Dispárame
Ryu
Edad: 18 años
La mansión principal de la nueva alianza es una burla extremista y blasfema a la R.R Family, ocupando sus colores representativos para teñir los muros y los tapices de un lugar que no les pertenece, pero, al que pertenecen sin discusiones.
Miro de reojo al viejo, su semblante es calmo, paciente y tétrico, hay en sus ojos una braza candente de egoísmo y necesidad de más.
Más, siempre querrá más.
Aunque ya lo haya obtenido todo, no es más que un primer movimiento, el primer peldaño de una escalera que lo llevará a su propia destrucción o al dominio del mundo.
El auto para en las puertas negras de un infierno mucho más oscuro. A estas alturas puedo imaginarme un puente lleno de basura como un mejor hogar que esta caja, forrada en lujos y materiales de valor inmensurable, estúpido.
La riqueza es estúpida.
Nos hace codiciosos.
Nos hace monstruos.
Bajo detrás de él, y me parece extraño que se detenga al pie de las escaleras. ¿Qué es lo que quiere ver?
¿Qué espera?
Lo veo y él asiente, o más bien, ladea la cabeza, apenas unos centímetros; parece darme su aprobación, y, a la vez, esperar a que yo tome la iniciativa de ir de prisa. Hay algo que quiere mostrarme, algo que quiere que vea, es por eso que su sonrisa se ha torcido, aunque quiera disimularla con cuidado.
Se acomoda el saco y la corbata, deteniéndose también en los guantes negros de seda, unos guantes que nunca debieron ser suyos, ya que, en todo momento, le pertenecieron a mi padre.
Mi padre...
La puerta permanece cerrada con dureza, bloqueando la visión del interior, pero ya no necesito ver más allá para darme cuenta de que algo no anda bien.
Hay un segundo carro estacionado a lo lejos, colocado ahí a propósito como una señal absoluta que yo debí haber visto antes que nada. Reconozco ese carro, es el que se encarga de transportarlos a ellos; el estandarte de nuestra familia resplandece en las puertas y el cofre, un dorado absoluto que se corrompe por las manchas carmesíes, líquidas, que avanzan por un camino que fluye hacía abajo, hacía el suelo y el cadáver destrozado por unos perros de caza, cuyos hocicos todavía permanecen royendo el hueso del pobre hombre que sirvió de conductor fiel a mis padres por décadas, desde que tuvieron memoria y hasta que la perdieron.
No.
Se las arrebataron.
—Neus. —dice mi abuelo.
—¿Qué hiciste? —aprieto mis puños, buscando la serenidad dónde solo queda odio. Odio. Un odio antiguo que ha comenzado a abrir nuevos brotes de desesperación.
Él sube el primer escalón y de ahí los que siguen, tomándose su tiempo para poner un énfasis absurdo en su cojera de viejo.
—Te traje a casa. —responde, sin detenerse, sin voltear a verme.
Pierdo la paciencia, avanzo por delante y empujo la madera con peso de hierro y metal. El interior es lo mismo que un páramo desolado, abandonado en medio de una nada maldita y olvidada en el tiempo, en el espacio y las mentes de aquellos que una vez la recordaron con amor.
Todo se ve en orden, y, diferente.
Los tapices que caen en las paredes tienen números y nombres grabados, la mayoría tachados con una X poderosa y oscura, debajo, su nombre o el mío, brillan con la luz artificial de los focos en forma de lágrimas que caen de un candelabro.
Cada tapiz es diferente, hay algunos que todavía conservan su color blanco en la punta, y el resto es sangre, sangre seca que pintó la manta.
La sangre de cada victima cobrada por su mano o la mía.
Miembros de la alianza, miembros de la R.R Family, nombres que llenan el espacio de las paredes, manchándolas en algunas áreas.
¿Por qué tiene que ser así?
¿Por qué tiene que ser sangre?
No termina ahí, de las escaleras principales, las mismas por las que recuerdo rodar hace un par de años, cae en cascada, un hilo feroz de aguas rojas, desembocando en la tierra que es formada por tapetes y muebles.
El primer piso está inundado, ahogado en charcos que desprenden dos aromas diferentes. Uno trae consigo el aroma de óxido y medicamentos, drogas, en el mismo caudal, se distingue la fragancia de un perfume escandaloso de naturaleza y fuego.
