé.
Patricia llora, cuando la doctora menciona la posibilidad de un embarazo de riesgo, por demasiados sobresaltos. Piensa lo mismo que yo, que está pasando demasiadas crisis que pueden dañar a mi sobrino. Ante esos hechos, dichos y citados por la doctora, Patricia promete no angustiarse; todo sea por la salud de su futuro hijo.
—Bien... Su esposo sufrió un traumatismo severo en la cabeza. Tiene algunas costillas rotas que, afortunadamente no perforaron ningún órgano. Perdió mucha sangre. Pero logramos estabilizarlo.
—¿Está fuera de peligro? —le pregunta tía Ilda.
—Por el momento está estable. Lo llevamos a terapia intensiva y ahí lo monitorearemos las veinticuatro horas del día.
«Alivio.»
Bendito alivio que llega después de sentir que todo a tu alrededor se desmorona.
Patricia también lo siente.
—Ah, gracias, gracias, doctora. —Respira en un alivio, cuando la abraza con todas las fuerzas que le quedan para enfrentar este mundo—. Quiero verlo. ¿Puedo verlo? —le pide.
El ánimo se pierde en su mirada cuando le informa que, por el momento, no puede recibir visitas.
—Vayan a casa, Juan necesita que todos ustedes también estén bien —nos sugiere con trato amable y empático.
—No, no, yo no puedo moverme de aquí. Si Juan despierta y no me ve aquí va a creer que...
—Señora Mendoza —la doctora sostiene las manos temblorosas de Patricia—. Tenga por seguro que su esposo está en buenas manos. Y también que usted necesita pensar en su bebé. Su hijo necesita a uno de sus padres ahora. Usted es una buena madre.
Las lágrimas de Patito por fin cesan.
—¿Okey? —La anima con una sonrisa educada y profesional en los labios—. ¿Podría hacer ese favor por mí? ¿Podría ir a casa y descansar por usted y su bebé?
La amabilidad que transmiten sus manos de cirujana..., son demasiado potentes como para no creer en su palabra.
—De acuerdo —accede, confiando ciegamente en sus conocimientos y estudios sobre la medicina. Yo también lo hago.
—No tema.
—Sí... Está bien. —Ahoga un sollozo.
—Gracias otra vez, doc —dijo tío Joel.
La doctora Parker se despide de nosotros con una sonrisa de boca cerrada. Eso me asegura que todo saldrá bien, aunque muy en el fondo tema que no.
Mis padres y tías/os, consuelan a mi prima con palabras de ayuda y motivación de la buena. Por una vez, en toda su vida, o, desde que la conozco, Patricia no pone los ojos en blanco o hace ningún comentario de pésimo gusto sobre la religión, cuando mis padres le dicen que la fe y la esperanza serán su único fuerte durante estos momentos difíciles.
«Esperanza.» Hay que tener esperanza ante todas las cosas que sufrimos o dejamos de sufrir. No hay que romper ese lazo por mucho que creamos que nos ha abandonado Dios; eso no es posible, y menos cierto. Dios nunca ha abandonado a ningún hijo suyo. Nos ama. Ama a todos sus hijos por igual y, siempre está ahí para consolarnos cuando creemos nuestro mundo arder.
—Ten fe, mi amor —le dijo mi madre—. Dios no te ha abandonado y jamás lo hará. Él está aquí contigo. —Posa su mano (de madre luchona), sobre su corazón magullado por el odio y la envidia; una maldad que ya es momento de sacar de su pecho—. Siempre está contigo.
«Milagro.» No tengo otra palabra para describir lo que presencian mis ojos.
Patricia llora y, finalmente se deshace de ese coraje detenido en su corazón por demasiado tiempo, cuando sus brazos rodean el cuello de mi madre (su tía), y la atrae hacia ella.
Oh. Por. Dios.
«Patricia está abrazando a mi madre.» «Patricia está abrazando a mi madre.»
Hace lo mismo con mi padre.
«Patricia está abrazando a mi padre.» «Patricia está abrazando a mi padre.»
Oh. Por. Jesús.
Y, cuando me ve a mí, también envuelve sus brazos alrededor de mi cintura para atraerme hacia ella y, por fin, darme la oportunidad de sentir su calidez de prima hermana que tanto necesité al crecer.
Esto es nuevo para mí. Tardo en reaccionar. No recuerdo la última vez que mi prima me abrazó, que me necesitó, que me quisiera a su lado en momentos difíciles. Tal vez, no lo recuerde porque... eso jamás había pasado hasta este día. El día en que un afecto se aferró a mi corazón para jamás desaparecer.
«Amar y ser amado.»
Le devuelvo el abrazo. Un fuerte y bien merecido abrazo. No demasiado, porque no quiero dañar al bebé, pero sí lo suficientemente fuerte para que ella entienda lo que este sentimiento (entre nosotras), significa para mí.
Sé que debería pensar en el pobre Juan, rezar por él; pero, en lo único que pienso es en Patricia, en el momento que compartimos, y en lo mucho que he deseado este abrazo en toda mi vida desde que tengo uso de razón.
