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Capítulo 20. No te hagas el dominante, amigo.

Luego de varias horas, Eddy por fin pudo salir de su detención y recuperar el iPhone dañado. Leroy y Milton habían tenido que moverse rápido para pagar la multa y evitar que el hombre pasara más tiempo en esa comisaría.

—Bien, ahora que estamos afuera, ¿puedes explicarme qué fue lo que ocurrió? —quiso saber Leroy mientras bajaban las escalinatas del edificio de la policía. Ambos estaban de mal humor.

—Colette le pidió a su jefe información sobre Jimmy Carter, asegurándole que emprendería por su cuenta la continuación de caso, ya que tienen prohibido meter sus narices en ese asunto —excusó con rostro adusto.

—¿Por la posible implicación del comisionado? —preguntó Milton con voz baja y repasando con inquietud los alrededores. No le gustaba estar en lugares tan poblados de policías.

—Sí.

—¿Entonces? —insistió el moreno, algo ansioso. Eddy suspiró hondo.

—Entonces, el muy cobarde la engañó. La envió a una madriguera de delincuentes y asesinos donde realizaban un operativo policial, para que fueran sus compañeros quienes le pidieran que se fuera de allí —contó irritado—. Así él no quedaba como el tipo malo que le prohibía cosas, sino que la dejaba como la idiota inexperta que andaba detrás de un criminal del que no sabía nada.

Tanto Leroy como Milton lo observaron con desconcierto.

—Y eso, ¿por qué? ¿Envidia profesional? —supuso Leroy.

Eddy gruñó y se detuvo girándose para mirar con el ceño fruncido el edificio de la comisaría.

—Dice estar enamorado de ella. —Milton resopló y negó con la cabeza. Leroy amplió las órbitas de sus ojos—. Me amenazó con destruirme si no me alejo.

—¿Y supongo que tú no le harás ni una pizca de caso? —dedujo Leroy, molesto, porque sabía que aquello lo que traería serían problemas.

—Supones muy bien —aseguró Eddy, antes de volver a subir las escalinatas para dirigirse al interior de la comisaría.

—¡¿Qué harás?! —quiso saber Milton, nervioso.

—¡Vayan a casa, luego los llamo! —gritó Eddy sin darles la cara y apresurándose por llegar al interior de la instalación.

Leroy rio con sarcasmo y continuó su camino hacia el auto sabiendo que no podrían hacer nada para detenerlo. Ahora el caso se había convertido en algo personal para su amigo. Milton lo observó un rato con la esperanza de que comprendiera que cometería una peligrosa locura y regresara, pero descubrió que eso no ocurriría cuando lo vio entrar a las carreras en el edificio.

Eddy se esforzó por controlar su ansiedad mientras atravesaba el vestíbulo hacia el área de las oficinas de los detectives. Buscó con premura la de Colette, y al hallarla, tuvo que quedarse afuera unos minutos. La puerta estaba entornada y por una rendija podía ver como la mujer discutía con el idiota del Capitán Gunter Anderson.

El hombre sacudía un dedo acusador frente a la cara enfurecida de ella, era evidente que la retaba por la imprudencia que había cometido. Desde su posición no podía escuchar y eso lo enfureció, pero esperó paciente a que el negro culminara su regaño y se escondió cuando él se marchaba, para que no lo descubriera.

Cuando ella estuvo sola, se introdujo en la oficina y cerró la puerta con cerrojo.

Colette estaba cruzada de brazos mirando con rabia el suelo cuando escuchó que alguien entraba sin pedir permiso. Enseguida se giró con rostro amenazante. Al ver que era Eddy se impactó, pero casi enseguida recuperó su actitud irritada.

—¿Qué haces aquí? —dijo entre dientes y apretó los puños.

—¿Tienes una relación con tu jefe? —preguntó él, acercándose a ella con actitud arrolladora. La cubría con su sombra seductora y autoritaria.

Colette por un momento se mostró desconcertada, pero luchaba por no dejarse perturbar y no retroceder ante su acoso.

—Por supuesto que no. ¿De dónde sacas esa idea?

—Porque él me amenazó con arrancarme los brazos y las piernas y lanzarme a un mar profundo si volvía a acercarme a ti. —El terror y la cólera se debatieron en el rostro de la mujer—. Evidentemente me conoce muy poco como para pensar que lo obedeceré por miedo.

—Gunter no pudo haberte dicho eso.

