Error final: Sálvame
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https://youtu.be/46JQ5UbD5m0
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Ryu
Edad: 19 años
Nunca pensé que terminaría así, y no me refiero a la soledad que hace de mi compañera, sino más bien al hecho de que tengo que despedirme de la casa que hace mucho tiempo pude llamar hogar.
Quedan ahora recuerdos marchitos ahí, veo los fantasmas mirarme a escondidas y otros más con descaro, culpándome por echar abajo la alianza, por romper nuestro linaje.
No la veo a ella entre esos rostros.
No encuentro a mis padres tampoco.
Llego a un pasillo en donde los cuadros abundan más que en cualquier otro lugar, deslizo mis dedos por los marcos, apreciando una última vez todo lo que dejó atrás.
Al bajar a la primera planta y alcanzar la puerta, me detengo. Presumiblemente puedo hacer alarde de que está jaula dejará de serlo hoy, saco las llaves de mi bolsillo y hago girar la estructura dentro del cerrojo. Ahora yo domino está libertad, mi libertad.
Salgo, recibiendo un desfile a ambos lados de toda aquella servidumbre que estuvo a mi cargo por tan pocos días que pareciera ser una fantasía. Inclinan la cabeza a mi paso y esperan a que suba al auto de partida para aglomerarse en la plataforma alta y despedirme con la mano.
Correspondo el saludo desde el interior y bajo la ventanilla para entregarle al ama de llaves todas las que me pertenecieron.
—Cuídese, joven amo. —dice la mujer, apretando el llavero a su pecho y conteniendo las lágrimas con una fuerza de acero. —Y venga a visitarnos de vez en cuando.
—Lo haré. — digo, y es otra promesa rota. —Si en algún momento necesitan algo, no dudes en contactarme.
—Así lo haremos, amo. Que tenga un viaje agradable.
Asiento y subo de nuevo el vidrio, cortando la comunicación y el acercamiento entre ambos. El chófer me mira a través del espejo retrovisor, esperando una orden que, cuando llega, es tan sutil que me sorprende, la haya captado.
Damos un último recorrido por los jardines y salimos. No volteo aunque mi subconsciente pide a gritos que me quede viendo la mansión hasta que esta desaparezca en el horizonte, como si nunca hubiera estado ahí.
—Para. —pido al pasar cerca del cementerio. El chófer empieza a disminuir la velocidad y se estaciona en la entrada.
Dentro del lugar, se puede ver al guardia en turno regar el pasto que adorna el suelo de los muertos, no alcanzo a ver las tumbas que me importan pero eso no se vuelve un impedimento para que lo intente.
—¿Desea bajar? —me pregunta, y la respuesta queda en el aire un largo rato.
Aquí es dónde comenzó todo, lo prudente, tal vez, debería ser que aquí terminara.
Veo el umbral y un recuerdo viene a mí.
Daniel...
Desvío la mirada y la centro en la carretera, ahí dónde los únicos recuerdos que pueden acecharme son los de los autos y los accidentes que he visto ocurrir en el asfalto.
—Vámonos. —ordeno y el chófer vuelve a arrancar. Sin embargo, está vez, mientras el carro va rumbo a un destino incierto, giro la cabeza una vez, una sola, que me sirve para ver por el rabillo del ojo la sudadera oscura de un chico que me regresa la mirada.
Ryu
Edad: 19 años
El atardecer en la cima de una montaña es diferente al que se ve todos los días en la ciudad; aquí, la luz del sol se refleja en la superficie del lago semi congelado, grabando sus tonalidades en la transparencia del agua, la neblina que marca el frío glacial de la noche se arremolina alrededor de los troncos y en la base del camino a las faldas de la montaña.
La vegetación es admirable, verde por todos lados, con pizcas salpicadas de amarillo en forma de florecillas que nacen silenciosas, con miedo a morir por osco clima antes de poder relucir toda su belleza.
Aves vuelan en bandadas, surcando el cielo y sus nubes, venados se acercan de vez en vez a beber del agua acumulada en la lago, y, dos veces ya, me he topado con hábiles serpientes, que se las arreglan para escabullirse en medio de la maleza.
Aquí arriba todo es silencio, todo es paz.
Un hombre sediento de poder podría subir a esta altura y pensar que todo lo que se ve es suyo, ya que ha conseguido alcanzar la cima del mundo.
Un hombre que aprecia la belleza se inspiraría en la magia atrapada dentro del paisaje y, ni tardó ni perezoso, sacaría papel y pluma para comenzar un poema que ganaría ávidos lectores.
