Capítulo 11
LILITH
Mis pulmones se llenan de un maravilloso aire, libre de tonterías y colonia barata, cuando mis ojos avistan a Leo. Él luce igual de aliviado que yo cuando me ve.
Me sonríe con dulzura antes de hablar.
—Ah, Lilith, aquí estás —dijo—. Débora te está buscando, dice que quiere que le ayudes a escoger una falda o algo así.
Tardo unos segundos en darme cuenta de lo que está pasando, pero lo consigo.
—Sí, gracias por decirme. Ahora mismo me reúno con ella.
Le devuelvo la sonrisa —con un ligero agradecimiento en la mirada—, y me apresuro a llegar a la puerta, junto a Leo.
Ah, ahora sí Juan no luce tan valiente..., ¿cierto?
—Piensa en lo que te dije, Lilith —me dice la pobre oveja descarriada—. Estoy seguro que, a tu prima le gustará oír que, por fin, admites tus errores.
«Loco.»
Leonardo me mira, y asiente con un ligero movimiento de cabeza, cerciorándose (quizá), de que todo esté bien conmigo, como si hubiera adivinado de qué iba o, de qué se trata todo... esto, al encontrarme a solas con Juan.
Juan se queda justo donde está, mirándonos a los dos con cierto crimen sin cometer en la mirada, como si no le importaran las consecuencias o, como si supiera que no puedo decirle a Patricia lo que su querido esposo quiso hacerme.
Él sabe que Patricia no me creería si se lo digo. Él sabe que ella le creerá a él ciegamente.
Por eso está tan tranquilo. Por eso me mira ladino. Por eso sonríe con cinismo y a sus anchas.
Leo lo mira, a mí y a él, alternando la mirada entre uno y el otro, y leyendo en mi cara el miedo que siento hacia este sujeto... No hace falta decir que, sus ojos me demuestran justo lo que yo supuse de Juan, cuando me lo presentaron por primera vez: que es un mal hombre.
Juan le sonríe con cinismo.
—¿Algo más, amigo? —le pregunta.
Leonardo lo inspecciona de arriba abajo, y... me imagino que debe deducir algo porque, cuando termina de observarlo, le devuelve la sonrisa llena de hipocresía.
—Tu esposa te está buscando —se limita a responder, mientras tira de mi muñeca (con gentileza), para guiarme fuera de este lugar.
Cierra la puerta y, sin soltarme todavía, camina conmigo o, ¿yo con él?, hasta llevarme sana y salva a la isleta de la cocina.
Corre un banco de madera, como si estuviera ofreciéndome un... ¿asiento?
Pero..., ¿por qué?
—Siéntate, por favor —me pide mientras toma un vaso de las vitrinas de madera.
¿Cómo? ¿Que me siente? Pero, ¿y Débora?
—Tengo que buscar a Débora...
—Tu prima no te está buscando —me interrumpe—. Esa fue una mentira que dije para que ese imbécil te dejara en paz.
«¿Qué?»
¿Leo acaba de mentir por mí, para que Juan me dejara en paz? ¿Oí bien?
O sea que... ¿Escucho lo que me dijo? ¿Estuvo escuchando todo este tiempo?
—¿Qué tanto...?
—Lo suficiente. —Adivina mi pensamiento.
Va a las puertas del refrigerador, y sirve agua en el vaso de cristal que sacó de las vitrinas.
—Siéntate, por favor —vuelve a pedirme con esa paciencia que, me voy dando cuenta, lo caracteriza.
Como tengo un mareo repentino por esta nueva información y, las náuseas (gracias al asqueroso Juan), no han desaparecido del todo, me siento donde me pidió hace dos minutos, pellizcándome el puente de la nariz y masajeando mis sienes.
Al cabo de unos segundos, se sienta en la silla de al lado, junto a mí.
—Bebe un poco de agua, te hará bien —dijo, al ofrecerme el vaso de cristal.
—Gracias —lo acepto y bebo un poco, porque en realidad, estoy acalorada y mareada.
—¿Estás bien? —me pregunta en un tono de voz dulce y protector.
—Sí.
»Aunque por dentro esté que la sangre me hierve de ira e impotencia, y me carcoman unas ganas inmensas de ponerme a llorar como una niñita asustada.
Pero..., nada de eso importa ahora. Lo único que quiero, es olvidarme de todo.
Me siento mejor, mucho mejor, sólo con tener aquí a Leo, que esté aquí conmigo, acompañándome en la isleta de esta cocina, dentro de una casa en donde nadie me quiere.