—Gunter es un pobre infeliz, incapaz de controlar las ansias de libertad de la mujer que cree amar prefiriendo engañarla para que otros controlen su temperamento. —Colette amplió sus globos oculares. Eddy estaba casi encima de ella, la superaba por una cabeza y por su cuerpo fibroso parecía que la doblegaría con facilidad—. Te envió a ese lugar para que tus compañeros, que se hallaban en plena actividad policial, te sacaran de allí y te regresaran a casa. Parece que al Capitán le es imposible decirte «no» —expresó, usando un tono despectivo para pronunciar el cargo del hombre.

Ella tenía la mandíbula tan apretada que daba la impresión de que se rompería de un momento a otro.

—Resolveré ese asunto. Te conseguiré la información que necesitas.

Eddy resopló y se guardó las manos en los bolsillos de su pantalón.

—Me costará confiar en esos datos.

—¡Tienes que hacerlo! —expresó ella casi con desesperación—. Me lo prometiste.

Él no pudo evitar conmoverse ante la petición de ella. Se sorprendió, porque no solo era capaz de reaccionar ante el tono autoritario y severo de la mujer, sino también, ante sus ruegos y súplicas. Ella se estaba robando muchas de sus emociones.

—¿Y cómo lo harás?

—Ese es mi problema. Tú sal inmediatamente de mi oficina y espera a que sea yo la que se comunique contigo.

Aquellas palabras fueron como un chasquido dentro del pecho de Eddy, que crearon la chispa necesaria para encender una hoguera en su interior y alborotar a sus hormonas. La miró de pies a cabeza con un hambre atroz, una que le hacía cosquillear las manos, ávidas por el contacto de su piel tersa y cálida.

—No funciono siguiendo líneas de acción —reveló con una voz gruesa y seductora, que a ella le produjo un estremecimiento, pero también, un estallido emocional que agitó su deseo.

—Tendrás que ir acostumbrándote, Eddy Bass.

La advertencia entró como la onda expansiva de una explosión en sus oídos, llevándose consigo su buen control y su pequeñísima intención de portarse como un caballero dentro de un edificio plagado de policías.

Se aproximó a ella como si fuera el macho alfa que iba por la presa que le pertenecía, dispuesto a tomar lo suyo y saciarse de él hasta el culmen de la satisfacción, pero lo que halló fue algo más que una simple resistencia a sus pretensiones.

Colette, con un brillo perverso en los ojos, lo tomó con firmeza de los hombros e hizo un movimiento de lucha libre para derrumbarlo de espaldas al suelo, detrás de su escritorio. Eddy se quejó por el dolor producto de la caía, pero no emitió ninguna queja. Mucho menos, cuando ella se sentó a horcajadas, encima de él.

—¿Quieres más castigos, Eddy Bass? —inquirió, mirándolo con unos ojos salvajes y hambrientos, que le advertían que no se moviera o se las vería muy mal.

Él quedó inmóvil, con la respiración agitada y la piel convertida en llamas. En su interior se agitaba un oleaje de admiración y deseo que le nublaba la mente, haciéndole olvidar por completo el lugar en el que se encontraban.

A ella le sucedía igual. Las pupilas lujuriosa de ese hombre transformaban su voluntad. Sus manos ardían por el anhelo y su mente se despojaba de todo temor. Solo le apetecía saciar sus ganas.

Comenzó a tocarlo, primero con cierta inseguridad y luego, con mayor control. A medida que su cabeza se enfocaba en el cuerpo moreno y fibroso que se revelaba cada vez que abría un botón de su camisa, el deseo bullía en sus venas convirtiéndolas en una caldera a punto de estallar. A Eddy le costaba respirar, sus pulmones se consumían en el fuego que nacía en sus entrañas y se avivaban con cada roce que ella le daba, con cada sutil contacto de sus dedos temblorosos.

Colette se paseó sin prisa por su pecho velludo, hasta alcanzar su estómago, marcado por músculos tensos y duros. Deseaba besarlo, pasar su lengua por esa superficie tersa y ardiente, la boca se le hacía agua, pero no se atrevía a perderlo de vista. Tenía miedo de que al bajar, él lograra someterla y escapar. Y no lo dejaría ir. No ahora.

Eddy intentó moverse para hacer algo, también quería tocar, ver, saborear y sentir, pero ella fue más rápida. Con movimientos precisos le tomó las manos y las apresó con unas esposas que se hallaban sobre su escritorio y las apoyó encima de la cabeza del hombre.

—No hagas eso, cariño. Déjame libertad.