Y, un hombre que vino a morir, solo cuenta el tiempo en la realidad que le rodea. Porque hay tiempo preso en cada cosa, en los árboles, el cielo, las plantas y los animales.
Hay tiempo en el sol que se termina de esconder y en el rayo furioso que parte el mundo.
Hay tiempo en las sombras de la noche, y en el crepitar que provocan las gotitas al estrellarse contra la tierra.
Me levanto del pequeño banco puesto en el porche. Aunque me gusta el atardecer y la lluvia, no tengo más deseos de quedarme fuera a observarla y pescar un resfriado.
El interior no es mucho mejor, la calefacción no está encendida y por ende, el frío ha calado aquí también. Las dos habitaciones principales y el baño, tienen una temperatura que me hace reconsiderar si es mejor el resfriado o la hipotermia, pero, una vez que el calor las va llenando, la idea comienza a cambiar.
He puesto agua para un té en la estufa, mientras espero que caliente enfrento la responsabilidad de la que he estado huyendo desde que llegué.
Cuatro cajas cerradas y dos maletas, que son todo el equipaje que creí necesario. Aunque de buenas a primeras eran solo las maletas, las cajas las bajó el chófer sin decirme de dónde venían.
Supongo que es un último regalo del personal, y, quiera yo evitarlo, es lo primero que agarro, subiéndolo a la cama para tirar el contenido.
De la primera caja brotan, de a montón, copias de fotografías y álbumes.
De la segunda salen cámaras y videos que son todas las memorias y recuerdos que perdí.
En la tercera hay dos cosas, un violín y una carta.
Con miedo cojo una de las fotografías, comprobando lo que temía.
Somos nosotros.
Daniel y yo.
Sentados en un tejado, y después, en otra, bailando en un salón, también hay una de él sonriendo y otra dónde solo yo salgo; riendo, haciendo pucheros, gruñendo durmiendo...
Los videos son igual. Puedo reproducirlos gracias a una pequeña pantalla que sirve para integrar las memorias de las cámaras.
Tarda un poco en cargar, más el vídeo que seleccioné al azar se reproduce sin mayores contratiempos.
El ángulo es raro, Daniel es el que graba, pero pareciera estar recostado en algún lado, ya que capta mi postura erguida de pie a su lado, sosteniendo su mano y meciéndola.
No sé que pasa pero, juzgando mi rostro, estoy más nervioso que él.
—Ryu. —dice riendo, aprovechando nuestra unión para agitarla y ganar mi atención al instante. —¿Qué se siente venir a un hospital clandestino conmigo?
—Daniel, basta ya. —respondo. —No permiten grabar aquí.
La cámara gira y se apunta a sí mismo, mostrando el rostro de su otro yo, con el pelo todavía largo y sin ningún piercing.
—Día número... ¿Ryu, qué día es?
Se escucha mi suspiro de fondo y luego la respuesta pausada.
—Un año y tres días.
—Gracias. Bien, empecemos de nuevo. —aclara su garganta y mira directo a la cámara, siento que también me está viendo a mí a través de la pantalla. —Día número 368 en la transformación de Daniel Jelavick. Hoy es el gran día. ¡Taran! Ahora unas palabras del gruñón de mi novio, que está tan preocupado que siento que voy a tener un bebé. —la cámara vuelve a girar, vuelve a apuntarme. —¿Algo que decir, Ryu?
—¿Qué quieres que diga?
—Pues no sé, lo que quieras. ¿Qué se siente que ya no voy a ser una chica?
—Siempre has sido un chico, Dan. A mis ojos lo eres.
—Por eso te amo. ¡Ya voy a entrar! Mierda. —me entrega la cámara y sacude su mano. —Deséame suerte.
—Suerte.
—Que seco.
—Te amo.
Los doctores comienzan a llevarse la camilla, pero él alcanza a responder con una sonrisa y un ademán.
—¡Yo también te amo!
La escena se corta, cambiando a un mismo panorama pero en otra habitación, dónde él ya está recostado y entubado, feliz a pesar de que la palidez en su piel es mucha.
—¿Cómo estás? —pregunta.
—¿Cómo estás tú? —le reprocho. —Me dijeron que se complicó, deberías estar descansando, no grabando.
—Gruñón. —suelta la cámara y abre sus brazos. —Ven aquí. No moriré. ¿De acuerdo? No tienes... ¿Ryu? ¿Estás llorando? No... Yo... Te amo, sabes que no iba a morir. Ya pasó, estoy aquí. Te amo.
La cinta termina ahí, bajo el dispositivo y tomo el sobre de papel, sin firma, sin nombre de remitente ni destinatario.
Solo un sobre.
Solo una carta.
