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Capítulo 2

LILITH

Me distraigo escuchando música y leyendo Orgullo y Prejuicio durante el camino. En dos horas llegaremos a la finca de mi tía materna. Mamá visitaría más a sus parientes, si mis tías (sus cuatro hermanas), no criticaran constantemente a su familia (nosotros), por los valores con los que me educaron, y el modo de crianza que me dieron a mí y a mis hermanos. Los demás no son fieles seguidores a la iglesia o, leen y estudian la sagrada biblia (como lo hacemos mi mamá y yo las tardes del domingo).

Mi abuelita (que en paz descanse), murió un año antes de que yo naciera, y mi mamá decidió honrar su memoria, siguiendo sus sabios consejos y pasos hacia el camino de la rectitud, y... poniéndole su nombre a la única hija que tuvo después su muerte. Se supone que iban a bautizarme con el nombre de Míriam; pero las circunstancias y los deseos de mi madre se interpusieron, y me nombraron Lilith. Me hubiera gustado tener una hermanita. Como mi hermano Aarón tiene a Moisés, a mí siempre me gustó la idea de tener una pequeña copia de mí corriendo por ahí.

«Me tienes a mí.»

Esos dos casados y con hijos operan en otro nivel. Ellos hablan en un idioma que no puedo descifrar, por mucho que me esfuerce en intentarlo.

«Te da algo de envidia, ¿verdad?»

Cállate, por favor.

—Llegamos —nos informa nuestro padre.

Agradezco al señor haber permitido que nuestra familia llegara con bien.

Desciendo del vehículo, y bajo mis maletas. Madre se persigna al tocar tierra, y lanza una oración al cielo agradeciéndole a Dios por el buen camino, y padre hace lo mismo.

—Hola. —Tía Isabel aparece tras abrir la entrada de su casa, y nos saluda "amistosa", con una sonrisa sutil entre el disgusto y la cordialidad.

—Hola, cariño —le dice a mi madre. Se abrazan y saludan como viejas amigas, y no como antiguas rivales.

A mí y a mi padre no nos toca beso ni abrazo, porque tía Isabel cree que papá es un ojete creyente, y que yo soy una hipócrita corderita sin voz, aburrida y arrogante. Sí..., aún hay personas que piensan de ese modo.

—¿Tuvieron un buen viaje? —le pregunta a su hermana, fingiendo poco interés en su vida.

—Sí, gracias a Dios.

Mi tía reprime una mueca de disgusto al escuchar el nombre de nuestro señor. Que bueno que mamá no se percató de eso. La última vez no vimos a mis tíos y a mis primos por un mes, por esa misma expresión en el rostro de tía Isabel.

—¿Les ayudo, cariño? —nos pregunta a todos.

«Hasta que me mira.»

—Ah, sí, por favor —responde mamá. Si por mí fuera, hubiera dicho que no.

Tía Isabel llama a mi tío Joel (mi consentido), y a mis primos (machistas), para ayudarnos con el equipaje. Al único que me alegro de ver, es a mi tío Joel. En cuento me ve, corre a abrazarme y a darme la bienvenida. También saluda a mamá y a papá. A él no le preocupa que le contagie los piojos de cristo.

Los «piojos de Cristo», por cierto, fue algo que inventaron mis primos para molestarme. Les dijeron a todos los niños de la cuadra que si los tocaba o me dejaban jugar con ellos, iba a contagiarles mi religión y, a pegarles los piojos que debieron comerle la cabeza a Cristo.

Sí, todavía hay gente que piensa de ese modo.

—Permítame, tía —dijo Fernando, mi primo mayor de treinta y nueve años. Es una llanta inflada con puros esteroides.

—Gracias, hijo. —Y añade—: Que caballero eres.

«Caballeros los que encuentras en cuentos de princesas y dragones, mami.»

—Hola, Lilith —me saluda mi "cortes" primo Alfredo. Tiene dientes caballo, por cierto.

—Hola.

—Hija, permite que tus primos te ayuden con tus maletas. —Se voltea hacia mi tía y dice—: Me pondré al corriente con Isabel mientras desempacas.