Nadie me quiere aquí. ¿Por qué sigo viniendo a esta casa, entonces? Lo único que hago es hacerme daño. Mejor me hubiera quedado en casa o de practicante para convertirme en monja de nuestra Santa iglesia. ¿Qué rayos quiero probar?, ¿que algún día mi propia familia me ame? Por favor...
—Estoy bien —añado. Le sonrío para demostrarlo.
Bebo un poco más de agua. Necesito tranquilizarme y olvidar lo que pasó. Tengo que estar alerta a partir de ahora con respecto a Juan. No es una opción acusarlo con mi tía o mi prima, el mismo Juan me ha dado a entender que ellas jamás me creerán. Y, ¿si se lo digo a mi madre?..., ¿me creería? Nunca hemos hablado de algo así, pero... estoy segura que me creería si se lo cuento.
Ay, Cristo.
Tiene que creerme, ¿no? Soy su hija después de todo. Las madres les creen a sus hijos, ¿cierto?
Me mortifico con posibles escenarios en donde Patricia me echa la culpa por arruinar su matrimonio, y tía Nancy me maldice y escupe, junto a sus otros hijos, por haberme atrevido a mencionar siquiera que Juan pudo haberme... ¿tocado? Aún no tengo muy en claro lo que ese malvado quiso hacerme.
Una mano cálida y comprensiva, se posa en los dedos de mi otra mano, que descansa en la isleta de granito.
Dejo el vaso en paz, y mis ojos se concentran en Leonardo. Su sonrisa, y el calor que emana a través de ella, es lo que me atrapa.
—Puedes decirme lo contrario si así es como te sientes —dijo, con una sonrisa afable y llena de buenos sentimientos. Sus dedos me acarician con ternura los nudillos de mi temblorosa mano, y sus ojos se mantienen fijos en mi reacción.
Trato de prestar atención a sus palabras, pero las sutiles caricias a mis manos no me lo ponen fácil.
¿Qué está pasando?
—Es-estoy... bien —tartamudeo, pero es por el extraño revoloteo en mi estómago que no me deja pensar con claridad.
«Déjate llevar.»
Oh, no.
Bajo la vista, y su mano acapara por completo mi muñeca. Un calor intenso me recorre la columna vertebral, mi cuello, asciende peligrosamente por mis orejas y, finalmente descansa en mis mejillas.
Voy a rectificar mi pregunta, porque es obvio que Leonardo está teniendo algún tipo de poder sobre mí y mis hormonas..., para confundirme.
Cosa que está logrando porque...
¿Qué me está pasando?
—Nada malo va a pasarte —me promete, y... por alguna extraña razón decido creerlo. Es un extraño, ya lo sé. Pero transmite tanta confianza y promesas que me es imposible no creer todo lo que dice.
Su mirada se vuelve decidida.
—Primero muerto antes que permitir que algo malo te pase.
Me congelo ahí mismo, pero esta vez, no de temor. No sé cómo nombrar esto que estoy sintiendo, pero estoy casi segura que no es lujuria. Se siente seguro, estable, cariñoso; la lujuria debe ser un acto sexual, ¿no? Por eso es pecado. No sé qué es este sentimiento que corroe mis venas como si fuera veneno.
Pero..., si no es lujuria entonces..., ¿qué es? Y, ¿por qué se siente tan bien, tan cómodo y confortable en el acto?
¿Es un calor y un revoloteo en el vientre... algo malo?
—Leo... —Veo la decisión en sus ojos, el odio, el dolor y la ira, mucha ira, cuando me promete eso último.
Su mano se mueve con gentileza por todo mi brazo, acariciando suavemente mi piel y el escaso vello que me protege de su intensidad. Me toma el hombro con cuidado y, sus dedos se meten bajo la manga de mi blusa..., sólo sintiendo a mi piel estremecer.
Se acerca aún más a mí.
—Confía en mí, Lilith —susurra en mi oído. ¿Que confíe en él?—. Nunca dejaré que nada malo te pase.
Retira la mano de mi hombro, provocando (siempre provocando), que mi piel se sienta fría y solitaria. Lo miro, y... su cara está peligrosamente cerca de la mía. ¿A qué hora le dio el tiempo de acercarse y, dejarme así, tan confundida? ¿Cuando dejé de sentirme de asustada a en calma, y de asqueada a deseada? ¿Él provocó esto?, ¿que me sintiera así? ¿Cómo puede una persona hacerte sentir así? Creí que sólo ocurría en una novela trágica de amor.
Podría rozar su nariz si así lo deseara, darle esa clase de beso esquimal que tanto veo en las películas o series para adolescentes.
No... Esto está..., ¿mal...?