Empezar a abrirla es un reto, y, antes de terminar la primera línea ya tengo el corazón helado, por sus palabras, por la tristeza y añoranza que estas traen, así como el sentimiento de desesperación que encierran.
"Para el único amor de mi vida, en esta y en todas la realidades..."
Ahí me doy cuenta de muchas cosas, que me amaba, que yo también lo amaba, más que a nada e igual a todo. Descubro que lo sabía y lo aceptó, y, al final, cuando el mundo que me rodea comienza a ser un blanco puro, llego a una conclusión que, de todas las personas a las que les mentí, Daniel Jelavick jamás fue una de ellas.
Me conocía, más que yo a él, más que yo a mí mismo.
Me conocía.
Y, por mucho que le doliera aceptar mi muerte, fue neutral y se resignó con mi decisión.
"Te amo". Dicen sus palabras y yo puedo sentir como su voz es la que me está susurrando esa verdad al oído.
Su calor está aquí, su amor, sus brazos rodean mi cuerpo y su cabeza se recuesta en mi espalda, sin embargo, al voltear, se esfuma.
Nada.
Nada.
No está.
Quise mentirle y engañarlo, sin saber que era él el que llevaba la delantera.
"Te amo".
"Viviré, por nosotros".
"Viviré, por nuestro bebé".
"Dile que también le amo".
No olvides que te amo.
Los amo.
Te amo.
Doblo la hoja y la regreso a su estuche. El blanco aumenta afuera, expandiéndose como la nieve en invierno.
Guardo la carta dentro de su caja y agarro lo último.
El violín.
Afuera ya no hay nada, del paisaje maravilloso y el atardecer cálido, queda solo el recuerdo en mi memoria, atesorado por unos últimos minutos antes de que también se desvanezca, como un fantasma o un deseo que no pudo ser escuchado por las estrellas en lo alto.
El instrumento está bien afinado y no me cuesta problema tocar. Mis dedos conducen el arco a través de las cuerdas, liberando notas que le dan forma a una melodía nueva que él jamás pudo escuchar, porque creí que tendríamos tiempo.
Porque fui un estúpido.
Cascadas de lágrimas caen en el cuerpo del instrumento; arruinará la madera, pero no importa, ya nada importa.
Quiero ver el avance blanquecino por la ventana, pero, al girarme, me doy cuenta de que ya ni siquiera existe una estructura que me separe de la expansión inminente.
Desapareció y yo lo haré también.
Me gustaría retroceder el tiempo y tomar otro camino, uno que no termine conmigo siendo un monstruo que es capaz de dañar a su familia, que es capaz de reemplazar al abuelo. Pero ya es tarde, no hay salida, desde el comienzo fue así.
No puedo vivir con Daniel o lo hundiré.
No puedo vivir con nuestro hijo o arruinaré su vida.
No seré un buen amante.
No seré un buen padre.
No en esta vida.
Bajo el instrumento e intento sonreír, tal vez lo logro, tal vez no.
—Idiota. —mascullo. El blanco me alcanza y, aunque intento que mi mente sea paz, está llena de un caos que se remonta a una sola persona...
Daniel.
Daniel, siempre lo has hecho, por eso, de nuevo...
Cierro los ojos y acepto el final que yo he escrito.
Sálvame.
Daniel Jelavick
Edad: 28 años
Voy por la décima vuelta alrededor del comedor cuando las puertas finalmente se abren y Rumg entra sudando, empapado y jadeante. Corro a él, Ryu me sigue el paso, llevando un vaso con agua, la cual le ofrece.
—¿Dónde estabas? —lo examino, dándole espacio para que beba y se recupere. —Empezaba a preocuparme, a preocuparme enserio. Por un momento creí que...
—Salí a correr. —se levanta y nos mira queriendo transmitir paz. —Es todo. Necesitaba despejarme y hacer una visita a los muertos.
—¿Cruzaste?
—No. —se quita el gorro adjunto a su sudadera. —Bueno, sí. ¿Qué más da? —señala la mesa puesta. —Comamos, o esto se enfriará.
—Rumg... —comienzo, pero ni siquiera me deja terminar.
—Necesitaba despedirme.
—¿Lo viste?
—Lo... —baja la cabeza y se sienta a un lado de Priest, evitando el contacto visual a propósito. —No importa. Él tomó sus decisiones, yo tomé las mías.
—¿Vas a aceptar que muera?
—Voy a comer, tengo mucha hambre justo ahora. —acto seguido, pincha una salchicha con forma de pulpo y se la mete a la boca, Priest se encoge de hombros y lo imita, riéndose entre dientes al ver que es una acción bastante dramática.