Apesta a cenizas.
Apesta a carne quemada.
Ese es el tercer aroma que llega junto a los dos anteriores.
El aroma al fuego y la muerte.
No me muevo de mi lugar, asimilando las posibles alternativas y realidades, que son cosa de diario en una casa como esta. Él tampoco se mueve, esperando en la entrada, con una satisfacción inalterable y la compañía de sus más fieles siervos, encargados y amos de este condenado desastre apocalíptico.
La sangre se expande, llegando por debajo de mis zapatos, traspasando más allá. Una almohada tirada absorbe la humedad y se tiñe.
Avanzo y el camino detrás y delante mío es igual, rojo, rojo.
—Sala de costura de tu madre. —dice desde la entrada.
—Eran tus hijos. —le reprocho sin verlo.
—Y tú mi nieto. Una lección más, Neus. La sangre no importa cuando el poder y la necesidad de dejarlo claro está de por medio.
Ya no le respondo. No vale la pena.
Subo sin prisa, con miedo de ver y tener que enfrentarme a la nueva verdad, que estoy solo en esta casa. Ni siquiera mis padres, a quienes tanto protegí, siguen aquí.
Ya no hay nadie.
Este miserable cementerio de almas y cuerpos se ha vuelto, sin mucho esfuerzo, un lugar menos inhabitable que el espacio.
En la segunda planta el silencio se rompe por el borboteo que hace la sangre al salir de las venas y las rasgaduras que emiten los huesos, piel y tendones al separarse de su estado original por dientes caninos y garras. Escucho a los perros gruñir, parece que murmuran entre ellos, comentando acerca de lo delicioso que es probar la jugosa carne de sus amos, o del cómo están tan hartos que podría explotarles la barriga.
Antes me gustaban mucho los animales, en especial los canes, a partir de ahora ni siquiera podré verlos en pintura. Mucho menos después de obligarme a abrir la puerta de la sala de costura, enfrentándome a la visión de telas y hocicos ensangrentados.
La colección de telas de mamá, meticulosa y ordenada, está fuera de lugar; se revuelven los rollos de seda con los de terciopelo, el algodón exportado con el que compraba aquí, los velos suaves y gentiles con el cuero oscuro. Botones y agujas rodean ambos cuerpos y flotan en la sangre, sus máquinas están perdidas, arruinadas por la humedad que se filtró en sus circuitos al caer de sus lugares en una guerra que no alcancé a ver, pero, que puedo imaginar sin dificultad.
Los sillones están volteados, muchos tienen el relleno afuera o no lo tienen, hay un zapato a pocos centímetros de mí, y algunos adornos de pedrería costosa atorados en las cortinas, veo un dedo enrollado en listones, y un ojo a la mitad atorado en la rueda que envolvía cordón.
Seis perros en medio de todo, acompañados de dos cadáveres deshechos. Viseras afuera, huesos separados, costillas rotas... Todavía hay unas tijeras afiladas en la mano de mi madre, y me alegra ver que, en la punta, un ojo de aquellos animales, se sostiene, mientras el dueño aúlla en un rincón, mordiendo con precaución su propio pedazo de botín, temeroso de que ese brazo resucite y vuelva a arrancarle el único ojo que le queda.
Mi padre también tiene armas, una navaja que escondía en su prótesis, el bastón con un cuchillo interno, sin filo ahora, y lleno de pellejos, y, también, una pistola que aún conserva el seguro, lo que me confirma que el tiempo les fue robado al igual que sus vidas.
No lo vieron venir, cuando los atacaron ya era tarde.
La mordida llegó antes que la bala.
Recojo la mano izquierda de ambos, forcejeándola con los perros que me muerden en el proceso, pero, que se calman cuando el viejo entra y les da una orden en italiano, que obedecen sin rechistar.
Quito los anillos de compromiso de ambas extremidades; sortijas doradas de formas irregulares, con un centro redondo de una serpiente custodiando dos diamantes verdes. Dejo caer de vuelta los sobrantes de ellos, quedándome únicamente con esos detalles que son incapaces de romperse y hacer manar sangre.
Ya no quiero nada que tenga sangre.