—Cállate.

—Colette... —gruñó, en susurros, superado por las emociones que lo embargaban.

Ella lo observó con fijeza, descubriendo en sus pupilas oscuras la fuerza de su determinación y de su deseo, mezclado con el enfado.

—¿Puedes... quedarte quieto?... Solo un momento —exigió la chica.

Eddy resopló. Lo que ella le pedía era demasiado. Tembló al sentir que le abría el cinto del pantalón.

Por instinto lanzó una mirada por debajo del escritorio observando hacia la puerta. Aunque escuchaba pasos al otro lado, nadie se acercaba a esa oficina. Rogaba a Dios porque no los interrumpieran, de lo contrario, su cuerpo se incendiaría como las fosas de infierno. Necesitaba que aquello llegara a su fin.

Al lograr abrirle el pantalón, Colette lo bajó llevando consigo el bóxer. Dejó a la vista su pene duro y erguido, que saltó al sentirse liberado. Lo observó con temor. Por un momento no supo qué hacer.

—No me mires así, corazón. Me matas —jadeó.

Ella sonrió al oír el tono desesperado en su voz.

—Cállate —repitió, tomando su pene entre las manos para acariciarlo con suavidad, como si aquello fuese nuevo para ella. En realidad, no era la primera vez que tocaba uno, pero sí la primera en que lo hacía con tanta pasión y deseo. Eddy echó la cabeza hacia atrás para gemir de gusto y alzó las caderas exigiendo más—. Si no te callas, nos descubrirán.

—Me importa una mierda. Esto es demasiado delicioso —ronroneó, con los ojos cerrados y en medio de jadeos.

Colette volvió a sonreír, pero esta vez, de satisfacción. Le encantaba verlo así, dominado, sometido a sus placeres. No pudo soportar más la espera y tomó por asalto su boca, allanándola con su lengua, ahogándole los suspiros. Él enseguida luchó para tomar el control de ese beso, pero ella lo empujaba contra el suelo y enroscaba su lengua succionándola, impidiéndole los movimientos.

Eddy rugía de impotencia, su cuerpo parecía estar a punto de sufrir una implosión. Alzaba las caderas y las movía pidiendo más de ella, furioso por no poder hacer lo mismo, pero su rabia aumentó cuando la mujer lo soltó y se alejó de él, dejándolo allí, consumiéndose por su deseo.

Con ojos enfebrecidos y amenazantes la vio subirse la falda del uniforme y quitarse las bragas.

—Respira hondo —pidió, traviesa.

Eddy pensó que su corazón se había detenido por completo al ver como ella se arrodillaba de nuevo sobre él, para engullírselo. Se mordió los labios degustándose con los gestos que la mujer hacía con su cara mientras lo poseía con lentitud, meneándose sobre su pelvis.

Se resignó a morir en el frío suelo de una oficina policial con las manos apresadas. Colette subía y bajaba con firmeza, dejándolo sin aire. Sus gemidos ahogados parecían música hipnótica, que lo transportaba a una dimensión de placer y goce. Y su rostro arrebolado, encendido por el fuego que creaban juntos, era tan dulce y atractivo que le arrancaba el corazón para llevárselo consigo.

Cuando la sintió cansada, alzó las rodillas y se incorporó para empujar desde abajo con sus caderas. No estaba dispuesto a parar. Las penetraciones eran tan fuertes y profundas que Colette había quedado inmóvil, observándolo con una mirada rebosada de lujuria y dolor, y empañada por lágrimas de placer.

No respiraba, le era imposible, solo lograba tragar alguna que otra bocanada de aire por la boca entre cada estocada, impidiendo que muriera encima del cuerpo de él. Se tensó entera antes de que su organismo se diluyera en un orgasmo bestial que le hizo perder la vista y la derrumbó sobre el pecho del hombre, llorando por la potente descarga.

Eddy ahogó un grito en un gruñido que le pareció muy sonoro, pero que no logró ser escuchado más allá de las paredes que los rodeaba. Su cuerpo se arqueó hundiéndose en ella, hasta el infinito, vaciándose en su interior por completo.

Ambos quedaron ahí, como cadáveres insepultos que habían fallecido por culpa de su lujuria, como dos carbones abandonados a su suerte que se consumían con lentitud cubiertos por llamas que ardían a media fuerza, o como dos lengüetas de fuego que mantenían el calor abrigados en el placer que acababan de experimentar.

Así se mantuvieron, hasta que la paz rompió su magia.


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