Le sonrío en respuesta. No protesto porque no quiero problemas con nadie durante mi estadía ilimitada en esta casa. Además, no le quiero arruinar la fiesta a Débora; ella no se merece eso.

Mamá y tía Isabel desaparecen tras atravesar la finca y sus alrededores. Es fácil perderse cuando eres pequeña, si lo sabré yo. Papá también desaparece con mi consentido tío Joel.

Mis primos Said y Axel (los mellizos de mi tía Isabel), se nos unen. Genial. Y ambos vienen hacia mí con sus sonrisas de niños bien portados (cómo no), y buenos pensamientos hacia mi estadía en su casa.

—Prima, déjanos ayudarte con eso.

—No, muchas gracias —respondo sin más, al caminar hacia la casa con maletas en manos.

La finca de mi tía es bellísima. Los extremos del camino están decorados de bugambilias y ahuehuetes. El camino es de piedra cantera, y te conduce directo a la casa. Tienes que subir siete escalones para poder llegar. Y cuando llegas al segundo piso, con vista al césped recién podado y rosas blancas y rojas, tienes que atravesar el vestíbulo al aire libre que te conduce a la puerta principal de la casa. La madera es lustrada, por cierto.

Entro, y me encuentro con tía Ilda y sus hijos en la cocina. Creo que las mujeres discuten sobre no repetir atuendos para la fiesta de Débora.

Todos los ojos caen sobre mí cuando atravieso la puerta y llego a la cocina.

Tía Ilda me ve, y me sonríe con dulzura. Se acerca (veloz como un rayo), a saludarme y a darme mi abrazo de bienvenida. A ella tampoco le importa contagiarse de los piojos de cristo.

—Hola, preciosa. —Me da un beso en la sien, antes de apartarse y mirarme de arriba abajo—. Que bárbara, mi reina, que guapa estás.

Me sonrojo al escuchar su cariño.

—Ah, tía, muchas gracias.

—¿Y el novio para cuando, eh? —comenta, curiosa y juguetona.

«No, tía, no hay novio. Pero sí tengo una carrera y un plan de vida, por si le interesa», pienso, pero no lo digo.

Piensa antes de actuar.

—Sí, prima... ¿Y el novio para cuando, eh? —dice Constanza, la penúltima niña de la familia. Es un año mayor que yo, pero tiene la mentalidad de una chiquilla arrogante de trece—. No querrás que te consideren una lesbiana marimacha con esa falda..., ¿o sí?

«Eso no tiene sentido.»

—Espero que no —dijo Ramón—. Sería una lésbica muy fea.

Mis primas y primos, que están sentados en las sillas especiales de la isleta, se ríen con gusto de su peyorativo comentario, burlándose y mofándose de mí, como si hubieran estado practicándolo desde hace días.

—Bueno, ya basta, niños. —Tía Ilda pone orden en la cocina—. Muestren un poco de respeto a su prima, por favor.

Mis primos (los retardados y misóginos de la familia), ponen los ojos en blanco ante el regaño de su madre.

—Eso hacemos, mami —continúa Sandra—. Le estamos mostrando justo el respeto que se merece.

Tía Ilda le llama la atención, pero mi molesta prima de dieciocho años, hace caso omiso y sigue soltando insultos sin sentido hacia mí y mi religión.

Mi prima de veintidós años me lanza una mirada de repudio, a mí y a todo lo que represento, cuando nuestros ojos se encuentran.

¿Por qué se comporta como una bruja cuando vengo de visita? Según recuerdo, no le he hecho nada para ganar una especie de enemistad con ella o mis primos.

—Ya me aburrí —se levanta—. Vámonos, chicos —les dice a sus lemúridos hermanos menores, y ellos obedecen.

—Constanza —le llama la atención, pero ella no obedece y sube escaleras arriba, con la plebe a mirar televisión en su cuarto.

Tía Ilda pellizca el puente de su nariz, y yo, me quedo ahí parada en completo silencio. No quiero incomodarla con mis palabras, pero tampoco quiero dejarla sola. Yo no querría que me dejaran sola.

«Bueno..., valió la pena viajar cuatro horas sólo para que te dijeran eso.»

Tengo que tomar mi medicación.

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