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Capítulo 23

LILITH

"He vivido en la oscuridad mucho tiempo. A través de los años, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad hasta que se convirtió en mi mundo y pude ver".
Dexter.

Cuando termino de comer, me percato de los brillantes ojos verdes que me miran desde hace tres horas (como psicópata en serie).

«Eso es lo que es, un psicópata que planea matarte en cuanto tenga la oportunidad.»

De seguro escribe en un diario todas las cosas que realmente piensa de las personas que lo rodean. Como Dexter o el tipo del perfume. Altera palabras, describe los hechos a su antojo, y actúa impulsivamente. Debe tener una lista de todas las chicas con las que se acuesta, e, incluso números telefónicos para quedar con ellas y así matarlas en un edificio abandonado con letras de grafiti sobre sus cabezas.

Algo así cómo... "Levi estuvo aquí", o, "Aquí está Levi". Si le damos vida a ésta escena con la tonalidad de Jack Torrance, yo diría que se gana el Oscar.

Sí... Lo he estado analizando (demasiado), mientras lavo los platos y guardo las sobras de comida en el refrigerador.

Después de una cena así, hasta yo querría escapar. Usé la excusa de lavar los platos, para escapar del comedor. También para escabullirme de Leviatán y Leonardo. Esos dos me ponen nerviosa. Es como si se hubieran puesto de acuerdo para hacer un manojo de problemas en mi cabeza.

Se divierten haciéndome sufrir.

—¿Te ayudo? —me pregunta mi prima hermana Debi.

Oh, Débora, tengo una plática pendiente contigo.

—Sí, gracias —digo mientras lavo con brío. No estoy de humor para soportar más sobresaltos o guardar más secretos. Ya no.

—Oye, lamento lo que tía Isabel dijo de ti, y de tu familia y el cristianismo.

Dejo de lavar.

—Si sabes... que no lo dijo en serio, ¿verdad?

"La gente enojada no piensa con sabiduría."

Recuerdo las sabias palabras de Jane Austen en Orgullo y Prejuicio. Sí, es cierto. Tía Isabel está enojada con la vida, con el amor, con un hombre que juró serle fiel y educar a su hijo mayor con ella para siempre. Promesas vacías y sueños rotos una y otra vez, eso a cualquiera lo transforma en un amargado total y carente de gentileza. Sé que no debería justificar sus insultos hacía mí o mi familia, pero uno de nosotros tiene que ser lo suficientemente maduro como para dejar de crear discordia en esta familia; y... si no van a tomar la batuta los "adultos", entonces lo haré yo.

Puedo elegir mi camino. Y elijo no seguir trabajando en la fábrica de la envidia y la venganza. Elijo ser una persona normal, común y corriente, que limpia el parabrisas de su auto sin el menor rencor mientras lo hace.

—Sí, lo sé —respondo.

—A veces las personas dicen cosas que no sienten cuando están bajo demasiado estrés.

—Lo sé.

Tía Isabel quiere vengarse de sus decisiones, de su vida, maltratando a su familia y amigos. Aún no entiendo por qué se desquita conmigo, con Jesús, con todos a nuestro alrededor; pero es algo que ha hecho desde que yo tengo uso de razón.

Ella está inconforme con su vida. Lo que es una total estupidez, porque cada uno forma sus logros a su propio estilo y a su manera. Su vida es su vida. Debe apreciarla. No podemos elegir nuestra vida, eso lo sé; tampoco a la familia; ni cambiar el pasado. Pero sí podemos tomar decisiones que beneficien nuestro futuro. Podemos sacar lo mejor de nosotros mismos e incluso seguir trabajando en mejorar los objetivos que trazamos en el camino.

Débora me pasa un plato sucio, y yo lo enjuago. Ella seca y yo lavo.