«Es increíble lo que una desgracia puede provocar en un corazón amargo.»
¡La maldición de los piojos de Cristo se rompió!
Tía Ilda e Isabel también me abrazan. Todos nos abrazamos. Mis primos olvidan los rencores que tienen en contra mía, y me abrazan. Tías y tíos igual. Hermanos y hermanas. Primos y sobrinas. Todos nos abrazamos. Faltan mis hermanos, pero ellos se unirán a este abrazo muy pronto; tal vez cuando las heridas de Juan sanen.
Derramo unas cuantas lágrimas, porque esto realmente es lo que había deseado desde siempre, que mi familia estuviera unida, que me abrazaran con todo el amor y comprensión que puedan ofrecerme.
Me encuentro con el amigable rostro, y bañado en lágrimas de alegría y dolor de Débora, y nos abrazamos como nunca antes en la vida, formando una sola persona.
Debi llora en mi hombro, empapándolo de maquillaje y mocos. Pero no me importa, eso está bien. Está bien sentir de todo en este momento. Una angustia tremenda también es válida.
—Gracias a Dios, ¿verdad?
La mención de Dios, me hace abrir ligeramente los ojos.
Sí... Gracias a Dios.
«Ey, mira a esos dos calenturientos.»
Y..., en ese instante y tiempo, visualizo a los hermanastros Bianchi Soto, apartados de nosotros, de la armonía que nos rodea, murmurando entre ellos, algo de alto riesgo o, algún secreto... «¿Qué será?» Actúan como si temieran la recuperación de Juan, pero, ¿por qué?
«Raro, ¿no crees?»
No demasiado. No tienen que sentir nada, ellos no son su familia. Les da igual.
«Un poquito de empatía, ¿no crees?»
Pero, sí están aquí...
Sí, aquí estaban, con nosotros, acompañándonos en estos momentos, en los que más nos necesitábamos los unos a los otros, manejando esta situación con demasiada calma y serenidad en sus facciones..., como si no sintiesen el alivio de saber que Juan está estable.
¿Qué murmuran? ¿Por qué tanto misterio?
«Esconden algo, Lilith. Tú sabes que esconden algo.»
Sí, eso es obvio.
«Esa cara, esa sonrisa, esos ojos con los que te miran... Ellos saben lo que tú eres; y tú sabes lo que ellos son.»
Sí...
«Déjales creer que no tienes idea de nada. Hazte la idiota, amiga. Sé la niña dulce e inocente que finges ser. Cuando se descuiden atacamos. Cuando cometan algún error tú podrás triunfar.»
Al parecer, la intensidad de mi mirada es demasiado para atraer la atención de, al menos, uno de los hermanastros Bianchi Soto.
Levi me sonríe, con ese característico pliegue rasguñado en la comisura de su boca, regalándome esa sonrisa torcida..., que no puedo sacar de mi cabeza por más que lo intente. Y Leonardo, Leo relame sus labios con gusto y, deseo... Deseos carnales que despierta en mí. A pesar de que esté a una sana distancia, siento todas sus ideas lujuriosas atravesarme con todo lo que tiene.
Su mirada es decidida y clara. Si estuviera frente a mí, cara a cara, sé que sus palabras serían su viva imagen. Me recuerda el momento que pasamos la noche de la fiesta, cuando nos besamos por segunda vez, cuando me hizo sentir que su pecho, su cuerpo, es mi lugar seguro.
«No hemos terminado. Lo sabes, ¿verdad?»
La sensación que recorrió mi cuerpo después de escucharlo pronunciar cada sílaba, fue la gasolina que activo la ignición de este latir constante en mi corazón.
Sí..., ambos sienten pura lujuria, pura atracción física por mí. No hay amor. No hay un sentimiento en sus ojos más que el de la mera satisfacción personal.
«Y eso es... ¿malo...?»
Obvio, sí.
«¿Por qué?»
Porque el amor debe ser para una sola persona. Debes entregar tu cuerpo y tu alma, a un ser humano que te respete y te sea fiel a ti y a tus creencias. El amor entre un hombre y una mujer: Adán y Eva.
«Ah, por favor, Lilith. ¿En dónde has oído tremenda mentira? "El amor es para una sola persona: tu esposo". ¿Es que acaso nunca has oído hablar sobre el Poliamor? No puedes ser tan ingenua.»
Mando a callar a mi otro yo que, últimamente, se ha vuelto cada vez más y más en mi contra. Desde la llegada de esos hermanos, la otra parte de mí que piensa lo peor de las personas y es sarcástica, amenaza con ponerse a ocupar mi lugar.
La Lilith de la que tanta mala fama alardean las malas lenguas en la historia de la biblia: es real.
—Sí, gracias a Dios —digo; aunque, al final, no siempre sé si la que contesta soy yo, o la Lilith que salió del Edén en busca de libertad.
«Esta noche soñemos que somos libres.»
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