Mis ojos se desconectan de los suyos en un desesperado intento por hacerme entrar en razón.
Esto no está bien.
—Mírame —me pide.
Niego con la cabeza, avergonzada y, totalmente segura, de que este pequeño juego de tentaciones es una prueba de nuestro señor. Debe serlo, tiene que serlo, no encuentro otra explicación. ¿Por qué me pondrían a desear la carne de un hombre si no es para probar si es más fuerte mi fe o mi deseo por la experimentación?
Pero..., entonces pasa..., una cosa vence a la otra, y sus manos acaparan mis acaloradas mejillas con gentileza, haciendo que mi fortaleza interior se venga abajo. Su mirada y la mía se encuentran. Estamos a escasos centímetros, nuestros labios sólo necesitan un roce, un sutil empujón para poder tocarse. Uno de nosotros debe tomar la decisión de acercarse ahora o..., no hacer nada (para siempre).
El «para siempre» suena patético, pero efectivo.
—Mierda, que hermosa eres —me dice entonces, respirando en mis labios, y... mirándome con deseo (uno que ningún otro hombre había sentido por mí). Lo está haciendo a propósito.
«¡ÉL FUE ENVIADO PARA TENTARTE!», me grita desesperado, mi subconsciente.
Pero..., no lo escucho. No esta vez. No quiero oírle porque me hará apartarme de su lado, de sus ojos, de ese cariño que destila y ese afable encanto que me tiene bajo su hechizo.
Su voz ronca y seductora... Sus ojos y su boca... Todo de él, todo en él, todo me obliga a besarlo.
—No, por favor... —le pido en un suplicio, mientras él acaricia mis mejillas con las yemas de sus pulgares.
Rompiendo con todas mis reglas, acorto con la distancia que nos separa..., besándolo.
El beso es suave, un roce, un ligero estampar de labios, una caricia devuelta por todos los delicados mimos que le hizo a mi cuerpo mientras estuvo consolándome y, prometiéndome inmunidad ante cualquier otro menso que planee hacerme daño.
Es apenas un pico que se siente como la vuelta al mundo.
Y termina, yo lo termino.
Pero volvemos a besarnos y, esta vez, un poco más fuerte e intenso (pero sin dejar de ser respetuoso conmigo). Me atrae hacia su boca con una paciencia innata por sentir sus labios, y sus manos aplastan mis mejillas haciéndome estremecer. Me mira, yo lo miro, y me aferro a su camisa, arrugándola mientras me vuelve a besar. Pero..., siento su lengua acariciar la mía y, entonces me aparto.
Me levanto y —a una distancia segura—, le hablo.
—Bueno, gracias por lo que hiciste —digo, y doy media vuelta.
Me alejo de él, y... Leo no luce sorprendido por mi repentino rechazo en lo más mínimo. Ahora que lo pienso, tampoco lo lució cuando lo besé.
—Adiós —me despido (como una auténtica cobarde), dejándolo solo en la cocina.
Escapo de ahí, corriendo derechita a las escaleras, y subiendo los escalones de dos en dos. Me encierro en mi habitación, apoyando mi espalda en la puerta de madera lustrada, y cubriendo mi rostro con ambas manos mientras me regaño y maldigo por ser tan débil.
Cristo... Perdóname, por favor.
«¿Qué fue lo que nos pasó?»
Me dejo caer, lentamente, poniendo mi cabeza entre las rodillas, y llorando en un lamento quedo por haber caído y probado la tentación, sin antes asegurar que ese chico no sólo esté jugando conmigo.
¿Quién me asegura que no sólo quiere mi cuerpo?
Eso me convertiría en una zorra.
¿Qué pensaría mi madre?
—Soy tan estúpida —lloro en silencio, mientras me arranco los pelos de la cabeza.
«No debimos besarlo», me atormenta mi subconsciente.
Debí haberte hecho caso.
— • — • — • — • — •
Al fin!!
Hasta que nuestra Lilith besa a uno de los dos hermanos... Bueno, hermanastros Bianchi.
Sí..., mejor me acostumbro a llamarlos «hermanastros», porque las cosas que se vienen a continuación con ese par de hermanos —sorry, hermanastros—, son demasiado... intensas. Bueno, por no decir otras cosas.
Voy a ser sincera, me preocupa que nuestra Lilith termine igual que Ana, porque lo que le pasó a esa chica fue muy...
UPS!!! Perdón!!! Mejor ya no digo nada.
Okey, gracias por haber visto y haber votado, son demasiado amables conmigo. Okey, eso se escuchó deprimente, ¿no?
Jaja... Bueno, sigan leyendo trataré de actualizar día con día.
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