—Es una buena mujer y también una buena persona —continúa Deb—. Es sólo que está enojada con la vida, de cómo la ha tratado a ella y a sus hijos. ¿Sabes? Mi mamá me comentó que... cuando eran pequeñas, Isabel tuvo ésta extraña epifania sobre la vida amorosa de todas las mujeres de su familia. Dijo que todas nosotras... —Susurra—: estamos malditas.

—¿Ah...? —La miro.

—Sí, dijo que todas las mujeres, de este lado de la familia, tienen la maldición de los hombres.

—No entiendo.

—Bueno... —Piensa—. Básicamente, significa..., que no importa lo que hagamos para tratar de evitar a un mal hombre en nuestra vida, siempre atraeremos a la mala hierba; o sea: a los hombres malos. Dijo que no hay explicación, es algo que se remonta desde hace años en nuestra familia, y que ninguna mujer ha podido romperla.

—Creo que ningún hombre es del todo sincero, así como ninguna mujer lo es tampoco.

—¿Piensas que la tía se equivoca?

—Pienso que intenta darle una explicación a las malas decisiones que tomó en un pasado, tratando de corromper la esperanza de encontrar el amor en todas nosotras.

—Sí, yo también lo creo. Aunque, igual y sí tiene un poquito de razón —expresa—. A lo mejor existe una maldición que nos obliga a juntarnos con malos hombres que nos tratan como basura, y nos hacen creer que no valemos la pena.

—No hay ninguna maldición, sólo no saben elegir buenos hombres —digo.

No quiero causar problemas, o, tenerlos. Mucho menos empezar una discusión con Débora, pero este extraño secreto-mentira, me está pasando factura. No lo parece, pero es cierto. Ayer ni siquiera pude bajar a comer por culpa del nudo en mi estómago; y hoy no puedo ni mirarla a los ojos. Tengo que decírselo a alguien; me refiero a lo que escuché. Vagamente recuerdo haber consultado a mis ideas, y... ellas me aconsejaron contarle a Débora eso, lo del asunto, antes de hablarlo abiertamente con Patricia.

—Débora...

—Oh, no —me dice—. Es algo serio, ¿verdad?

Arrugo el entrecejo.

—Cuando dices mi nombre completo sé que es algo serio. Además, pones tu cara de «Perdona», «Lo siento», «No quería que se escuchara así.»

¿Hago eso? ¿Le doy demasiadas vueltas a todo? ¿Lo estoy haciendo ahora?

—Dime, ¿de qué se trata? —me alienta a hablar.

—Es... complicado.

—Me gusta lo complicado —admite. Con una sonrisa pícara en los labios me pregunta—: ¿Es un muchacho?

—¿Qué?... No —niego con cierto nervio en la última palabra.

Debi me mira, como si fuera un asunto de conveniencia, algo de lo más normal; y sin ninguna pena.

E, ignorando mis mejillas sonrosadas, me pregunta:

—¿Es Leviatán? —me sonríe.

Tengo veintiún años, pero cuando se tratan de asuntos del corazón o de un amor pasajero, meconviertoenuntomateroandante con letrerosentodassushojasverdes. O sea: misión imposible, baby.

—No.

—Puedes decirme. No pienso ser una chismosa.

«Chismosa.» La palabra es un mal sabor en mi boca. Y..., por una fracción de segundo, la culpa de querer esparcir su secreto me hace sentir culpable.

—Además —continúa ella—, se nota que le gustas a Levi, y... que a ti te gusta él.

Me rio.

—¿Qué? —digo, sin poder creer lo que escuchan mis oídos.

Leviatán me tiene manía, no le gusto. Y... ¿que a mí me gusta él? Eso jamás. Bueno, nunca de ese modo. Le tengo cariño porque es mi amigo, por eso lo tolero..., más o menos. Estoy ciento por ciento segura de que no me gusta Leviatán.

—Sí. O... a poco no notas cómo te come con sus enigmáticos ojos verdes cuando tú estás cerca —me dice en complicidad.

—No. —Miento. Vaya que sí me he dado cuenta, pero jamás pienso decírselo a nadie. Lo que me sorprende es que mi madre no me haya dicho nada aún, si se nota tanto como dice mi prima.