—¿Ves lo que haces, Neus? —comienza el viejo, acariciando a los perros que acuden gustosos al lado de su amo. —No tendría que haber pasado esto, ellos podrían seguir vivos y quedarse a disfrutar un día a tu lado. ¿No te hubiera gustado eso? Pasar un momento con las personas que te trajeron al mundo, compartiendo tu día a día, como siempre que llegaban a verte. ¿No querrías volver a abrazar a tu madre? ¿O sonreír de las anécdotas patéticas de tu padre?
Bajo la cabeza, aferrándome a ese único recuerdo material que me queda de ellos.
—Cállate...
—Los traje para que estuvieran contigo, Neus. Tu madre lloró al atender el teléfono, y tu padre me dijo que llegarían antes del almuerzo. ¿Y tú, dónde estabas? Te esperaron. ¿Sabes? Te esperaron bastante. Ella quiso dormir en tu habitación y él le hizo compañía, fue hermoso. Una imagen paternal de unos preocupados y anhelantes padres que esperaban el regreso de su hijo.
—Cállate.
Suelta una fotografía de ellos, acurrucados en el sofá de mi cuarto, lado a lado, durmiendo con un peluche mío entre sus cuerpos.
La sangre ahoga ese recuerdo y cuando mis dedos lo levantan, el papel se ha roto.
—Almorzaron alegres y por primera vez en mucho tiempo, tu mamá habló conmigo de hija a padre. No voy a olvidar su hermosa sonrisa, siempre fue una copia de tu abuela, aunque mi hija era más obediente. —la siguiente imagen es otra apuñalada. Mamá está feliz en su silla de siempre, la misma silla que me negué a ocupar tras su partida, para no borrar el aroma que se conservaba en la madera y su acojinado. —Tu padre seguía resentido, pero, estaba calmado. Ellos de verdad querían verte, Neus. Y, repito. ¿Dónde estabas?
—Independientemente de mi paradero, no lo habrías matado si los quisieras aunque sea un poco.
—Los quiero, Neus. A ellos y a ti. No es mi culpa que estén muertos, es la tuya. Iba a dejarlos partir, se estaban despidiendo para ir de compras y seguir esperando tu llegada, cuando recibí la notificación. De todas las personas existentes en este planeta... ¿Tenías que estar con él?
—Así que los mataste.
—No. Tú hiciste eso. Yo solo cumplí con mi deber, algo que tú también deberías de hacer.
—¿Y tenía que ser con perros? —exclamo, disolviendo las fotografías en trozos de papel húmedo. —De todas las maneras posibles... ¿Tuviste que usar a tus bestias entrenadas?
—Tenían hambre y tus padres eran incapaces de agredir a un animal. Si no tuvieran esa debilidad, tal vez hubieran tenido más oportunidades. Aunque, ya no importa. Lo que sí es importante es que tú no vuelvas a estar con ese... Hombre. No volverás a poner un pie fuera de esta casa, Neus, no mientras yo viva, o continuaré con esto, —señala el lugar. —hasta que recapacites.
—Hazlo. —le digo, recordando la sonrisa de Daniel y nuestra promesa. —Hazlo si quieres, yo ya no tengo nada que perder.
Dos nuevas fotografías aparecen en la sangre. Mi corazón se congela, la escarcha sube y lo paraliza, quiere darme la sensación de que estoy muerto cuando, lamentablemente, no es así.
Esta vez no recojo las imágenes, dejo que se pierdan en el fondo rojo, allá dónde no pueda verlas y no sean más que un recuerdo, moldeable, que pueda cuestionar y desmentir.
La primera fotografía es de un chico, sonriente, cargando las maletas de él y su novia en la entrada de un aeropuerto de parís. Tivye está atrapada en la segunda fotografía, con un look de metalera y gafas oscuras, camina a un lado de Kian, comiendo y riendo.
Tan felices.
Tan normales.
—Es verdad lo que dices, Neus. —esta vez lo miro mientras habla. —tú ya no tienes absolutamente nada que perder, pero, ¿y él? ¿Dejarás que tu indisciplina le destruya la vida?
—No. —respondo de inmediato. —Haré lo que pidas.
Palmea mi mejilla, siendo dulce en comparación a las agresiones violentas que la marcaron hace unas horas. Asiente y me deja el paso libre para que pueda salir.
—Buen muchacho. —dice, y en el fondo, quiero partirle la cara.
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