Insisto en hablar, la mano de Ryu en mi hombro me dice que pare, que tal vez no es el momento, o que, quizá, es mejor dejarlo en el olvido.
—Comamos entonces. —cedo por fin.
Caminamos hasta nuestros lugares, él empieza a servirse y se encarga de llenar mi plato al ver que ni siquiera me he interesado en el menú que, por milagro o coincidencia, permanece tibio.
—Papi. —Priest acepta un bocado que Ryu le da, y habla después de masticarlo. —¿Podemos ir al acuario?
—Hoy no mantarraya, —Ryu le limpia las comisuras con su pañuelo y acaricia su naricita. —agendaré cita para mañana. ¿Te parece?
—Bueno. ¿Entonces podemos jugar con la abuela después de mis clases?
—Si no está cansada, desde luego.
—¡Sí! ¿Pa, pa, jugarás también? —pregunta, viéndome con mucha atención.
—Claro, pero... ¿Rumg? —me interrumpo al captar el momento exacto en el que su rostro se arruga en una fea mueca de dolor y su mano llega a su pecho, sobándolo en círculos. —¿Llamamos a un médico?
Alza su mano y sacude la cabeza.
—No es nada, fue una simple señal. —bebe de su vaso y actúa como si nada, aunque las sombras a su alrededor se oscurecen. —Un presentimiento.
No pregunto más, creo entender a qué se refiere con "presentimiento".
Debajo de la mesa aprieto mi agarre con Ryu, comprobando que sigue aquí, porque, incluso si es en otra realidad, en otra vida, no resulta fácil para mí aceptar que la persona que más amo, con quien tengo una hija, una vida, acaba de morir, despareciendo, para siempre.
Daniel Jelavick
Edad: 20 años
—¿Puedo sentarme?
Dejo de jugar con el corazón dorado entre mis dedos, aparto la mirada del panorama inferior, de un padre que juega a las traes con su mantarraya, a través de los árboles y las plantas, las flores y los pequeños tigres que se corretean entre ellos, esperando incitar con sus juegos a su anciana madre para que se una también.
La tigresa bosteza y recibe mimos de una mano anciana que, en otra vida, en la realidad de la que vengo, ya está muerta. La abuela de Ryu aclama a su nieto y a su bisnieta, divirtiéndose en grande con sus travesuras, expectante mientras escucha la plática de Zaegan con un mayordomo, acerca de la comida que servirán en el menú de la noche, órdenes de Serius.
Todos forman esa bella pintura.
Todos, excepto nosotros.
—¿Rumg?
—Adelante. —me hago a un lado, dejando una parte del barandal expuesto por si quiere sentarse en el, cosa que no espero que haga, pero lo hace. —Deberías estar con tu familia. —le digo.
—Ahora eres también mi familia, no voy a dejarte solo.
Priest grita al ser lanzada al aire, cae en los brazos de Ryu y se ríe junto a él, alzando sus manos, pidiéndole que lo vuelva a hacer.
Quiere volar.
Serius, que acaba de llegar a la escena, les advierte que es peligroso, y casi se cae de espaldas cuando la niña regresa a los aires. Daniel tiene razón respecto a ella, parece una persona dura pero es bastante sensible por dentro, tal vez la juzgamos mal, o tal vez no deba molestarnos tanto conocer a una persona que es más abierta con su egoísmo, en lugar de esconderlo bajo una máscara hipócrita como hace la mayoría de la gente.
Me siento un extraño en medio de ellos, un extranjero viviendo en un país que no es el suyo, o un animal que convive con otros de raza distinta.
No encajo.
No pertenezco.
Pero, sobre eso está el deseo de quedarme y vivir.
De quedarme e intentarlo.
Él eligió morir.
Entonces yo viviré, viviré por ambos.
Daniel se levanta y camina hasta mí, sin decir nada me envuelve, no de igual a igual, no como un hermano; su abrazo es el de un padre a su hijo, es igual al que recibe Priest siempre que necesita consuelo, protección, seguridad o amor.
"Estoy aquí". Me dice sin palabras.
"No estás solo". Me afirma el beso en mi frente.
"Llora, puedes hacerlo". Agrega la suavidad con la que desenreda mis mechones, un poco más largos que los suyos.
Y lo hago.
—Viviré. —prometo entre sollozos y tormentas. —Voy a vivir. —reafirmo, quedando como un niño desastroso en los brazos confortantes de su padre. —Yo... Viviré.
Por mí.
Por él.
Por nosotros.
Porque se lo prometí y porque es lo que quiero hacer.
—Viviré...
Y, aunque es una promesa con mucho peso, creo que, después de todo, todavía soy capaz de cumplirla.
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