¿Por qué no me dirá nada mi madre todavía?

—Pues yo sí lo noto, guapa. Bastante, déjame decirte. —Mira a ambos lados antes de animarse a susurrar—: Te mira como si te quisiese en su cama.

Se me cae el plato al suelo, haciendo que éste se rompa en dos, y salpique el suelo de agua y jabón. En lo que Débora se ríe sin parar, con pequeños regaños incontrolables de carcajadas por mi sonrojo excesivo, busco la escoba y el recogedor para limpiar este pequeño accidente.

Ay. Que. Horror.

—¿Qué, prima? ¿Te da pena? —me pregunta en tono inocente.

Levanto mi desastre.

—No vuelvas a decir eso, por favor —le pido mientras pongo en su lugar la escoba y el recogedor.

—¿Por qué? No tiene nada de malo.

—Débora... —le advierto. Nunca había sentido mi cara como un fosforito en toda mi vida.

La situación de por sí ya es algo incómoda, y... para acabarla de amolar, Patricia se une a la fiesta.

—Maldición —blasfema Patito, hecha una furia, al entrar a la cocina—. Juan no me contesta las llamadas y tampoco responde mis mensajes.

—Ya contestara —dijo Debi, ignorando por completo la plática que tuvimos.

Al menos, el desvío de ojos me ayuda a controlar la rojez en mi cuello y orejas.

Patricia gruñe en respuesta mientras se pasea alrededor de la isleta con el teléfono pegado a la oreja.

—Eso espero —se queja.

Ambas escuchamos la voz robótica a través de la línea, y las dos —de cierta manera—, nos ponemos nerviosas. Habían pasado dos horas desde que Juan desapareció, desde que mandó un mensaje, o, llamó a Patito.

—Lo hará, te contestará... Es tu esposo, manita.

La mención de ese hecho hizo que Patricia detuviera sus pasos.

—Sí, así es, Juan es mi esposo.

Débora frunce el ceño al ver la expresión de su hermana. Patricia le lanza una mirada asesina a Debi, antes de rodear la isleta de la cocina y salir de ésta.

—Apuesto a que está con otra mujer.

«Cínica.»

—Débora, tengo que decirte algo. —Y, para que realmente vea que es en serio, me seco las manos y alejo del lavabo.

—Sí, ¿qué pasa? —Ella me sigue, prestándome atención y secándose las manos.

—Débora —empiezo a decir, pero ella me interrumpe levantando su mano.

—Antes de que digas algo... Bueno —se emociona—, quiero confesarte una cosa.

Jesús María y José.

—Dime. —Mi corazón va a mil.

Se humedece los labios, y muerde las uñas con mucho coqueteo en la mirada. Lo que sea que tenga que decirme, el agrado y el éxtasis, es palpable a su alrededor, así como los corazones que aparecen girando alrededor de su cabeza (como pajaritos).

—Estoy enamorada.

»Eso explica los corazones.

«Esperen.»

Me lleva...

—Ah... ¿Lo conozco? —«Por favor, di que sí para acabar con esta tortura», añado para mis adentros.

—Sí. De hecho, está aquí ahora.

Okey... Juan no está aquí, así que no puede estar hablando de él. ¿De quién entonces?

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Y..., ¿quién es?

Mira la puerta. Me imagino que, para verificar que esté cerrada y que nadie escuche nuestra conversación.

Ja, ¿por qué no hizo eso cuando me soltó un buen de cosas sobre Levi?

Parece una colegiala enamorada en toda su gloria, cuando pronuncia el nombre del chico de sus sueños.

—Leonardo.

Maldita sean mis estúpidas hormonas.

— • — • — • — • — • —

No les pude preguntar ayer, pero...

¿Qué piensan de tía Isabel?

Sean sinceros conmigo:

¿Les agrada Patricia?

¿Les agrada Débora?

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